La única deuda que como cristianos debemos tener –dice san Pablo– es el amor: «Hermanos: No tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo, porque el que ama al prójimo, ha cumplido ya toda la ley» (Rm 13,8). Y, ante esto, para captar la esencia de este tema, hoy volvemos a encontrar en el mensaje de Cristo el mismo estilo que aparecía en el evangelio del domingo pasado. Cristo –lo mencionaba yo en la reflexión de ese día– recurre, para enseñar, al mismo lenguaje y estilo que muchos maestros de su época, que utilizaban frases con términos y expresiones «exageradas» para dejar algo muy en claro: «Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26). Así, queda claro que nuestra primera deuda, en materia del amor, es para con Dios, que nos ha dado todo, incluso a su propio Hijo que murió –y precisamente por amor– para salvarnos. El amor es esencial para ser un discípulo-misionero acreditado, porque no es lo mismo ser simplemente un escucha que lo busca, como mucha gente de su tiempo, que ser alguien comprometido con él y el plan que ha trazado en su Reino.
En el relato de hoy aparece, además de la anterior, otra condición indispensable para seguir a Cristo: «El que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,27). Para entender bien el alcance de esta segunda exigencia debemos mirar el contexto en que Lucas coloca esta palabra de Jesús. Jesús está yendo hacia Jerusalén donde será crucificado y morirá. Seguir a Jesús y llevar la cruz detrás de él significa ir con él hasta Jerusalén donde para ser crucificado como él hemos de dar la vida como él: amando. «A mí –dice Jesús– nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero» (Jn 10,18) y eso es amar. Esto evoca la actitud de los apóstoles y de aquellas mujeres que «habían seguido a Jesús y le habían servido desde cuando estaba en Galilea. Muchas otras estaban allí, pues había subido con Jesús a Jerusalén» (Mc 15,41). Evoca también la frase de Pablo en la carta a los Gálatas: «En cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). No hay otra forma de amar a Dios y a los hermanos.
Ser discípulo-misionero de Jesús amando, es todo un reto, una exigencia, una aventura en la que hemos de hipotecar la propia vida para hacerla donación y re-estrenarla cada día sin anteponer nada al mismo Cristo –como decía san Justino– ni a los intereses de su Reino. Eso implica una opción preferencial y determinante que la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento expresa muy bien: «¡Yo me ocuparé de tus intereses, y tú te ocuparas de los míos!» le propone a Jesús. Esta forma de amar supone asumir las condiciones y riesgos de los que advierte Jesús, para caminar con él amando a su estilo, siempre con disponibilidad a la comunidad, porque sus hermanos son mis hermanos. Así, el que ama en este estilo –vuelvo a pensar en lo que san Pablo nos dice– tiene más que cumplida la ley entera, y todo discípulo-misionero sabe muy bien que amar al estilo de Cristo no es ir solo más allá de lo mandado, o llegar a la plenitud de la justicia, sino darle a la existencia de cada uno en el día a día el estilo y la dimensión de un Dios misericordioso que solo sabe tratar a todos así: amando con una compasión y misericordia que son infinitas. ¡Feliz miércoles!
Padre Alfredo.
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