Un trocito del salmo 144 [145] basta para ver cómo el salmista celebra las grandes obras del Señor que lo manifiestan con todos sus atributos. El Señor es un Rey justo y poderoso, a la vez que es bondadoso y lleno de misericordia hacia todas sus criaturas. En el idioma original en el que este salmo fue escrito, que es el hebreo, está compuesto con una estructura «alfabética», de manera que las ideas que el autor —que se supone es David— se yuxtaponen bastante libremente, sin una conexión lógica demasiado aparente y menos al traducir esto al español. Para hablarnos de las perfecciones de Dios, el salmista toma ideas y sentencias de otros salmos y los va organizando en un poema que exalta a la vez la grandeza de Yahvé y su cercanía a nosotros. Esta es la visión que querrá luego Cristo que tengamos del Padre, una visión que nos haga ver a la vez su grandeza insondable y su misericordia; su trascendencia y su providencia que es más atenta y cuidadosa que la que tiene con los pájaros del cielo y los lirios del campo (Mt 6,25-34). No hay duda de que muchas veces formularía su enseñanza valiéndose de salmos como este para acercarnos más a nuestro Padre Dios.
Con Cristo podemos leer, meditar y saborear este salmo —que es el salmo responsorial de hoy— para bendecir, alabar y ensalzar al Padre celestial en sus perfecciones y en sus obras prodigiosas, de las cuales, el ser humano, es la máxima expresión, por eso la Palabra de Dios nos invita hoy, en la primera lectura, a revestirnos del hombre nuevo (Col 3,1-11), el hombre sencillo que, sin quedarse atrapado por el mundo, puede contemplar a la vez esa grandeza y esa bondad misericordiosa de nuestro Dios. Las bienaventuranzas, que el Evangelio de hoy nos ofrece en la versión de San Lucas (Lc 6,20-26), nos trazan precisamente la forma en la que debemos vivir para poder gozar de todos esos atributos divinos que el autor del salmo 144 [145] nos ofrece.
En este mundo, los hombres y las mujeres de fe, deben caminar hacia la felicidad plena con un corazón sencillo y transparente, con hambre y sed de justicia, soportando el peso del camino con mansedumbre experimentando siempre al Padre Dios cercano, muy cercano. ¿Qué pasaría si tomáramos en serio las bienaventuranzas pensando en los atributos de Dios, especialmente su atenta providencia y misericordia para con nosotros y acertáramos a vivir sin tanto afán de cosas, con más limpieza interior, más atentos a los que sufren, sembrando y construyendo paz y con una confianza más grande en Dios? ¿Seríamos más felices o menos?... ¡Pero qué pregunta ésta última! Bien que lo sabemos, nos basta ver a María de Nazaret en su Magníficat en las que esos atributos de Dios resaltan. Él derriba a los potentados y enaltece a los humildes, Él sacia a los hambrientos y a los ricos los despide vacíos... Si nos dejamos de estarnos viendo tanto a nosotros mismos y vemos más a los demás, entenderemos al salmista y al evangelista más fácil. ¡Bendecido miércoles”
Padre Alfredo.
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