jueves, 30 de noviembre de 2017

«Palabras que hay que re-estrenar cada día»... Un pequeño pensamiento para hoy

«Invitar» y «venir» son dos verbos sencillos y claros pero que, en el lenguaje de todo discípulo-misionero del Señor Jesús, dicen mucho. Con estas dos palabras Cristo nos pide situarnos en el camino; movernos de la misma forma y a la misma velocidad que Él. ¡Es agradable empezar el día pensando en ellas dos: «invitar» y «venir»! porque cuando dejamos que Cristo las pronuncie, las escuchamos no solo con el oído, sino sobre todo con el corazón y todo se convierte en respuesta de amor. ¡Qué agradable resulta recibir una invitación! Me imagino el gusto de aquellos dos hermanos que, tocados por la mirada de Cristo, recibieron la invitación a seguirle (Mt 4,18-22). Hoy no tenemos para meditar el Evangelio de san Lucas que ordinariamente la Iglesia nos ha estado regalando en estos últimos días del tiempo ordinario, sino que recibimos la visita inesperada de san Andrés el Apóstol hermano de san Pedro, cuya fiesta la Iglesia universal celebra hoy para recordarnos que, al dejar resonar estas sencillas palabras en nuestro interior: «invitar» y «venir», nuestra vida se convierte en un camino por recorrer detrás de Él para conocerle más, amarle más y llevarlo al corazón de muchos más. «Los haré pescadores de hombres» (Mt 4,19), es la promesa de la invitación que hace Cristo. Solo basta asumir la invitación como algo personal y Él nos mostrará el camino para ir detrás de Él.

Y entonces, reflexionando el pasaje evangélico de esta fiesta, resuenan en mi ser otros dos verbos, dos palabras que calan: «dejar» y «seguir». El evangelista dice: «dejaron las redes y lo siguieron» (Mt 4,20). Los dos hermanos, Pedro y Andrés, que fueron los dos primeros llamados, se convierten para nosotros en un ejemplo clarísimo, valiente y convincente de respuesta vocacional. Ellos nos enseñan las cosas que hay que hacer para ir tras las huellas de Cristo, los movimientos que hay que hacer y la elección determinante que hay que tomar: «dejar» y «seguir». Estas dos palabras, junto a las dos anteriores «invitar» y «venir», llegan a ser los verbos claves y las palabras que deben quedar escritas en el corazón de todo cristiano católico que, desde el bautismo, es llamado a ser de Cristo, a vivir en Él y a darlo a todos. estas palabras deben de resonar cada día en lo secreto del alma y en el corazón; allí es donde solo cada uno puede escuchar de manera personal este maravilloso cuarteto integrado por esas sorprendentes palabras del Evangelio, que son tan vivas y fuertes, y que cambian la vida de quien las escucha, medita y hace vida.

A tan sólo dos días para terminar el año litúrgico en la Iglesia católica, estas cuatro palabras de hoy, no suenan a final, sino a principio, al nacimiento de la vocación de todo discípulo-misionero: ser testigos de Cristo anunciando su Evangelio. Gracias a la fiesta de San Andrés, re-estrenamos el anuncio del Evangelio y su fuerza salvadora. María, la Madre de Dios, vivió estas cuatro palabras cada día. María se presenta como una sencilla síntesis de estos verbos vividos a la luz de la voluntad de Dios. Ella es la sierva del Señor y la reina de los apóstoles; es discípula y misionera que se sabe invitada a formar parte de un plan de salvación para venir a cada corazón haciendo que su Hijo Jesús nazca y renazca. Ella deja todos sus planes personales para seguir el plan de Dios equilibrando estos cuatro verbos y haciendo vida con gozo el gran ideal para el desarrollo de su tarea como discípula-misionera y para la eficacia de la misión apostólica de que todos conozcan y amen al Señor Jesús. «Invitar», «venir», «dejar» y «seguir», cuatro verbos que hacen de nuestra vida una acción en una misión que no es a nuestro estilo o a nuestros planes, sino al estilo y conforme al plan de Cristo que, para mí y para todos, es siempre lo mejor, aunque nos sorprenda en medio de nuestra aparente felicidad, bien instalados: «Ellos dejando enseguida la barca y a su padre, lo siguieron» (Mt 4,22). ¡Bendecido jueves eucarístico y sacerdotal! Les suplico la limosna de sus oraciones por mí a quienes tendrán hoy la oportunidad de participar en la «Hora Santa» en sus parroquias, capillas, seminarios y conventos.

Padre Alfredo.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

«Aunque no consigas muchos "me gusta"»... Un pequeño pensamiento para hoy


En el mundo globalizado en el que vivimos, inundado de sistemas de redes sociales de todo tipo, es casi imprescindible, para mucha gente, dimensionar su propia autoestima por el número de «me gusta» que puedan acumular; pero hoy Jesús nos deja un pasaje bíblico que nos sugiere que no hay que confundir la popularidad con la felicidad y la realización, y que hay que mantener nuestros ojos en lo que tiene verdadero valor, un valor real. Jesús no promete que la vida será famosa para sus discípulos por los «likes» que logren alcanzar (Lucas 21,12-19). Lo que sí promete es que nos dará las palabras y la sabiduría necesarias para afianzarnos en nuestro amor y fidelidad a Él y a su Buena Nueva. Los primeros cristianos aprendieron rápidamente a vivir su fe en medio de la contestación que los líderes políticos y religiosos le hacían a su proclamación, a su vida nueva, a sus reuniones, a sus trabajos en beneficio de los demás. Esto no les traía muchos «me gusta», ellos sabían que así lo había vivido el Maestro, y así tenía que vivir el grupo apostólico y las comunidades nacientes, frente a los mecanismos de poder de aquellos tiempos, empeñados ya —desde que san Lucas escribe inspirado por Dios— en acabar con este nuevo estilo de vida, que no convenía a sus intereses y al que había que darle un: «no me gusta» rotundo. 

El discípulo-misionero de hoy debe aprender que el tiempo que va desde la primera venida de Jesús hasta el día final de su venida —en medio de los períodos difíciles de la historia— es el espacio para vivir en fidelidad a Jesús, dando testimonio de la opción radical por él, pues «en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). El mismo término que el Evangelio aplica a la pasión del Señor, se aplica también a los cristianos: «serán entregados». Cada discípulo-misionero, debe sentirse siempre seguro en los brazos amorosos y providentes del Padre Misericordioso, sin sustos que paralizan de vez en vez, o de terremoto en terremoto y convencido de que, como decía Madre Inés, «no somos monedita de oro» y no a todos gustará nuestro modo de ser y nuestra manera de actuar. El discípulo-misionero, en algunos ambientes, no es, necesariamente el que mejor cae, el más innocuo, el que tiene más «me gusta», el que condesciende con todo y con todos. No es el tonto, el que con su cara de buena gente todo lo pasa, todo lo tolera. El discípulo misionero de hoy y de siempre ha de ser como la sal, que da sabor, que permite contrastar. Yo no siento que el Evangelio de hoy me asuste, sino que viene a iluminar para que, la Buena Nueva, vivida y proclamada por nosotros, brille e ilumine alrededor. 

Ciertamente no todo el mundo está dispuesto a aceptar la luz y la verdad en un mundo en donde el relativismo es el rey. Es más, al mundo —ya lo sabemos— no le gusta la luz, ni la verdad…le incomoda, porque inmediatamente salen a relucir sus «congojas». Recordemos que este mundo tiene un príncipe, el de las tinieblas. Aquél que pretende hacernos creer que todo es posible, mientras los demás no te vean, mientras los demás no se enteren, mientras los demás no se quejen. Aquel rey del cinismo y la mentira, que pretende hacernos consentir que todo es cuestión de postura, de fachada, de apariencias, porque todo es relativo, no descansa y busca ocupar corazones temerosos, deprimidos, olvidados. El que quiera seguir a Cristo no debe bajar los brazos, sino, en nombre del Señor Jesús, resistir, perseverar, renovar el compromiso de seguimiento fiel a la voz del Maestro como María, porque toda comunidad sabe por ella misma, que la defensa oportuna, los argumentos aclaratorios y denunciantes —pidiendo la asistencia de María Santísima, Auxilio de los cristianos— siempre vendrán no de nuestros talentos sino de la fuerza del Espíritu que no nos deja hundirnos en nuestra patente debilidad. Por eso la Virgen dice: «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1,49). ¡Bendecido miércoles y me encomiendo a sus oraciones!

Padre Alfredo.

LA VIDA DE UNA MISIONERA SIN FRONTERAS... La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento

martes, 28 de noviembre de 2017

«El fin del mundo»... Un pequeño pensamiento para hoy


No falta quien por curiosidad o por miedo, quiera saber qué sucederá y cuándo y cómo será el fin del mundo. Estamos inundados de visiones catastróficas que nos anuncian por aquí y por allá un futuro oscuro y terrible para todos los seres vivientes. Pero lo importante no es la fecha en que el mundo sucumbirá; lo importante es preguntarnos cuál es la finalidad del mundo y de la humanidad, ¿cuál es la utopía?, ¿qué futuro podemos y debemos construir?, ¿qué quiere Dios de nosotros aquí y ahora? Con el Evangelio que la Iglesia nos propone para meditar en la Misa del día de hoy (Lc 21,5-11), podemos ver que Jesús nos dice que no hay que preocuparnos ni cuestionarnos sobre el por qué y el cuándo, pues de nada servirá saber eso si no hay un cambio radical en nuestra forma de pensar, de amar y de actuar. Porque saber el día y la hora no nos harán mejores en la caridad y la práctica de la misericordia. De ahí que lo importante sea perseverar en el amor a Dios y al prójimo, vivir nuestra dignidad como hijos de Dios y saber ser hermanos al estilo de Cristo.

No nos dejemos aterrar sumergidos en el miedo pensando en que el fin del mundo está cerca y ya se acaba la humanidad en la tierra con la venida del Justo Juez, Jesucristo Rey del Universo. Él mismo nos lo acaba de decir: "Cuídense de que nadie los engañe, porque muchos vendrán usurpando mi nombre y dirán: ‘Yo soy el Mesías. El tiempo ha llegado’. Pero no les hagan caso. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin" (Lc 21,8-9)... ¿Quiere Cristo que vivamos atemorizados? No ¿Quiere que nos la pasemos analizando cada guerra, cada terremoto y cada epidemia interpretando todo bajo una óptica terrorífica? No. Entonces, ¿qué quiere Cristo? 

Está claro, muy clarísimo, que Jesús quiere que estemos preparados ante nuestra muerte y el juicio final viviendo como Él, que «pasó por el mundo haciendo el bien» (Hch 10,38). Muchas de las parábolas que el Señor nos ha dejado en herencia, nos exigen estar alerta para cuando Él vuelva. Y por eso es evidente que la mejor preparación consiste en vivir, ya desde ahora, el amor a Dios y a nuestros hermanos, porque el criterio para ir a la izquierda o a la derecha del Hijo del hombre, como decía el Evangelio del domingo pasado, va a ser el demostrado amor a nuestros hermanos. A la vez, Cristo nos deja entrever que quien nos va a examinar no es un tribunal severo y exigente, propenso a suspender, sino Cristo Jesús, el que nos amó tanto que dio su vida por nosotros y que es capaz de perdonarnos hasta setenta veces siete. Está claro que lo que se nos pide en nuestro trayecto terreno es imitar a Cristo Jesús, que es el Camino Verdadero que nos lleva a la auténtica Vida. ¡Qué María Santísima, elevada al cielo, en la peregrinación de fe a lo largo de la historia, siga acompañando a la Iglesia como «modelo de la comunión eclesial en la fe, en la caridad y en la unión con Cristo, eternamente presente en el misterio de su ser divino» ¡Ella está, en medio de los Apóstoles, en el corazón mismo de la Iglesia naciente y de la Iglesia de todos los tiempos! ¡Que tengas un martes lleno de bendiciones!

Padre Alfredo.

lunes, 27 de noviembre de 2017

«La enseñanza de los pobres»... Un pequeño pensamiento para hoy

Estamos en la última semana del tiempo litúrgico en la Iglesia. El domingo entrante será el primer domingo de adviento y empezará con eso un nuevo ciclo. El Evangelio de san Lucas nos sigue llevando a pensar en los valores del reino y en concreto hoy, el Señor exalta a una viuda que, sabiendo que no tiene casi nada que dar, comparte mucho más que algunos de los ricos de aquellos tiempos (Lc 21,1-4). ¡Cuánto nos enseña tanta gente pobre que, como aquella sencilla mujer, parece no tener nada y lo tiene todo y todo para dar! Nunca olvidaré aquella misión pobrísima en uno de los lugares más olvidados de nuestro México, cuando una viejecita nos invitó a tomar «café», así llamó ella a una bebida hecha con tortillas de maíz quemadas en las brasas y luego machacadas en una especie de metate todo chueco, disueltas luego en agua hervida con azúcar en la humilde cocina de su choza. Ese delicioso «café» fue aderezado con una plática que fue toda una catequesis de esas que atrapan. Vivimos inmersos en un mundo así, un poco raro. Por un lado tenemos poca gente rica, muy rica, a quienes parece nada faltarles, pero que no quieren y no saben compartir. Por el otro, infinidad de gente pobre que no tiene casi nada, pero que quiere compartir lo que tiene, como aquella otra viejecita que llegó descalza a dar su donativo los días posteriores al terremoto que sufrimos hace poco en esta jungla de cemento en la que vivo desde hace un año.

Los pobres no sólo son personas a las que les podemos dar algo. También ellos tienen algo que ofrecernos, que enseñarnos. ¡Tenemos tanto que aprender de la sabiduría de los pobres! El texto de hoy nos enseña la actitud de dar, de pensar en el otro, no importando cuanto, sino dando desde el corazón. ¡Es lo que esa viuda nos enseña! Cuando damos algo, tal vez en algún servicio voluntario, una caridad a alguien que sabemos que tiene mucho menos que nosotros, u otra cosa que tal vez no implica algo económico, hemos de darlo con corazón de pobre y sin esperar recompensa; porque bien sabemos que todo lo que tenemos —aunque sea por el esfuerzo de nuestro trabajo— viene de Dios y es bendecido por Él. La viuda no fue al Templo a invertir, sino a dar. Cristo no se ha quedado indiferente ante tan grandioso gesto y quiere que aprendamos de esa mujer lo que es creer de veras en Dios: Dar de corazón. Dar —como decía santa Teresa de Calcuta— ¡hasta que duela! Y gracias a Dios hay tanta gente —ricos y pobres— que lo dan todo en nuestro mundo globalizado a pesar de que el materialismo galopante lo opaque y no deje verlo. Y tal vez sea mejor permanezca en lo oculto sin que sea por exhibicionismo.

¿Qué sería de nuestras misiones si no hubiera gente generosa que da a lo grande, sea poco o mucho?, ¿cómo sostendríamos muchas de nuestras obras si no fuera por esa gente que mira con la mirada de Cristo y obra con la generosidad de esa viuda? Porque la cosa, insisto, no es si se tiene poco o mucho; sino si se da poco o mucho. La frase «todo lo que tenía para vivir» (Lc 21,4), que Jesús emplea al hablar de la viuda, muestra que esa mujer entregó aquello de lo cual pendía su existencia. Así, me vienen unas preguntas para meditar: ¿Lo que doy —tiempo, dinero, servicio voluntario—, lo doy desde mi corazón, es decir sin ningún interés y con buena voluntad?, ¿Soy capaz de dar lo que esté a mi alcance al indigente, a mis hermanos, a mis semejantes, a mí comunidad eclesial? Y por último, pienso en María, la Madre de Dios, que en un «sí» ininterrumpido a la voluntad de Dios, dio todo lo suyo y entonces entiendo más de qué se trata todo esto para entrar al Reino de Dios. ¡Bendecida semana para todos!

Padre Alfredo.

domingo, 26 de noviembre de 2017

«¡VIVA CRISTO REY!... Un pequeño pensamiento para hoy

El pasaje del evangelio de san Mateo, que la Iglesia toma para celebrar la fiesta de Cristo Rey (Mt 25,31-46) el día de hoy, es siempre sorprendente. ¿Cuál es la única razón por la que Cristo abre las puertas de su reino a los que ha puesto a su derecha? ¿Por qué abrió el Hijo del Hombre a estos y no a los otros las puertas del Reino? San Agustín decía que cada vez que leía este Evangelio se quedaba asombrado y un tanto sorprendido. ¡Es que lo único que nos salva ante Dios es el amor fraterno! Qué razón tenía san Juan de la Cruz cuando decía que a la tarde de la vida nos examinarán en el amor. Sabemos que el Reino de Cristo ya ha comenzado, pues se hizo presente en la tierra a partir de su venida al mundo hace más de dos mil años. En la fiesta de Cristo Rey celebramos que Cristo puede empezar a reinar en nuestros corazones en el momento en que nosotros se lo permitamos, y así el Reino de Dios puede hacerse presente en nuestra vida. De esta manera vamos instaurando desde ahora el Reinado de Cristo en nosotros mismos, en nuestros hogares, empresas y ambientes, aunque sabemos que Cristo no reinará definitivamente sobre todos los hombres, hasta que vuelva al mundo con toda su gloria al final de los tiempos, en la Parusía. 

Que distinto es nuestro Rey a los reyes de la tierra. Al entrar triunfalmente en Jerusalén, su figura real era totalmente nueva, sorprendente. Un rey que monta un burro y que a la vez es aclamado por los niños y odiado por los cabecillas del Templo. Un rey que es coronado de espinas ante el griterío de la turba y las burlas de la soldadesca. Un rey cuyo trono está en una cruz y cuyos adornos son las huellas encarnadas de una serie de azotes sobre su carne desnuda. Un rey que es como un pastor que sigue el rastro de su rebaño cuando encuentra las ovejas dispersas. Un Rey que cuando vuelva a la tierra, el orbe entero se estremecerá desde sus cimientos ante tu presencia soberana... Al hacerse tan humilde, al bajarse tanto, al presentarse como un pobrecito hombre más, nuestro Rey muestra la trascendencia de su realeza: «Lo que hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron» (Mt 25,40). 

La parábola del Juicio Final cuenta lo que debemos hacer para poder tomar posesión del Reino: acoger a los hambrientos, a los sedientos, a los extranjeros, a los desnudos, a los enfermos y presos. Los que están del otro lado del Juicio son llamados «malditos» (Mt 25,41), y están destinados al fuego eterno, preparado por el diablo y los suyos. Jesús usa el lenguaje simbólico común de aquel tiempo para decir que estas personas no van a entrar en el Reino. Y aquí también el motivo es uno sólo: no acogieron a Jesús hambriento, sediento, extranjero, desnudo, enfermo y preso. No es Jesús que nos impide entrar en su Reino, sino nuestra práctica de no acoger al otro, la ceguera que nos impide ver al Rey de reyes y Señor de señores en los pequeños. A lo largo de la historia hay innumerables testimonios de cristianos que han dado la vida por Cristo como el Rey de sus vidas. Un ejemplo son los mártires de la época de la cristiada en México, quienes, por defender su fe, fueron perseguidos y murieron gritando «¡Viva Cristo Rey!» Dedicar nuestra vida a la extensión del Reino de Cristo en la tierra es lo mejor que podemos hacer, pues Cristo nos premiará con una alegría y una paz profundas e imperturbables en todas las circunstancias de la vida como premió a su Madre santísima y a tantos y tantos santos y beatos alrededor del mundo. La fiesta de Cristo Rey, al finalizar el año litúrgico es una oportunidad de imitar a estos mártires promulgando públicamente que Cristo es el Rey de nuestras vidas, el Principio y el Fin de todo el Universo. Todos los que se encuentran con el Señor, escuchan su llamado a la Santidad y emprenden ese camino se convierten en miembros del Reino de Dios... ¡Qué viva Cristo Rey!

Padre Alfredo.

sábado, 25 de noviembre de 2017

«La vida eterna»... Un pequeño pensamiento para hoy


Mi pequeño pensamiento para hoy —que parece no ser nada pequeño porque no se sintetizar— en torno al Evangelio, se abre con la pregunta que hacen los saduceos —que no creen en la resurrección de los muertos— a Jesús (Lc 20,27-40). Le proponen un caso exagerado sobre la ley del levirato —si un varón moría sin descendencia, uno de sus hermanos tenía que casarse con la viuda para perpetuar su nombre en los hijos que tuvieran (Dt 25,5-10)—: Si la mujer queda viuda siete veces, ¿Qué ocurrirá en la otra vida? ¿De cuál de todos sus esposos será la mujer? Es una cuestión para dejar a Jesús sin palabras. Pero, en primer lugar, nuestro Señor critica esta visión tan pobre de pensar que el mundo futuro será como el de aquí. La vida definitiva, aunque es prolongación de esta, no puede ser reproducirla sin más. Es una vida totalmente nueva que podemos esperar, pero nunca describir o explicar. Por un lado, el «cielo» es una novedad que nos espera para toda una eternidad, y por otro, una dimensión en la que se dará cumplimiento pleno a nuestras aspiraciones más profundas. Para explicar esto, Cristo se apoya en la Escritura (Ex 3,6). Dios no es un Dios de muertos sino de vivos. Es el Dios de la historia. Su nombre lleva huellas históricas: Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob... En él todos están vivos. Fuente inagotable de vida, Dios no vive rodeado de muertos. La muerte no puede destruir el amor y la fidelidad de Dios. Dios contempla llenos de vida a nuestros difuntos, acogiéndolos en su amor.

Nuestra fe es fe en el Dios vivo y resucitador. Es fe que no nos deja encerrarnos en lo finito e inmediato. Es fe que nos mantiene en vela, anhelando el futuro interminable. La fe del discípulo-misionero es confianza en Dios, que hace posible lo que parece imposible; que cumple sus promesas, a veces por caminos desconocidos y «extraños» para nosotros. Es fe que resucita a los muertos. Y por cierto, me parece una «Diosidencia» maravillosa que esté haciendo mi reflexión, con este texto, pensando en mi querida Conchita Martín del Campo, que en la madrugada del día de ayer fue llamada a la Casa del Padre luego de una larga enfermedad que, entre visita y visita, fui viéndola abrazar como regalo de Dios para alcanzar la vida eterna. A lo largo de años y meses fui acompañando de vez en cuando a la señora Conchita con un cariño y gratitud de hijo adoptivo —porque así, como hijo, me hizo sentir siempre, desde jovencillo— despertándome una admiración profunda. ¿Cómo vivir la fe en el lecho del dolor? Lo vi en Conchita. ¿Cómo tener una visión adelantada del cielo? Lo vi en Conchita. ¿Cómo ver de lejos o de cerca esta cita ineludible llamada muerte? Lo vi en Conchita. Mi última visita en octubre, dándole la comunión, me mostró, en su lecho de dolor, la antesala del cielo.

Hoy, al ir terminando el año litúrgico, el Evangelio nos propone este texto sobre la resurrección de los muertos y la «vida eterna». Los que creemos en Jesús, creemos que Dios no abandona a nuestros difuntos, que estos no son seres etéreos que vagan por mundos desconocidos o iguales al nuestro, como algunos quieren hacer creer a la gente hoy. Morir no es perderse, sino vivir, como dijo santa Teresita: «¡No muero, entro en la vida!» Morir es entrar en la vida de Dios, en su vida para siempre, transformados por su amor. La muerte nos sumerge en una nueva forma de comunión que atraviesa las fronteras del espacio y el tiempo, porque «el amor no pasa nunca» (1Cor 13,8). Sin embargo, la fe no nos ahorra ese dolor que produce la pérdida de aquellos a quienes amamos. Pienso ahora en mi querido profesor José Hernández, el esposo de Conchita, también visitado por Dios en la enfermedad, y lo encomiendo a María, como me encomiendo yo y los encomiendo a todos, porque a Ella, la excelsa Madre de Dios, nos acompaña sobre todo en esos momentos de sentimientos encontrados. Pienso en lo que la Virgen le prometió a santa Matilde y con esto cierro mi reflexión hoy que es sábado dedicado a María Santísima: «A todos los que piadosamente me sirven, les asisto fidelísimamente, como Madre piadosísima. Les consuelo y amparo».

Padre Alfredo.

viernes, 24 de noviembre de 2017

«MI CASA ES CASA DE ORACIÓN»... Un pequeño pensamiento para hoy


El texto del Evangelio de hoy (Lc 19,45-48), que nos presenta la entrada solemne de Jesús en el Templo —como lo profetizó Malaquias 3,1— y la expulsión de los vendedores de allí (19,45-46), nos ofrece una buena oportunidad para hablar del valor del Templo y de las cosas de Dios. El ambiente del Templo Jerusalén era bastante animado. El Templo ofrecía diversos espacios en donde la gente socializaba. Allí se encontraban los amigos, se resolvían problemas e incluso los grupos religiosos de la época aprovechaban las diversas áreas para reunir a sus partidarios. En la parte más amplia, llamada «El patio de los gentiles», albergaba algunos comerciantes que estaban allí por razones prácticas: puesto que un peregrino no siempre podía venir cargando desde lejos su ofrenda (un animal pesado), lo mejor era traer el dinero y adquirirlo allí mismo en el templo para realizar el sacrificio.  También se podían comprar en esos comercios otros elementos necesarios para el culto, como vino, aceite y sal.

A Jesús, luego de su entrada triunfal, le molesta que algunos se aprovechen del culto de Templo para justificarse, sin esforzarse verdaderamente por la conversión y aprovechar la situación para cambiar animales y hacer otra clase de negocios.  Por esa razón Jesús cita dos profecías: De Isaías 56,7, Jesús toma la frase: «Mi Casa será Casa de oración».  Son palabras que muestran cuál es la verdadera finalidad del Templo. De Jeremías 7,11, Jesús toma la frase: «Cueva de ladrones». Estas palabras muestran en qué ha llegado a convertirse el culto a Dios. El legítimo comercio para poder realizar los sacrificios estaba acompañado de injusticia.  Detrás de todo, como también lo denunció Jeremías, se realizaba un culto sin conversión, comprando, cambiando y vendiendo animales y traficando con las diversas divisas. El culto venía a convertirse, para esos vendedores, en un tranquilizador de conciencias. ¿Qué querrá decirnos Jesús con este gesto impactante? Tal vez esté pensando en quienes muchas veces utilizan a la iglesia como medio para sus propios intereses, quizás esté pensando en cada hijo suyo que frecuenta los sacramentos y no se acaba de convencer de que lo importante verdaderamente es servir sin ser visto, sin sacar tajada, sin que nadie lo note. Jesús exige un cambio de rumbo: purificar el templo de todas aquellas negatividades humanas y conducirlo a su función originaria: rendir verdadero servicio a Dios.

Por otra parte, en el mismo pasaje san Lucas dice: «Todo el pueblo estaba pendiente de sus palabras» (Lc 19,48). Era la gente buena que, como muchos de hoy, hacen a un lado a los vendedores de recuerditos afuera de los santuarios cuya ganancia es para ellos y nadie más; a los organizadores de bodas que ni católicos son y cobran dinerales por hacer puro lucimiento y dicen que van de parte de la Iglesia, a los que quieren sacar tajada para ellos por cualquier cosa. El comercio tiende a crecer y a crecer cuando encuentra un mercado, de manera que el Templo, el lugar de oración, en tiempos de Cristo, había degenerado en una suerte de mercado. Jesús necesitaba desafiar esa tendencia y reafirmar la santidad del lugar. ¿Ocurre algo parecido a eso en nuestros tiempos? El deseo de Cristo es morar en cada templo que es nuestro cuerpo... ¡somos Templos vivos del Espíritu Santo! ¿Qué hemos hecho de nuestras casas, de nuestros templos, de nuestros cuerpos? ¿A quién se refiere el Señor, sino a cada uno de nosotros? ¡Revisémonos! ¿Qué somos? ¿Qué hemos recibido? ¿Qué se nos ha dado? ¿Cómo debía ser nuestra vida y cómo es, sin embargo? Confesémonos, participemos en la Eucaristía por lo menos cada domingo, escuchemos activamente las lecturas durante la misa, acudamos a alguna escuela bíblica, démonos tiempo para leer la Biblia. Aprendamos de los santos que encontraban todo lo necesario para su vida muy unidos al Templo para descubrir el rostro misericordioso de Dios y conocer su corazón... María, cuando Jesús le dice que debe estar en las cosas de su Padre, en el Templo; guarda todo aquello en el corazón, lo medita y lo hace vida (Lc 2,19). ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 23 de noviembre de 2017

«Jesús lloró por Jerusalén»... Un pequeño pensamiento para hoy

Estamos casi por terminar el año litúrgico y san Lucas nos ha llevado en la lectura diaria del Evangelio de la mano de Jesús en un largo viaje que culmina en Jerusalén (Lc 19,41-44). Es precisamente en las cercanías de esta ciudad, en donde se sitúa el pasaje que se nos propone meditar para el día de hoy. Después de la entrada mesiánica de Cristo en las afueras de la gran ciudad, san Lucas nos comparte esta «lamentación por Jerusalén». Jesús llora contemplando la ciudad y sus habitantes (Lc 19,41). Algunos detalles del texto son impactantes por su contenido. En primer lugar hay un notable contraste entre la alegría de la escena de la entrada mesiánica (Lc 19,36-38)  y el llanto de Jesús de este momento. En las afueras, Jesús fue aclamado festivamente como Mesías, pero ahora se detiene y llora de pena por la ciudad cuyo nombre viene del latín «hierosolima» (del hebreo «Ierushalaim» ירושלים) que significa «Ciudad de la Paz», evocando la ruina de Jerusalén que puede hacer alusión a la del año 587 o a la del año 70 de nuestra era, de la cual no describe ninguno de sus rasgos característicos, pero presenta una profecía llena de realismo.

Esa realidad de destrucción histórica que contempla proféticamente el Mesías, es, en definitiva, signo de algo más profundo: Jerusalén no reconoce en este día la presencia de su divino salvador que es portador de la gracia divina y no lo reconocerá. Ese es el gran contraste. Ese es el misterio que encierra el pasaje. Los representantes religiosos de la «Ciudad de la Paz» rechazan al Mesías, príncipe de paz. No reconocen que este es para ellos su momento decisivo, que aquella visita constituye una gran oportunidad de encuentro con Dios. No reconocen el tiempo de gracia y rechazan a su salvador. ¡Qué gran paradoja: lo tienen delante y no lo ven! Le es enviado al pueblo un Mesías redentor que viene a establecer la paz y no lo reconocen. Con razón san Juan en su hermoso y profundo prólogo escribirá: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Dios está oculto a sus ojos como lo está aún a los ojos de muchos que hoy tampoco lo quieren ver o que no lo ven porque nadie les ha hablado de Él. Así, todo discípulo-misionero del Señor, debe comprender y asimilar que el motivo del llanto de Jesús no es simplemente la suerte de la ciudad con toda su belleza y esplendor. Cristo, después de arribar a Jerusalén luego de una larga peregrinación y después de ser aclamado momentáneamente, no está pensando sólo en el sufrimiento de sus habitantes; está pensando en la negativa humana a recibir la salvación rechazando la paz. Pero Él sabe también que ese poder de rechazarle no va impedir el amor salvador de su Padre Dios. Simplemente la historia de la salvación seguirá otros caminos gracias a la acción del Espíritu Santo.

Jesús entra en Jerusalén, montado en un burro –como lo recordamos cada Domingo de Ramos– y sus discípulos y la demás gente lo aclama gritando «¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mt 21,9). Todo es júbilo y algazara entre la gente, pero aquello contrasta con un Cristo de ojos llorosos sufriendo y profetizando, a la «Ciudad de la paz», su destrucción. Hoy nosotros vivimos, en muchas de nuestras ciudades asoladas, un tiempo en el que nos vemos sacudidos por la violencia, en el que reinan e imperan una serie de criterios fundamentalistas y egoístas que fracturan la convivencia pacífica causando más daño y víctimas que el pasado terremoto del 19 de septiembre en Ciudad de México. Nuestra fe en el Mesías está erigida sobre la paz y el amor entre todos, pero se malinterpreta y se usa como excusa para la indiferencia, quedándose muchas veces en la vivencia de una fe de una especie de sensacionalismo equiparable al de aquella entrada triunfal. Jesús, en este momento tan crucial de su vida, perdona, no impone, pero tampoco se queda callado haciéndoles creer que bastará con esa fiesta provisional y momentánea para hacerle sentir que su obra redentora está completa. Él, entrando así a la ciudad, montado en un burrito y llorando de tristeza, habrá de subir también a la Cruz, invitándonos a ser como Él: «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Aprendamos, pues, a ser como Él y su Madre santísima, no gente de fe enclenque y de una emotividad superficial y ruidosa, sino serenos constructores de paz, sembradores de concordia, heraldos de amor. Hoy es jueves eucarístico y sacerdotal, una buena oportunidad para estar con Él y acompañarle en su dolor. ¡Han de dispensar mi larga reflexión de hoy!

Padre Alfredo.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

LOS TALENTOS... Un pequeño pensamiento para hoy


Apenas el domingo compartía con ustedes mi reflexión en torno al pasaje del Evangelio de san Mateo que habla de los talentos -o millones en la traducción para México-. Hoy volvemos, en la reflexión diaria sobre este mismo tema, pero en el Evangelio de san Lucas, que funde dos parábolas en una. Jesús ya está cerca de Jerusalén y los oyentes de sus enseñanzas esperaban que la llegada de la plenitud del Reino se daría de un momento a otro. San Lucas toma estas palabras de Jesús para aclarar que reino de Dios no llegará en un futuro inmediato, que hay que esperar la justicia de Dios al final de los tiempos y que en el Reino entrarán los que viven y actúen con responsabilidad mientras el Señor está ausente. La cuestión principal de esta parábola está en la importancia de hacerse cargo de la misión que el Señor nos ha encomendado como discípulos-misioneros… ¡hay que hacer fructificar los dones recibidos! Para todo aquel que se ha dejado alcanzar por Cristo, la vida cristiana no consiste en estar pendientes del futuro y absortos en él. La tarea se realiza en el presente, no sólo en la expectación.

Hay que trabajar sin descanso por establecer el Reino de Dios en este tiempo previo -del “ya” pero todavía “no”-, este tiempo que es incierto en su duración, este tiempo que no es otra cosa que el kairós de la Iglesia en el que no tenemos otra opción para construir una nueva civilización del amor que hacer germinar los talentos que la vida nos ha dado. Este, que nos ha tocado vivir, es tiempo de espera, porque el Reino de Dios manifestado en Cristo Jesús va cciendo lentamente y no es lugar de ociosos, sino espacio para gente que quiera poner manos a la obra de administrar con habilidad los propios talentos que el Creador ha puesto en nosotros para multiplicarlos y compartirlos. Nuestro tiempo es de trabajo y de un quehacer constante, porque el Reino tampoco admite gente que esté mirando hacia atrás celebrando las glorias del pasado creyendo ilusamente que todo está hecho. La parábola nos recuerda una vez más que el Señor volverá y nos pedirá cuentas a todos, a los que invierten los talentos y a los que los sepultan. El Señor premiará a los fieles, a los que han entendido que la vida es un espacio de santificación  para dar gloria a Dios contribuyendo con lo que son y lo que tienen con la misma vida compartida con los hermanos, peregrinos y buscadores como nosotros, de la voluntad de Dios.

La espera del Señor no debe paralizarnos ni asustarnos para ir a enterrar el talento que hemos recibido. Al contrario, el encargo que nos ha dejado el Señor debe estimularnos para adelantar la venida del Reino, que siempre será tiempo de gozo y nunca de andar tristeando. Recordemos cómo María, que oraba junto con los apóstoles esperando la llegada de la plenitud del Reino, es invocada como “causa de nuestra alegría”, porque la alegría de nuestros corazones es la llegada del Reino de su Hijo Jesús. Desde ayer estoy en Monterrey visitando a mi madre, que está recuperándose de una inesperada visita del Señor en la enfermedad. Ella, que siempre está alegre y glorificando al Señor esperando la llegada del Reino no pierde el ánimo. Hoy regreso a la jungla asfáltica de mi querida CDMEX. Desde aquí, literalmente al pie del cerro de La Silla, en casa de mi hermano y su familia -que es la mía- mando un sincero y apretado abrazo virtual a monseñor Pedro Agustín Rivera Díaz, nuestro querido y admirado párroco allá en Fátima de la colonia Pro-Hogar. Este santo varón que, en todo momento, desde cerca y desde lejos, nos llena el corazón de la alegría de los valores del Reino con su entrega sin medida, su perenne sonrisa y su amor a Jesús Eucaristía. ¡Muchísimas felicidades Monseñor, hermano y amigo de tantos y tantos años! ¡Que tengan todos un miércoles lleno de oportunidades para multiplicar sus talentos y seguirle dando gloria al Señor!

Padre Alfredo.

martes, 21 de noviembre de 2017

«La presentación de María al Templo»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy, en la Iglesia católica, celebramos la presentación de la Santísima Virgen María. Esta es una fiesta que nació en Oriente, en el año de 543, con ocasión de la dedicación de la basílica de Santa María la Nueva, en Jerusalén. Se supone que María fue presentada en el Templo como era la costumbre, según el Evangelio nos narra lo fue su hijo Jesús. Pero, este es uno de los misterios de la vida de la Santísima Virgen que menos conocemos. La Sagrada Escritura no dice nada acerca de este hecho, que, sin embargo, está fundado en una tradición antigua y autorizada, y es ampliamente reconocido por la Iglesia. La ceremonia de presentación en el templo era para los judíos lo que hoy el Bautismo es para los cristianos. ¿Qué decir de algo de lo que no sabemos nada o casi nada? Sólo podemos hablar, a la luz de esta memoria mariana, que, desde el principio de su existencia, María fue la «humilde sierva del Señor», al que amaba y servía con todas sus fuerzas (Cfr. Lc 1, 26-38). La respuesta al Ángel en el momento de la Anunciación, expresa una actitud que ha sido vivida por ella desde siempre, por eso antes de que la Virgen la pronunciase, pudo decirle el Ángel: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30).

A la libre iniciativa del Altísimo que la concibió inmaculada y llena de gracia, la Virgen respondió siempre con toda libertad y con todo el amor de su corazón inmaculado. ¡Qué ganas de tener un corazón como el de ella! Me viene a la mente aquel canto tan hermoso, obra de mi admirado profesor José Hernández Gama que dice: «Préstame tu corazón, Virgen María, para hospedar a Jesús, en este día». ¡Para hospedar a Jesús!... ¡Qué dicha y que honor! Y entonces me encuentro con el Evangelio que la liturgia propone para este martes y me llama la atención que Jesús dice a Zaqueo: «Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que “hospedarme” en tu casa» (Lc 19,5). Es Jesús quien toma la iniciativa de hospedarse en casa de Zaqueo, es Dios el que sale a nuestro encuentro invitándonos a amar con alma grande; a servir con generosidad, para luego gozar del cielo por toda la eternidad, habiendo sembrado primero, a lo largo de nuestra vida, la buena semilla del testimonio, del amor, de la justicia y de la paz. La simple presencia de Jesús en esa casa de Zaqueo, obró en éste un cambio de vida radical: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más» (Lc 19,8). El pequeño Zaqueo se ha convertido, por el contacto con Jesús, en un hombre nuevo, en una nueva creación, «levantado» y «resucitado» a una vida diferente. Y ese milagro lo ha obrado el que nos busca y nos salva, el que viene a nuestro encuentro. 

Qué actitud tan hermosa y valiosa la de Zaqueo, que, conociendo sus pecados, acepta al Señor y atiende rápidamente a su petición de hospedaje. Todos los discípulos-misioneros podemos imitar esta actitud de prontitud ante los reclamos del Señor y la prontitud alegre también de la Madre de Dios, porque no hay mayor motivo de felicidad y alegría que Jesús nos llame y lo hace todos los días. Zaqueo no podía seguir siendo el mismo después de conocer personalmente a Cristo. Decide restituir a toda persona que haya engañado. Y Cristo, que conoce el corazón de cada hombre, le da la buena noticia: «Hoy la salvación ha entrado a su casa» (Lc 19,9). Este, que es un día para dar gracias a Dios, y también para meditar en nuestras opciones fundamentales pensando en la elección que Dios hace de María, de Zaqueo y de cada uno de nosotros, nos hace también bendecirle al contemplar la opción radical, total y continua de María por una parte y la conversión de Zaqueo por otra. Porque en quien se llena de Dios, los actos no son puntos aislados, momentos incomunicados, sino actitudes, hábitos, vida diaria que re-estrena la consagración a Él cada día. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

lunes, 20 de noviembre de 2017

«UNA AUTÉNTICA REVOLUCIÓN»... Un pequeño pensamiento para hoy

El día de hoy celebramos en nuestro México lindo y querido un aniversario más de la Revolución, esa revolución del pasado, a la que es importante que, como discípulos-misioneros respondamos con la revolución del presente. No una revolución armada, sino una revolución interior, en la mente y en el corazón, una revolución —conversión— que crezca en anhelos de construir una nueva civilización del amor y establezca la paz interior, la única capaz de transformar el fuero externo. Una revolución que nos quite la ceguera de pensar que con las armas o la violencia se puede cambiar definitivamente algo. ¿Cuántos años han pasado de aquellos enfrentamientos sangrientos y cuánto se ha logrado cambiar? Mientras no haya esa revolución interior que los cristianos llamamos así: «conversión», el mundo seguirá sumergido en sus tejes y manejes, seducido por ideas que parecen mesiánicas y que están muy lejos de llegar a brindar la verdadera y auténtica libertad a la que estamos llamados. No niego que la Revolución Mexicana haya traído cambios a la nación, pero los cristianos tenemos mucho, mucho más que hacer por nuestra tierra, mientras llega el momento del juicio del que esperamos salir absueltos para abrazar la vida eterna.

En el Evangelio de hoy, aparece un ciego que, ante la pregunta de Jesús, cuando es llamado por Él debido a los gritos que daba, expresa: «¡Señor, que vea!» (Lc 18,41). Aquí y ahora también Jesús escucha el grito de tantos pobres que el mundo poderoso no quiere escuchar. De hecho ayer el Papa Francisco celebró la Jornada Mundial de los Pobres y, en su mensaje afirmaba: «Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad» (Mensaje del Santo Padre Francisco, Primera jornada mundial de los pobres n0 5. Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, 19 de noviembre de 2017). ¿Y qué no es esto una revolución?

Jesús le dijo al ciego «Recobra tu vista; tu fe te ha curado» (Lc 18,42). Y al instante aquel hombre recobró la vista y seguía glorificando a Dios. La curación es el fruto de su fe en Jesús. Curado, vive una revolución en su interior y sigue a Jesús y sube con él a Jerusalén donde será crucificado. De este modo, se vuelve discípulo-misionero, modelo para todos nosotros que queremos «seguir a Jesús por el camino» hacia Jerusalén buscando un cambio de vida. ¡Esa es la auténtica revolución! Creer más en Jesús que en nuestras ideas materialistas que aspiran a cambios superficiales. La verdadera revolución se alcanza siguiendo a Cristo, y éste —como dice san Pablo— crucificado (1 Cor 2,2), pues la cruz no es una fatalidad, ni una exigencia de Dios sino un instrumento de cambio. Desde ahí el Señor Jesús revolucionó al mundo. María estaba al pie de la cruz (Jn 19,25) y ahí, en Juan, nos recibió a todos como hijos para que, nosotros también seamos revolucionarios al estilo de su Divino Hijo. Ella nos forma y nos contagia de su «sí» a los planes del Padre para creer en Jesús y entregarse (Lc 9,23-24), para aceptar ser los últimos (Lc 22,26), para beber el cáliz y cargar con la cruz de cada día (Mt 20,22; Mc 10,38) y, al igual que el ciego, aun teniendo las ideas no muy claras, nos decidamos a «seguir a Jesús por el camino» (Lc 18,43). En esta certeza de caminar con Jesús está la fuente de la audacia y la semilla de la victoria sobre la cruz. ¡Qué tengamos un día lleno de bendiciones y que sigamos trabajando en la «revolución» de un corazón que sea nuevo!

Padre Alfredo.

domingo, 19 de noviembre de 2017

«La parábola de los Talentos»... Un pequeño pensamiento para hoy


El evangelio de hoy nos habla de la conocidísima parábola de los Talentos (Mt 25,14-30), que tal vez, por el deseo de acercarla más a nuestra cultura, la traducción litúrgica del Leccionario para México no habla de «Talentos» sino de «Millones». Esta parábola está situada entre otras dos: la de las Diez Vírgenes (Mt 25,1-13) y la del Juicio Final (Mt 25,31-46). Las tres parábolas nos orientan sobre la llegada del Reino. La parábola de los Talentos es una historia sencilla que orienta sobre cómo hacer para que el Reino pueda ir creciendo hasta que el Señor vuelva. Habla sobre los dones o carismas que las personas reciben de Dios (millones). Un hombre que se preparaba para partir en un viaje, confió sus bienes a sus siervos de confianza. Él distribuyó su riqueza entre tres servidores, de acuerdo, seguramente, a sus capacidades. Al primero le confió cinco «millones», al segundo dos, y al tercero uno. Los primeros dos siervos se pusieron a trabajar con el dinero de su señor obteniendo ganancias. El tercero no invirtió nada, cavó un hoyo en la tierra y enterró el dinero. Cuando el dueño del dinero regresó, los dos primeros entregaron sus ganancias y fueron elogiados como «siervos buenos y fieles» y ambos fueron recompensados.

El tercer servidor de confianza, ofreció una débil excusa para justificar su conducta. Le dijo al dueño del dinero que como él era un hombre duro, tuvo miedo de afrontar un riesgo con cualquier tipo de inversión o negocio. De modo que simplemente escondió el dinero, y se lo devolvió sin ninguna ganancia. De inmediato este hombre fue reprendido por ser malo y perezoso. Sus millones, fueron entregados al que ganó diez, y fue lanzado a las tinieblas, en donde tuvo que afrontar el llanto y la desesperación. Así con esta parábola tan ilustrativa, Jesús nos recuerda que no debemos enterrar nuestros talentos bajo el suelo, porque, ciertamente, eso es una especie de suicidio. Tenemos que ponerlos a trabajar. Pero, ¿para qué? ¿Para lograr una vida mejor para mí? ¿Para tener más dinero en mi cuenta bancaria? ¿Para ser feliz y aprovecharme de esos dones que yo he recibido y otros no? Si leyésemos así esta parábola, es como si la separásemos del resto del Evangelio. Eso no se puede ni pensar siquiera. Debemos recordar que para Jesús lo más importante es el Reino de Dios. Él quiere que todos formemos una fraternidad de vida y amor. Los talentos de cada uno están, deben estar, al servicio de los hermanos. Cualquier otra cosa sería como enterrarlos.

En realidad —bien sabemos— los talentos, los millones, el «dinero del dueño», «los bienes del Reino», son el amor, el servicio, una sonrisa, un pequeño servicio, unas palabras de aliento para el necesitado, un compartir con el necesitado... Es todo aquello que hace crecer la comunidad de los discípulos-misioneros y revela la presencia de Dios en medio de su pueblo. Aquel que se encierra en sí mismo con miedo a perder sus talentos, «se entierra» y va a perder hasta lo poco que tiene. Pero la persona que no piensa en sí y se entrega a los demás, crece y recibe de forma inesperada, todo aquello que entregó y mucho más, así como María de Nazareth, que gracias a un «sí» incondicional con el que hipotecó su vida, sigue recibiendo gracias abundantes que distribuye a sus hijos alrededor del mundo, viendo en cada uno a su Hijo Jesús y multiplicando los talentos a favor de todos. Bien dice el Evangelio: Pierde la vida quien quiere asegurarla, la gana quien tiene el valor de perderla (cf. Mt 10,39; Mt 16,25). ¡Vayamos hoy a nuestra Misa dominical a entregar cuentas de los millones que hemos recibido... seguro el Señor nos dará más, y nos dará en abundancia! 

Padre Alfredo.

sábado, 18 de noviembre de 2017

«LA COMUNIDAD ORANTE»... Un pequeño pensamiento para hoy

La comunidad cristiana que formamos los discípulos-misioneros del Señor, debe vivir permanentemente «en estado de oración» anhelando que llegue con rapidez la venida del Señor, porque con ella viene la restauración plena de todos los derechos, de la justicia de Dios. «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!». San Lucas es el evangelista que más toca este tema de la venida del Señor en el que uno de los elementos fundamentales es el juicio final. Los judíos del tiempo de Cristo tenían claro un juicio de doble talante: por un lado, de castigo, para los enemigos de Israel o para el que era infiel a la Alianza, y, por otra parte, uno de salvación, que restaura el orden y que trae salvación para los que oran con insistencia, especialmente los pobres y los oprimidos. En ese contexto, es que nos llega el pasaje evangélico de hoy (Lc 18,1-8). EL evangelista empieza hablando de la oración y nos deja una parábola de Cristo, para aclarar la idea del juicio que acompaña la venida del Hijo del hombre. «Hacer justicia» es una pequeña frase que domina completamente el relato (vv. 3.5.7.7). «Hacer justicia», una labor que no sólo debemos esperar, sino realizar día a día, esperando la llegada del Reino. «Hacer justicia», pedimos constantemente al orar con fe e insistencia... justicia que se alcanza cuando se hace, con alegría, la voluntad de Dios, amando.

Es fácil rezar un rato, un día, cuando estamos fervorosos, pero, mantener ese contacto espiritual a diario... ¡cómo cuesta! Nos cansamos, nos desanimamos, pensamos que lo que hacemos es inútil porque parece que Dios «el Juez Supremo» se desentiende o se duerme y no nos atiende. Sin embargo, Él presta mucha atención porque es justo, y porque somos sus hijos. Pero quiere que le insistamos, que vayamos todos los días a llamar a su puerta. Sólo si no nos rendimos nos atenderá y nos concederá lo que le estamos pidiendo desde el fondo de nuestro corazón, como la viuda del Evangelio. El Papa Francisco, hablando de esta mujer que aparece en esta escena del Evangelio dice: «Aprendamos de la viuda del Evangelio a rezar siempre, sin cansarnos... Luchar, rezar siempre ¡Pero no para convencer al Señor a fuerza de palabras! ¡Él sabe mejor que nosotros qué necesitamos! Más bien la oración perseverante es expresión de la fe en un Dios que nos llama a combatir con Él, cada día, en cada momento, para vencer al mal con el bien. (20 de octubre de 2013).

Dios siempre escucha las plegarias de sus hijos, no se inhibe ante nuestros problemas porque es un Dios justo. La pregunta de Jesús en el Evangelio de hoy nos debe hacer reflexionar: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen que encontrará fe sobre la tierra?» ¿Qué significa realmente esta pregunta? ¿Resistirá el discípulo-misionero a las dificultades y obstáculos que el mundo le presenta o se dejará vencer por ellas? ¿Somos hombres y mujeres de fe que buscamos la justicia de Dios o solamente la justicia del mundo, que es diferente? Meditando este pasaje del Evangelio, debemos preguntar, necesariamente, cómo es nuestra vida de oración. Si es relevante para nosotros o no, si la dejamos por cualquier motivo o por simple pereza. Hay unas palabras de Santa Teresa de Calcuta que nos pueden ayudar a comprender mejor este evangelio: «Ama ora. Siente a menudo la necesidad de orar a lo largo del día. Deseamos mucho orar, pero después fracasamos. Entonces nos desanimamos y renunciamos. Si quieres orar mejor, debes orar más. Dios acepta el fracaso, pero no quiere el desánimo. Acordémonos de que el que quiere poder amar, debe poder orar». Está claro que, si queremos ser hombres y mujeres de oración debemos abrir nuestro corazón a la escucha de la Palabra, como María, la Madre de Dios, que guardaba y rumiaba la Palabra de Dios en su corazón y la ponía en práctica (Lc 2,19; Lc 8,19-21). ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 17 de noviembre de 2017

«EL BUEN FIN»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy empieza el «maratón» de ventas más importante del año en los comercios de México, el llamado «Buen Fin», una estrategia sensacional de un sistema económico que, si lo analizamos a detalle, es una maniobra un tanto inhumana e injusta, que atrapa bastantes vidas para cautivarlas al lucro, desangrando bolsillos y plásticos de cuanto banco y tienda departamental podamos imaginar, robando a muchas almas la capacidad de vivir dignamente una vida sencilla y gozosa con sentido en el «SER» y no en el «TENER». Hay gente que el año pasado compró en el «Buen Fin» armatostes, cachivaches y ajuares –casi todos innecesarios, aunque hay gente que sabe comprar bastante bien– a crédito por 18 meses; de tal manera que ahora que vuelvan a comprar, seguirán pagando lo del año pasado más lo de éste... porque el crédito se les empalmó. Pero, en fin, es la sociedad consumista en la que estamos inmersos y que a todos o casi a todos atrapa. Me parece muy ilustrativa la primera lectura de hoy, tomada, como en todos estos días, del libro de la Sabiduría (Sab 13,1-9), especialmente la parte que dice: «Si fascinados por la belleza de las cosas, pensaron que éstos eran dioses, sepan cuánto las aventaja el Señor de todas ellas».

Por su parte Jesús nos sigue hablando en el Evangelio sobre la llegada del fin de los tiempos y continúa dándonos pistas para preparar la venida del Reino (Lc 17,26-37). Ciertamente el tiempo de Dios no es como nuestro tiempo. Como en los días de Noé y de Lot, nosotros podemos vivir rutinariamente. Comer, beber, plantar, construir… ¡comprar! Caemos en la rutina, y nada más, incluso en el «Buen Fin», pues es cada año y hay que volver a comprar, aunque sea jazmines para el alma. No pierdan tiempo, no miren atrás, nos dice Jesús (Lc 17,31-32). Muchos tenemos la experiencia de que, dando, se recibe, pero hoy parece ser que todo se quiere comprar. La mecánica que sigue Jesús es al revés de la del mundo del comercio... Hay que dar la vida «gratis» para ganar el Reino, que ese sí que será un «Buen Fin». Por eso el Señor nos recuerda que debemos estar vigilantes. Como decían las abuelas de antes: ¡Dios nos agarre confesados! Y la única forma –lo sabemos– es vivir como Dios manda, teniendo a Jesús como centro de nuestras vidas. 

Lo que da seguridad a nuestras vidas no es el cúmulo de artilugios, bártulos y parafernalias que el mundo nos hace necesitar. Lo que da seguridad, no es tampoco saber la hora del fin del mundo y no querer hacer nada por transformar nuestra sociedad; sino la certeza de la presencia de la Palabra de Jesús que ilumina nuestras vidas y les da sentido. «El mundo pasará, pero la Palabra de Dios no pasará jamás» (Cf. Is 40,7-8). La rutina puede envolvernos de tal forma que no conseguimos pensar en otra cosa, en nada más que consumir. Y el consumismo contribuye a aumentar en muchos de nosotros esta total desatención a la dimensión más profunda de la vida. Dejamos entrar la polilla en la viga de la fe que sustenta el tejado de nuestra existencia. Cuando llegue un temblor y derribe el techo, muchos le echarán la culpa a la compañía que construyó diciendo: «¡Qué mal servicio!» fue por comprar la casa en el «Buen Fin»... cuando en realidad, la causa de la caída fue nuestra prolongada desatención. La alusión a la destrucción de Sodoma como figura de lo que va a suceder al final de los tiempos, es una alusión a la destrucción de Jerusalén de parte de los romanos en el año 70 dC (cf Mc 13,14) y también a la destrucción de nuestras vidas si no cimentamos nuestras vidas en el «SER» y nos quedamos solamente con el «TENER» como decía la beata María Inés. Yo creo que José y María compraban, no sé si habría allá un «Buen Fin» en los comercios de Nazareth; pero lo que sí sé, es que, con la mirada en el cielo y los pies bien puestos en la tierra, María velaría de tener lo necesario y lo que valiera la pena para la casa y José para la carpintería... ¡Qué tengan un «Buen Fin».

Padre Alfredo.

jueves, 16 de noviembre de 2017

«Un “YA” pero “TODAVÍA NO”»... Un pequeño pensamiento para hoy


La inquietud sobre el día del fin del mundo la conozco desde que tuve uso de razón. Recuerdo que de pequeño escuchaba que nuestros hermanos Testigos de Jehová decían que en 1974 se iba a acabar el mundo. Pero eso no era una novedad, los fariseos del tiempo de Jesús ya tenían esa turbación en sus vidas. Es que ellos esperaban un Mesías triunfante, que restableciera el antiguo esplendor de Israel y Jesús, desde el comienzo, decía que su Reino no era de este mundo. El Reino es algo más espiritual, invisible, pero presente desde el momento en que Jesús se encarnó. Como nos enseñaba el padre José Antonio Muguerza en la clase de Liturgia cuando era seminarista: «Un “YA” pero “TODAVÍA NO”» (Lc 17,21). Es que el Reino, si nos hemos dejado alcanzar por Jesús, está ya dentro de nosotros. Y por eso no debemos ponernos nerviosos, pensando en la llegada del último día. Lo importante es centrarse en el «aquí y ahora» y estar preparados como discípulos-misioneros. Este es el tema del Evangelio de hoy (Lc 17,20-25) y de los próximos días en que la liturgia nos hablará de la llegada del fin de los tiempos.

El Reino de Dios ya está entre nosotros pues, pero no completamente. Está entre nosotros porque Jesús ya ha venido a la tierra y nos ha dejado su presencia. Pero todavía falta algo. Es necesario que el Reino llegue al corazón de cada hombre. Sólo entonces podremos decir que ya ha llegado en toda su plenitud. Y esa llegada de la plenitud Reino no depende de los pronósticos que se hagan por las guerras, terremotos o situaciones de cambio social que se presenten... ¡estos han existido siempre!, sino que es algo mucho más sutil, menos notorio. Es un gobierno sobre los corazones, cuya ley es la caridad y Cristo es el soberano. Pero, una cosa si es cierta, antes de la llegada de ese Reino está la presencia de la Cruz (Lc 17,25). «Así será la venida del Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser rechazado por los hombres de esta generación». La Cruz siempre nos acompañará como «expresión de la sabiduría y del poder de Dios (1Cor 1,23). El camino para la Gloria, cuando se completará el gozo que el Reino nos trae, tiene que pasar necesariamente por la cruz. La vida de Jesús es nuestro canon, es la norma canónica para todos nosotros, no hay otra manera de alcanzar esta plenitud.

Creer en Jesús y en Su Reino es lo que a nosotros nos toca. Pero este no es un asunto racional, al que llegaremos por el convencimiento basado en el método científico. Es cuestión de Fe. Para esto es preciso dejarse alcanzar por Jesús, oírle, dejar que su Palabra penetre en nuestras vidas; amarle y hacerle amar. Si pretendemos desentrañar y demostrar científicamente que esto es lo que debemos hacer, nos perderemos en disquisiciones. Solo abrazando la Cruz y poniéndonos en manos de Dios nuestro testimonio de vida podrá ser tan claro y diáfano —«como el relámpago que atraviesa e ilumina todo el cielo de extremo a extremo» (Lc 17,24)—que hable de la llegada del Reino a los demás demostrando que Dios es el centro de nuestras vidas, de nuestra historia y del universo entero. Y todo lo que tenemos que hacer para mostrar que el Reino ya está entre nosotros es amar: amar a Dios por sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mc 12,30-31). Una ley que parece adversa a la del mundo actual que se empeña en propiciar la defensa egoísta de nuestro bienestar, de nuestro prestigio, de nuestro poder, de nuestra comodidad y de nuestras riquezas. El seguimiento de Jesús exige el amar como María, en cuyo corazón el Reino se empezó a establecer cuando pronunció su «Sí» a los planes de Dios. Su reino es el Reino de Cristo, un reino de amor porque de su eximia caridad nos ama con corazón maternal como hijos suyos y hermanos de su Hijo (cfr. 1 Cor 13,8). ¡Bendecido Jueves rogando a Jesús Eucaristía que «Venga a nosotros su Reino»!

Padre Alfredo.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

«Estallar en un himno de amor y agradecimiento»... Un pequeño pensamiento para hoy


Y Jesús sigue de camino a Jerusalén... Ya varias veces he mencionado que casi una tercera parte del evangelio de san Lucas va mostrando el camino de Jesús hacia Jerusalén para encontrarse con el signo final de su amor por nosotros, la muerte y su resurrección. He dicho también que de camino, Jesús nos va dejando señales, milagros y enseñanzas. Hoy el evangelista nos remite a una curación milagrosa de unos leprosos (Lc 17,11-19). La lepra sigue siendo aún una enfermedad terrible. En tiempos de Jesús, la persona afectada era proscrita, es decir apartada de todos, recluida con otros leprosos que portaban al cuello una campana para avisar que no se les acercaran porque eran impuros, mientras gritaban: «¡Apártense de mí porque soy un leproso!»… Una verdadera exclusión social. Pero Jesús presta atención a todos y escucha la súplica de diez de ellos que le dicen: «¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!» (Lc 17,13) y toma la determinación de hablarles y regalarles la curación no de inmediato sino de camino al encuentro de los sacerdotes a quienes los envía (Lc 17,14). 

Aquellos pobres hombres confían en Jesús y captan que deben ir donde el sacerdote como si ya estuvieran curados, porque era el sacerdote quien debía verificar la curación y dar el atestado de pureza (Lv 14,1-32). Pero, en realidad, el cuerpo de aquellos diez seguía cubierto de lepra. Sin embargo, ellos creen en la palabra de Jesús y van donde el sacerdote. Y resulta que mientras van de camino, se realiza la curación y quedan purificados. Ellos tenían que creer en la palabra de Jesús. Para nueve de ellos fue suficiente saberse curados y así, volvieron a sus vidas ordinarias. Pero hubo uno que sintió una llamada más fuerte, una resonancia interior de aquella voz de Jesús que quedó grabada en su corazón y le empujó a ser agradecido. Podemos decir que, además de la curación física, a este hombre le llego la curación espiritual, la más grande. Obtener la pureza significó para aquel pobre hombre un regalo inmenso. La cosa es que aquel que se arrojó los pies de Jesús no fue uno de los judíos, sino un extranjero, un samaritano (Lc 17,16). Reconoció en Él a su salvador. Tuvo fe, y su fe le salvó. Cristo le dio la vida eterna, la salud, la salvación para siempre.

La gratitud y la gratuidad no forman parte del vocabulario de muchas de las personas de nuestro tiempo, y muchos de ellos se presentan como «católicos». En la parábola del evangelio de ayer, Jesús había formulado la pregunta sobre la gratitud: «¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido con el siervo, porque éste cumplió con su obligación?» (Lc 17,9) Y la respuesta era: ¡No! Este samaritano que vuelve para agradecer la curación representa a las personas que tienen la conciencia clara de que nosotros, los seres humanos, no tenemos mérito, ni crédito ante Dios. Todo es gracia, empezando por el don de la vida. Hay que pedirle mucho a Dios que tenga compasión de nosotros como la tuvo de aquellos diez leprosos. Hay que pedirle que nos sane, por fuera y, sobre todo, por dentro como aquel que le dio las gracias. Y cada vez que sintamos su misericordia, darle gracias por haberle encontrado, porque nos ha hablado, porque nos ha redimido. Si recurrimos a María y le pedimos que nos ayude a ser agradecidos, Ella con gusto nos remitirá a ver todas las maravillas que el Señor ha hecho en nosotros como lo hizo en ella (Lc 1,49). La beata María Inés, dirigiéndose a Jesús le dice: «Señor, tus misericordias llenan mi vida entera: tus misericordias llenan mi alma de gratitud, tus misericordias hacen que estalle en un himno de amor y agradecimiento». ¿Por qué no estallamos como ella nosotros también? ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 14 de noviembre de 2017

«EL VERDADERO SERVICIO»... Un pequeño pensamiento para hoy


En el Evangelio de San Lucas, hay veces que uno se topa con textos contrastantes, como el de hoy que habla del siervo que sirve a su señor (Lc 17,7-10) y que contrasta con aquel otro que dice: «Dichosos los siervos que el señor encuentra en vela cuando llega; en verdad les digo que se ceñirá, y los sentará a la mesa, y se prestará a servirlos» (Lc 12,37). ¿Es el siervo el que sirve al señor o es que el señor debe atender al siervo? En todo caso el que sirve y el que es servido... es siempre Cristo. En el primer texto, Jesús está hablando del presente. En el segundo, Él nos habla del futuro. Este contraste es una manera muy especial de enseñarnos que se gana la vida aquel eterna aquel que está dispuesto a perder su vida terrenal por amor a Jesús y al Evangelio (Mt 10,39; 16,25). Todo aquel que sirve a Dios en esta vida, será servido por Dios en la vida futura. La parábola quiere enseñarnos que nuestra vida debe caracterizarse por la actitud de servicio de la que el máximo exponente es el mismo Dios.

Jesús mismo nos pone el ejemplo de hacer vida este tema cuando dice: «El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). El servicio es un tema que le gusta mucho a San Lucas. El servicio representa la forma como los pobres del tiempo de Jesús, los «anawin», esperaban al Mesías, no como un Mesías glorioso, rey, sumo sacerdote, guerrillero o juez; sino como el Siervo de Yahvé, anunciado por Isaías (Is 42,1-9). A María, la madre de Jesús, se le presenta el ángel y ella le dice para dar su «sí»: «He aquí la sierva del Señor. ¡Hágase en mí según tu palabra!» (Lc 1,38). En Nazaret, Jesús se presenta como el Siervo descrito por Isaías (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). En el bautismo y en la transfiguración, Cristo fue confirmado por el Padre que cita las palabras dirigidas por Dios al Siervo (Lc 3,22; 9,35; Is 42,1). Jesús, el Dios servidor de todos nos enseña que el servicio es requisito esencial para todo aquel que quiera ser el primero: «Quien quiere ser el primero, que se haga siervo de todos» (Mt 20,27). «¡Siervos inútiles!» (Lc 17,10) es, definitivamente, la definición del discípulo-misionero. San Pablo habla de esto a los miembros de la comunidad de Corinto cuando escribe: «Yo planté, Apolo regó; pero quien dio el crecimiento fue Dios. Ni el que planta, ni el que riega es algo, sino Dios que da el crecimiento» (1Cor 3,6-7). Pablo y Apolo no son que instrumentos, «servidores». Lo que vale es Dios, ¡y sólo El! (1Cor 3,7).

Es curioso que en las cosas que «tenemos que hacer porque es lo que nos toca» tendemos a sentirnos héroes porque las hemos cumplido. Hay quien se siente «héroe de la Liga de la Justicia» porque llega puntual al trabajo o porque respeta las reglas del gimnasio en el que está. Los niños creen que se merecen un premio por cumplir con sus deberes escolares... ¡Sólo estamos haciendo lo que debíamos hacer! También como discípulos-misioneros se nos presenta esta tentación. Aunque no lo expresamos, llegamos a creer que nosotros le hacemos un favor a Dios cuando rezamos, cuando ayudamos en la Misa dominical, o cuando cumplimos los Mandamientos. Cristo nos ofrece este mensaje para prevenirnos de esta actitud, con la que nos olvidamos de que Él nos ha dado infinitamente más de lo que nosotros podemos ofrecerle. Si hacemos lo que tenemos que hacer, al final de nuestro servicio de amor a Dios y a los hermanos en esta tierra, el Buen Jesús saldrá a nuestro encuentro y nos dirá: «Vengan, benditos de mi Padre...» (Mt 25,34). Y nos sentaremos con Él a gozar del banquete eterno. ¡Que tengas un martes lleno de la bendición del Señor, con la mirada puesta en la humilde sierva del Señor y buscando la oportunidad valiosa de servir a Dios y a los hermanos!

Padre Alfredo.

lunes, 13 de noviembre de 2017

«Auméntanos la fe»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Auméntanos la fe», es la súplica de los Apóstoles en el Evangelio que la liturgia de hoy nos invita a meditar (Lc 17,1-6) y que bien nos viene en tiempos como los que vivimos. Al leer este pasaje me vino, por supuesto, la idea de unirme a ese clamor de los discípulos y pedir más fe, esa fe que la Sagrada Escritura muestra y nos la describe de mil maneras. La Sagrada Escritura nos dice que por ella vivimos y sobre ella somos edificados (Hab 2,4; Jds 20), que por medio de ella recibimos al Señor y andamos en sus caminos (Col 2,6), que sin ella es imposible agradar a Dios (Hb 11,6), que por ella nos podemos presentar justificados (por la reconciliación en el sacramento) delante de Dios (Rm 5,1), que es nuestro escudo contra Satanás (Ef 6,16; 1 Ped 5,9), que por medio de ella conocemos la gracia de Dios y alcanzamos la salvación (Ef 2,8), que por ella servimos a Dios y hacemos buenas obras (St 2,17; Ef 2,10), que por ella alcanzamos las promesas de Dios (St 1,5-6; Hb 11,33) y que por ella vencemos al mundo (1 Jn 5,4).

Unido al ruego de los Apóstoles yo también pido al Señor ¡Auméntame la fe! ¡Auméntamela, Señor, que buena falta me hace! Estoy convencido de que, entre más clame al Señor en la oración y en la vivencia profunda de la celebración de la Eucaristía, más conoceré al dador de esta fe y más se relacionaré con él que es quien fortalece mi débil, enclenque, pero certera fe. Me cala hondamente escuchar que el Señor dice: «Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decirle a ese árbol frondoso: “arráncate de raíz y plántate en el mar” y los obedecería» (Lc 17,6). Sí, me cala porque sé que solo con mucha fe en Dios es posible llegar hasta el punto de tener un amor tan grande que nos haga capaces de darlo todo sin esperar nada a cambio. Humanamente hablando, a los ojos del mundo, amar así es una locura y un escándalo, pero para el que tiene fe esta actitud debe ser expresión de la sabiduría divina que nos ama infinitamente. Decía san Pablo: «Mientras que nosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos» (1Cor 1,23).

Vuelvo a la súplica de los apóstoles de que les aumente la fe, y veo también que Jesús contesta con una «fe milagrosa», una fe que es capaz de arrancar árboles y plantarlos en el mar. El Señor vuelve a utilizar ese lenguaje que exagera, la hipérbole que consiste en exagerar lo que se dice hasta darle una dimensión increíble. Si leemos atentamente el contexto de este pasaje, descubriremos que lo que Jesús está proponiendo no es ver y entender la fe de una manera «mágica» con «poderes sobrenaturales», sino abrazar y vivir la fe en lo ordinario, en lo pequeño, en lo cotidiano de la vida. La comunidad de discípulos-misioneros, en oración con María, la Madre del Señor, tiene que recibir la fe como el grano de mostaza, que es pequeña, pero capaz de transmitir vida. La comunidad de creyentes tiene que abrazar esta manera de vivir la fe precisamente como María, que no busca grandeza ni poder, sino germinar en el corazón la confianza en que los planes del Señor son los correctos. Por eso la Sagrada Escritura nos dice que María guardaba muchas cosas en el corazón para meditarlas (Lc 2,19). La fe que el Señor requiere, como condición para seguirle, para amarle y hacerle amar, no es realizar cosas extraordinarias, sino más bien abrazar lo ordinario y cotidiano de la vida, san Lucas nos presenta la fe vivida, una fe auténtica que la Iglesia primitiva irá viviendo como algo que distingue a los verdaderos hombres y mujeres de fe, de los falsos hermanos (1 Tim 4,1). Esta es la fe que necesitamos para ser parte de la familia de Jesús. No se requiere una fe asombrosa o mágica, sino una fe simple, sencilla y atenta a la voluntad de Dios... ¡Tengan, pues, cuidado! (Lc 17,3).

Padre Alfredo.

domingo, 12 de noviembre de 2017

«Con la lámpara encendida»... Un pequeño pensamiento para hoy

Ayer y antier tuve la dicha de estar en el hermoso puerto de Veracruz en una visita relámpago a una parte de mi familia de sangre que vive allá, gozando de la alegría y bendición de bautizar a Valentina en Santa Rita de Casia junto al deleite de celebrar la Eucaristía en la Inmaculada Concepción y San Judas Tadeo con algunos de los familiares y amigos muy queridos de esas tierras del café delicioso y el cielo azulado que grita —porque no lo puede contener— que hay un Dios Creador que nos ha dado cosas hermosas en esta naturaleza como ese fastuoso atardecer desde la terraza de la casa de mis primos Letty y Ramón. Desde anoche he vuelto a la realidad de esta Ciudad de México —hermosa y deslucida a la vez— en cuya vida diaria contrasta la infinidad de formas y maneras de ver la vida con su lindura y su monstruosidad y en donde el Evangelio de este domingo me esperaba para recordarme que la belleza o la fealdad de este mundo es solamente algo pasajero que pronto, muy pronto pasará; tan pronto como los 23 años de ordenado que el padre Arturo Torres celebra hoy... ¡Aún recuerdo con gozo aquel día aquí mismo en CDMEX! ¿A poco no, padre Arturo, han pasado volando?

Hoy Jesús vuelve a usar una parábola para hablarnos del Reino de los cielos. Él habla en parábolas para que los que quieran entender, entiendan. Esta vez, compara el Reino de los cielos con diez mujeres vírgenes, cinco necias y cinco prudentes. Les señala a sus discípulos que el que espera la llegada del Reino debe imitar a las vírgenes prudentes con sus lámparas encendidas esperando la llegada del novio que celebrará sus bodas (Mt 25,1-13). Pero... ¿qué quiere decirnos a nosotros esta parábola? Cristo quiere recordarnos que, en medio de la realidad que nos toque vivir, ya sea en un espacio espléndido o feote, en un ambiente precioso o deschistado, en medio de la jungla de la humeada ciudad o junto a las melódicas olas del mar, debemos vivir siempre preparados para encontrarnos con Dios cuando tengamos que comparecer ante él, en cualquier momento que nos llame. Y como no sabemos cuándo nos va a convocar, debemos vivir amando, preparados, listos... es decir, esperándole siempre, durante toda nuestra vida en el lugar en donde la Providencia nos va poniendo a cada momento. El Evangelio de hoy, entre tantas enseñanzas que puede contener una parábola de la del calibre de «Las vírgenes prudentes» me deja una lección que considero muy valiosa: «¡Vive cada instante como si fuera el único momento de tu existencia!».  

Hay hombres y mujeres que viven posponiendo la alegría o los compromisos para mañana, gente que a veces está muy segura de que va a disponer de tiempo para hacer las cosas, personas que esperan el mañana para reconciliarse con su hermano, visitar al enfermo, devolver lo que saben que no es suyo, dejar de beber en exceso, comenzar la dieta que marcó el médico, empezar a ser honestos en el o empezar a preocuparse de los suyos. ¡Cuántos se olvidan de que el mañana es aquello de lo que ciertamente no estaremos seguros nunca! Lo que tenemos en este mundo como seguro —mientras el Señor nos llama a regresar a la casa Paterna—es el ahora, el presente y nada más. ¿Hay alguien que sepa con seguridad que mañana va a estar vivo? ¿No será mejor comenzar a hacer hoy todas esas cosas? Así, en caso de que no dispongamos de mañana, al menos habremos comenzado. La Iglesia, como novia del Señor, vive ansiosa y gozosa, sufriente y en medio de pruebas, reanimando las lámparas de tantos miles y miles de cristianos que pertenecen y alimentan su fe en Cristo dentro de ella. La antorcha de la fe seguirá viva si le pedimos a María que aleje de nosotros toda clase de «apagaluces» que pretenden erigirse en fuegos de artificio que intentan apagar la esperanza de una vida eterna y quieren ocultar la grandeza de cada momento que no se volverá a repetir. Seguimos esperando al Señor, manteniendo vivas nuestras lámparas con el aceite de la caridad. Si vivimos la Eucaristía, cada domingo, entendemos que hemos de consagrar todas nuestras energías para formar parte del banquete celestial, seguros de que, si preparamos tantos momentos en nuestra vida (bodas, viajes, empresas, trabajos, comidas) podemos a dedicar ilusión y esfuerzo en preparar ese encuentro de tú a tú con Dios. Creatividad, oración, empeño, ilusión, constancia, gusto y perseverancia, son ingredientes de un buen aceite para la lámpara de nuestra fe y los hay para nosotros en Misa. ¡Bendecido domingo!

Padre Alfredo.

sábado, 11 de noviembre de 2017

«No se puede servir a Dios y al dinero»... Un pequeño pensamiento para hoy


¡Con cuánta claridad habla Jesús muchas veces y que lejos de muchos corazones el entender sus palabras! Así sucede este sábado: «¡No pueden ustedes servir a Dios y al dinero!» (Lc 16,9-15). No se puede vivir consumiendo egoístamente toda clase de bienes y pretender, al mismo tiempo, ser fieles a un Dios que pide amor, desprendimiento y solidaridad. La meta de la vida de todo discípulo-misionero de Jesucristo, es que sus caminos coincidan con los de Dios, que aquello que se busca en la vida sea lo que a Dios le agrada: el cumplimiento de su voluntad, la salvación de las almas, la extensión de su Reino, etc. San Lucas nos da, en el mensaje de Cristo, una guía práctica para hacer uso del dinero. Dios ama al que da con alegría (2 Cor 9,7), al que comparte sin lamentarse, al que da sin distinciones ni pesar, al que brinda ayuda sin pensar que hace una inversión a su favor. Los bienes hay que usarlos con los criterios de la misericordia, de la bondad, de la caridad y de la justicia. ¡Hay tanto por hacer en este mundo que lo que necesitamos son bienes para hacerlo! Pero... ¿Qué hacemos con los bienes que Dios nos permite tener? ¿Cómo distribuimos el dinero que llega a nuestras manos?

Un estudio realizado por una ONG ecologista «WWF», junto con la organización «Global Footprint Network», aprovechando la celebración del llamado «Día de la Sobrecapacidad de la Tierra» reveló a la ONU que la población mundial consume más recursos naturales de los que la tierra puede regenerar en todo el año, por lo que está agotado el «presupuesto ecológico anual» con el que cuenta el planeta, antes de tiempo. «Estamos viviendo a costa de los recursos naturales de las futuras generaciones», han expresado. A raíz de esto, la ONU ha revelado que, en los siete primeros meses de 2017, se consumió el presupuesto para todo el año. Según sus cálculos, el consumo de la humanidad excede el 70% de los recursos disponibles. Es decir, se necesita el equivalente de 1.7 planetas para satisfacer las necesidades humanas de hoy. «La Tierra clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable», dice el Papa Francisco en su encíclica «Laudato Sí’». Y los estudios científicos que les comparto le dan la razón, y es que la humanidad «vive a crédito». Es decir, hemos «consumido» todos los recursos naturales que el planeta puede producir en un año y estamos endeudados. Pero... ¿Qué hemos dado?

Todo esto revela —a mi juicio— que Jesús tiene muchísima razón en lo que dice en el Evangelio del día de hoy en este pasaje que es una mezcla de diferentes aspectos de la vida, pero con el énfasis puesto en la calidad de la vida que vivimos. Fácilmente podemos perder el verdadero valor de nuestras vidas si nos enredamos en el aquí y ahora de nuestra vida diaria, queriendo servir al mismo tiempo a Dios y al dinero, sin dar el primer lugar a Dios. Y aquí la palabra «dinero» puede ser entendida literalmente, pero también se le puede dar un significado metafórico que exprese todo lo que distrae del cuidado de los bienes que Dios ha dado a nuestro mundo «la casa común» y el despilfarro de tantos y tantos recursos que se hacen entonces «líquidos», como dice el sociólogo Zigmunt Bauman. Desde el punto de vista de Jesús, el «dinero» es para compartir y para ayudar a dar dignidad al hombre y su entorno, no para acabarse todo en un consumismo galopante. Los recursos se deben usar para hacerse amigos a los pobres, a los marginados, a los necesitados, a los solos, a los tristes, a los deprimidos... Si cada discípulo-misionero de Cristo, al encontrarse con alguien menos afortunado que él o ella, mantiene el propósito firme de compartir algo y no despilfarrar, el mundo de mañana será un mejor lugar en donde los recursos alcancen porque todo se aprovecha para el bien. Permitamos al Espíritu Santo que nos guíe en el uso de nuestros recursos materiales y pidamos a la Santísima Virgen María que ella, que se encaminó «presurosa» a compartir de lo suyo, interceda y nos ayude. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.