La fiesta de «Todos los santos» nos ofrece la posibilidad de echar una ojeada al cielo y encontrarnos, en espíritu, con toda la multitud de los redimidos, todos aquellos que ya han perseverado en la primera etapa del establecimiento del Reino de los Cielos, que empieza aquí en la tierra y que nos motivan a seguir buscando el destino que nos espera también a nosotros que somos peregrinos en esta tierra. Hoy celebramos el triunfo de innumerables santos, conocidos y desconocidos, hombres y mujeres; niños, adolescentes, jóvenes y adultos que viven frente a Dios y son nuestros intercesores e impulsores de nuestra vida de fe. Hombres y mujeres de todos colores y sabores, de toda raza y nación. Discípulos-misioneros cuyas almas ya han sido llevadas al cielo (Ap 7,9) después de haber dado testimonio de su fe en Dios en su peregrinar por esta tierra. Pero no podemos olvidar, al mirar hacia el cielo y contemplarlos, que santos son también todos los que forman esa muchedumbre inmensa que reconoce en el corazón de cada uno que Dios es el que nos da la vida y le alaban y le dan gracias. Santos son también los que han pasado por las tribulaciones de la vida, los que han puesto su esperanza más allá de sus propias fuerzas y han dejado que sea el amor de Dios el que les salve. Santos somos todos los que vamos caminando en la esperanza de que Dios nos dará la vida y la dicha en plenitud.
Cuando uno ve el extenso y surtido catálogo de santos y beatos en la Iglesia, queda maravillado ante una multitud de almas que, mientras estuvieron en este mundo, no perdieron el tiempo teorizando. Gente que no se instaló en este mundo, sino que, como viajeros incansables, se fueron convirtiendo en especie de copias fieles de Cristo. No hay que olvidar que, mientras pasaron por el mundo, vivieron con las mismas posibilidades que tenemos nosotros para alcanzar la santidad: ¡Hacer vida las bienaventuranzas! Ellos, como nosotros, se alegraron de vivir el mensaje de las bienaventuranzas, las palabras más revolucionarias de Jesús. El Papa Emérito, reflexionando en este día expresaba hace algunos años: «No estamos solos; estamos rodeados por una gran nube de testigos: con ellos formamos el Cuerpo de Cristo, con ellos somos hijos de Dios, con ellos hemos sido santificados por el Espíritu Santo. ¡Alégrese el cielo y exulte la tierra! El glorioso ejército de los santos intercede por nosotros ante el Señor; nos acompaña en nuestro camino hacia el Reino y nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria en medio de sus santos» (1 de noviembre de 2006).
Llamados a ser santos como María y todos los que nos han precedido en este viaje, los pobres, los sufridos, los que lloran, los hambrientos, los que trabajan por la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz (cf. Mt 5,1-12) hemos de seguir buscando el anhelo del cielo para «ser santos, como nuestro Padre celestial es santo» (cf. Mt 5,48). Hoy celebramos la «dicha» de quienes, como Cristo, «han pasado por el mundo haciendo el bien» (cf. Hch 10,38) pero también celebramos la lucha de quienes en el hoy y ahora, buscamos eso mismo, pasar por el mundo haciendo el bien viviendo las bienaventuranzas en el diario andar. ¡Hoy celebramos nuestra fiesta! La fiesta de los discípulos-misioneros que buscan crecer en la sencillez y la humildad en esta especie de ensayo de lo que será la vida del cielo. Porque estamos llamados a ser «santos» y es nuestra fiesta, la fiesta de Todos los Santos que nos invita a celebrar que también nosotros, que somos peregrinos, podemos entender y descubrir nuestra manera de seguir a Cristo. ¡Feliz día a todos!
Padre Alfredo.
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