Hay salmos que, por su difícil composición, hacen que no sea del todo fácil hacer un comentario o simplemente comprender el sentido de lo que a nosotros, discípulos–misioneros de Cristo nos quieren decir luego de tantos siglos de haber sido escritos. Ante un salmo como el que la liturgia de hoy domingo nos pone como responsorial (Sal 67 [68]), no puede uno evitar sino estar gustoso de que el Señor siempre alcanza la victoria para el que es humilde y se reconoce pequeño ante él. La grandeza de Dios no solamente es definida por los triunfos tipo militares que muchos de los pasajes del Antiguo Testamento nos presentan; la magnificencia de Dios también es vista en su compasivo cuidado y preocupación por los humildes, por los débiles y necesitados. El nombre de Yahvé está conectado con lo que el humilde necesita. Los huérfanos necesitan un Padre, allí está Yahvé. Las viudas necesitan un defensor, Dios está allí.
Este salmo está colocado en la liturgia de la palabra de este domingo en donde el tono de la reflexión gira en torno a la humildad porque nos habla de los pequeños, de los que se saben necesitados del Señor y eso da pie a que comprendamos con más claridad lo que es la humildad ya que, en el complicado mundo en el que vivimos, nos hace bien reflexionar más en este tema. La humildad, sencillamente, es la verdad, la justicia con que nos vemos a nosotros mismos con nuestras cualidades y nuestros defectos. Humilde es quien desvía de sí mismo sus intereses personales y los dirige hacia los demás; humilde es aquel que es capaz de salir de sí mismo e ir al encuentro de los demás, el que no se siente el centro de todo el que sabe prestar atención y ponerse en el lugar del otro. La humildad es la base de la empatía y es indispensable para cualquier tipo de relación humana estable, sea en el noviazgo, en el matrimonio, en la familia, en el trabajo, en una comunidad religiosa, en el grupo parroquial... en todo. La humildad es una ley del Reino de los Cielos, una virtud que Cristo predica a lo largo de todo el Evangelio. La beata María Inés Teresa, escribiendo sobre este tema nos dice: «Yo nada puedo Señor, una y mil veces he comprobado que soy la fragilidad y la miseria misma. Pero si yo soy la fragilidad, tú eres el poder; si soy la miseria, tú eres la santidad; y ¿qué no puede esperar una vil criaturilla, si con humildad pide al Dios omnipotente y misericordioso que la crió?» (Ejercicios Espirituales de 1933).
El humilde todo lo espera de Dios y se sabe en el último lugar, el que invita Cristo a tomar en el Evangelio de hoy (Lc 14,1.7-14). No podemos negar que estamos viviendo en un mundo que valora la competencia y el éxito, ocupando «el lugar de honor» sobre todo y sobre todos los demás, donde hay muy poco espacio para los débiles y para quienes son incapaces de avanzar. Es bueno hoy escuchar a Jesús diciéndonos esto: «El que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido». Así, a la luz de este Evangelio, es mucho mas fácil entender este salmo 67 [68] para caer en la cuenta de que es hora de ser audaces y confiar en que se puede transformar el mundo desde la humildad, no buscando ser protagonistas sino sólo humildes discípulos y misioneros de Cristo. La humildad es condición indispensable para alcanzar un lugar en el Reino de Dios. El mismo san Lucas, que hoy nos regala este pasaje evangélico, nos habla del Magnificat de María, donde ella cantó que «Dios hizo valentía con su brazo, que dispersó a los soberbios del pensamiento de su corazón, que quitó los poderosos de los tronos y levantó á los humildes, que a los hambrientos colmó de bienes y a los ricos los despidió vacíos» (Lc 1,51-53). Que ella, la humilde María nos siga enseñando a ser humildes. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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