sábado, 30 de noviembre de 2019

«Que el mensaje del Señor resuene en toda la tierra»... Un pequeño pensamiento para hoy

Durante un año, el año litúrgico 2018-2019, hemos ido recorriendo juntos la belleza de los salmos y con ello hemos compartido nuestra meditación diaria. Hemos hecho un recorrido por estos escritos hermosos en la sección que la liturgia de la Iglesia nos regala, haciendo a un lado algunos fragmentos de los mismos que, por razones de la mentalidad antigua de «ojo por ojo y diente por diente» (Ex 21, 24), superada por Jesucristo (Mt 5,38), han quedado obsoletos en el caminar del cristianismo. Hoy terminamos el recorrido por estos pasajes de la Escritura compuestos por alabanzas, himnos, súplicas y acciones de gracias que brotan del corazón del hombre de Dios y que de alguna manera recogen las experiencias religiosas de los individuos y del pueblo de Israel en relación con nuestro Dios y con los hermanos y hemos comprendido juntos —así lo creo— que quien ora con el Salterio —el conjunto de los salmos— aprende a apoyarse en el Señor y a dirigirse a él con la misma confianza que los escritores sagrados seguro de que será escuchado. Hoy llegamos al último día de este año litúrgico, nuestro buen Dios nos ha permitido perseverar un año más en nuestro andar y esta tarde entraremos ya en las primeras vísperas del tiempo de Adviento con una nueva temática para nuestra reflexión diaria que siempre, siempre, tocará, como cada año, el Evangelio del día pero desde una nueva perspectiva, ya que la Palabra de Dios, siempre viva y eficaz, tiene cada día algo nuevo que decirnos. 

Por lo pronto en este día en el que la Iglesia celebra al apóstol san Andrés, la Iglesia nos deja el último fragmento de los salmos con el que cerramos este ciclo litúrgico. Se trata de los versículos 2-3 y 4-5 del salmo 18 (19), pidiéndole a Dios «que su mensaje resuene en toda la tierra». El salmista nos recuerda que Dios alumbra el universo con el fulgor del sol e ilumina a la humanidad con el esplendor de su Palabra, contenida en la Revelación bíblica. Los cielos, que el autor sagrado presenta como testigos elocuentes de la obra creadora de Dios (vv. 2-5), «proclaman», «pregonan» las maravillas de la obra divina (cf. v. 2), dejándonos ver un testimonio silencioso, pero que se escucha con fuerza, como una voz que recorre todo el cosmos. Un testimonio callado como el de san Andrés y muchos otros santos cuyas vidas son casi desconocidas pero cuyo testimonio de vida brilla y alumbra a la humanidad. Andrés corre con el gozo de haber sido, muy probablemente, el primero que, en una tarde inolvidable, escuchó las palabras, nuevas para el mundo, de Jesús. Este recuerdo, siempre fresco ha quedado esculpido en el Evangelio (Mt 4,18-22). El Evangelio nos narra, en otro pasaje, aquel gozo espiritual, aquel descubrimiento insospechado que llenó de un entusiasmo sin doblez el corazón de Andrés quien al llegar a casa con la impresión de aquella impresionante entrevista, dijo a su hermano Pedro: «Hemos hallado el Mesías» (Jn 1,41-42) y Pedro, contagiado por la fe de su hermano, corrió a Jesús, y en Él encontró la hora inicial de una singular grandeza. Así empezó a granar el mensaje de Jesús en quien le quiere seguir. No fue ésta, sin embargo, la llamada definitiva. Andrés volvió a mojar sus pies en el lago de Genesaret, a echar las redes y a sufrir los encantos y desencantos anejos al duro oficio de pescador antes de dar el sí definitivo. 

Así es nuestro caminar... a veces lento, a veces decidido y firme, a veces un poco inconstante, a veces con interrupciones que no quisiéramos que existieran porque amamos plenamente al Señor. Andrés, el apóstol, nos recuerda que participamos de los vicios y virtudes del común de los mortales, sometidos a una vida y un paisaje que influye hondamente en lo que somos y hacemos. En esta vida dura y áspera, con sus muchos fracasos y escasa alegrías, los salmistas y los santos como san Andrés, nos van alentando en el duro bregar con las altas olas y a navegar con la aparente quietud del mar que muchas veces en su interior encierra luchas y torbellinos que no se ven en la superficie y que también invitan a ir allá, a remar mar adentro y sumergirse para encontrar la belleza de la misericordia de Dios. Gracias por acompañarme en este camino de un año más. Deseo que cada uno vivamos plenamente nuestro Adviento que esta tarde iniciamos de la mano de María, que con ella hagamos de nuestra vida, como decía la beata María Inés Teresa: «un himno ininterrumpido al Señor» en donde nuestra vida sea una alabanza que haga «resonar» su amor a toda la tierra. ¡Bendecido sábado, último día de nuestro ciclo dominical «C» y de nuestro año «impar» de 2019! 

Padre Alfredo. 

P.D. Estas reflexiones aparecen diariamente también en mi Facebook: Alfredo Delgado Rangel. Desde mañana también en la página de Facebook: Padre Alfredo. Además se puede leer en mi twitter: @alfredodelgador.

viernes, 29 de noviembre de 2019

«El astronauta»... Un pequeño pensamiento para hoy

Érase una vez un astronauta y un neurólogo que discutían, como mucha gente actualmente, sobre religión. El neurólogo era creyente, el astronauta era ateo. A fuerza el astronauta quería sostener la idea de que Dios no existe y convencer de ello al neurólogo. «He estado en el espacio muchas veces» —le contaba el astronauta al hombre de fe— «pero no he visto ni a Dios ni a los ángeles». «Y yo he operado muchos cerebros inteligentes» —le contestó el neurólogo— «pero la verdad nunca he visto un solo pensamiento» y sin embargo éstos existen. Hoy terminamos de leer, en el salmo responsorial, las partes más significativas del cántico de Daniel en el capítulo 3 de este libro que la liturgia de la palabra nos ha colocado toda la semana —la última del año litúrgico— como salmo responsorial. El autor de este himno bellísimo nos ha invitado a ver a Dios sin verlo, es decir, nos ha invitado a descubrirlo en su obra, en lo que él ha creado. Todo —hemos visto en esta semana— debe unirse a la alabanza hecha al Nombre de Dios, pues todo nos habla de él. Este Dios al que contemplamos en la obra maravillosa de la creación, se ha convertido en nuestro Salvador. Sí, toda la tierra ha contemplado la victoria de nuestro Dios y el escritor sagrado invita a todas las naciones a bendecir el santo nombre de Dios. El texto de hoy es muy significativo, habla de las montañas y las colinas, de todas las plantas de la tierra, de las fuentes, los mares y los ríos, de las ballenas y los peces, de las aves del cielo, de las fieras y los ganados, e invita a todos a bendecir al Señor. ¡Qué hermosa armonía puede uno imaginar! No vemos a Dios directamente, pero sabemos que él existe y que manifiesta su amor en la obra creadora. 

Pero esa armonía, perdida a causa del pecado, quiere volver a acompañarnos a través de nuestra vida, pues el Señor nos invita a ser contemplativos. A nosotros corresponde conservar e incrementar esa convivencia serena con todas las criaturas y no destruirlas a causa de nuestros intereses mezquinos, como sucede hoy con tantos espacios verdes que son olímpicamente devastados para que llegue «la civilización». El hombre no quiere entender que a Dios no lo puede ver, como no ve los pensamientos y por eso no capta que todo está a su servicio, pero debe ser utilizado, no como una explotación enriquecedora egoístamente, sino con la responsabilidad que nos lleva a respetar los recursos de la naturaleza, que Dios ha puesto en nuestras manos. Así, por medio del hombre redimido, la redención de Cristo alcanza a todas las criaturas que, unidas al hombre, bendicen al Señor. Hoy el Evangelio también nos habla de la naturaleza creadora de Dios, nos pone el ejemplo de la higuera y los demás árboles que, a su debido tiempo, deben dar frutos (Lc 21,29-33). Es imposible para nosotros que, al contemplar la obra hermosa de la creación no pensemos en Dios y darnos cuenta de que estamos llamados a producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu y completar con ello la obra creadora de Dios. 

Otro astronauta —no el del relato con el que inicié mi reflexión— Charles Duke (Charlotte, Carolina del Norte; 3 de octubre de 1935), fue la décima persona en caminar sobre la Luna. El estadounidense participó como piloto del módulo lunar Orión en la misión Apolo 16 en abril de 1972 y años después exclamó: «Caminé en la Luna por tres días, pero caminar con Jesús es para siempre». Entre otras cosas «Charlie» —como le dicen sus amigos— se preguntaba: «¿Cómo es posible que ese libro —la Biblia— escrito tantísimos años antes de Cristo describiera la Tierra tal como yo la vi desde el espacio? El libro enseña que el mundo es redondo (Is 40,22) y se encuentra suspendido en el vacío (Jb 26,7). Fue Cristóbal Colón quien demostró, mucho después, que el mundo es redondo. ¿Cómo es posible que ese libro diga que los ríos van al mar y regresa el agua al río? En aquellos tiempos nadie podía caminar tantas leguas ni existían los medios para poder afirmar lo que hoy día entendemos como el fenómeno de la evaporación. (Ecl 1,7; Jb 36,27). La inspiración de ese libro tiene contenido divino, bien revelado». Ojalá ahora al llegar al último día de la semana laboral y académica para muchos, podamos leer de corrido este Cántico del capítulo 3 de Daniel y descubrir, como Charlie la grandeza de Dios. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en un verdadero servicio a Dios, amándolo no sólo de rodillas en su presencia, sino sirviéndolo amorosa y fraternalmente en nuestros hermanos, especialmente en los más necesitados. ¡Bendecido viernes ya de regreso en la Ciudad de las Montañas! 

Padre Alfredo.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Té de jengibre para muchas cosas... ¡delicioso!


Algunos saben y ahora más por escribirlo, que la bronquitis asmática ha sido uno de los diferentes achaques que afectan a este inquieto padrecito. Desde niño recuerdo aquellas batallas para librarla y sobre todo las benditas manos de Lucita, la señora que inyectaba y que llegaba con el remedio milagroso y doloroso junto a los caldos de pichón que mamá hacía para que mejorara un poco y que Lalo mi hermano también disfrutaba. 

Un gran aliado para la lucha contra esta afección ha sido el jengibre, esa planta cuyo nombre científico es «Zingiber officinale», una planta medicinal que funciona como antiinflamatorio natural y ayuda, además de combatir enfermedades respiratorias, a cuestiones de artrosis, diabetes, problemas digestivos y además sirve para adelgazar.

En un artículo que leí recientemente, se mencionan más claramente algunos de sus beneficios:

1. Disminuye los dolores reumáticos y de otro tipo.
2. Es eficaz contra la gripe, el asma y los resfriados, al favorecer la expectoración.
3. Mejora el flujo sanguíneo, por lo que previene las enfermedades cardiovasculares.
4. Elimina el mareo y el vértigo.
5. Es un estimulante natural.
6. Funciona como antidepresivo natural.
7. Combate el envejecimiento prematuro y reduce los niveles de estrés
8. Disminuye las migrañas al bloquear los efectos de la prostaglandina.
9. Previene el cáncer de colon y de ovarios.
10. Facilita la digestión.

Gracias a que es muy rico en aceites esenciales, vitaminas, minerales, antioxidantes y aminoácidos que otorgan muchos beneficios al cuerpo humano, el consumo de esta raíz es algo más que recomendado para gente que sufre de estos malestares. 

Recuerdo siempre a Gloria, maravillosa cocinera que, en los años en que vivía yo ejerciendo mi ministerio misionero en la querida comunidad de Santa Marta, allá en Valinda California, me preparaba en las tardes, después de la comida fuerte que era a las 5 de la tarde, mi té de jengibre sobre todo en el invierno. 

Me he encontrado la receta —muy simple por cierto— de este té que me daba y con gusto la comparto:

1 cucharada de jengibre.
1 cucharada de miel.
1 taza de agua hirviendo.
Unas gotas de limón.

¿Gustan un té?

«Misioneras Clarisas en Mazatlán»... Conociendo la Familia Inesiana LI

«Van-Clar Moravia, en Costa Rica»... Conociendo la Familia Inesiana L

«Van-Clar en Japón»... Conociendo la Familia Inesiana XLIX

«Esperando los cielos nuevos y la tierra nueva»... Un pequeño pensamiento para hoy


En su libro: «El mundo de Sofía», el escritor y filósofo Jostein Gaarder, cuenta que el filósofo griego Diógenes de Sinope, también llamado Diógenes el Cínico, habitaba en un tonel y que no poseía más bienes que una capa, un bastón y una bolsa de pan —¡Así no resultaba fácil quitarle la felicidad!—. Gaarder narra que una vez que Diógenes estaba sentado tomando el sol delante de su tonel, le visitó Alejandro Magno, el emperador, el cual se colocó delante del sabio y le dijo que si deseaba alguna cosa él se la daba. Y que Diógenes le contestó: «Sí, que te apartes un poco y no me tapes el sol», mostrándole de esta manera Diógenes que era más rico y más feliz que el gran general, pues tenía todo lo que deseaba. La liturgia de la Palabra del día de hoy nos sigue hablando con el Cántico de Daniel (Dan 3,68-74) como salmo responsorial, ese himno a la creación que en el contexto en que está puesto nos deja en claro que el hombre nada material necesita para subsistir fuera de lo que el Señor ha puesto en la creación y de lo que obtenemos lo esencial y que por eso toda la tierra ha de bendecir al Señor. Dios nos ha dado la naturaleza y con ello todo lo necesario para ser felices, no se necesita mucho para ser feliz. 

El Dios que nos presenta Daniel es el Dios vivo, el Dios que permanece siempre visible en sus obras, el Dios que acompaña, que alimenta, que se da y que cobija. Este hermoso cántico es una lección para tiempos difíciles en donde no se reconoce la providencia divina que todo lo da. ¿Y cuáles tiempos no son difíciles? Si Antíoco, en tiempos de los Macabeos, obligaba a los judíos a sacrificar en honor del dios Zeus, hoy el mundo invita a la gente —sobre todo a la gente joven— a levantar altares y a ofrecer libaciones a mil dioses falsos, que prometen felicidad y salvación y que según ofrecen mucho más de lo que el verdadero Dios puede dar: egoísmo, placer, pasiones, dinero, éxito social, poder... Rezar, alabar, rendir homenaje a Dios en medio de un mundo pagano es la clave para que podamos mantener nuestra identidad y para que manifestemos nuestra gratitud a Dios que todo lo ha creado para nuestro deleite, para nuestra realización, para nuestro bien.. ¡Cómo no lo vamos a bendecir!: «Rocíos y nevadas, bendigan al Señor. Hielo y frío, bendigan al Señor. Heladas y nieves, bendigan al Señor. Noches y días, bendigan al Señor. Luz y tinieblas, bendigan al Señor. Rayos y nubes, bendigan al Señor. Tierra, bendice al Señor». Tenemos mucho que trabajar ayudando a la humanidad a reconocer y agradecer la obra de Dios, llevando a cabo la misión que iniciara Cristo y que luego nos encomendó a nosotros, darnos cuenta de que el Padre nos ama (cf. Jn 16,27). 

Pero hoy nos viene bien pensar también que nuestra meta es la vida eterna, la victoria final, junto al Hijo del Hombre: él ya atravesó en su Pascua la frontera de la muerte e inauguró para sí y para nosotros una nueva existencia, los cielos nuevos y la tierra nueva. Si lo que contemplamos aquí es hermoso y nos llama la atención para alabarle, ¿qué no será lo que podamos ver en lo nuevo que está por llegar? La liturgia, preparándonos ya para el Adviento, cuya llegada es inminente, nos va ubicando así, en una espera atenta de la venida del Salvador que lo hará todo nuevo. Esperamos, de alguna manera, lo que ya poseemos. Y esa esperanza es tan cierta como las mismas intervenciones del Dios liberador en la historia de su pueblo. Más allá de los alarmismos que acompañan generalmente a las representaciones sobre el fin del mundo y de lo que hoy nos habla el Evangelio (Lc 21, 20-28), se nos invita a anhelarlo y a descubrir en él las consecuencias positivas que producirá en nosotros. Debemos ver en toda la creación que nuestra liberación está próxima. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de pasar haciendo siempre el bien a todos; que esto lo hagamos no por simple filantropía, sino porque amamos a nuestro prójimo como el Señor nos ha amado a nosotros, y que, contemplando la creación para valorar lo que Dios nos ha dado, pudiendo así él reconocernos como suyos al final de los tiempos y al comienzo de la eternidad. ¡Muchas felicidades a mi hermano Eduardo —mi querido Lalo— que hoy cumple años! ¡Bendecido jueves para todos! 

Padre Alfredo.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

«La creación entera alaba al Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


Seguimos con el Cántico de Daniel (Cap. 3) como salmo responsorial para las misas de esta semana y así será hasta el viernes en que terminemos de recorrer este hermoso himno de alabanza que la Sagrada Escritura nos presenta. Hoy toca el turno a los versículos 62. 63. 64. 65. 66 y 67 en los que el autor sagrado invita al sol y a la luna, a las estrellas, a la lluvia y al rocío, al viento, al fuego y al calor, a los fríos y las heladas a bendecir al Señor. Este cántico nos ayuda a recordar que Dios creó el universo y todo lo que hay para darle gloria y alabanza, pero es el hombre el único que puede tomar voz y alabar al Señor en nombre de todas las demás criaturas que, con lo que son y lo que hacen le dan esa alabanza que nosotros podemos manifestar. Aunque Dios es omnipotente y no necesita mensajeros, decretó que el mundo funcione de acuerdo a leyes naturales. De esta forma, Él utiliza todas las cosas creadas y sobre todo sus criaturas, para cumplir con su voluntad y guiar al hombre hacia su destino. Por lo tanto, todo lo que puede afectar al hombre, ya sea una gota de lluvia o un relámpago, el sol y la luna, los vientos todos, está bajo el control directo de Dios. 

Decía San Agustín que Dios escribió dos libros. El primer libro que Dios escribió, según enseña el santo, no es la Biblia, sino la creación, la naturaleza, la vida. Es por el «Libro de la Vida» como Dios quiere hablar con nosotros. Dios creó las cosas hablando. Dijo: «¡Hágase la Luz!», y la luz comenzó a existir. Todo lo que existe es la expresión de una palabra divina. Cada ser humano es una palabra ambulante de Dios. Pero nosotros, al recitar este cántico de Daniel... ¿tenemos consciencia de eso? Mucha gente echa un rápido vistazo a la naturaleza y no piensa en Dios. Ya muchos no se dan cuenta de que estamos viviendo en medio del libro de Dios y de que somos una página viva de ese libro divino. San Agustín dice que fue el pecado, o sea, nuestra manía de querer dominar todo y de pensar que somos dueños de todo, lo que nos hizo perder la mirada de la contemplación de la naturaleza para encontrar en ella a Dios y su obra creadora. Ya no conseguimos descubrir cómo Dios está hablando en el Libro de la Vida. 

Ayer en la mañana, me llevaba Paco —mi ahijado diácono— al aeropuerto para que tomara el chirimbolo volador que me trajo a mi amada Selva de Cemento —CDMX— para realizar varias diligencias e íbamos gozando de un amanecer que, quienes viven en Monterrey lo habrán visto. Un amanecer con unos tonos de cielo impresionantes, hermosos, maravillosos, en un día que por regalo extraordinario de dios el smog dejaba ver. Era el sol, alabando al Señor en el amanecer, eran las nubes y los vientos que las habían dispuesto así, eran esas tonalidades hermosas... Por eso —así lo decía Agustín— la Biblia no fue escrita para sustituir al «Libro de la Vida». Al contrario, la Sagrada Biblia ue escrita para ayudarnos a entender mejor el «Libro de la Vida» y a descubrir en ella las señales de su presencia amorosa. La Biblia —decía también Agustín— nos devuelve la mirada de la contemplación y nos ayuda a descifrar el mundo y a hacer que el universo se torne nuevamente revelación de Dios, y vuelva a ser lo que es: «el Primer Libro de Dios». Que María Santísima nos ayude a gozar de la creación y a alabar, con ella, a nuestro Dios. Yo los saludo en este hermoso miércoles desde mi Selva de Cemento, mi querida tierra del Anáhuac. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 26 de noviembre de 2019

«En medio de las vicisitudes de este mundo»... Un pequeño pensamiento para hoy


La liturgia de la Palabra de este día, insiste en dejarnos como salmo responsorial —al igual que ayer— un pequeño fragmento del capítulo 3 del libro de Daniel (Dn 3, 57-61). El contexto de este texto es muy interesante: Nabucodonosor, rey de los caldeos, hizo en Babilonia una estatua enorme y ordenó que, al toque de los instrumentos musicales, todos se postraran para adorarla, amenazando a quienes no lo hicieran con ser arrojados a un horno abrasador. Tres jóvenes judíos, Ananías, Azarías y Misael, fieles a su fe en Yahvé, se negaron a adorar la estatua, y el rey mandó que los arrojaran al horno. «Los siervos del rey que los habían arrojado al horno no cesaban de atizar el fuego. Las llamas se elevaban poco más de 20 metros por encima del horno y, al extenderse, abrasaron a los caldeos que se encontraban junto al horno. Pero el ángel del Señor bajó al horno junto a Azarías y sus compañeros, expulsó las llamas de fuego fuera del horno e hizo que una brisa refrescante recorriera el interior del horno, de manera que el fuego no los tocó lo más mínimo, ni les causó ningún daño o molestia. Entonces los tres se pusieron a cantar a coro, glorificando y bendiciendo a Dios dentro del horno con este cántico que en estos días tenemos en parte como salmo responsorial. 

San Juan Pablo II, comentando este cántico que completo es bastante largo por cierto, nos dice que en medio de la condena recibida por manos del rey, los tres jóvenes «no dudan en cantar, en alegrarse, en alabar...», que para ellos «las pesadillas se deshacen como la niebla ante el sol, los miedos se disuelven, el sufrimiento es cancelado cuando todo el ser humano se convierte en alabanza y confianza, expectativa y esperanza» y que «ésta es la fuerza de la oración cuando es pura, intensa, cuando está llena de abandono en Dios, providente y redentor». San Juan Pablo II nos dice: «El Cántico, entonado por tres jóvenes que van a sufrir el martirio a causa de su fe, es una solemne alabanza al Señor por todas las maravillas del universo. Su fe suscita la intervención del Señor, que los protege de la muerte... El himno describe una especie de procesión cósmica, en el que todas las criaturas bendicen al Señor. El hombre —afirma el santo Papa— debe añadir a este concierto de alabanza su voz alegre y confiada, acompañada de una vida coherente y fiel (Audiencia General 10-07-2002). Y es que, al ir cerrando ya el ciclo de este año litúrgico, lo mejor que podemos hacer es alabar a Dios, cantarle por las inmensas maravillas que ha hecho en el mundo, a nuestro alrededor y en nosotros mismos. 

Entre guerras y revoluciones, terremotos, epidemias, espantos y grandes signos en el cielo de los que nos habla el Evangelio de hoy (Lc 21,5-11) el hombre de fe se sabe amado por el Señor y librado del fuego de la mundanidad, de la soberbia, del orgullo, de las vanidades de este mundo que todas terminarán. El final de los tiempos está por llegar. No es inminente quizá, pero sí es serio. El mirar hacia ese futuro no significa aguarnos la fiesta de esta vida, sino hacernos sabios, porque la vida hay que vivirla en plenitud, hay que cantarla, sí, pero responsablemente, siguiendo el camino que nos ha señalado Dios y que es el que conduce a la plenitud. Lo que nos advierte la Palabra de Dios el día de hoy, es que no seamos crédulos cuando empiecen los anuncios del presunto final. Al cabo de dos mil años, ¿cuántas veces ha sucedido lo que él anticipó, de personas que se presentan como mesiánicas y salvadoras, o que asustaban con la inminente llegada del fin del mundo? «Cuídense de que nadie los engañe» dice hoy el Señor. Esta semana, y durante el Adviento, tendremos repetidamente la invitación a mantenernos vigilantes. Que es la verdadera sabiduría, lo que nos hace cantar a Dios. Cada día es volver a empezar la historia. María es la mujer que mejor canta en medio de las vicisitudes de este mundo, en tiempo de gozo y de dolor, de gloria y de luz, Ella canta. Cada día es tiempo de salvación, cada día es bueno para cantar al Señor, para alabarle, para darle gloria si estamos atentos a la cercanía y a la venida de Dios a nuestras vidas. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 25 de noviembre de 2019

«El final y al final»... Un pequeño pensamiento para hoy


La Historia humana avanza siempre hacia un final. Por eso la Iglesia, consciente de esta realidad, en la última semana del «año litúrgico», nos propone una serie de textos «escatológicos», es decir, pasajes bíblicos que evocan el «fin de los tiempos». Con Jesús, ha llegado el gran giro de la historia. Nos encontramos ya en los «últimos tiempos» anunciados por los profetas; pero esperando la «manifestación definitiva» del Reino de Dios (cf. Tit 2,13). Sabemos siempre que como dice la famosa canción: «El final se acerca ya», porque la vida es tan corta que a todos nos llega el momento de dejar este mundo y a todos nos llegará también el juicio final a vivos y muertos. La Iglesia, para reforzarnos y concientizarnos en esto, toma hoy como salmo responsorial un pequeño fragmento del capítulo 3 del libro del profeta Daniel, un himno cantado por tres jóvenes israelitas que invitan a todas las criaturas a alabar a Dios en medio de una situación dramática que están viviendo. Los tres jóvenes perseguidos por el rey de Babilonia, que entonan este bellísimo cántico que la liturgia de los Laudes nos ofrece algunos domingos ordinarios y días de fiesta, se encuentran en el horno ardiente a causa de su fe. Y, sin embargo, a pesar de que están a punto de sufrir el martirio, no dudan en cantar, en alegrarse, en alabar. 

El dolor rudo y violento de la prueba desaparece, parece casi disolverse en presencia de la oración y de la contemplación que todos deberíamos vivir aguardando la llegada del Señor. Precisamente esta actitud de confiado abandono es la que suscita la intervención divina en aquella situación y debería suscitarla en cada una de nuestras cuitas por la vida mientras llega el final de nuestra propia existencia y el final de los tiempos. Cuando dejamos que Dios lleve el control de nuestras vidas, las pesadillas se deshacen como la niebla ante el sol, los miedos se disuelven, el sufrimiento se cancela cuando todo el ser humano se convierte en alabanza y confianza, expectativa y esperanza aún en medio del dolor. Ésta es la fuerza de la oración cuando es pura, intensa, cuando está llena de abandono en Dios, providente y redentor. Las últimas páginas que leeremos del evangelio según san Lucas en estos días, se refieren también a un final, a los últimos días de la vida terrestre de Jesús, justo antes de la Pasión, final que es el inicio de un maravilloso comienzo. Jesús, cercana su muerte, tenía plena conciencia de su «fin» humano. Su último y gran discurso versa también sobre el «fin» de Jerusalén, y el «fin» del mundo... Este es un pensamiento que no debemos evitar ni temer, porque también nosotros caminamos hacia nuestro propio y definitivo «fin». 

El Evangelio de hoy con el ejemplo de la viuda (Lc 21,1-4), unido a esta visión que nos deja el libro de Daniel, nos deja bien en claro que Dios se nos ha dado totalmente: nos ha enviado a su Hijo, nos ha regalado en él lo mejor que tiene y él se ha entregado por todos además de que se nos sigue ofreciendo como alimento en la Eucaristía. ¿Podremos reservarnos nosotros en la entrega a lo largo del día de hoy? A Dios no le podemos ofrecer lo que nos sobra, aquello de lo que podemos prescindir. A Dios se le hace una verdadera ofrenda cuando damos, desde nuestra pobreza, lo que somos, lo que hacemos y tenemos. A Dios no le entregamos cosas, sino ante todo, nuestra existencia. Y se la entregamos no porque la consideremos de poco valor. La donamos generosamente porque sabemos que el hará con ella lo mejor para nosotros y para quienes nos van rodeando cada momento. Dios recibe nuestras vidas y las transforma en una ofrenda generosa y solidaria que llena de alegría el corazón. Que María Santísima nos cobije con su manto en esta última semana del tiempo ordinario y que pensemos mucho, con seriedad, en este tema del fin de nuestra vida, del fin del mundo y el inicio del banquete eterno en la Jerusalén celestial. ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 24 de noviembre de 2019

«SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO»... Un pequeño pensamiento para hoy


Con esta Fiesta importantísima, la solemnidad de «Nuestro Señor Jesucristo rey del Universo», que fue instituida por el papa Pío XI en 1925, la Iglesia cierra el ciclo litúrgico de cada año. El próximo domingo estaremos comenzando ya un nuevo Año Litúrgico con el «Primer Domingo de Adviento», en preparación para la Navidad y para la segunda venida de Cristo que no sabemos cuando volverá. A partir del próximo domingo no será ya el comentario del salmo responsorial el que centrará mi reflexión en Cristo como ha sido todo este año. En estos cuantos días que quedan, la temática del año litúrgico será la misma, pero, a partir del próximo domingo, entraremos en el ciclo «A» para los domingos en el año «par» para la lectura diaria. Les invitaré ciertamente a orar conmigo como hasta ahora, pero con un tema iluminador que no será el salmo responsorial. El salmo responsorial de hoy, es el 121 [121], un salmo en el que el autor sagrado expresa con gran emoción y alegría: «¡Qué alegría sentí cuando me dijeron: “Vayamos a la casa del Señor”!». Se trata de una aclamación que, para nosotros, discípulos–misionero de Cristo, cobra un sentido muy especial al pensar en que Cristo, Rey del Universo, nos invita a entrar en su casa, a su casa solariega real, a su palacio, al lugar en donde se va estableciendo su reino. La esencia del salmo es la peregrinación del pueblo de Israel cuando visitaba el Templo de Jerusalén. 

Para nosotros este salmo es importante porque la Iglesia es la nueva Jerusalén, centro de peregrinación de todos los que creen en Cristo, los cuales constituimos «las tribus del Señor» que lo reconocemos como el Rey que nos invita a ir «a la Casa del Señor nuestro Dios», hacia donde vamos peregrinando todos los que buscamos el Reino de Cristo. Su casa es una casa pobre pero inmensa, una casa que para el mundo no es atractiva por su belleza material, pero que para los que buscamos «el Reino» es una mansión cálida y acogedora; una casa que puede parecer a veces fea y antigua, pero que para quien ama Cristo es espacio del continuo compartir para dar y recibir amor; una casa que para el hombre y la mujer de fe habla de un reino no de este mundo, sino del auténtico, del que el prefacio de hoy nos describe como «reino de la verdad y la vida, reino de la santidad y de gracia, reino justicia, del amor y de la paz». En el Evangelio (Lc 23,35-43), vemos el bellísimo y conmovedor relato de «el buen ladrón», el hombre que por su pequeñez y aceptación de su condición de pecador, se gana el ser el primero que habite en esa linajuda casa crucificado al lado del Señor. Dimas declara su fe en que Aquél que está crucificado a su lado al reconocerlo ¡nada menos!... que como el Rey del Universo, mientras que el delincuente que está del otro lado, piensa y dice todo lo contrario. 

Y es que las gracias divinas son suficientes para cada uno, pero la respuesta del ser humano puede ser diametralmente opuesta. Dimas no ve un Cristo transfigurado, ni ve un Cristo ya Resucitado, sino que se sabe al lado de un Cristo fracasado, humillado, moribundo, en la misma situación que él. ¡Qué Fe más grande! Y esa Fe es la que le hace pedirle, un tanto temeroso: «Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí». Pero, ¿qué nos pide ese Rey bondadosísimo que es Cristo para habitar en su casa? Él nos pide lo que nos muestra con su vida: que hagamos la Voluntad del Padre. En eso consiste el Reinado de Cristo en cada uno de nosotros: en que hagamos la Voluntad de Dios. Así es como el Reinado de Cristo comienza en nuestro propio corazón. Pidámosle a María, la Reina Madre, que ella nos ayude a centrarnos en los intereses de su Hijo y, al terminar este año litúrgico, dirijámonos a Él con las palabras de un antiguo himno de la Iglesia: «Por tu muerte dolorosa, Rey de eterna gloria, has obtenido para los pueblos la vida eterna; por eso el mundo entero te llama Rey de los hombres. ¡Reina sobre nosotros, Cristo Señor! Amén». ¡Bendecido domingo día de Jesucristo Rey del Universo!

Padre Alfredo.

CONSAGRACIÓN DE LA HUMANIDAD A CRISTO REY DEL UNIVERSO...

En el año de 1925, el papa Pío XI instituyó la fiesta de «NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO» y en esa ocasión hizo una consagración de la humanidad a Cristo Rey. Se las comparto invitándoles a acompañarme rezándola por nuestras familias, nuestras comunidades, nuestros países y por el mundo entero, pidiéndole al Señor que reine sobre toda la humanidad.

¡Dulcísimo Jesús, Redentor del género humano! 
Míranos humildemente postrados delante de tu altar; 
tuyos somos y tuyos queremos ser; 
y a fin de vivir más estrechamente unidos a Ti, 
todos y cada uno espontáneamente 
nos consagramos en este día a tu Sacratísimo Corazón.

Muchos, por desgracia, jamás te han conocido; 
muchos, despreciado tus mandamientos, te han desechado. 
¡Oh Jesús benignísimo!, compadécete de los unos y de los otros, 
y atráelos a todos a tu Corazón Santísimo.

¡Oh Señor! Se Rey, 
no sólo de los hijos fieles que jamás se han alejado de Ti, 
sino también de los pródigos que te han abandonado; 
haz que vuelvan pronto a la casa paterna 
porque no perezcan de hambre y de miseria.

Se Rey de aquellos que, 
por seducción del error o por espíritu de discordia, 
viven separados de Ti; 
devuélvelos al puerto de la verdad y a la unidad de la fe, 
para que en breve se forme un solo rebaño bajo un solo Pastor.

Se Rey de los que permanecen todavía 
envueltos en las tinieblas de la idolatría; 
dígnate atraerlos a todos a la luz de tu reino.

Concede, ¡oh Señor!, 
incolumidad y libertad segura a tu Iglesia; 
otorga a todos los pueblos la tranquilidad en el orden, 
haz que del uno al otro confín de la tierra no resuene sino esta voz:

¡Alabado sea el Corazón divino, causa de nuestra salud!

A Él entonen cánticos de honor y de gloria por los siglos de los siglos. Amén.

sábado, 23 de noviembre de 2019

«Hace 40 años»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hace 40 años, el 23 de noviembre de 1979, la beata María Inés Teresa Arias envió una carta al excelentísimo señor Juvenal Porcayo Uribe, hoy de feliz memoria y en aquel entonces obispo de la diócesis de Tapachula en México. Aquella carta marca el inicio oficial del instituto misionero que por 39 años y 8 meses me ha cobijado en mi vida misionera. Luego de conocer a la beata María Inés y convivir con ella más conscientemente en febrero de ese mismo 1979, me decidí a escribirle para solicitar ingresar a formar parte de este, en aquel entonces, su nuevo proyecto misionero, obra que ella sabía inspirada por Dios para seguir con el propósito que Dios había depositado en su maternal corazón misionero buscando hacer de cada alma un sagrario que sirviera como habitación de Dios en el mundo entero. El tiempo ha pasado y 40 años no es cualquier cosa. Contemplando este hecho, hoy amanezco más que nada en silencio, un silencio de estupor y adoración ante la presencia de Dios que después de 40 años sigue hablando. ¿Qué respuesta podré dar a lo que se me ha dado en estos casi 40 años que tengo de ser Misionero de Cristo para la Iglesia Universal con mis 30 años de haber sido ordenado sacerdote? ¡Qué pobre es mi palabra ante la suya! El silencio de mi corazón en este momento preciso, en este día en especial, es el mismo que describe el libro del Apocalipsis: «Cuando el Ángel abrió el séptimo sello, se hizo en el cielo un silencio de casi media hora» (Ap 8,1). El mío tal vez dura más, pues es un silencio en el que puedo reflexionar, agradecer, pedir perdón, alabar y suplicar. Cristo, el Misionero del Padre, el Cristo al que la beata María Inés quiso dar a conocer al mundo entero con esta obra misionera que es parte de la Familia Inesiana, está presente en mi corazón y abre mi inteligencia (Lc 24,25) para encerrar todo en una simple palabra que escribo con mayúsculas: ¡GRACIAS! Y para profundizar mi silencio en este día acudo —como cada día en este año litúrgico— al libro de los cantos de Israel, al libro de la plegaria de Jesús cuando vivió en nuestra tierra, al libro de los salmos. Inspirados por Dios, estos versos sagrados expresan alegría, estupor, gratitud, arrepentimiento, esperanza, profecía... ¡Todo lo que puede caber en mi corazón agradecido y que el salmista hoy me invita a orar en un inmenso silencio de aturdimiento y gratitud! Me quedo admirado entonces de mi recorrido por estos casi 40 años en esta obra misionera a la cual he aportado mucho, mucho menos, de lo basto que de ella he recibido. Definitivamente no sería lo que soy sin haber sido llamado a ser misionero de Cristo para la Iglesia Universal. El mismo Jesús dijo: «Es necesario que se cumpla todo lo escrito sobre mi en la ley de Moisés y en los salmos» (Lc 24,44) y así, creo yo, en cada uno de los salmos, hay siempre algo escrito de lo que somos, de lo que hacemos, de lo que vivimos. 

De esta manera tomo prestado el talento y la voz del cantor que hace un himno y usa su voz para orar lleno de gratitud: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón y proclamaré todas tus maravillas; me alegro y me regocijo contigo» (Sal 9, [10]). Quien conoce la historia de estos 40 años, sabe que desde hace ya más de una década no se puede contar con una versión exitosa de esta obra de Madre Inés si se ve solamente desde el plano humano. Un instituto que en 40 años de fundación tiene 10 miembros, es muy poca cosa para un mundo que siempre es productivo y mide los éxitos por cantidades estratosféricas de lo ofertado. No sé si sabia o tontamente me consuela que cuando san Daniel Comboni murió, los padres combonianos eran 9 y que, como también dice la historia, cuando murió santo Domingo los dominicos eran 13. Pienso que en estos 40 años la gracia de Dios se ha derramado sobre muchas almas, sobre cada uno de estos 10 hermanos y sobre todos aquellos que en determinado momento de su vida formaron parte de la institución y que, por lo menos de mi corazón, no han salido nunca. Pienso en tantos bienhechores que, como mi padre —tengo que decirlo: uno de los principales y que más perseveró en esta tarea encargada a él directamente por la beata— han sido ya llamados a la Casa el Padre y se han presentado con la gracia de haber sido colaboradores en la tarea principal de la Iglesia, que es la misión. Pienso en la misma beata y en cada una de las misioneras clarisas, que, con tanto empeño, han siempre visto con ojos de esperanza este caminar recordando aquellas palabras de la beata María Inés: «Hijas, ellos van a ser más, ellos nos van a ganar». Veo desfilar ante mis ojos llorosos de gratitud a Van-Clar, que nació con nuestras hermanas en la Familia Inesiana antes, bastante tiempo antes de nosotros y con los que yo, siempre pequeño, me he sentido grandemente bendecido por las oraciones y apoyo en todo sentido de muchos de nuestros hermanos vanclaristas, ya que allí nació mi vocación y se ha consolidad gracias a su apoyo a los misioneros de Cristo. Pienso en el resto de nuestra Familia Inesiana, vuelvo a voltear a ver el salmo: «Tú, Señor, jamás olvidas al pobre y la esperanza del humilde jamás perecerá» y de aquí voy al Evangelio de hoy (Lc 20,27-40) en el que se lee: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven». 

Sé que hoy cada uno de ustedes, con su silencio, con ese silencio que a veces no todos entienden pero que habla mucho más que los grandes discursos que el mundo tira para un lado y para otro, no me dejarán mentir en lo que ahora termino de escribir en este largo y cansado escrito que parece no acabar nunca. En silencio veo a María, esa maravillosa mujer que calló y guardó muchas cosas en mi corazón y yo también las quiero guardar. Ustedes saben que este escrito nunca es un discurso elaborado de días como un tema preparado y planificado, sino palabras que brotan de mi corazón con ayuda de lo que oro y leo cada mañana. Hoy quiero terminar recordando en este mismo silencio, que Madre Inés nos dejó, a los misioneros de Cristo, como patrona principal a Santa María de Guadalupe y partió a la Casa del Padre a los dos años de habernos fundado dejando una tarea que no ha sido nada fácil pero tan hermosa que por lo menos de mi parte, puedo decirlo, volvería a hacer lo mismo para ser misionero de Cristo para la Iglesia universal y entonces en medio de mi silencio me parece escuchar junto a mis hermanos misioneros que ella, la Madre de Dios, nuestra patrona principal nos dice a todos y a cada uno: «Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargue que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad. Pero es muy necesario que tú, personalmente, vayas, y que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y otra vez dile que yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envío». ¡Bendecido sábado y a quienes vayan a la Misa de Acción de Gracias por este aniversario en la parroquia de Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás, allí nos veremos Dios mediante! 

Padre Alfredo. 

P.D. Felicidades a nuestro hermano el padre Carlos Gerardo Careaga Vite que hoy celebra 25 años de haber sido ordenado sacerdote.

viernes, 22 de noviembre de 2019

«Actuar cuando es necesario y como se debe»... Un pequeño pensamiento para hoy


Casi cada día, amanezco haciendo mi oración de la mañana con el salmo responsorial de la Misa de cada día. Esta parte que siempre ha formado parte integrante de la liturgia de la Palabra; y lo ha sido de forma sencilla: el cantor, desde los primeros tiempos del cristianismo, al celebrarse la Eucaristía, entonaba, después de la primera lectura, un verso o antífona que luego repetían todos los fieles, y así contestaban a cada estrofa. Se conocía antiguamente como el «Gradual», porque se cantaba desde las gradas o escalones del ambón. Así que es muy conveniente que, en Misa, el salmo responsorial sea cantado, al menos la respuesta que le pertenece a los fieles. Es decir el salmista o quien cante el salmo, desde el ambón, debe proclamar las estrofas mientras que toda la asamblea participa por medio de la respuesta. (cf. Instrucción General del Misal Romano, 61). Tanto fue el aprecio de la Iglesia por el salmo responsorial, que algunos de los Padres de la Iglesia —los sucesores de los Apóstoles— predicaban muchísimas veces al pueblo partiendo del salmo que se había cantado o comentando incluso el mismo salmo, versículo a versículo. Así tenemos comentarios a los salmos de san Hilario de Poitiers, una serie de Orígenes, una carta-tratado de san Atanasio para interpretar los salmos, una colección de homilías de san Juan Crisóstomo, o las magníficas «Enarrationes» sobre los salmos del gran san Agustín.

Pero, como toda regla, hay excepciones y este día la liturgia nos presenta una de ellas. El salmo responsorial de hoy no es del libro de los salmos como de ordinario, sino del primer libro de las Crónicas, este libro de la Escritura que en algunas de nuestras Biblias viene como «Paralipómenos», del griego paraleipomena, que significa «lo omitido» o «lo adicional», pues es un libro que incorpora libremente referencias a textos complementarios; además, tiene una nueva visión de los hechos narrados en Reyes y Samuel, enfatizando en el rey David como modelo de rey unificador del pueblo de Israel. En éste y otros libros bíblicos, hay salmos que han quedado incrustados allí como cánticos o himnos. Con el salmo responsorial de hoy (1Cron. 29,10-12), la Iglesia quiere que reconozcamos que todo nos viene del Señor. Y si del Señor recibimos los bienes, ¿no recibiremos también los males? Él más que nadie sabe lo que es mejor para nosotros, aunque a veces sus actitudes duelan, como seguramente dolieron a los que contemplaron la escena que hoy nos narra el Evangelio en la que Jesús vuelca las mesas de los vendedores en el Templo que habían profanado el lugar sagrado haciendo comercio a su favor (Lc 19,45-48). Este pedacito del primer libro de las Crónicas nos ayuda a ver a Dios en su gran bondad, a ese Dios que se ha hecho presente en nuestros corazones. Él está por encima de todos los reyes de la tierra, pues de Él procede toda potestad en la tierra, por eso lo merece todo y por eso hacemos del Templo nuestra casa de oración por excelencia. Es desde el Templo en donde todos, juntos, como hermanos, nos reconocemos hijos de un mismo padre. 

Nosotros nos alegramos por tener al Señor, no sólo como Rey, sino como nuestro Dios y Padre, como centro de lo que somos y hacemos y por eso no podemos profanar el lugar sagrado sino cantarle, alabarle, darle gracias y suplicarle su perdón. Él es quien levanta al pobre y desvalido para sentarlo entre los grandes. El Hijo de Dios, hecho uno de nosotros, habiendo vivido en pobrezas y sufrimientos, ahora Reina glorioso. Él espera, de quienes creemos en Él, que sigamos sus huellas, pues no hay otro camino para llegar a Él. Sea Él bendito por siempre. Es fácil desde esta actitud de mujeres y hombres orantes que podemos entender tanto el sentido de estos dos textos de la Misa de hoy. Y es que sigue habiendo «mercaderes en el Templo». Y sabemos que cada mujer y cada hombre es un «templo del Espíritu Santo» y hay muchos cuyos templos están siendo profanados con todo tipo de abusos morales y físicos. Este panorama debería, como dice uno de los autores que he leído esta mañana, «quemarnos» las entrañas y suscitar en nosotros una pasión por lo que es sagrado: «Cada ser humano». ¡Cuántos atropellos a la dignidad humana! Cada aborto, cada violación, cada acto de esclavitud, cada acoso, es una verdadera profanación. Nosotros, como María, nos deberíamos de encaminar presurosos, deberíamos salir en defensa de quien lo necesita, como los novios en Caná... ¿Qué está en nuestras manos? Seguro que algo podemos hacer, como Cristo, que no se detuvo cuando tuvo que actuar así como lo vemos hoy... o tú que lees esto ¿qué piensas? ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 21 de noviembre de 2019

«Invocar al Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmista, en su oración de diálogo con el Señor, en el salmo 49 [50] le viene el compartirnos que escucha con gran claridad la voz del Señor que le dice: «Yo te libraré cuando me invoques y tú me darás gloria, agradecido». Aquel hombre, como puede percibirse desde el inicio del salmo, se sabe miembro activo de una religión, la religión de Israel, que, como todas, por bella que fuera en teoría, era vivida, como la nuestra del catolicismo, por hombres pecadores: «Congreguen ante mí a los que sellaron sobre el altar mi alianza». El autor del salmo sabe que forma parte de una comunidad, un «Pueblo escogido», el pueblo de la Alianza con Dios; algo muy bello. Un pueblo que celebra esa Alianza, con ritos, con cánticos y alabanzas que no tendrían valor para Dios, si no iban acompañados de una vida recta, honesta, justa, caritativa. Este tema es constante en la predicación profética (Amós 5,21-27; Isaías 1,11-17; Jeremías 6,20; Oseas 6,6) y lo es también en la predicación de Jesús (cf. Mt 9,10-13).

Nuestro Señor no cesa de recordarnos que la única práctica religiosa agradable a Dios es la que une el interior con el exterior: «Si al momento de presentar tu ofrenda en el altar, recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, ve primero a reconciliarte con él» (Mateo 5,24). En una ocasión citó un pasaje de Oseas muy semejante a algunas partes de este salmo: «Misericordia quiero, y no sacrificios» (Mateo 9,13). En el gran discurso de Jesús sobre el juicio (Mateo 25,31-46) encontramos, cómo en este salmo, la «convocación» de todos los pueblos reunidos solemnemente ante Dios, la división decisiva entre buenos y malos, hasta entonces mezclados como el trigo y la cizaña, y sobre todo el criterio de juicio que no es el «rito», sino «la vivencia religiosa», la práctica del amor fraternal: vestir, alimentar, visitar, etc... lo que le dará valor al cumplimiento de la Alianza. Cuando Jesús ve, que la religión es para muchos en la Ciudad Santa de Jerusalén solamente el cumplir un conjunto de rituales sin llevar a la paz interior y a la paz compartida que crea un mundo de justicia donde se desarrolla el hermoso racimo de virtudes, llora por su ciudad, llora por los suyos con lágrimas de compasión y lágrimas de impotencia. Ha hecho todo lo posible por la paz de la ciudad (Lc 19,41-44) y no hay paz.

Rechazando a Cristo, al ignorar el verdadero sentido de su vivencia religiosa, de su paz mesiánica, Jerusalén se fue convirtiendo en una simple ciudad de la tierra. Fue perdiendo el carácter de signo salvador y se quedó fijada exclusivamente en función de un extremismo político, representado en su lucha contra Roma. Por eso sucumbió en la guerra del 70 d. de C. La ruina de Jerusalén ofrece una larga historia; recibió la palabra de Jesús, el testimonio de los primeros cristianos, el mensaje de san Pablo (cf. Hch 21ss). Todo fue en vano. Jerusalén terminó estando sola, abandonada de Dios y de la Iglesia. De esa forma, la vieja ciudad de la esperanza del Antiguo Testamento y del camino de Jesús hacia su Padre quedando convertida, como su Templo, en un montón de ruinas. ¿Qué nos querrá decir a nosotros el Señor con esto? Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy contra Jerusalén, unidas a la actitud del salmista, con su posible fondo histórico y su recuerdo de meditación eclesial, constituyen una de las metas de la obra de san Lucas. Donde la salvación se ha preparado y ofrecido de un modo más intenso y se ha rechazado, la ruina y el fracaso vienen a ser más dolorosos. Subiendo hacia su Padre, en medio de la tierra, Jesús llora sobre el fondo de las ruinas de su pueblo muerto. Son pocas las imágenes más evocadoras que ésta. Cuando el evangelista escribía el Evangelio, ya todo aquello había sucedido: en el 70, los ejércitos de Tito habían arrasado prácticamente la ciudad... esa hermosa ciudad que Jesús contemplaba aquel día con los ojos llenos de lágrimas... Cuando leemos nosotros esto desde la visión también de quien inspirado escribió el salmo 49 [50] podemos ir al corazón de María, que, como Madre que también llora por lo que hemos hecho sus hijos no solo con Jerusalén sino con muchas partes y corazones del mundo, nos anima a que la lágrimas se conviertan en un anhelo de conversión hacia una vida mejor y nos abre ella misma los oídos para que escuchemos que su Hijo nos dice: « “¡Si en este día comprendieras tú lo que puede conducirte a la paz!» ¡Bendecido jueves sacerdotal y Eucarístico para escuchar al Señor!

Padre Alfredo.