Hoy, entre los santos que la Iglesia celebra, que cada día son muchos, recordamos a uno muy singular, uno que en 1485, falleció en la noche santa de Pascua mientras celebraba los sagrados misterios, y, acompañado de multitud de fieles y neófitos, fue inhumado el día de la solemnidad de la Resurrección del Señor. Se trata de san Juan de Nápoles. Quiero hablar de él porque la historia nos narra que murió muy probablemente por una epidemia de peste que se desarrolló en sus tiempos, en medio de una situación como la que ahora vivimos, aunque se piensa también, que por lo joven que murió —29 años— haya sido envenenado en medio de las confusiones por la epidemia. Este santo Fue el cuarto hijo del rey Fernando I de Nápoles y de Isabel de Chiaromonte. Era un hombre muy brillante que hizo mucho bien. El papa Sixto IV lo dispensó de la edad legal para obtener la silla arzobispal de Taranto. El 10 de diciembre de 1477, poco después de llegar a sus 20 años de edad, fue nombrado Cardenal. En 1481 fue legado apostólico de la Santa Sede en Bohemia, Polonia y Hungría para convencer a sus reyes de luchar contra el Imperio Otomano. El 17 de octubre de 1485 falleció por la peste o envenenamiento a los 29 años de edad y fue sepultado en la Basílica San Lorenzo en Lucina. Poco se sabe de su vida, pero es importante destacar que en medio de la epidemia y de una serie de intrigas a su alrededor, se mantuvo siempre fiel.
A veces las epidemias o pandemias como la que vivimos, adelgazan demasiado el ánimo de algunos y eso no vale la pena. Nadie sabemos con exactitud el día y la hora en que entregaremos nuestras almas al Creador. No podemos cruzarnos de brazos llenos de miedo y paralizar nuestras vidas. Si bien se nos ha invitado a permanecer en casa, nadie tiene por qué aburrirse o bajar la guardia. ¡Desde casa se puede hacer tanto bien! Los hombres y las mujeres de fes estamos llamados a ser una semilla de paz, de tranquilidad, de perseverancia, ante el alarmismo social que se desata. Nuestro testimonio de testimonio de tranquilidad y confianza en Dios, se hace una muestra de la esperanza cristiana. Jesús, durante su vida pública, se acercó a los enfermos, a los paralíticos, a los ciegos, a los sordos y a los leprosos, de los que la sociedad escapaba por miedo. Siempre ha habido leprosos —pestes, epidemias, sida, ébola, gripe aviar...— Y seguirá habiéndolos y Cristo estará siempre a nuestro lado. Los creyentes no estamos llamados a desafiar a las autoridades ni a dar un mal testimonio saltándonos reglas, pero sí estamos llamados a confiar y a dar ejemplo de un buen uso del tiempo en nuestro confinamiento, porque con nosotros está el Señor. Si uno lee con detenimiento el Evangelio, descubre todo un mundo, un océano de dolor que parece rodear a Jesús.
El fragmento de este día nos recuerda que Jesús realizó muchas obras buenas de parte del Padre (Jn 10,31-42), y, entre esas obras, estaba el acompañar, el estar cercano, el caminar al paso de quien lo necesitaba. Pero hay que destacar que no a todos los enfermos curó, no a todos los ciegos devolvió la vista, no todos los sordos escucharon, ni todos los paralíticos caminaron... El dolor y el sufrimiento para el que ha palpado la bondad y la misericordia de Jesús, tiene un sentido hondo. Para poder vislumbrar un poco el sentido del dolor tenemos que asomarnos en estos días de calma a la Sagrada Escritura, que es un gran libro sobre el sufrimiento humano. San Juan Pablo II en su exhortación «Salvifici doloris» —que vendría bien desempolvar y releer en estos días—, del número 14 en adelante va comentando que Nuestro Señor proyecta una luz nueva sobre el misterio del dolor y del sufrimiento, pues Él mismo lo asumió. Probó la fatiga, la falta de una casa, la incomprensión. Fue rodeado de un círculo de hostilidad, que le llevó a la pasión y a la muerte en cruz, sufriendo los más atroces dolores. Cristo venció el dolor y la enfermedad, porque los unió al amor, al amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo. La cruz de Cristo que contemplamos y sentimos muy palpable ante la ya inminente llegada de la Semana Santa, debe ser para nosotros una fuente de la que broten ríos de agua viva. En ella, en la cruz de Cristo, debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante. Que María Santísima, Nuestra Señora de los Dolores, nos ayude a asumir como parte vital de nuestra existencia todo esto que estamos viviendo. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario