sábado, 2 de noviembre de 2019

«Vamos de camino hacia la Casa del Padre»... Un pequeño pensamiento para hoy


¡Qué bien le hace la Iglesia con celebraciones como la del día de hoy —como madre y maestra— a nuestra sociedad que va siempre de prisa enredándose en numerosas actividades de la vida diaria! Y digo que hace mucho bien porque entre tantos trajines, muchos creyentes se olvidan de lo provechoso que es la oración por los fieles difuntos y no ofrecen sufragios —oraciones y Misas—por ellos. Debido a esto, la Iglesia ha querido instituir un día, el 2 de noviembre, que se dedique especialmente a la oración por aquellas almas que han sido llamadas a dejar este mundo y están o van camino al cielo. La tradición de rezar por los fieles difuntos se remonta a los primeros tiempos del cristianismo, en donde ya se honraba su recuerdo y se ofrecían oraciones y sacrificios por ellos. Nuestra oración por quienes han sido llamados a la Casa del Padre puede no solamente ayudarles a ellos, sino también hacer eficaz su intercesión a nuestro favor. Los que ya están en el cielo interceden por los que están en la tierra para que tengan la gracia de ser fieles a Dios y alcanzar la vida eterna, esa vida a la que todos aspiramos y a la que solo podremos acceder pasando por la muerte. Reflexionar sobre la muerte es bastante útil para recordar que no vamos a vivir para siempre, algo que la sociedad actual olvida frecuentemente. Vamos de paso, es poco el tiempo que estamos en este mundo y el salmista hoy, con el conocido salmo 121 [122] nos lo recuerda: «Vamos con alegría a la casa del Señor». Este salmo que originalmente expresa la alegría y la emoción que llenaba el corazón de todo israelita cuando subía en peregrinación a la ciudad santa de Jerusalén y a su templo. El autor del salmo la describe como una ciudad espléndida, que el peregrino no se cansa de contemplar. A nosotros el salmo nos recuerda que también, en este mundo, vamos en peregrinación hacia la «casa del Señor» que es el lugar espléndido en donde le podremos contemplar cara a cara. 

Somos peregrinos en esta tierra y Jesucristo, gran conocedor de esta realidad expresa muy bien, con la comparación del grano de trigo que nos presenta el Evangelio de uno de los tres esquemas de Misa que se pueden celebrar hoy (Jn 12,23-28). En nuestro andar por este mundo, cada día vamos muriendo para tener y dar vida. El Señor Jesús nos recuerda que si el grano de trigo no muere, es decir, si no se siembra en la tierra y se fermenta no da fruto. El grano, que está sembrado en la tierra, quizá se pueda desconcertar pues no ve la espiga que está produciendo. Así nosotros, ante la situación de la muerte, sólo vemos la realidad de aquí, pero no vemos la Vida que se está gestando día a día hasta que llegamos a ese momento de partir hacia la eternidad. En un viejo artículo de la escritora Pearl S. Buck, ganadora del Premio Pulitzer en 1932 y del Nobel de Literatura en 1938, que murió a los 80 años en 1973, tocando el tema de la vida y de la muerte, hay una cita de una carta que le escribió una mujer desconocida que había perdido a su marido y que le dice: «Cuando mis pequeños no pudieron comprender el silencio de su padre, recientemente fallecido y que les quería mucho, traté de explicárselo describiéndoles el ciclo vital de su caballito de mar. Comienza como un gusano en el mar; pero, en el momento justo, emerge, y cuando se da cuenta de que tiene alas, vuela. Supongo —les dije— que los que se quedan en el agua se preguntan dónde se ha ido y por qué no vuelve. No puede volver porque tiene alas, ni los que se quedaron pueden volar junto a él porque todavía no las tienen». Y la escritora y premio Nobel concluye: «Es cierto; aún no tenemos alas, pero llegará un día». 

Hace casi ya 4 meses mi padre voló a la Casa del Padre y todas las historias, como esta del caballito de mar, me lo recuerdan, pero más me lo recuerda la fe en la Vida Eterna que celebramos. Toda la liturgia de éste día con tres salmos hermosos —el 129 [130], el 102 [103] y el 121 [122] que he comentado— y con diversas lecturas dedicadas a recordar a los difuntos, nos invita a detenernos y reflexionar un momento en el hecho de que el amor de Dios es más fuerte que la misma muerte; que el destino de los que ya se macharon —el destino de sus amores, de sus luchas, de sus alegrías y de sus penas— no fue la muerte definitiva, sino la vida eterna, y que desde este mundo es posible decir, con una fe humilde pero esperanzada aquello tan entrañable que el libro del Apocalipsis señala: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor porque sus obras les acompañan» (Ap 14,13). Quiero terminar mi reflexión con una oración recordando con ella a mi padre don Alfredo, a tantos seres queridos amigos y familiares que han dejado ya este mundo y con la que también quiero pedir por todos los fieles difuntos, especialmente aquellos que no tienen quien ore por ellos en este día especial: «Dios de la vida y de los vivos, creemos que tú eres un Dios de un amor que es más fuerte que la muerte, ya que tu Hijo Jesucristo, nacido de María, como uno de nosotros, destruyó la muerte para siempre. Te pedimos a Ti, para quien todos viven, que todos los fieles difuntos vivan en la seguridad de tu amor. Danos a nosotros, que vamos peregrinos en este mundo, el valor para enfrentar la vida dándole auténtico sentido, viviéndola en unión íntima con María y tu Hijo Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén». ¡Bendecido día! 

Padre Alfredo.

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