jueves, 21 de noviembre de 2019

«Invocar al Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmista, en su oración de diálogo con el Señor, en el salmo 49 [50] le viene el compartirnos que escucha con gran claridad la voz del Señor que le dice: «Yo te libraré cuando me invoques y tú me darás gloria, agradecido». Aquel hombre, como puede percibirse desde el inicio del salmo, se sabe miembro activo de una religión, la religión de Israel, que, como todas, por bella que fuera en teoría, era vivida, como la nuestra del catolicismo, por hombres pecadores: «Congreguen ante mí a los que sellaron sobre el altar mi alianza». El autor del salmo sabe que forma parte de una comunidad, un «Pueblo escogido», el pueblo de la Alianza con Dios; algo muy bello. Un pueblo que celebra esa Alianza, con ritos, con cánticos y alabanzas que no tendrían valor para Dios, si no iban acompañados de una vida recta, honesta, justa, caritativa. Este tema es constante en la predicación profética (Amós 5,21-27; Isaías 1,11-17; Jeremías 6,20; Oseas 6,6) y lo es también en la predicación de Jesús (cf. Mt 9,10-13).

Nuestro Señor no cesa de recordarnos que la única práctica religiosa agradable a Dios es la que une el interior con el exterior: «Si al momento de presentar tu ofrenda en el altar, recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, ve primero a reconciliarte con él» (Mateo 5,24). En una ocasión citó un pasaje de Oseas muy semejante a algunas partes de este salmo: «Misericordia quiero, y no sacrificios» (Mateo 9,13). En el gran discurso de Jesús sobre el juicio (Mateo 25,31-46) encontramos, cómo en este salmo, la «convocación» de todos los pueblos reunidos solemnemente ante Dios, la división decisiva entre buenos y malos, hasta entonces mezclados como el trigo y la cizaña, y sobre todo el criterio de juicio que no es el «rito», sino «la vivencia religiosa», la práctica del amor fraternal: vestir, alimentar, visitar, etc... lo que le dará valor al cumplimiento de la Alianza. Cuando Jesús ve, que la religión es para muchos en la Ciudad Santa de Jerusalén solamente el cumplir un conjunto de rituales sin llevar a la paz interior y a la paz compartida que crea un mundo de justicia donde se desarrolla el hermoso racimo de virtudes, llora por su ciudad, llora por los suyos con lágrimas de compasión y lágrimas de impotencia. Ha hecho todo lo posible por la paz de la ciudad (Lc 19,41-44) y no hay paz.

Rechazando a Cristo, al ignorar el verdadero sentido de su vivencia religiosa, de su paz mesiánica, Jerusalén se fue convirtiendo en una simple ciudad de la tierra. Fue perdiendo el carácter de signo salvador y se quedó fijada exclusivamente en función de un extremismo político, representado en su lucha contra Roma. Por eso sucumbió en la guerra del 70 d. de C. La ruina de Jerusalén ofrece una larga historia; recibió la palabra de Jesús, el testimonio de los primeros cristianos, el mensaje de san Pablo (cf. Hch 21ss). Todo fue en vano. Jerusalén terminó estando sola, abandonada de Dios y de la Iglesia. De esa forma, la vieja ciudad de la esperanza del Antiguo Testamento y del camino de Jesús hacia su Padre quedando convertida, como su Templo, en un montón de ruinas. ¿Qué nos querrá decir a nosotros el Señor con esto? Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy contra Jerusalén, unidas a la actitud del salmista, con su posible fondo histórico y su recuerdo de meditación eclesial, constituyen una de las metas de la obra de san Lucas. Donde la salvación se ha preparado y ofrecido de un modo más intenso y se ha rechazado, la ruina y el fracaso vienen a ser más dolorosos. Subiendo hacia su Padre, en medio de la tierra, Jesús llora sobre el fondo de las ruinas de su pueblo muerto. Son pocas las imágenes más evocadoras que ésta. Cuando el evangelista escribía el Evangelio, ya todo aquello había sucedido: en el 70, los ejércitos de Tito habían arrasado prácticamente la ciudad... esa hermosa ciudad que Jesús contemplaba aquel día con los ojos llenos de lágrimas... Cuando leemos nosotros esto desde la visión también de quien inspirado escribió el salmo 49 [50] podemos ir al corazón de María, que, como Madre que también llora por lo que hemos hecho sus hijos no solo con Jerusalén sino con muchas partes y corazones del mundo, nos anima a que la lágrimas se conviertan en un anhelo de conversión hacia una vida mejor y nos abre ella misma los oídos para que escuchemos que su Hijo nos dice: « “¡Si en este día comprendieras tú lo que puede conducirte a la paz!» ¡Bendecido jueves sacerdotal y Eucarístico para escuchar al Señor!

Padre Alfredo.

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