lunes, 30 de septiembre de 2019

«Un futuro mejor»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmo responsorial de la liturgia de la palabra del día de hoy, es la segunda parte del salmo 101 [102], un salmo lleno de esperanza en el que la reedificación de Sion (antiguo nombre de Jerusalén) señala una nueva era en la vida de Israel y de las naciones. Esta restauración de la ciudad santa, que el salmista contempla con esperanza, porque no ha llegado aún, será la manifestación de la gloria o poder de Dios, que ha aceptado la plegaria de los despojados, de los israelitas humillados y desterrados de su tierra. Este nuevo portento será recordado a las generaciones futuras y dará lugar a la formación o creación de un nuevo pueblo —el texto hebreo dice literalmente: «y un pueblo creado alabará...»— que estará vinculado permanentemente al Señor, al que sin cesar alabará. Es la perspectiva de «los cielos nuevos y la tierra nueva» de que se habla en Is 65,17. El autor del salmo piensa ya en el nuevo orden de cosas que traerá una transformación de la naturaleza y de los corazones. 

La perspectiva en la que, inspirado por Dios, el salmista compone este salmo, en el fondo es una configuración mesiánica, ya que el autor sagrado alude a la conversión de los pueblos paganos, que acudirán en masa a Jerusalén, conforme a los antiguos vaticinios. La restauración de Sion —precedida de la liberación de los cautivos — señalará la hora de la atracción de los gentiles para ser incorporados a la nueva manera en la que Dios gobernará a su pueblo. En la ciudad santa encontrarán los siervos de Yahvé su morada propia y permanente, y su descendencia gozará de la protección divina, sin miedo a ser expulsados de su sagrado recinto. Al leer este salmo, al cantarlo en la liturgia, nuestro acto de lectura debería permitirnos recuperar esa esperanza, más aún, hacer nuestra la experiencia de vida que suscitó al salmista a esperar un futuro mejor, un futuro que estará en manos de Dios para bien de todos. Para reedificar lo que se ha venido abajo, para volver a construir lo que se había destruido, para reedificar lo que se había derrumbado, el mundo nos insiste en el poder, el status, la sabiduría humana, las apariencias, etc., nuestro Dios cambia esos criterios y a través del autor del salmo 101 [102] nos invita a orar llenos de esperanza con la sencillez de un niño pequeño que confía todo a la certeza de que su padre no lo abandonará. 

Por eso, en el Evangelio de hoy (Lc 9, 46-50), Jesús presenta un niño, que en la comunidad judaica no tenía ningún valor, era el elemento más pequeño en la escala social, que necesita de todos en todos los sentidos, el más indefenso, y afirma que para él será verdaderamente grande quien se siente necesitado como un niño y se deja amar y abrazar por él. Será también grande quien es capaz de renunciar a los «privilegios» que pueda tener, con el fin de servir a los necesitados, a los que no tienen voz, a los marginados, a los que son como niños en la comunidad y esperan un futuro mejor. Queda así claro cuáles son las preferencias de nuestro Dios y por lo tanto cuáles deben ser las preferencias de los discípulos–misioneros de hoy y de siempre. María Santísima es siempre la mujer de la esperanza, ella, a pesar de que no siempre comprendía todo lo que estaba por suceder, se nos muestra como una mujer llena de esperanza, anhelando siempre, llena de confianza, el momento de Dios desde el «Hágase en mí, según tu Palabra». ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 29 de septiembre de 2019

«Pobres de los que están sumidos en su egoísmo»... Un pequeño pensamiento para hoy


Desde los primeros siglos del cristianismo, la acción a favor de los pobres fue una característica de la Iglesia, diferenciada de la mentalidad pagana que consideraba la pobreza y el abandono de los necesitados como una ley fatal de la naturaleza. A la sombra de la Iglesia, fueron naciendo y se desarrollaron una multitud de instituciones de beneficencia, porque fue la Iglesia la que fue marcando tendencia en el tema de las obras de misericordia. Un ejemplo de ellos es que, mientras en el mundo antiguo griego y romano era usual abandonar a la muerte a los niños no deseados, la Iglesia estimuló la creación de los primeros orfanatos. Desde aquellos años, los católicos han llevado a cabo multitud de iniciativas ante las grandes catástrofes naturales, las víctimas de las guerras o de cara a la promoción y desarrollo de los pueblos, y también actividades más locales para atender los problemas de sus comunidades: desempleados, inmigrantes, drogodependientes, enfermos de sida y todos los que la sociedad considera como descartados. Hoy el salmista (Salmo 145) nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal siempre necesitado de los demás para crecer y desarrollarse. El hombre —repite a menudo la Biblia— es como un edificio que se resquebraja (cf. Ecl 12,1-7), como una telaraña que el viento puede romper (cf. Jb 8,14), como un hilo de hierba, verde por la mañana y seco por la tarde (cf. Sal 89,5-6; 102,15-16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a convertirse en polvo: «Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen sus planes» (Sal 145,4). 

El autor de este salmo sabe que Dios es el creador del cielo y de la tierra; que es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo y que es Él es quien hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trasiega el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres desde el vientre materno y de edad en edad. El confort excesivo, que la sociedad de hoy ofrece a muchos, a costa de pagar y pagar por años sin término, los productos que se adquieren, le quita al hombre la visión que el salmista nos presenta al hablar de la confianza puesta en Dios. Y eso es algo que no es solamente de nuestros tiempos, pues hoy el Evangelio nos ofrece el pasaje del rico epulón (Lc 16,19-31). El que se deja embaucar por el confort exagerado que da el tener de más sin compartir, acaba convirtiendo al poseedor de este confort en un hombre inútil, débil, un ser derrotado antes de la lucha. Si no hay esfuerzo, no hay fortaleza interior. Y sin fortaleza el hombre no puede realizarse, salvarse a sí mismo. El que no pone empeño en la caridad, acabará prematuramente sumergido en la muerte, así sea por asuntos de dinero o de otras cosas más que saturan de egoísmo el corazón. Ayer comentaba algo sobre los hechos sucedidos en la Ciudad de México durante la marcha de protesta de un grupo de mujeres abortistas y decía que si ese grupo de mujeres que protestaban, no aman la vida de un bebé recién concebido en el seno materno, no amarán ni su propia vida ni la de los demás.

Eso es lo que pasó al rico epulón —viene del latín epulo, epulōnis: el glotón, el que come mucho y se regala mucho, el que se concede a sí mismo demasiado— Muchos de los hombres y mujeres de ayer y de hoy, enfrascados en la visión de alcanzar el confort que ofrece lo material, se quedan tan sumidos en su egoísmo, que no ven, ni quieren ver, la miseria que rodea su aparente grandeza y se quedan ciegos ante el valor de la vida, del pobre, del necesitado, del descartado, del no nacido. Nunca el ser humano, ha tenido tanto y nunca, como hoy, —como afirman muchas estadísticas— y nunca, como hoy muchas personas que aparentemente lo tienen todo, viven sumergidas en el desencanto, la ansiedad, la depresión o recurren a otras salidas porque, la vida, se les hace insípida, dura, inmisericorde, tremendamente pesada. ¿Qué puede haber en el corazón de un hombre o una mujer que no defiende al no nacido? ¿Qué puede haber en la mente de aquel que ni siquiera voltea a ver al necesitado? ¿Qué puede haber en el hombre y la mujer que han sacado a Dios de sus vidas? El celebérrimo escritor y poeta español Pedro Calderón de la Barca (1600- 1681) tiene un poema muy corto que quiero compartir para terminar este rato de reflexión: «Cuentan de un sabio, que un día tan pobre y mísero estaba, que sólo se sustentaba de unas yerbas que cogía. «Habrá otro», entre sí decía, «¿más pobre y triste que yo?» Y cuando el rostro volvió, halló la respuesta, viendo que iba otro sabio cogiendo las hojas que él arrojó». Un día nos tocará presentarnos ante Dios, ojalá lleguemos a encontrarnos con esa visión y confianza que el autor del salmo 145 tiene, y que María, la Madre de Dios, nos ayude a dirigir la mirada a donde debe irse, al corazón del hermano, especialmente el más necesitado. ¡Bendecido domingo!

Padre Alfredo. 

sábado, 28 de septiembre de 2019

ANTE LOS HECHOS POR LA PROTESTA DE LAS MUJERES PROMOTORAS DEL ABORTO FUERA DE DIVERSOS TEMPLOS CATÓLICOS DE CIUDAD DE MÉXICO...


En medio de su manifestación para promover la legalización del aborto este 28 de septiembre en la Ciudad de México, violentas feministas a favor del aborto, vandalizaron con pintas el exterior del cerco de la Catedral Metropolitana e intentaron incendiarla. 

Claro está, si estas son mujeres que no aman la vida de un bebé recién concebido en el seno materno, no amarán ni su propia vida ni la de los demás. Me parece terrible esta exhibición de tanta falta de amor, hacia el prójimo y hacia ellas mismas y, como se cuestionaba alguien: ¿Qué clase de mamás serían estas mujeres? Seguramente han olvidado ya, perdidas en estrafalarias ideas que van y vienen en este mundo de confusión, que sus madres les dieron a ellas la oportunidad de vivir. Pobres mujeres, cuantas heridas tendrán y no necesariamente en su cuerpo sino en su alma.

Por fortuna, desde algunas horas previas al hecho, un grupo de católicos, se congregó delante de las puertas frontales del templo en el Centro Histórico de Ciudad de México. Gracias a la valentía de muchos laicos católicos comprometidos, entre ellos algunos hermanos Vanclaristas y miembros de Familia Eucarística, se pudieron resguardar y defender los templos, el Gobierno se dio cuenta de que con los templos católicos no se juega y enviaron la fuerza pública para defender Catedral y otros Templos del Centro Histórico de la Capital Mexicana. Los bomberos actuaron con rapidez para evitar que el fuego se propagara y la policía se hizo presente para evitar mayores agresiones de los promotores del aborto contra la Catedral.

Desde la mañana del día de hoy, un buen grupo de fieles se congregaron como muro humano frente a la iglesia de San Francisco y el Templo Expiatorio Nacional de San Felipe de Jesús evitaron que un colectivo feminista los vandalizara. Los católicos y los miembros de otras denominaciones cristianas, sabemos que la práctica del aborto no soluciona la violencia sexual contra mujeres y sólo promueve la llamada: "cultura de la muerte” al atentar contra cientos de miles de vidas inocentes.

Como sacerdote y misionero católico les invito a que nos sumemos a la garantía de respeto al derecho humano a la vida, que debe ser tutelado por un gobierno y por las diversas instituciones de la sociedad defendiendo los derechos humanos. El derecho a la vida, que no puede ser vulnerado por las circunstancias en que un ser humano fue concebido, buscará siempre defender la vida del recién concebido recordando que esto no es un asunto de dogmas religiosos, sino de derechos humanos.

La Iglesia católica ha entendido siempre que el aborto provocado es uno de los peores crímenes desde el punto de vista moral. El Concilio Vaticano II dice a este respecto: "Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de proteger la vida, que se ha de llevar a cabo de un modo digno del hombre. Por ello, la vida ya concebida ha de ser salvaguardada con extremados cuidados; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables" (Const. Gaudium et Spes). "Sólo donde se respeta, se defiende, se ama y se sirve a la vida humana, a toda vida humana, se encontrará justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad" (cf. Evangelium vitae, 5). 

Los cristianos, entre los que nos contamos los católicos, sabemos que la dignidad de la persona humana tiene su más profundo fundamento en el hecho de ser hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, que quiso ser hombre por amor a todos y cada uno de nosotros. No dejemos de orar y defendamos sin violencia alguna, nuestra postura como cristianos, como católicos comprometidos.

Con el auxilio de Jesús y de su Santa Madre, que lo concibió en su seno, y con el ejemplo de la vida de muchas mujeres heroicas que han rechazado el aborto, será posible seguir trabajando mejor en la defensa de la vida.

Padre Alfredo.

«La alegría prometida»... Un pequeño pensamiento para hoy


figura del profeta Jeremías es muy fecunda y compleja en extremo, mucho más compleja y variada que otros personajes de la Biblia. Abarca un libro entero de la Sagrada Escritura salpicado, especialmente, de muchos pasajes totalmente autobiográficos. Jeremías, el profeta nacido hacia el año 645 a.C. en una aldea a unos 12 Km. al nordeste de Jerusalén, no puede pensar en su existencia sin pensar, a la vez, que antes que ella está la llamada divina. El vive la experiencia de una absoluta primariedad y primacía del amor divino inclinado hacia nosotros. Jeremías percibe, en una perspectiva de fe receptiva, su vocación como un don total, en medio del cual, rebosándole, Dios tiene en sus manos el principio y el fin. El salmo responsorial de hoy —como raramente sucede uno que otro día cuando no está tomado del libro de los Salmos, sino de un fragmento de otro libro de la Escritura— está tomado de una partecita del capítulo 31 de Jeremías (Jer 31,10.11-12ab.13) en el que Jeremías, consciente de su vocación de enviado, de misionero, contempla ya la acción salvífica de Dios que llegará a todos los pueblos y naciones. 

Guiado por Dios, a partir del capítulo 31 de su libro, Jeremías comienza a proclamar la promesa de restauración del pueblo de Israel, es decir, una nueva etapa que anuncia, en este que es uno de los textos más vigorosos y clarividentes del Antiguo Testamento, una nueva alianza, la que nosotros sabemos que se realiza en Cristo mediante el don del Espíritu y de un corazón nuevo. Los capítulos que, en el libro del profeta Jeremías contienen esta esperanza de salvación, que son el 30 y el 31, se suelen llamar «Libro de la consolación». El cántico con el que hoy oramos, describe un futuro en el que los exiliados «vendrán para aclamarlo al monte Sión y vendrán a gozar de los bienes del Señor». Y no sólo volverán a encontrar el templo del Señor, sino también todos los bienes: el trigo, el vino, el aceite y los rebaños de ovejas y vacas. La alegría prometida no traerá solamente una consolación a lo más íntimo del hombre, pues el Señor cuida de la vida humana en todas sus dimensiones. Jesús mismo subrayará este aspecto, invitando a sus discípulos a confiar en la Providencia también con respecto a las necesidades materiales (cf. Mt 6,25-34) y a cargar la Cruz de cada día (Lc 9,23). Nuestro cántico insiste en esta perspectiva. Dios quiere hacer feliz al hombre entero, hasta el punto de que al anunciar esta anhelada alegría y realización plena, brotan espontáneos el canto y la danza. Será un júbilo incontenible, una alegría de todo el pueblo pero que habrá de pasar por el sufrimiento y el dolor. 

El Evangelio de hoy (Lc 9,43-45) nos muestra a los seguidores de Jesús que, como mucha más gente de su tiempo tenían en su cabeza un mesianismo político, con ventajas materiales para ellos mismos, y discutían sobre quién iba a ocupar los puestos de honor a la derecha y la izquierda de Jesús. La cruz, el sufrimiento y el dolor para alcanza la felicidad y la plena realización, no entraba en sus planes. Por medio de Cristo Jesús nosotros hemos sido liberados de nuestra esclavitud al mal y el Señor nos ha dado su Espíritu que nos guía hacia la posesión de los bienes definitivos con la misma esperanza que Jeremías anhelaba un mundo nuevo. Mientras vamos por este camino cargando nuestra cruz de cada día, nos debemos esforzar por no dejarnos desviar de la meta a la que se han de dirigir nuestros pasos: la posesión de los bienes eternos, en que ya no habrá tristeza, ni dolor, ni penas, sino alegría, gozo y paz en el Señor. Vayamos, pues, tras de Cristo, que vela por nosotros como el pastor cuida su rebaño. Con razón Jeremías, al hablar de esa llegada del Mesías dice que nos llenará de gozo y aliviará las penas. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber ser fieles al amor a Dios y al amor a nuestro prójimo, para que, cargando la Cruz de cada día, aceptando todas las consecuencia que nos traiga el amar como nosotros hemos sido amados por Dios, nuestro Pastor, no dejemos de anhelar el premio de la vida eterna en donde «ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor» (Ap 21,4) sino el gozo maravilloso de estar con el Señor. ¡Bendecido sábado bajo la mirada amorosa de María! 

Padre Alfredo.

viernes, 27 de septiembre de 2019

«Envíame, Señor, tu luz y tu verdad»... Un pequeño pensamiento para hoy


¡Qué tarde es ya! Es que regresé apenas hace unas horas, esta madrugada de Ciudad de México lleno de alegría y gratitud por lo que el Señor me ha permitido vivir en un viaje relámpago en el que tuve que ver varios asuntos. Me topo de entrada en mi oración con estas palabras del salmo responsorial: «Envíame, Señor, tu luz y tu verdad; que ellas se conviertan en mi guía y hasta tu monte santo me conduzcan, allí donde tú habitas». Estas palabras del salmo 42 [43] abren mi reflexión de este día contemplando al salmista que pide a Yahvé su luz sabiendo que el mismo Señor es esa «Luz» que puede iluminar el caminar, una luz divina que es capaz de atraer y guiar al hombre hacia la morada eterna. Sí, Dios es esa luz, como afirma también el autor del salmo 26 [27], esa luz que nos guía por la corta o larga peregrinación que nos toca vivir al paso por este mundo hasta llegar a la eternidad, haciéndonos sentir la esperanza del encuentro definitivo con él. La luz tenue, que en tiempos pasados iluminaba los caminos del orante con una vela, daba a los primeros cristianos la pauta para encontrarse con la auténtica luz divina, recordando que, cuando Dios lo tuvo a bien, la Luz brilló en las tinieblas, y desde entonces quienes siguen a Jesús no caminan en la oscuridad. 

La humanidad entera —como afirmamos los cristianos— ya ha visto al Salvador. Cristo es la luz que nos guía y conduce hasta su santa morada, donde heredaremos la luz de vida. Es imposible concebir el proyecto de vida cristiana prescindiendo de su talante itinerante y peregrino por este mundo tan lleno muchas veces de tiniebla y de oscuridad. Los discípulos–misioneros sabemos que no tenemos aquí en la tierra ciudad permanente; buscamos la futura. Desinstalados, caminamos hacia la casa del Padre, donde nos están reservadas muchas moradas, donde no habrá más llanto, ni dolor, donde nuestro cuerpo será revestido de gloriosa inmortalidad y para no desviarnos del camino necesitamos esa luz. Así, aunque la oscuridad invada de repente nuestra vida, aprendemos a orar para levantar la mirada y encontrar en Dios la luz para nuestra oscuridad. Al caminar en este mundo muchas veces oscuro, hace que si no tenemos esa verdadera Luz, que es el Señor, nos confundamos y nos pase como a esa gente que, en tiempos de Cristo, no encontraba en él al Mesías, a esa Luz que vino a iluminar las tinieblas. En el Evangelio de este día (Lc 9,18-22), Cristo, Luz del mundo, nos pide a sus discípulos una confesión de fe, y que no se dejen simplemente llevar de lo que se dice, porque él sabe que, en medio de las oscuridad y las tinieblas de este mundo, desde aquellos días, la gente se puede confundir y ver en el únicamente un milagrero, un curandero, un profeta excepcional al que asesinaron, un hombre super-star sin descubrir su luz y su verdad... 

Ese mismo Señor, que es la Luz del Mundo, nos pregunta a cada uno de nosotros: «Y tú, ¿quién dices que soy yo? Y, ante esta pregunta tan enérgica, ¿qué respuesta daremos cada uno de nosotros? Ojalá y no nos quedemos dando una respuesta nacida de lo aprendido en el Catecismo, o en la profundización de materias que nos hablan de Dios. Ojalá y nuestra respuesta se dé desde nuestra propia vida, desde nuestra experiencia de vivir en su luz y su verdad en la que el Señor sea el centro de nuestro amor y aquel por quien realizamos todo, escuchando su Palabra, haciendo en todo su voluntad y dejándonos conducir por su Espíritu, para poder llegar a poseer los bienes eternos. Así la presencia de la gracia de Dios será una fuerza atractiva e irresistible, que iluminará nuestra peregrinación comunitaria y suscitará en nuestros corazones una inmensa e inagotable acción de gracias, potenciada al máximo en la Eucaristía. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Virgen María, «Nuestra Señora de la Luz», la gracia de saber amarlo con todo nuestro ser y con toda verdad, de tal forma que, transformados por Él y en su luz y su verdad, podamos manifestarle lo que Él significa en nosotros; y colaborar para que, desde nuestro propio testimonio, muchos más puedan encontrar la luz para distinguir el camino que les conduzca hacia la vida eterna, para que la esperanza del cielo les dé, como a nosotros, el auténtico sentido a sus vidas. ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 26 de septiembre de 2019

«CON LA MÚSICA POR DENTRO Y POR FUERA»... Un pequeño pensamiento para hoy


Ayer en la tarde estaba escuchando música con el padre Abundio en una visita relámpago que le hice a su casita tan acogedora en esta Selva de cemento que es la gran Ciudad de México en la que estoy hasta hoy. Y sí, digo que estuvimos escuchando: «música», porque a eso sonaba, a música de verdad y no a ruido, porque, sinceramente —aunque me digan que eso a mí qué— hoy hay muchas mezclas de ruidos más que extraños y estridentes a los que llaman malamente música. Ahora que amanece y me topo con el salmo 149 como salmo responsorial viendo en él expresiones de júbilo y de alabanza al Señor, me viene muy bien agradecerle al Señor estos momentos deliciosos del día de ayer junto al amigo sacerdote que, con más de 50 años de ordenado y poco más de 80 de vida, me llena el corazón de «música» cada vez que lo veo o hablo con él. Abundio tiene la sabiduría del anciano y la sencillez del niño, la experiencia del sacerdote entrado en años y la frescura del sacerdote que día a día canta la alegría de su vocación. La seriedad del hombre que sabe lo que vale la vida y la carita del niño pícaro que ríe luego de contar un chiste. Junto a este hombre, el tiempo parece estacionarse en una deliciosa compañía que pone a Jesús Nuestro Señor al centro como una música que alegra el alma y aumenta los latidos del corazón.

El salmo 149, me remitía hace un rato en silenciosa oración, a un alba que está a punto de despuntar y encuentra a los fieles dispuestos a hacer música para entonar una alabanza matutina. El salmo, con una expresión significativa, define esa alabanza como «un cántico nuevo» (v. 1) de un compositor que al iniciar el día ve todo nuevo porque renueva su vocación de hijo de Dios y hermano universal. Todo el salmo está impregnado de un clima de música, inaugurado ya con el Aleluya inicial en la versión bíblica, como una melodía acompasada a la que luego se le unen cantos, alabanzas, alegría, danzas y el son de tímpanos y cítaras. La oración que este salmo inspira es la acción de gracias de un corazón lleno de júbilo. Así está esta mañana mi corazón por esta visita. En el original hebreo de este salmo de alabanza, a los protagonistas del salmo se les llama con un término característico de la espiritualidad del Antiguo Testamento. Tres veces se les define ante todo como hasidim (vv. 1, 5 y 9), es decir, «los piadosos, los fieles», los que responden con fidelidad y amor (hesed) al amor paternal del Señor. San Agustín —que amaba la música— tomando como punto de partida el hecho de que el salmo habla de «coro» y de «tímpanos y cítaras», pregunta: «¿Qué es lo que constituye un coro? Y responde: El coro es un conjunto de personas que cantan juntas. Si cantamos en coro debemos cantar con armonía. Cuando se canta en coro, incluso una sola voz desentonada molesta al que oye y crea confusión en el coro mismo» (Enarr. in Ps. 149: CCL 40, 7, 1-4). Y sí, eso constituye la verdadera música, una cuestión de armonía. El padre Abundio lleva la música por dentro y por fuera porque es un hombre con su corazón en armonía, en armonía con Dios y con todos, en armonía con el cielo y la tierra, en armonía entre el saber escuchar y saber hablar, en armonía en el reír y en el llorar. 

El Evangelio de hoy (Lc 9,7-9), por su parte, nos muestra la figura de Herodes como una persona que está en el otro extremo de donde se encuentra el padre Abundio. Herodes es solo el hombre que curiosea con todo y no valora nada, es el hombre infeliz que sin armonía en el corazón nunca podrá encontrar a Dios ni dejarse mirar por él, porque ni a Dios, ni a su acción misericordiosa, se le puede descubrir con un corazón sin armonía interior, sin esa música por dentro que rompe el corazón para sacarla a la luz y alegrar la vida propia y la de los demás . Herodes vivirá siempre a medias aunque parece que no le falte nada: un palacio, un reino, la mujer que caprichosamente quería para él. En el fondo Herodes pasará solo, sin pena ni gloria, con la vida como una libreta pautada en blanco perdido en la curiosidad y sin compromiso alguno. Herodes será siempre recordado como un frívolo que sólo busca espectáculo y como alguien a quien Jesús no estuvo dispuesto a transigir, y a quien no le dirigió nunca ni una palabra, porque Jesus, la tiene solamente para quien está dispuesto a dejarse interpelar, a cambiar el corazón, a entrar en una época nueva de su vida para entonar un canto nuevo. Y es que Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es un objeto de curiosidad histórica, sino el Mesías permanentemente, orientador y vitalizador de la música interior y exterior de una vida armónica como la de su Madre María que siempre hace buen son. ¡Que gusto convivir con el padre Abundio, sus sobrinas Mary e Ivonne y con Yolita Prendes —a quien con cariño llamo mi tía Yolita— y que siga la música que alaba al Señor y alegra el corazón! ¡Bendecido jueves vocacional y eucarístico!

Padre Alfredo.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Agradecer a Dios por lo que ha sucedido... Un pequeño pensamiento para hoy

Cada día que pasa, acontecen en el mundo cosas extraordinarias que casi de inmediato pasan desapercibidas porque la humanidad tiene más bien memoria de corto plazo. Hoy me vino buscar algunos acontecimientos significativos para la humanidad que sucedieron un 25 de septiembre como hoy y comparto algunos: en 1493 Cristobal Colón emprendió su segundo viaje a América. En 1513 Vasco Núñez de Balboa descubrió el Mar del Sur, que luego Magallanes denominó Océano Pacífico. En 1959 el dirigente soviético Nikita Kruschev y el presidente estadounidense Eisenhower se reúnen en Camp David (EEUU) para reducir la tensión internacional de aquel entonces. En 1960 Fidel Castro pronunció su primer discurso en la ONU criticando al imperialismo estadounidense. En 1978 murieron 144 personas tras impactar en el aire dos aviones de pasajeros en San Diego, California. En 2016 China puso en marcha, en la provincia de Guizhou, el mayor radiotelescopio del mundo. Y así pudiera mencionar tantas cosas que un 25 de septiembre han sucedido en la historia de nuestra humanidad. Pero, ¿Por qué me vino esto? Brotó del hecho de que como ayer, el salmo responsorial está tomado del capítulo 13 de Tobías que entre otras cosas afirma: «Miren lo que ha hecho por nosotros, denle gracias de todo corazón y con sus obras bendigan al rey eterno. Yo le doy gracias en el país de mi destierro».

Tobit, el autor de este cántico, guarda memoria de lo que el Señor ha hecho por su pueblo y explota de gratitud en este cántico de alabanza y lleno de esperanza a la vez. Él, a pesar de la situación de pobreza en la que ha caído y la vida incómoda que le añade la ceguera, no se aleja de Dios, sino que sigue siendo el hombre agradecido por lo que Dios ha hecho y por eso es fiel a los preceptos de la Ley, a la Palabra de Dios y a la práctica de la limosna con los necesitados. Y Dios, que no abandona nunca a los que le son fieles incluso en el sufrimiento y en la enfermedad, viene en ayuda del anciano padre Tobit por medio del árcangel Rafael, que guía a su hijo Tobías en el peligroso viaje que emprende, le trae de nuevo a la casa paterna, hace feliz a Tobit al ver la celebración de las nupcias de su hijo con Sara, hija de Ragüel, y, por último, le cura de la ceguera. Por tanto, el cántico dirige nuestra mirada, junto con la de Tobit al rostro de Dios, considerado como Padre providente, y nos invita a la bendición y a la alabanza con gratitud. En estas palabras se alude a la «filiación» especial que Israel experimenta como don de la alianza y que prepara el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. En Jesús resplandecerá entonces este rostro del Padre y se revelará su misericordia sin límites.

Por su parte, el Evangelio de hoy (Lc 9,1-6  nos invita a nosotros a hacer memoria recordando que el Señor nos dice que lo más importante para llevar el mensaje de la Buena Nueva al mundo pagano, es no quedarse con los brazos cruzados sino poner por lo menos nuestro granito de arena. Unidos al Señor Él nos envía para que proclamemos ante los demás lo misericordioso que Él ha sido para con nosotros a lo largo de la historia de la Iglesia. Hemos de anunciar el Nombre del Señor; y lo hemos de hacer desde nuestra experiencia personal con el Señor y la vivencia fiel de las enseñanzas que se han quedado guardadas en el corazón. Pero no podemos quedarnos sólo en el recuerdo con los labios, sino que también nuestras obras deben convertirse en la proclamación de la Buena Nueva de salvación que va construyendo la historia. Sólo así, haciendo memoria de lo que Dios ha hecho por todos, podremos ser testigos del Señor que se preocupa de remediar los males tanto personales, como los que hay en el mundo actual. Un día nosotros y nuestros hechos también pasaremos a la historia y estaremos en las efemérides de la familia, del grupo de amigos, de la comunidad. Que la Virgen nos ayude en este caminar y que de su mano sigamos escribiendo la parte de la historia que nos toca. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 24 de septiembre de 2019

«Vayamos con alegría al encuentro del Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


Cuenta la historia del pueblo judío que cuando en sus peregrinaciones anuales los israelitas llegaban a Jerusalén, sus rostros quedaban iluminados contemplando la ciudad santa con su belleza y esplendor. Allí, en santa asamblea, se congregaba el pueblo, como en los tiempos del desierto en torno a la tienda y resonaban las alabanzas al nombre del Señor. Allí era posible a los israelitas en litigio encontrar justicia, pues en las puertas del palacio real estaban los tribunales de justicia y resonaba sin cesar el tradicional «shalom» (paz) entre los hermanos de un mismo pueblo. Este es el gozo del salmista al componer por inspiración divina el bellísimo salmo 121 [122] del que la liturgia de hoy toma la primera parte como salmo responsorial: « ¡Qué alegría sentí cuando me dijeron: “Vayamos a la casa del Señor”!» 

Una inmensa alegría íntima y un amor entrañable a la Casa de Dios se entremezclan en este salmo de peregrinación. Lo de menos es que se haya compuesto como una meditación dictada por el recuerdo del peregrino o como una explosión de alegría a la l hacer la visita a la ciudad santa. Lo principal es que Jerusalén, con su simbolismo político–religioso, ocupa el centro del salmo y despierta el lirismo del salmista. La canción sálmica tiene tres momentos: alegría al anunciarse la peregrinación y emoción al pisar la ciudad de Dios (vv. 1-2), el elogio de la ciudad y de sus instituciones (vv. 3-5), y augurio por la ciudad y el pueblo (vv. 6-9). Este Puede datarse tanto en los días davídicos como después de la centralización del culto, bajo el rey Josías (s. VII a.C.) y aun después del destierro de Babilonia. El Salmo traza un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es fermento de justicia y solidaridad. Tras la comunión con Dios viene necesariamente la comunión de los hermanos entre sí. A la luz de este salmo de alabanza a la ciudad que alberga el Templo Santo y a la luz del Evangelio de hoy, nos queda más claro el sentido de fraternidad que Jesús viene a establecer: el que quería su Padre. No es la raza la que nos une con Jesús, ni la sangre; sino la acogida creyente y realista, en obras, de la voluntad del Señor y el anhelo de llegar a su casa, que es nuestra casa. 

El que escucha y pone en práctica la palabra de Dios (Lc 8,19-21), es madre y hermano de Jesús. No son los lazos de la sangre los que proporcionan la comunión con Jesús, sino el oír y poner en práctica la palabra de Dios y en especial la Palabra de Dios que escuchamos en el Templo en el momento de la Liturgia de la Palabra. La Iglesia es edificada por la palabra de Dios. Ésta es el alma de la Iglesia, y la Iglesia es su fruto. De la palabra de Dios brota siempre Iglesia viva. Ésta viene a ser familia de Cristo oyendo y guardando la palabra de Dios como aquellos judíos de la antigüedad que año con año subían a Jerusalén a escuchar la Palabra. El ínclito Papa, San Gregorio Magno, nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz, «soportándonos los unos a los otros» tal como somos; «soportándonos mutuamente» con la gozosa certeza de que el Señor nos «soporta» a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz donde todos somos familia. Pidamos a la Santísima Virgen, que escuchó y puso en práctica la Palabra, que nos ayude a ir al encuentro del Señor en la Eucaristía, con el mismo gozo de aquellos que, año con año, subían a Jerusalén. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 23 de septiembre de 2019

«Creíamos soñar»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Creíamos soñar...» dice hoy el salmista (Salmo 125 [126]) en un bello poema que refleja la situación de alegría y gratitud para con Dios de los repatriados de la cautividad babilónica, los cuales, por un lado, están gozosos al ver que se han cumplido los oráculos de Yahvé sobre el final del exilio y por el otro lado, a la par de este gozo, sufren grandes penalidades y ansían que la nación recupere su plenitud política y económica, como en los tiempos antiguos. El retorno de la cautividad resultó tan insólito para el pueblo, que los que asistían al espectáculo no creían lo que veían, todo sucedía como si fuera un sueño. ¿No nos ha pasado así a nosotros alguna que otra ves cuando decimos también «me parecía como un sueño»? Con bellas metáforas, el autor de este salmo anuncia la futura transformación de la nación israelita porque ya empieza a ver signos. «Como cambian los ríos la suerte del desierto» dice él, así va cambiando la suerte del pueblo. Así como los caudales de los ríos están secos en verano y se llenan de agua en el otoño con las primeras lluvias impetuosas, así la nación israelita recuperará su plena vitalidad nacional. Los creyentes han confiado en el Señor y como los que siembran, que lo hacen con no pocas penalidades, saben que serán recompensados con la recolección de las ricas gavillas, al fin verán alegres coronada su obra y por eso mantienen viva la esperanza de un futuro mejor que reanimará al pueblo depauperado y desilusionado en el exilio que ahora ha terminado. 

El célebre escritor uruguayo y Doctor en Medicina y cardiología Walter Dresel (Montevideo 1945), que es también homeópata y fundador del Centro de Medicina del Bienestar y del Centro de Liderazgo y Administración de la Vida Humana, obtuvo el Premio Cervantes de Literatura para Adultos del Uruguay y el Artigas de Pie, el premio del Mérito Oriental al Hombre Uruguayo, en 2003. Asimismo el Premio Quijote de tal país en 2003 y 2004 y en 2005 el premio Cristóbal Colón por el éxito obtenido por sus obras en España y, dos años más tarde, el Mérito Oriental a la Paz por su labor social. Galardoneado también en octubre de 2010 con la distinción del Hombre Uruguayo más destacado 2009-2010, en el apartado de Literatura, en uno de sus libros escribe: «La vida es difícil, pero a partir de creer que todos podemos soñar y a partir del momento en que tomamos conciencia de que somos capaces de fijarnos metas y objetivos realizables, también vamos a sentirnos mejor con nosotros mismos y las puertas se van a abrir para que podamos avanzar con pie firme, rumbo a la construcción de un futuro diferente» (Walter Dresel, “Apuesta por ti”). Parecería que Dresel hubiera leído y meditado este salmo lleno de esperanza que animaba al pueblo de Israel cuando había dificultades en el camino. El salmo cobraba un significado particular cuando se cantaba en los días en que Israel se sentía amenazado y atemorizado, porque debía afrontar de nuevo una prueba. De esta manera, el Salmo se transforma en una oración del pueblo de Dios en su itinerario histórico, lleno de peligros y pruebas, pero siempre abierto a la confianza en Dios salvador y liberador, defensor de los débiles y los oprimidos que nos depara un futuro diferente. 

Pero para que los sueños se hagan realidad, hemos de colaborar nosotros, como dice el Evangelio de hoy (Lc 8,16-18) para que la luz esperanzadora llegue a todos. Jesús sueña, él entrevé el día en el cual el Evangelio será proclamado «a plena luz». La Palabra y la Vida que Dios ha sembrado en nosotros, no es para que se quede escondida, sino para soñar con la esperanza de que brote y produzca abundancia de frutos, pues el Señor espera que no seamos como terrenos inútiles, incapaces de hacer que la vida de Dios se haga vida nuestra, sino de que, a impulsos del Espíritu, realicemos obras que manifiesten la bondad, la salvación, la misericordia, la paz que Dios, por medio nuestro sigue ofreciendo al mundo. Es así, dando luz, como nosotros colaboraremos a la salvación de nuestros hermanos y podremos decir: «nos parecía soñar». Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de ser soñadores como Jesucristo, que alcanza a ver la luz que iluminará el camino de quienes, viviendo en las tinieblas del pecado y del error, necesitan de quien les ayude a encontrar el camino de la salvación, del amor y de la paz... ¡Bendecido lunes y se vale soñar! 

Padre Alfredo.

domingo, 22 de septiembre de 2019

«Lo que el dinero no puede dar»... Un pequeño pensamiento para hoy


En los tiempos actuales en los que mucha gente —sobre todo jóvenes y adolescentes— ha sacado a Dios de la escena de sus vidas, los temas de Iglesia y de religión tienen muy poca importancia en su vida diaria. Comparada con la escuela, los medios sociales, el entretenimiento popular, los deportes y demás diversiones, la Iglesia no les atrae ni les interesa. El Centro de Investigaciones Pew (en inglés: Pew Research Center), un «think tank» ¬—tanque de pensamiento, laboratorio de ideas, instituto de investigación, gabinete estratégico, centro de pensamiento y centro de reflexión— con sede en Washington D. C. que brinda información sobre problemáticas, actitudes y tendencias que caracterizan a los Estados Unidos y al mundo, ha hecho un estudio titulado «La religión entre los jóvenes del milenio» y entre los resultados encontró lo siguiente respecto de los adultos jóvenes de 30 años o menos: Uno de cada cuatro identifica su religión como «ateísmo», «agnosticismo» o «nada en particular». Uno de cada cinco dice que creció en una religión, pero que ahora no está afiliado a ninguna fe en particular. Solo el 64 por ciento expresa estar seguro de la existencia de Dios. Menos de la mitad —el 45 por ciento— indica que la religión es muy importante en su vida. Menos de la mitad —el 48 por ciento— señala que ora todos los días. De los afiliados a una Iglesia, casi tres de cada cuatro —el 74 por ciento— comenta que hay más de una manera correcta de interpretar las enseñanzas de su fe y menos de uno en cada cinco —el 18 por ciento— declara que asiste a los servicios religiosos semanalmente.

El progresivo y acelerado desarrollo económico de la sociedad, la secularización en Europa y América, los continentes que hacen punta de lanza, el paso de una economía tradicional a una moderna, donde el rol de la Iglesia y de la identidad religiosa como aglutinador de las comunidades pasó a un segundo plano, el efecto de la conectividad global y las nuevas tecnologías, en plena sociedad del conocimiento, hacen que en el corazón de muchos jóvenes y adolescentes se vaya anidando un anhelo de tener más y más dinero para ir en la vanguardia en esto, olvidando que dentro de nosotros hay un alma que necesita ser alimentada no sólo en el tiempo de la catequesis infantil sino durante toda la vida. No podemos negar que cuando termina la época de las primeras comuniones, en muchas parroquias se percibe un éxodo masivo de gente que abandona la iglesia porque «ya cumplieron». Este domingo, el salmo 112 [113] nos dice algo importantísimo que nos invita a recobrar la visión de Dios en la Iglesia para que esa gente, sobre todo joven, regrese y participe en la Misa Dominical. El salmista nos ayuda a ver que los creyentes alabamos a Dios porque nos sentimos sobrecogidos por su grandeza, que excede todos nuestros cálculos, y porque en su forma histórica de actuar se ha abajado hasta lo más profundo de nuestro barro, haciéndose en Jesús «uno de tantos», en todo semejante a nosotros menos en el pecado que ha venido a enseñarnos lo que la despreciada esterilidad humana con su materialismo y consumismo no puede brindar.

El autor del salmo afirma con profunda convicción: «Dios está sobre todas las naciones, su gloria por encima de los cielos... y sin embargo de esto, bajar se digna su mirada para ver tierra y cielo. Sí, en Jesucristo, Dios camina entre nosotros y conoce muy bien nuestras realidades. Hoy en el Evangelio Jesús, que conoce muy bien la mentalidad del hombre de mundo, nos cuenta una parábola, cuyo sentido no se entiende tan fácilmente (Lc 16,1-13), pero en ella nos deja una maravillosa historia que nos hace ver que siempre se necesitará astucia para dar buen uso al dinero y para ayudar a abrir el corazón de quienes se han quedado atorados, envueltos por el atractivo de tener más para gastar más. Muchos millones de personas en la Tierra pasan hambre, tienen que buscarse la vida emigrando a otros países en lanchas que se hunden en el mar. Dios toma partida por los pobres y como proclama el Salmo 112 «levanta del polvo al desvalido». ¿Pero a dónde quiero llegar con esta más que larga reflexión dominical? Mucha de nuestra gente, incluso de nuestros familiares y amigos, están cautivados por el dinero y lo material que con éste pueden obtener, esos son los «pobres y desvalidos de hoy» a los que les falta dar sentido al domingo para alimentar su vida interior dando a su ser descanso puro y no puro descanso, ánimo de vivir y no ansias de poseer. ¡Qué difícil resulta para muchos entender la lógica de Dios en este mundo atrapado por lo material! ¿Podrías hoy invitar a alguno de ellos a ir a Misa contigo? Contemplando a la Virgen María, le pido que ella impulse a todos los cristianos de hoy a ser prudentes y astutos... más que los del mundo para que seamos valientes discípulos—misioneros que podamos dar razón del por qué buscamos y alabamos a Dios en la Misa Dominical.

Padre Alfredo.

sábado, 21 de septiembre de 2019

«Luz del mundo, como San Mateo»... Un pequeño pensamiento para hoy

La belleza del salmo 18 [19], cuya primera parte se proclama hoy como salmo responsorial, engalana la fiesta del Apóstol San Mateo, uno de los primeros llamados por el Señor que nos ofrece un ejemplo muy valioso de lo que supone seguir a Jesucristo y de lo que significa, en definitiva, toda vocación cristiana. Este salmo no sólo es una plegaria en forma de himno de una singular intensidad; sino que es también un canto poético al sol y a su irradiación sobre la faz de la tierra invitándonos a contemplar al Creador del mismo. En él el salmista se suma a la larga serie de cantores del antiguo medio oriente que exaltaba al astro que brilla en los cielos y que en sus regiones permanece largo tiempo irradiando su calor ardiente. El autor del salmo, desde su perspectiva judía, sabe perfectamente que el sol no es un dios —como lo consideraban algunos de los pueblos que rodeaban a Israel—, sino una criatura al servicio del único Dios y Creador. Basta recordar las palabras del Génesis: «Dijo Dios: haya luceros en el firmamento celeste, para apartar el día de la noche, y valgan de señales para solemnidades, días y años; (...) Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para el dominio del día, y el lucero pequeño para el dominio de la noche (...) y vio Dios que estaba bien» (Gn 1,14.16.18). 

Leemos y meditamos este salmo hoy para recordar que Dios alumbra el universo con el fulgor del sol e ilumina a la humanidad con el esplendor de su Palabra, esa misma palabra que escuchó San Mateo y que le hizo dejarlo todo para seguir al Señor hechizado por su «Sígueme». Con la mirada interior del alma, con la intuición religiosa que no se pierde en la superficialidad, el hombre y la mujer de hoy pueden descubrir que Cristo no se ha quedado mudo después de ascender al cielo, sino que sigue llamando, así como el sol sigue iluminando nuestras vidas. «a toda la tierra llega su sonido, y su mensaje hasta el fin del mundo» dice el salmista. En esta época de la humanidad, en donde un sin fin de ideas materialistas ahogan el sentido poético y religioso del hombre, Cristo, como sol radiante, sigue iluminando la vida de quien quiera seguirle, como Mateo, como los demás apóstoles, como las mujeres que acompañaban al Señor en su caminar por este mundo irradiando luz en tantos corazones oscurecidos. San Mateo se dejó iluminar por la luz radiante de Cristo con una sola palabra: «Sígueme» y no solo no ocultó su pasado ante el brillo de la llamada del Señor, sino que, al reconocerse especialmente invitado a seguirle, nos ayuda a comprender que la vocación cristiana y particularmente la del apóstol, es, ante todo, un acto de misericordia y de amor por parte de Cristo que ilumina, que da una nueva luz a la vida. 

Al Apóstol hoy festejado la luz de Jesús lo hizo ver su interior reconociendo que fue llamado por Jesús a pesar del oficio que ejercía y que lo hacía odioso y despreciado por la gente como colaborador de los romanos que ocupaban el país. Bastaría recordar los calificativos que les dedicaban: «pecadores» (Mt 9,10; Lc 15,1), «ladrones, injustos, adúlteros» (Lc 18,11)... No olvidemos nunca lo que somos y dejémonos iluminar por la luz de nuestro Dios y no por el falso resplandor de tantas cosas que a primera vista parecen mucho más atractivas. En la Epifanía de este año, el Papa Francisco, en la homilía decía: «Es siempre grande la tentación de confundir la luz de Dios con las luces del mundo. ¡Cuántas veces hemos seguido los seductores resplandores del poder y de la fama, convencidos de prestar un buen servicio al Evangelio! Pero así hemos girado la luz hacia la parte equivocada, porque Dios no estaba allí. Su luz tenue brilla en el amor humilde. ¡Cuántas veces, incluso como Iglesia, hemos intentado brillar con luz propia! Pero nosotros no somos el sol de la humanidad. Somos la luna que, a pesar de sus sombras, refleja la luz verdadera, el Señor. La Iglesia es el mysterium lunae y el Señor es la luz de mundo (cf. Jn 9, 5). Él, no nosotros». Así, dejémonos, como San Mateo, como María, como todos los santos y tantos hombres y mujeres que han seguido el llamado de Dios como ministros de la Iglesia, personas consagradas, apóstoles seglares, educadores en la fe o catequistas, y un largo etcétera de dedicaciones pastorales, iluminar por el Señor para dar nosotros también luz al mundo. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

jueves, 19 de septiembre de 2019

«El sano y santo temor de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


En el salmo 110 [111] que hoy volvemos a tener como salmo responsorial, el autor nos dice que la verdadera sabiduría comienza con «el temor de Dios» y nos invita a vivir de acuerdo con él: «El temor del Señor es el principio de la sabiduría y los que viven de acuerdo con él son sensatos». El salmista quiere decirnos que hasta que entendemos quién es Dios y desarrollamos un temor reverencial a él, no podemos poseer la verdadera sabiduría porque ésta viene solamente de entender quién es Dios. La esencia de la Ley, que el salmista seguramente, como fiel judío conocía en Deuteronomio 10,12-13 dice: «Ahora, pues, Israel, ¿qué es lo que pide Yahvé, tu Dios, sino que temas a Yahvé, tu Dios, que sigas todos sus caminos y que lo ames y lo sirvas con todo tu corazón y con toda tu alma? Guarda los mandamientos de Yahvé y sus leyes que hoy te ordeno para tu bien». Así, queda claro que el temor de Dios es la base de nuestro andar en su presencia. El temor de Dios, uno de los siete dones del Espíritu Santo es el deseo de vivir en armonía con los mandamientos de Dios para honrarlo en todo. El temor de Dios constituye una actitud estable de fidelidad a la alianza e implica en la Biblia veneración, obediencia y sobre todo amor a Dios. No se trata, entonces, de un temor servil por tener miedo al castigo, sino de un temor filial que se inspira en el amor a Dios, es decir, en el horror a ofenderle. 

San Juan Pablo II, en sus catequesis sobre los salmos, hablando del temor de Dios señalaba: «Aquí se trata de algo mucho más noble: es el sentimiento sincero que el hombre experimenta ante la inmensidad de su Creador, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser “encontrado falto de peso” (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie escapa. El creyente se presenta ante Dios “con el espíritu contrito y con el corazón humillado” (cfr Sal 50[51], 19), sabiendo que debe atender a la propia salvación “con temor y temblor” (Flp, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley». En el Evangelio de hoy (Lc 7,36-50) san Lucas nos presenta el contraste entre el arrogante fariseo que no vive en el temor de Dios, y la mujer pecadora que, llena de este temor filial, recibe la actitud misericordiosa del Señor que se deja que le lave los pies y se los enjugue con un fino perfume. Jesús así, nos transmite un mensaje básico en su predicación: la importancia del temor de Dios, del amor a él como verdadero hombre y verdadero Dios y de su misericordia que perdona a quien le teme. 

El primer paso en el camino del conocimiento de Dios es la huida del mal, que es lo que consigue la mujer pecadora con este don y lo que le hace ver en ello la base y el fundamento de todos los demás dones que vienen de Dios. Por el temor se llega al sublime don de la sabiduría. Se empieza a gustar de Dios cuando se le empieza a temer, y la sabiduría perfecciona recíprocamente este temor haciendo que la persona sea amorosa, pura y libre de todo interés personal. A la luz del salmo 110 [111] y de este Evangelio tan ilustrativo, vemos que no podemos actuar con un corazón mezquino que no teme al Señor, como los fariseos que juzgan y condenan a todos, o como el hermano mayor del hijo pródigo que le recrimina de una manera intransigente lo que ha hecho, o como Simón y los otros convidados en este banquete del pasaje evangélico de hoy, que no deben ser malas personas pero que no saben del don de temor y por eso no saben amar, sino como el padre del hijo pródigo, y sobre todo como el mismo Jesús, que perdona a la mujer pecadora, acusada por muchos y a Zaqueo el publicano, y tiene palabras de ánimo para esta mujer que ha entrado en la sala del banquete y le unge los pies. Ante un mundo donde se le da tanta importancia a la imagen, a las apariencias, al caparazón, a la superficie, los discípulos–misioneros estamos llamados a ser hombres y mujeres del corazón, de la interioridad, del ser, del temor de Dios. Y como ejemplo de ello está María, basta releer el Magníficat para ver cómo debemos vivir este don del temor de Dios. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico! 

Padre Alfredo.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

«La grandeza de nuestro Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy tenemos, como salmo responsorial, el salmo 110 [111], un salmo en el que se ensalzan diversos atributos, diversas características de Dios: piedad, ternura, justicia, verdad, rectitud, potencia, fidelidad. Son aspectos que definen a Dios tanto en sí mismo como en sus obras y prodigios en favor de los hombres, y por eso es siempre digno de alabanza e inmensa gratitud. Dios debe de ser alabado por quién es Él, como lo muestran todos estos atributos que exalta el salmista, pero lo que ha hecho también es digno de alabanza. Dios y sus obras, siempre han sido objeto de estudio de muchos y para muestra, como dicen, basta un botón. En la facultad de Física de la Universidad de Cambridge hay un laboratorio llamado Cavendish en honor de Sir Henry Cavendish (1731–1810) un eminente químico y médico ingles. Este laboratorio fue construido en 1873 como laboratorio de formación de estudiantes y tiene en la entrada una frase de este salmo: «Grandiosas son las obras del Señor y para todo fiel, dignas de estudio». La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de «Elogio de las obras divinas». Para Nácar-Colunga el título de este salmo es «Grandeza de las obras de Dios». 

¿Cómo quedarse callados ante la grandeza de Dios y de sus obras en la creación? Dios es grande. Dios es muy grande, y su grandeza, que queda manifiesta en la obra de la creación es inescrutable. Pero algo, aunque sea poco, alcanzamos como humanos a contemplar en esta grandeza que es absolutamente relevante para todo en la vida. San Juan María Vianney (El Santo Cura de Ars), solía decir que si fuéramos conscientes de toda la grandeza de Dios y de quién es él, moriríamos de aprensión en ese mismo instante. Me encontré por allí, un escrito anónimo que habla precisamente de esta grandeza del Señor y que quiero hoy compartir para profundizar en el tema y tener más motivos para orar y agradecer al Señor este gran regalo de su grandeza: «Si viéramos la grandeza de Dios, no seríamos tan ambiciosos ni codiciosos. Si viéramos la grandeza de Dios, nuestros ojos no se perderían en busca de imágenes y pensamientos impuros. Si viéramos la grandeza de Dios, no nos enfadaríamos tan fácilmente con nuestros hijos. Si viéramos la grandeza de Dios, no nos enfadaríamos ni nos lastimaríamos tan fácilmente en nuestros matrimonios. Si viéramos la grandeza de Dios, no nos preocuparíamos tanto por nuestra apariencia. Si viéramos la grandeza de Dios, no pasaríamos el tiempo observando programas televisivos absurdos, inmundos ni impuros. Si viéramos la grandeza de Dios, no nos desmotivaríamos con el mal ni el ateísmo de nuestra cultura. Si viéramos la grandeza de Dios, no cederíamos ante nuestros apetitos y comeríamos en exceso por aburrimiento y depresión»... 

Si viviéramos la grandeza de Dios reflejaríamos a Dios, como dice san Pablo a los corintios: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la grandeza del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (cf. 2 Cor 3,18). Pero, para reflejar la grandeza de Dios hay que vivir en sintonía con él. La grandeza de Dios se manifiesta en la vida de mil formas; sin embargo, hay quienes rehuyen, piden pruebas para creer, no trascienden, se aferran a una malsana inmanencia. Es la típica actitud infantil de quien exige sin dar, de quien mira sin observar, de quien cuestiona sin responder, de quien, como los niños que aparecen en la escena evangélica de la Misa de hoy (Lc 7,31-35) se muestran chocantes y aburridos en la vida. Jesús lamenta que el Hijo de Dios, hecho hombre, no encuentra acogida en el corazón de los hombres, pues se muestran siempre huidizos y escurridizos, aburridos, indiferentes. ¡Cómo retrata esta perícopa evangélica al hombre de hoy! Son muchos los que no quieren no quieren oír hablar de la grandeza de Dios porque, como esos chiquillos ni ríen ni lloran, ni se conmueven o hacen fiesta; van por el mundo sin pena ni gloria, solo viviendo de inercia sin levantar los ojos para ver y admirar la grandeza de nuestro Dios y de sus obras. Y es que para ello se necesita la sencillez, la atención y la escucha como la que tuvo María que, en su Magnificat, nos habla de la grandeza del Señor y de sus obras. Pidámosle a ella que venga en nuestra ayuda y no perdamos la novedad de Dios y su grandeza cada día. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 17 de septiembre de 2019

«La bondad y la justicia desde nuestro bautismo»... Un pequeño pensamiento para hoy


Voy a cantar la bondad y la justicia...» dice hoy el salmista al iniciar el salmo 100 [101] que tenemos como salmo responsorial de la Misa. Un antiguo escritor cristiano, Eusebio de Cesarea, conocido como el padre de la historia de la Iglesia porque sus escritos están entre los primeros relatos de la historia del cristianismo primitivo, tiene un escrito: «Comentarios a los Salmos» en donde subraya la primacía de la bondad sobre la justicia, aunque esta sea también necesaria. Eusebio, estudiando este salmo escribe: «Voy a cantar tu misericordia y tu juicio, mostrando cómo actúas habitualmente: no juzgas primero y luego tienes misericordia, sino que primero tienes misericordia y luego juzgas, y con clemencia y misericordia emites sentencia. Por eso, yo mismo, ejerciendo misericordia y juicio con respecto a mi prójimo, me atrevo a cantar y entonar salmos en tu honor. Así pues, consciente de que es preciso actuar así, conservo inmaculadas e inocentes mis sendas, convencido de que de este modo te agradarán mis cantos y salmos por mis obras buenas» (PG 23, 1241). 

La mayoría de los estudiosos del tema, afirman que se trata de un salmo escrito por un rey —puede ser Salomón— que expone, en el salmo, el ideal de su conducta privada, un ideal que deberá ser el de cada uno de nosotros, que, desde el bautismo hemos sido constituidos en reyes, profetas y sacerdotes. «Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas», indica el Catecismo de la Iglesia Católica (783). No debemos olvidar nunca que por el Bautismo «somos reyes», es decir, somos capaces de «conducir, gobernar, reinar», y tomando la imagen antigua de los reyes, se podría agregar «la capacidad de pastorear sirviendo». El Bautismo nos da la capacidad real, regia de conducirnos y conducir a los demás según los valores del Reino de Dios, que ciertamente giran en torno a la bondad y la justicia. Aquello que anunciamos proféticamente debe encarnarse en nuestras vidas sabiendo y buscando conducirnos y conducir a los demás según el mensaje del Evangelio. Como padres y madres, hermanos y amigos, tíos y abuelos, discípulos–misioneros y responsables de la vida pastoral de la Iglesia somos «reyes», es decir buscamos conducir, gobernar, guiar, reinar, pastorear, servir de tal manera que aquellos que tenemos a nuestro lado, puedan llegar a la vida nueva de los hijos de Dios. El reinado al que estamos llamados es el reinado de Cristo, que estando entre nosotros es el más sencillo y el más normal de los hombres que delante de un gran sufrimiento, se emociona, se compadece. 

En el evangelio de hoy (Lc 7,11-17) Podemos contemplar la emoción que embarga el corazón de Jesús, Rey de reyes y Señor de señores y escuchamos las palabras que dice a una madre afligida que ha perdido a su hijo: «¡No llores!» queriendo suprimir todas las lágrimas (cf. Ap 21,4) porque la opción de nuestro Rey, es la vida, porque él es el Dios de los vivos y no el de los muertos y su reino no tendrá fin. Cuántas veces se ve en el Evangelio a ese Jesús que se compadece de los que sufren y les alivia con sus palabras, sus gestos y sus milagros. En una época como la nuestra, en que las personas, guiadas por el egoísmo y por falsas doctrinas, se alejan de la religión, es difícil entender la condición de un rey de este tipo, un rey cercano como nos lo presenta el salmista, un rey para el que todos son importantes, como Cristo en el Evangelio que se fija en el llanto de aquella mujer. Este mundo controvertido, violento, que parece caminar de paradoja en paradoja necesita de reyes así, por eso conviene hoy recordar el día de nuestro bautismo y la capacidad de reinar que hemos recibido. Los bautizados estamos llamados a ejercer este reinado en el mundo para transformarlo a través del testimonio. Que María Reina nos ayude, ella, como Madre, conoce nuestro corazón y nos ayudará a reinar asemejándonos de forma más plena a su Hijo, Rey de reyes y Señor de señores, vencedor del pecado y de la muerte (cf. Conc. Vat. II, Lumen gentium, n.59). ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 16 de septiembre de 2019

«Soy ciudadano del infinito y puro mexicano a la vez»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy es 16 de septiembre y como dice una canción, no puedo dejar de afirmar que —aunque como misionero soy ciudadano del infinito— «soy puro mexicano, nacido en esta tierra, en este hermoso suelo, que es mi linda nación...» y no dejo de pedir por mi «México, lindo y querido» reconociendo que no es posible entender el proceso de independencia de este hermoso país sin el cristianismo y no es posible seguir viviendo en libertad sin Dios en mi corazón. El 6 de septiembre de 1809, se comenzaron a reunir los canónigos del cabildo de Valladolid. Ahí se inició el desarrollo de la parte intelectual de la gran obra de la independencia. Podría decirse que el obispo de Michoacán (La antigua Valladolid, hoy Morelia), Manuel Abad y Queipo (Asturias 1751-Toledo 1824), fue el principal motor intelectual de aquellas reuniones preparatorias, a pesar de que, al levantarse en armas Hidalgo, haya sido posteriormente Abad y Queipo uno de sus más tenaces opositores hasta llegar a excomulgarlo. En aquel entonces la ciudad de Valladolid de Michoacán ostentaba el título de capital política de la intendencia homónima desde 1786, y era, además, sede del obispo y cabildo eclesiástico de uno de los más prósperos obispados del reino de la Nueva España. La guerra de Independencia surgió de esa manera cruenta ante los frustrados intentos pacíficos que buscaban la autonomía política del reino desde hacía dos años antes. De aquellos corazones —unos venidos de la Madre Patria y otros nacidos en la Nueva España— ansiosos de libertad no solo para ellos, sino para toda la nación, surge el inicio de una nueva nación, una nación libre y soberana, un México para que, con errores y defectos, con carencias o no, con intrigas y lealtades, con aciertos y fracasos, con todo por hacer y todo por decir, busca la reconstrucción de un país que de tiempo en tiempo es devastado y se vuelve a levantar. 

La Iglesia en México —no podemos negarlo— participó activamente en todos esos hechos de manera protagónica, ya que los más grandes iniciadores y actores de la lucha de Independencia fueron miembros del clero y en aquel entonces el pueblo era mayoritariamente católico, sin el ingrediente religioso, seguramente no se hubiera producido la independencia o habría tomado otro rumbo. Hoy el rumbo de nuestra patria y de nuestras vidas, no debe salirse del cause que Dios quiere que sigamos, que es el de permanecer libres, pero libres para amar, libres para darse, libres para soñar en un mundo siempre mejor, a pesar de que, al mexicano de hoy —y en general a los hombres de todas las naciones— le coquetean algunas ideas que le cautivan y ponen en juego su libertad. Por otra parte y sabiendo que esta reflexión será larguísima, sé que este festejo de la nación mexicana no tiene que ver con el acomodo de los salmos en la liturgia de la palabra de cada día ni con el Evangelio elegido para hoy, pero no deja de ser para mí significativo que el salmo a meditar sea el 27 [28] que entre otras cosas dice: «... él me socorrió y mi corazón se alegra y le canta agradecido. El Señor es la fuerza de su pueblo». Es desde nuestra fe de creyentes, que entendemos que no solo los hechos de la Independencia de México, sino todos los acontecimientos de nuestra historia, forman parte de nuestra historia de salvación. Dios da los acontecimientos su dimensión última. 

En una sociedad como la nuestra, más paganizada que nunca, en la que los contravalores del reino —idolatría del dinero, ansia de poder, engreimiento de la ciencia— se presentan como el ideal del hombre feliz y eficiente, pero que en realidad esclavizan, hay que repensar la libertad, porque la historia se repite y dentro de esta sociedad tenemos que seguir escuchando el mensaje de Jesús que nos invita a alcanzar la auténtica liberación. Por lo menos a mí este salmo y el Evangelio de hoy (Lc 7, 1-10) me dan muy buenas pistas para pensar en que la auténtica libertad no se puede alcanzar sin la fuerza que viene de lo alto, que orienta y ayuda a clarificar nuestras decisiones. La fe del centurión pagano —que aprecia y respeta las tradiciones judías—, es puesta en evidencia en contraposición a la poca fe de Israel. Esto despierta la admiración de Jesús ante aquel hombre que busca que su criado sea liberado de la opresión de la enfermedad. La fe, nos enseña Jesús al atender a su súplica, no se limita a un pueblo, a una cultura, a una raza. La humanidad y la humildad de aquel centurión van en la búsqueda de la libertad. Y como lo más significativo de todo el relato, es la insistencia del centurión que revela la profundidad de su fe, me enseña que la búsqueda de la auténtica libertad, para quien cree en Dios, no se puede quedar en un día de fiesta, sino que debe introducirse en la intimidad de la fe y desde allí lograr que el mundo encuentre la salvación —simbolizada hoy en la curación del enfermo—. La Virgen de Guadalupe, que jugó un papel determinante en aquella lucha por la libertad, interceda por nosotros y nos ayude a alcanzar la verdadera libertad, esa que solamente viene de Dios. ¡Bendecido lunes y viva México! 

Padre Alfredo.

domingo, 15 de septiembre de 2019

«Hagamos memoria, hagamos una fiesta»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmo 50 [51], conocido como «el Miserere» (que significa «apiádate» o «ten compasión»), es una de las oraciones más célebres del salterio, el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. Este salmo es la oración del hombre de siempre; pertenece a la historia de la humanidad, no solo a la historia del Oriente hebreo y de la civilización occidental cristiana. Al meditarlo entramos en el corazón del hombre y en el corazón de la historia de la humanidad. Recorre toda la historia de la Iglesia y de la espiritualidad: constituye el esquema interior del libro de «Las Confesiones» de San Agustín; san Gregorio Magno lo comentó ampliamente; es el espejo de la conciencia secreta de los personajes de Dostoievski y una clave de lectura de sus novelas. Famosos pintores lo describieron maravillosamente en sus obras. Sobre todo, es el salmo que ha acompañado las oraciones, las lágrimas, los sufrimientos de tantos hombres y mujeres que en él han encontrado ánimo y claridad en los momentos oscuros y pesados de su vida. Este domingo la Iglesia nos invita a acercarnos a él en el salmo responsorial. A la luz de este salmo, la liturgia de la palabra de este domingo nos invita a pensar en el camino de la conversión del corazón y a agradecer la iniciativa divina de un Dios que es todo misericordia. Él es siempre el primero en tender la mano, en correr en nuestra ayuda, en rescatarnos de nuestra miseria humana. 

El salmista pide a Dios que sea para él —y con él para todos nosotros— gracia, que se interese por quien está mal, por quien se encuentra en dificultad, que nos dé una mano. Es a la vez una especie de adelanto a la experiencia de María que canta: «Señor, tú has mirado la pobreza de tu esclava y me has hecho gracia, me has llenado de tu gracia» (cf. Lc 1,46-55). De entre los 150 salmos, no encontraremos otro que contenga tanta profundidad, belleza y consolación como éste. Desde la primera hasta la última palabra, un binomio maravillosamente evangélico recorre sus entrañas: «confianza–humildad». Este binomio es como un río de vida que atraviesa el salmo de parte a parte cubriendo todo de frescura y esperanza. A pesar de que aparece en él tantas veces el concepto y la palabra pecado —o su equivalente: culpa, iniquidad—simultáneamente se muestra la misericordia de Dios como una realidad mucho más sólida y visible; si la altura del pecado es como la de una montaña, la misericordia del Altísimo es como la altura de la cordillera más encumbrada. Si de los versículos de este bellísimo salmo retiramos la palabra «Dios», y la sustituimos por la palabra «Padre», llegamos fácilmente al corazón mismo del Evangelio, junto a las grandes parábolas de la misericordia del Señor que hoy nos ofrece la liturgia de la palabra en el capítulo 15 de Lucas (Lc 15,1-32), por eso se nos invita a orar con este salmo el día de hoy. 

En el Evangelio que tenemos para este domingo, se describen tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo. En los tres relatos se repiten los binomios, perdido—encontrado y tristeza—alegría. La lejanía de Dios produce la pérdida y su cercanía ofrece la posibilidad del encuentro. La tristeza por la soledad experimentada lejos de Dios se transforma en alegría tras el encuentro. Es Dios quien toma la iniciativa de buscar al extraviado, simbolizado en la oveja perdida, la moneda o el hijo pródigo. Dios, con su infinita misericordia, es en definitiva el auténtico protagonista de estas tres parábolas. La misericordia de Dios Padre se nos muestra en el Evangelio a través de su Hijo Jesucristo. Cristo es el rostro de la misericordia del Padre. De este modo, Cristo hace visible al mundo la misericordia del Padre y nos invita al arrepentimiento que busca el perdón. Sí, Jesús es el Buen Pastor que busca a sus ovejas y para que entendamos lo que nos quiere decir, añade la parábola de la mujer que pierde una moneda y lo revuelve todo hasta dar con ella. Y, sobre todo, por si todavía estuviera oscura su doctrina de perdón y de amor, expone la parábola del hijo pródigo. Las tres parábolas terminan en fiesta, la fiesta del re-encuentro, la fiesta de la vida nueva, la fiesta de re-estrenarse en la misma sintonía que el autor del salmo 50. ¿Por qué no imitar a Dios poniéndonos en su escuela de la misericordia? ¿Cómo podemos cambiar el corazón, el ánimo, la vida misma para empezar de nuevo? María nos da la clave: reconocernos como somos, pedir la gracia de Dios y lanzarnos a vivir para él. «Se fijó en la pequeñez de su sierva» dice María (Lc 1,48). Es lo mismo que debemos decir nosotros decididos a volver a empezar a vivir... ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

sábado, 14 de septiembre de 2019

«Desde lo más profundo del corazón»... Un pequeño pensamiento para hoy

No hay duda de que Jesús oró con los salmos, y especialmente cantó los salmos del Hallel, ese conjunto de salmos que se canta como parte de la liturgia judía durante determinadas festividades y que empieza con el salmo 112 [113] y termina con el 117 [118]. Según la Misná (La tradición oral judía), el Hallel se cantaba en el templo y en las sinagogas durante el tiempo de la Pascua y las fiestas del Pentecostés, de las cabañas y de la dedicación. Durante la celebración de la Pascua, se recitaba en las casas la primera parte de este Hallel (el Salmo 112 [113], según la escuela de Sammay, o los Salmos 112 y 113 [113 y 114] según la escuela de Hillel) después que se había llenado la segunda copa de vino y explicado el significado de la Pascua. Se concluía el Hallel con la cuarta copa de vino. Los evangelios nos atestiguan que Cristo cantó el Hallel. Hablando de la Última Cena dice el evangelista: «Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos» (cf. Mt 26,30; Mc 14,26). Jesús celebró y presidió la pascua con sus discípulos según el rito judío. 

El ejemplo de Jesús —afirma en uno de sus escritos monseñor Juan Esquerda Bifet el famoso misionólogo—, al usar los salmos para orar o para exponer su mensaje (Heb 10,5-7; Mt 22,43-45; 26,30; Mc 14,22-24), es una invitación a toda la comunidad eclesial para trasformar todo acontecimiento histórico en alabanza, adoración, gratitud, petición, a la luz de la Pascua. «Los salmos son un resumen de la espiritualidad del Antiguo Testamento. Estos himnos del texto sagrado resumen retazos de vida y de historia salvífica. El hombre asume los acontecimientos de su caminar personal y comunitario (alegría, dolor, triunfo, exilio, muerte...), a la luz de la historia de salvación, para convertirlos en diálogo con Dios (culto, oración) y en compromiso histórico. La dinámica de los salmos se mueve dentro de la esperanza mesiánica, en el contexto de un Dios que ama al hombre y le salva del fatalismo histórico y de las fuerzas de la naturaleza» (Juan Esquerda Bifet, “Caminar en el amor”, p. 38). El estudio profundo del ambiente judío es esencial para comprender rectamente la persona de Jesús. Jesús nació de madre judía, de la casa de David y del pueblo de Israel y su manera de orar con los salmos, abraza a su propio pueblo y al mundo entero. 

¿Cómo no reconocer en los Evangelios, aunque elevados a un plano superior, la palabra evocadora de los profetas, las figuras literarias de los salmistas y los métodos de enseñanza familiares a los rabinos judíos contemporáneos de Jesús? El Evangelio que Jesús predicó en Palestina tiene fuertes raíces judías, muchas de las cuales están en la costumbre judía de orar con los salmos, por eso en cada Celebración Eucarística hay siempre un salmo o un fragmento de estos bellos poemas en el salmo responsorial. El salmo de hoy constituye como «el punto de unión entre el cántico de Ana (1 Sam 2,1-10) y el Magníficat de la Virgen (Lc 1,46-55)». exalta «el nombre del Señor», que, como es bien sabido, en el lenguaje bíblico indica a la persona misma de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana. Tres veces, con insistencia apasionada, resuena «el nombre del Señor» en el centro de la oración del salmista. Todo el ser y todo el tiempo el nombre del Señor —«desde que sale el sol hasta su ocaso», dice el salmista (v. 3)— está implicado en todo. Dios quiera que siempre exaltemos su nombre y con ello su amor, su bondad, su misericordia de tal forma que caminemos siempre en su presencia y no nos pase como a esos de los que habla Jesús hoy en el Evangelio que piensan que con decir «Señor, Señor» y no hacen lo que él dice ya están salvados (Lc 6, 43-49). Procuremos que nuestra fe no se nos quede en puras exterioridades, sino que lo que hagamos externamente sea consecuencia de tener a Dios en el corazón, como los salmistas, porque «la boca habla de lo que está lleno el corazón». Hoy que es sábado vale la pena pensar un poco en el corazón más fiel al Señor, el corazón de María y pedirle a ella que nuestra alabanza a Dios no sea solo de palabra, sino que brote de nuestro interior. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

jueves, 12 de septiembre de 2019

«Alabar al Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy la liturgia de la Palabra nos coloca como salmo responsorial el último de los salmos, el 150 y quizá para alguno que otro surja una pregunta que yo me hice hace muchos años cuando era seminarista: ¿Por qué son 150 salmos exactamente y no 149 0 151? Los números, y sobre todo la simetría numérica, eran para el hombre antiguo algo muy significativo; así que no es de extrañar que, una vez comenzado el proceso de colección de los salmos los compiladores hayan llegado a concebir la idea de que debían ser 150. ¿Pero qué representa el número 150? nada en particular, pero suena armonioso y los judíos cuidaban mucho eso. Por ese motivo, muy probablemente, se haya llegado a acomodar la colección de la manera en que se hizo en las diferentes versiones. Todo este tiempo litúrgico del ciclo C de la liturgia dominical, he estado haciendo mi oración diaria precisamente partiendo del salmo responsorial de cada día y he compartido con ustedes mi reflexión de cada uno de ellos; así lo haré Dios mediante hasta antes de las Vísperas del primer domingo de Adviento de este año. Cuando vamos al Misal y luego queremos leer el salmo que se cita como responsorial, lo encontramos en la Biblia con el número cambiado: un número más. La diferencia de numeración —ya lo he dicho varias veces— se suscita entre la versión griega del Antiguo Testamento (llamada «Septuaginta» o de los LXX) y el texto hebreo llamado «Texto masorético». 

A nosotros, como Iglesia Católica, nos llegó la numeración griega a través de la versión latina llamada la «Vulgata». Como todos los textos litúrgicos provienen de la organización del texto en la Vulgata, en la liturgia se usa la numeración septuaginta —vulgata—, mientras que en todo lo demás, se usa la numeración hebrea. En los dos casos hay 150 salmos, pero hay uniones y divisiones de textos en medio, de modo que no resultan numeraciones homogéneas, pero siempre hay 150 salmos porque la segunda parte del 146 se llama 147, y como el hebreo no divide ese salmo, desde el 148 las dos numeraciones se igualan, y siguen igual hasta el 150, por eso para el salmo de hoy no hay doble numeración. El salterio termina con este salmo 150, un salmo que nos invita a una apremiante alabanza: «Que todo ser viviente alabe al Señor». Puesto que todo viene de Dios, todos los cristianos lo alabamos. Dios está en el corazón del mundo, dándole el ser a todo viviente y realizando su empresa suprema en la constante construcción de la Iglesia, pueblo de Dios que camina hacia su encuentro definitivo con Aquel a quien le rinde alabanza: «¡Todo fue creado por él y para él! ¡A él la gloria y la alabanza!» (Rm 11,36). 

Alabamos plenamente al Señor cuando vamos entendiendo que esa alabanza no es algo que se queda atorado en la teoría o en el hermoso acomodo de un poema, sino que se concretiza en la vida y en la relación que tenemos con los demás en este mundo, los de cerca y los de lejos, los que sentimos cerca y los que no piensan como nosotros. Hoy Jesús, en el Evangelio nos ayuda a entender como es esta alabanza que rendimos a Dios (Lc 6,27-38). Alabamos a Dios no solo cuando hacemos cosas agradables para nosotros o para los que nos caen bien, sino también cuando amamos a los enemigos... alabamos a Dios dándonos a los que nos agradecen, pero también cuando hacemos el bien a los que os odian... alabamos a Dios bendiciendo con cariño a los nuestros, pero también cuando bendecimos a los que os maldicen y oramos por los que nos injurian... alabamos a Dios cuando estamos contentos con los compartimos en fraternidad pero también cuando presentamos la otra mejilla al que nos pega... alabamos a Dios cuando damos un regalo a quien queremos mucho pero también cuando amamos al que nos quita la capa y le dejamos también la túnica... Hoy el salmista y Jesús el Señor nos invitan a concretizar la alabanza a Dios para que no se quede en palabras o frases bonitas, sino en acciones que, cambiando los harapos de nuestro egoísmo por el magnífico vestido de la generosidad, le entregan todo, lo fácil y lo difícil, lo bonito y lo no tanto, como un regalo para darle gloria. Que la Virgen María nos ayude este día y siempre a alabar al Señor así, de esta manera, que es la que a él le agrada. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico! 

Padre Alfredo.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

«Bienaventurados»... Un pequeño pensamiento para hoy


Un trocito del salmo 144 [145] basta para ver cómo el salmista celebra las grandes obras del Señor que lo manifiestan con todos sus atributos. El Señor es un Rey justo y poderoso, a la vez que es bondadoso y lleno de misericordia hacia todas sus criaturas. En el idioma original en el que este salmo fue escrito, que es el hebreo, está compuesto con una estructura «alfabética», de manera que las ideas que el autor —que se supone es David— se yuxtaponen bastante libremente, sin una conexión lógica demasiado aparente y menos al traducir esto al español. Para hablarnos de las perfecciones de Dios, el salmista toma ideas y sentencias de otros salmos y los va organizando en un poema que exalta a la vez la grandeza de Yahvé y su cercanía a nosotros. Esta es la visión que querrá luego Cristo que tengamos del Padre, una visión que nos haga ver a la vez su grandeza insondable y su misericordia; su trascendencia y su providencia que es más atenta y cuidadosa que la que tiene con los pájaros del cielo y los lirios del campo (Mt 6,25-34). No hay duda de que muchas veces formularía su enseñanza valiéndose de salmos como este para acercarnos más a nuestro Padre Dios. 

Con Cristo podemos leer, meditar y saborear este salmo —que es el salmo responsorial de hoy— para bendecir, alabar y ensalzar al Padre celestial en sus perfecciones y en sus obras prodigiosas, de las cuales, el ser humano, es la máxima expresión, por eso la Palabra de Dios nos invita hoy, en la primera lectura, a revestirnos del hombre nuevo (Col 3,1-11), el hombre sencillo que, sin quedarse atrapado por el mundo, puede contemplar a la vez esa grandeza y esa bondad misericordiosa de nuestro Dios. Las bienaventuranzas, que el Evangelio de hoy nos ofrece en la versión de San Lucas (Lc 6,20-26), nos trazan precisamente la forma en la que debemos vivir para poder gozar de todos esos atributos divinos que el autor del salmo 144 [145] nos ofrece. 

En este mundo, los hombres y las mujeres de fe, deben caminar hacia la felicidad plena con un corazón sencillo y transparente, con hambre y sed de justicia, soportando el peso del camino con mansedumbre experimentando siempre al Padre Dios cercano, muy cercano. ¿Qué pasaría si tomáramos en serio las bienaventuranzas pensando en los atributos de Dios, especialmente su atenta providencia y misericordia para con nosotros y acertáramos a vivir sin tanto afán de cosas, con más limpieza interior, más atentos a los que sufren, sembrando y construyendo paz y con una confianza más grande en Dios? ¿Seríamos más felices o menos?... ¡Pero qué pregunta ésta última! Bien que lo sabemos, nos basta ver a María de Nazaret en su Magníficat en las que esos atributos de Dios resaltan. Él derriba a los potentados y enaltece a los humildes, Él sacia a los hambrientos y a los ricos los despide vacíos... Si nos dejamos de estarnos viendo tanto a nosotros mismos y vemos más a los demás, entenderemos al salmista y al evangelista más fácil. ¡Bendecido miércoles” 

Padre Alfredo.