domingo, 29 de septiembre de 2019

«Pobres de los que están sumidos en su egoísmo»... Un pequeño pensamiento para hoy


Desde los primeros siglos del cristianismo, la acción a favor de los pobres fue una característica de la Iglesia, diferenciada de la mentalidad pagana que consideraba la pobreza y el abandono de los necesitados como una ley fatal de la naturaleza. A la sombra de la Iglesia, fueron naciendo y se desarrollaron una multitud de instituciones de beneficencia, porque fue la Iglesia la que fue marcando tendencia en el tema de las obras de misericordia. Un ejemplo de ellos es que, mientras en el mundo antiguo griego y romano era usual abandonar a la muerte a los niños no deseados, la Iglesia estimuló la creación de los primeros orfanatos. Desde aquellos años, los católicos han llevado a cabo multitud de iniciativas ante las grandes catástrofes naturales, las víctimas de las guerras o de cara a la promoción y desarrollo de los pueblos, y también actividades más locales para atender los problemas de sus comunidades: desempleados, inmigrantes, drogodependientes, enfermos de sida y todos los que la sociedad considera como descartados. Hoy el salmista (Salmo 145) nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal siempre necesitado de los demás para crecer y desarrollarse. El hombre —repite a menudo la Biblia— es como un edificio que se resquebraja (cf. Ecl 12,1-7), como una telaraña que el viento puede romper (cf. Jb 8,14), como un hilo de hierba, verde por la mañana y seco por la tarde (cf. Sal 89,5-6; 102,15-16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a convertirse en polvo: «Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen sus planes» (Sal 145,4). 

El autor de este salmo sabe que Dios es el creador del cielo y de la tierra; que es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo y que es Él es quien hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trasiega el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres desde el vientre materno y de edad en edad. El confort excesivo, que la sociedad de hoy ofrece a muchos, a costa de pagar y pagar por años sin término, los productos que se adquieren, le quita al hombre la visión que el salmista nos presenta al hablar de la confianza puesta en Dios. Y eso es algo que no es solamente de nuestros tiempos, pues hoy el Evangelio nos ofrece el pasaje del rico epulón (Lc 16,19-31). El que se deja embaucar por el confort exagerado que da el tener de más sin compartir, acaba convirtiendo al poseedor de este confort en un hombre inútil, débil, un ser derrotado antes de la lucha. Si no hay esfuerzo, no hay fortaleza interior. Y sin fortaleza el hombre no puede realizarse, salvarse a sí mismo. El que no pone empeño en la caridad, acabará prematuramente sumergido en la muerte, así sea por asuntos de dinero o de otras cosas más que saturan de egoísmo el corazón. Ayer comentaba algo sobre los hechos sucedidos en la Ciudad de México durante la marcha de protesta de un grupo de mujeres abortistas y decía que si ese grupo de mujeres que protestaban, no aman la vida de un bebé recién concebido en el seno materno, no amarán ni su propia vida ni la de los demás.

Eso es lo que pasó al rico epulón —viene del latín epulo, epulōnis: el glotón, el que come mucho y se regala mucho, el que se concede a sí mismo demasiado— Muchos de los hombres y mujeres de ayer y de hoy, enfrascados en la visión de alcanzar el confort que ofrece lo material, se quedan tan sumidos en su egoísmo, que no ven, ni quieren ver, la miseria que rodea su aparente grandeza y se quedan ciegos ante el valor de la vida, del pobre, del necesitado, del descartado, del no nacido. Nunca el ser humano, ha tenido tanto y nunca, como hoy, —como afirman muchas estadísticas— y nunca, como hoy muchas personas que aparentemente lo tienen todo, viven sumergidas en el desencanto, la ansiedad, la depresión o recurren a otras salidas porque, la vida, se les hace insípida, dura, inmisericorde, tremendamente pesada. ¿Qué puede haber en el corazón de un hombre o una mujer que no defiende al no nacido? ¿Qué puede haber en la mente de aquel que ni siquiera voltea a ver al necesitado? ¿Qué puede haber en el hombre y la mujer que han sacado a Dios de sus vidas? El celebérrimo escritor y poeta español Pedro Calderón de la Barca (1600- 1681) tiene un poema muy corto que quiero compartir para terminar este rato de reflexión: «Cuentan de un sabio, que un día tan pobre y mísero estaba, que sólo se sustentaba de unas yerbas que cogía. «Habrá otro», entre sí decía, «¿más pobre y triste que yo?» Y cuando el rostro volvió, halló la respuesta, viendo que iba otro sabio cogiendo las hojas que él arrojó». Un día nos tocará presentarnos ante Dios, ojalá lleguemos a encontrarnos con esa visión y confianza que el autor del salmo 145 tiene, y que María, la Madre de Dios, nos ayude a dirigir la mirada a donde debe irse, al corazón del hermano, especialmente el más necesitado. ¡Bendecido domingo!

Padre Alfredo. 

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