Hace 40 años, el 23 de noviembre de 1979, la beata María Inés Teresa Arias envió una carta al excelentísimo señor Juvenal Porcayo Uribe, hoy de feliz memoria y en aquel entonces obispo de la diócesis de Tapachula en México. Aquella carta marca el inicio oficial del instituto misionero que por 39 años y 8 meses me ha cobijado en mi vida misionera. Luego de conocer a la beata María Inés y convivir con ella más conscientemente en febrero de ese mismo 1979, me decidí a escribirle para solicitar ingresar a formar parte de este, en aquel entonces, su nuevo proyecto misionero, obra que ella sabía inspirada por Dios para seguir con el propósito que Dios había depositado en su maternal corazón misionero buscando hacer de cada alma un sagrario que sirviera como habitación de Dios en el mundo entero. El tiempo ha pasado y 40 años no es cualquier cosa. Contemplando este hecho, hoy amanezco más que nada en silencio, un silencio de estupor y adoración ante la presencia de Dios que después de 40 años sigue hablando. ¿Qué respuesta podré dar a lo que se me ha dado en estos casi 40 años que tengo de ser Misionero de Cristo para la Iglesia Universal con mis 30 años de haber sido ordenado sacerdote? ¡Qué pobre es mi palabra ante la suya! El silencio de mi corazón en este momento preciso, en este día en especial, es el mismo que describe el libro del Apocalipsis: «Cuando el Ángel abrió el séptimo sello, se hizo en el cielo un silencio de casi media hora» (Ap 8,1). El mío tal vez dura más, pues es un silencio en el que puedo reflexionar, agradecer, pedir perdón, alabar y suplicar. Cristo, el Misionero del Padre, el Cristo al que la beata María Inés quiso dar a conocer al mundo entero con esta obra misionera que es parte de la Familia Inesiana, está presente en mi corazón y abre mi inteligencia (Lc 24,25) para encerrar todo en una simple palabra que escribo con mayúsculas: ¡GRACIAS! Y para profundizar mi silencio en este día acudo —como cada día en este año litúrgico— al libro de los cantos de Israel, al libro de la plegaria de Jesús cuando vivió en nuestra tierra, al libro de los salmos. Inspirados por Dios, estos versos sagrados expresan alegría, estupor, gratitud, arrepentimiento, esperanza, profecía... ¡Todo lo que puede caber en mi corazón agradecido y que el salmista hoy me invita a orar en un inmenso silencio de aturdimiento y gratitud! Me quedo admirado entonces de mi recorrido por estos casi 40 años en esta obra misionera a la cual he aportado mucho, mucho menos, de lo basto que de ella he recibido. Definitivamente no sería lo que soy sin haber sido llamado a ser misionero de Cristo para la Iglesia Universal. El mismo Jesús dijo: «Es necesario que se cumpla todo lo escrito sobre mi en la ley de Moisés y en los salmos» (Lc 24,44) y así, creo yo, en cada uno de los salmos, hay siempre algo escrito de lo que somos, de lo que hacemos, de lo que vivimos.
De esta manera tomo prestado el talento y la voz del cantor que hace un himno y usa su voz para orar lleno de gratitud: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón y proclamaré todas tus maravillas; me alegro y me regocijo contigo» (Sal 9, [10]). Quien conoce la historia de estos 40 años, sabe que desde hace ya más de una década no se puede contar con una versión exitosa de esta obra de Madre Inés si se ve solamente desde el plano humano. Un instituto que en 40 años de fundación tiene 10 miembros, es muy poca cosa para un mundo que siempre es productivo y mide los éxitos por cantidades estratosféricas de lo ofertado. No sé si sabia o tontamente me consuela que cuando san Daniel Comboni murió, los padres combonianos eran 9 y que, como también dice la historia, cuando murió santo Domingo los dominicos eran 13. Pienso que en estos 40 años la gracia de Dios se ha derramado sobre muchas almas, sobre cada uno de estos 10 hermanos y sobre todos aquellos que en determinado momento de su vida formaron parte de la institución y que, por lo menos de mi corazón, no han salido nunca. Pienso en tantos bienhechores que, como mi padre —tengo que decirlo: uno de los principales y que más perseveró en esta tarea encargada a él directamente por la beata— han sido ya llamados a la Casa el Padre y se han presentado con la gracia de haber sido colaboradores en la tarea principal de la Iglesia, que es la misión. Pienso en la misma beata y en cada una de las misioneras clarisas, que, con tanto empeño, han siempre visto con ojos de esperanza este caminar recordando aquellas palabras de la beata María Inés: «Hijas, ellos van a ser más, ellos nos van a ganar». Veo desfilar ante mis ojos llorosos de gratitud a Van-Clar, que nació con nuestras hermanas en la Familia Inesiana antes, bastante tiempo antes de nosotros y con los que yo, siempre pequeño, me he sentido grandemente bendecido por las oraciones y apoyo en todo sentido de muchos de nuestros hermanos vanclaristas, ya que allí nació mi vocación y se ha consolidad gracias a su apoyo a los misioneros de Cristo. Pienso en el resto de nuestra Familia Inesiana, vuelvo a voltear a ver el salmo: «Tú, Señor, jamás olvidas al pobre y la esperanza del humilde jamás perecerá» y de aquí voy al Evangelio de hoy (Lc 20,27-40) en el que se lee: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven».
Sé que hoy cada uno de ustedes, con su silencio, con ese silencio que a veces no todos entienden pero que habla mucho más que los grandes discursos que el mundo tira para un lado y para otro, no me dejarán mentir en lo que ahora termino de escribir en este largo y cansado escrito que parece no acabar nunca. En silencio veo a María, esa maravillosa mujer que calló y guardó muchas cosas en mi corazón y yo también las quiero guardar. Ustedes saben que este escrito nunca es un discurso elaborado de días como un tema preparado y planificado, sino palabras que brotan de mi corazón con ayuda de lo que oro y leo cada mañana. Hoy quiero terminar recordando en este mismo silencio, que Madre Inés nos dejó, a los misioneros de Cristo, como patrona principal a Santa María de Guadalupe y partió a la Casa del Padre a los dos años de habernos fundado dejando una tarea que no ha sido nada fácil pero tan hermosa que por lo menos de mi parte, puedo decirlo, volvería a hacer lo mismo para ser misionero de Cristo para la Iglesia universal y entonces en medio de mi silencio me parece escuchar junto a mis hermanos misioneros que ella, la Madre de Dios, nuestra patrona principal nos dice a todos y a cada uno: «Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargue que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad. Pero es muy necesario que tú, personalmente, vayas, y que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y otra vez dile que yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envío». ¡Bendecido sábado y a quienes vayan a la Misa de Acción de Gracias por este aniversario en la parroquia de Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás, allí nos veremos Dios mediante!
Padre Alfredo.
P.D. Felicidades a nuestro hermano el padre Carlos Gerardo Careaga Vite que hoy celebra 25 años de haber sido ordenado sacerdote.
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