En el Evangelio de San Lucas, hay veces que uno se topa con textos contrastantes, como el de hoy que habla del siervo que sirve a su señor (Lc 17,7-10) y que contrasta con aquel otro que dice: «Dichosos los siervos que el señor encuentra en vela cuando llega; en verdad les digo que se ceñirá, y los sentará a la mesa, y se prestará a servirlos» (Lc 12,37). ¿Es el siervo el que sirve al señor o es que el señor debe atender al siervo? En todo caso el que sirve y el que es servido... es siempre Cristo. En el primer texto, Jesús está hablando del presente. En el segundo, Él nos habla del futuro. Este contraste es una manera muy especial de enseñarnos que se gana la vida aquel eterna aquel que está dispuesto a perder su vida terrenal por amor a Jesús y al Evangelio (Mt 10,39; 16,25). Todo aquel que sirve a Dios en esta vida, será servido por Dios en la vida futura. La parábola quiere enseñarnos que nuestra vida debe caracterizarse por la actitud de servicio de la que el máximo exponente es el mismo Dios.
Jesús mismo nos pone el ejemplo de hacer vida este tema cuando dice: «El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). El servicio es un tema que le gusta mucho a San Lucas. El servicio representa la forma como los pobres del tiempo de Jesús, los «anawin», esperaban al Mesías, no como un Mesías glorioso, rey, sumo sacerdote, guerrillero o juez; sino como el Siervo de Yahvé, anunciado por Isaías (Is 42,1-9). A María, la madre de Jesús, se le presenta el ángel y ella le dice para dar su «sí»: «He aquí la sierva del Señor. ¡Hágase en mí según tu palabra!» (Lc 1,38). En Nazaret, Jesús se presenta como el Siervo descrito por Isaías (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). En el bautismo y en la transfiguración, Cristo fue confirmado por el Padre que cita las palabras dirigidas por Dios al Siervo (Lc 3,22; 9,35; Is 42,1). Jesús, el Dios servidor de todos nos enseña que el servicio es requisito esencial para todo aquel que quiera ser el primero: «Quien quiere ser el primero, que se haga siervo de todos» (Mt 20,27). «¡Siervos inútiles!» (Lc 17,10) es, definitivamente, la definición del discípulo-misionero. San Pablo habla de esto a los miembros de la comunidad de Corinto cuando escribe: «Yo planté, Apolo regó; pero quien dio el crecimiento fue Dios. Ni el que planta, ni el que riega es algo, sino Dios que da el crecimiento» (1Cor 3,6-7). Pablo y Apolo no son que instrumentos, «servidores». Lo que vale es Dios, ¡y sólo El! (1Cor 3,7).
Es curioso que en las cosas que «tenemos que hacer porque es lo que nos toca» tendemos a sentirnos héroes porque las hemos cumplido. Hay quien se siente «héroe de la Liga de la Justicia» porque llega puntual al trabajo o porque respeta las reglas del gimnasio en el que está. Los niños creen que se merecen un premio por cumplir con sus deberes escolares... ¡Sólo estamos haciendo lo que debíamos hacer! También como discípulos-misioneros se nos presenta esta tentación. Aunque no lo expresamos, llegamos a creer que nosotros le hacemos un favor a Dios cuando rezamos, cuando ayudamos en la Misa dominical, o cuando cumplimos los Mandamientos. Cristo nos ofrece este mensaje para prevenirnos de esta actitud, con la que nos olvidamos de que Él nos ha dado infinitamente más de lo que nosotros podemos ofrecerle. Si hacemos lo que tenemos que hacer, al final de nuestro servicio de amor a Dios y a los hermanos en esta tierra, el Buen Jesús saldrá a nuestro encuentro y nos dirá: «Vengan, benditos de mi Padre...» (Mt 25,34). Y nos sentaremos con Él a gozar del banquete eterno. ¡Que tengas un martes lleno de la bendición del Señor, con la mirada puesta en la humilde sierva del Señor y buscando la oportunidad valiosa de servir a Dios y a los hermanos!
Padre Alfredo.
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