Celebrar a nuestros fieles difuntos es celebrar la esperanza de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1), destino definitivo del viaje que emprendemos desde esta tierra, cuando llegamos luego de haber empezado a existir como un pensamiento de Dios —como dice Madre Inés—. Ese cielo nuevo y esa tierra nueva es el espacio eterno «donde veremos al Señor cara a cara» (1 Cor 13,12). Yo creo que todos vamos haciendo nuestro acervo de nombres de quienes se nos han adelantado y van ya en ese camino avanzado, «el purgatorio», o han llegado ya al destino final, «el cielo». No es casualidad que, después de haber celebrado ayer la fiesta de «Todos los Santos», celebremos hoy a nuestros fieles difuntos. ¡Es que vamos de camino y anhelamos ser santos para llegar al cielo! Para orar por ellos, la liturgia de hoy propone tres esquemas diferentes para celebrar la Misa con diversas lecturas de la Sagrada Escritura, entre ellas los pasajes evangélicos de Mateo 25,31-46 sobre las obras de misericordia; el de Juan 6,51-58 sobre el Pan de Vida y la resurrección en el último día; y el pasaje de Lucas 23,44-46.50.52-53;24,1-6 sobre la resurrección de Jesucristo nuestro Señor.
Todos estos pasajes tienen que ver con la muerte y la vida eterna. Ciertamente que la muerte es una de las experiencias más radicales y más conmovedoras de nuestra vida humana. En nuestra cultura, cada vez más materialista, es frecuente ignorarla como realidad para más bien tomarla con un tono de broma para alejarla. La muerte, sin embargo, continúa siempre aquí no como una «calaverita», sino como una realidad de nuestra existencia que está en la vida y en la muerte, en las manos de Dios. Son las manos del Padre Dios las que siempre esperan al ser humano, también más allá de la muerte, que nunca es tampoco un castigo que Dios impone o una mala suerte que Dios permite. La muerte es un acontecimiento de nuestra existencia que se tiene que presentar como realidad de nuestro ser humano. Somos seres limitados, finitos, débiles. Con todo, santa Teresita del Niño Jesús, antes de morir exclamó: «No muero, entro en la vida». Es que cuando el discípulo-misionero se impregna de la vida de Jesucristo para vivir como él, queda convencido de que la vida no puede terminar nunca. Es una vida que brota del amor de Dios, y el amor no muere. Nuestro Dios es el Dios de la vida en el que tenemos vida eterna, vida que no termina (Juan 6,37-40). Cuando se está convencido de que «la vida no termina, solo se transforma», como dice uno de los prefacios de difuntos, uno no puede tener miedo a dejar la vida terrenal. Puede incluso entregarla libremente como Cristo. Darla incluso a favor de sus enemigos (Rm 5,5-11). Es ese gesto de amor el que nos da la certeza de que nuestra esperanza no nos engaña.
Nuestra esperanza no es sólo para un más allá, sino que nos da ya un anticipo de la verdadera vida, que es amor. Cuando amamos, estamos venciendo a la muerte y experimentando que la muerte no puede nada contra el que ama. Al celebrar este día a nuestros fieles difuntos, celebremos esa salvación en la que ya han entrado nuestros queridos difuntos llamados a estar con Dios, con María, con los santos. Darnos este jueves un espacio de tiempo para orar, nos permitirá relacionarnos con ellos y descubrirlos vivos y actuantes. Hoy, aunque no los veamos, están mucho más presentes que cuando vivían, pues no tienen las limitaciones del tiempo, del espacio, del cuerpo. Ahora con Cristo, son una presencia pura que irrumpe en nuestra existencia y transforma nuestra soledad y nuestra congoja. Que ellos intercedan ante el Señor, con María santísima, para que un día nos reunamos todos en la casa del Padre. Dales, Señor, el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua. Descansen en paz, así sea. Que las almas de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén.
Padre Alfredo.
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