El Evangelio de hoy (Mc 16,9-15), nos ayuda a dar testimonio de que hoy, para nosotros y para todo hombre, Jesús vive en la situación de resucitado y ya no experimenta las limitaciones de la condición humana. Hombre entre los hombres, el Nazareno, como nosotros, veía limitado su universo por sus posibilidades de contacto y de intercambio. Hoy, resucitado, se han dilatado las fronteras de su persona, aunque al inicio, fuera difícil, muy difícil creer esto aún para los más allegados a él, que eran los Once. Cristo se encuentra con todos los hombres de todos los tiempos en lo secreto de su corazón, en la fuente inexpresable de su vida. A Él, vivo y resucitado, ningún hombre ni nada humano le es ajeno. Toda empresa humana está secretamente habitada por su Espíritu, hasta el punto de que trabajar por el crecimiento de la humanidad significa, tal vez secretamente, hacer que crezca su Cuerpo. Al confesar la resurrección de Jesús damos testimonio de que todo está bajo el movimiento del Espíritu, que merece la pena intentarlo todo, ya que en todo es él quien continúa viviendo y creciendo.
Las ilusiones de aquellos hombres y mujeres, los primeros seguidores de Jesús, se enterraron con el Cristo en el sepulcro. Pero todo cambia radicalmente. Solamente la presencia del Señor resucitado pudo ser la causa de este milagro moral de hacer vibrar de nuevo aquellos corazones con más osadía que antes, y hacerlos capaces de dar un testimonio a favor de la realidad de un Jesús vivo, con el cual ellos han convivido después de su muerte. A ellos y a nosotros nos deja un encargo: «Vayan por todo el mundo y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que no crea se condenará». Llevamos un mensaje que no nos podemos adjudicar como nuestro, que no es fruto de nuestro propio terreno, y además está siempre sostenido por la fuerza de Otro y ese Otro es el Señor que se ha querido quedar con nosotros hasta que se clausuren los tiempos y comience la eternidad. Por eso tiene que proclamar el Evangelio; no por ser el mejor o el más inteligente; sino por ser un pecador, como Magdalena, como los de Emaús, como los Once que no creían y que ha obtenido el perdón.
Nada ni nadie ha de detener la predicación de la Buena Nueva y por eso hay que utilizar todos los medios que tengamos al alcance, aún en medio de una pandemia tan terrible como la que vivimos. Siempre habrá una oportunidad, una rendija por donde pueda entrar el Evangelio, aunque el precio sea caro, como el pagar con la misma vida. El beato Román Archutowski, sacerdote de la Arquidiócesis de Varsovia, víctima del nazismo por odio a su fe cristiana fue encarcelado precisamente por anunciar la Buena Nueva, ni eso lo detuvo pues allí siguió evangelizando incluso y sobre todo con su testimonio de vida. Murió en el pueblo de Majdanek, próximo a Lublin, en Polonia, el 18 de abril de 1943. San Juan Pablo II lo elevó a la gloria de los altares el 13 de junio de 1999 junto con otras 107 víctimas de aquella terrible persecución. Pidamos al Señor vivo y resucitado que podamos, a como se pueda, seguir haciendo realidad aquel mandato. La Virgen Santísima nos ayudará, de Ella nos tomamos fuertemente para ir por todo el mundo y predicar la Buena Nueva. ¡Bendecido sábado de la Octava de Pascua!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario