viernes, 31 de mayo de 2019

«¡Que rápido pasa el tiempo!... Un pequeño pensamiento para hoy

Llegué esta madrugada a mi tierra —Monterrey—, en donde ahora, pudiera decir, se encuentra mi base de operaciones y arribé a las primeras horas del último día del mes. ¡Qué barbaridad —como diría la hermana Letty Carranza—! Es que el tiempo vuela o es que así lo percibo yo. El científico Adrian Bejan, de la Universidad Duke (EE.UU.), asegura que los días de la infancia y juventud parecen durar más que en los años de la madurez. Según sostiene en un estudio, publicado en la revista European Review, esto se debe a la disminución de la velocidad del procesamiento de las imágenes vinculada con la edad. ¿Qué dices padre Alfredo? Sí, Adrian Bejan, profesor de ingeniería mecánica en Duke, asegura que la aparente discrepancia temporal —de niño el día nos rendía muchísimo más— puede atribuirse a la velocidad cada vez más lenta a la que el cerebro humano obtiene y procesa las imágenes a medida que el cuerpo envejece, porque con este proceso natural —aunque por fuera se renueve la carrocería— las redes enmarañadas de nervios y neuronas maduran, crecen en tamaño y complejidad, lo que lleva a caminos más largos para que las señales crucen. A medida que esos caminos comienzan a envejecer, también se degradan, dando más resistencia al flujo de señales eléctricas. Estos fenómenos, de los que habla Bejan, causan la velocidad a la que se adquieren y procesan nuevas imágenes mentales para disminuir con la edad. Esto se evidencia en la frecuencia con que los ojos de los bebés se mueven en comparación con los adultos, señala el conspicuo científico, ya que los bebés procesan las imágenes más rápido que los adultos, sus ojos se mueven más a menudo, adquiriendo e integrando más información. 

El resultado de las investigaciones de Adrian Bejan, es que, dado que las personas mayores ven menos imágenes nuevas en la misma cantidad de tiempo real, les parece que el tiempo pasa más rápido. El presente —dice este hombre de ciencia— es diferente del pasado porque la visión mental ha cambiado, no porque suene la alarma de alguien. Los días parecieron durar más en la niñez y la juventud porque la mente joven recibe más imágenes durante un día que la misma mente en la edad adulta. En fin, el caso es que mayo ya se fue y mañana llegamos al mes que cierra la primera mitad de este 2019 y celebramos la memoria de la visitación de la Virgen María a su parienta Isabel en el aún pequeño pobladito de Ain Karem, que se traduce como «Fuente del Viñedo», y que está situado en las cercanías de Jerusalén, al oeste de la ciudad nueva y a unos 6 kilómetros de la Puerta de Jaffa. El año pasado estuve allí. Es en este pintoresco lugarcito en donde el Evangelio nos transmite el más largo párrafo que conocemos salido de los labios de María (Lc 1,39-56). Nunca más recogerá el Evangelio tantas palabras suyas. Casi siempre, María va junto a Jesús como una sombra silenciosa. Yo no se por que, pero me imagino que, aunque era mujer, hablaría poco, porque a Dios se le capta y se comparte con él fácilmente la vida sin necesidad de largos parlamentos. Ya ven la súplica tan breve, tan concisa, en las bodas de Caná. 

La Madre de Dios siempre irá siempre así, como un árbol deseando extender el cobijo de sus brazos para dar a Jesús un poquito de sombra fresca, como un ánfora en un rincón, como una sonrisa de infinito amor a la que, más de una vez, habrá de volverse Jesús. Conmigo también calla, soy yo el que hablo más con ella repasando las cuentas del Rosario —aunque a veces lo rezo con los dedos— y parece que ella calla y escucha para decirme solamente: «Haz lo que mi Hijo te diga» (cf. Jn 2,5). El salmo responsorial de hoy, que está tomado del libro de Isaías, nos da un puchoncito para que entendamos y celebremos la dicha de María en su visitación a Isabel: «El Señor es mi Dios y salvador, con él estoy seguro y nada temo. El Señor es mi protección y mi fuerza... Den gracias al Señor, invoquen su nombre, cuenten a los pueblos sus hazañas, proclamen que su nombre es sublime... Alaben al Señor por sus proezas, anúncienlas a toda la tierra... porque el Dios de Israel ha sido grande con ustedes» (Is 12). Y como empecé hoy hablando del tiempo que pasa tan rápido. La Escritura dice que María permaneció con Isabel unos tres meses. Seguro se le fueron rápido, como una hora nueva en el reloj que mide la existencia humana de la Señora. Una existencia que va a estar apretada de tantas y tantas horas densas con cada uno de sus hijos. María, visita a Isabel y visita nuestros corazones cada día. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo. 

P.D. Les pido sus oraciones por mi papá, el Sr. Alfredo Delgado. Hoy viernes a las 6 de la tarde tendrá una cirugía de columna que es urgente realizarle. Estoy seguro que esas oraciones serán el mejor regalo que le podemos dar a este maravilloso hombre a quien tanto le agradezco como hijo y tanto aprecio le tienen muchos. ¡Dios se los pague!

jueves, 30 de mayo de 2019

«Como Aquila y Priscila»... Un pequeño pensamiento para hoy


Escribo ahora mi pequeña contribución (por eso se llama «Un pequeño pensamiento») desde la casa de Lucio y Magnolia, que vienen a ser en este y otros días para mí, una especie de «Aquila y Priscila» como en la primera lectura de la Misa de hoy (Hch 18,1-8) que nos habla de este matrimonio que hospedó a Pablo. Llegué desde ayer en la tarde a CDMX para realizar algunas diligencias que me mantendrán aquí hasta la media noche en que regrese a mi nueva Selva de Cemento en Monterrey y empiezo mi reflexión de esta mañana agradeciéndole al Señor por tantos Aquilas y Priscilas que Dios ha puesto en mi vida misionera. ¿Cómo pagar tantos bienes recibidos de tantas gentes tan buenas que se han cruzado en mi vida? ¿Cómo agradecer tantos favores, préstamos de casas, coches, boletos de avión y de autobús, ornamentos, ropa, comida y toda clase de artilugios para ayudarme en mi andar misionero? El salmista hoy me ayuda a hacerlo con este precioso salmo 97 [98], porque cada día que pasa tengo que decir desde lo más hondo de mi corazón lo que él expresa hoy: «Una vez más ha demostrado Dios su amor». ¡No me alcanzaría toda mi vida para agradecer a tantos y tantos por todo lo que he recibido para seguir mi itinerario misionero! Con este salmo puedo alabar esta mañana al Señor que revela su victoria, como hemos visto en la lectura anterior. También nosotros nos alegramos con esa victoria y decimos: «Cantemos al Señor un canto nuevo, pues ha hecho maravillas. Su diestra y su santo brazo le han dado la victoria.». 

Muchos de los cristianos del siglo XXI se han despistado y no se dan cuenta de que debemos tener la misma urgencia que los cristianos del primer siglo: «Ver a Jesús» y dar gracias por sus beneficios, que nos llegan muchas veces —la mayoría, diría yo— a través de gente buena, como Aquila y Priscila. Necesitamos experimentar la presencia del Resucitado en medio de nosotros que nos invita a compartir y a ser agradecidos, para reforzar nuestra fe, esperanza y caridad. Pero a muchos les provoca tristeza pensar que el Señor no está entre nosotros, porque no sienten ni pueden tocar su presencia como quisieran. Jesús habla claro en el Evangelio: «Dentro de poco tiempo ya, no me verán; y dentro de otro poco me volverán a ver». Así, toda clase de tristeza se transforma en alegría profunda, porque se experimenta su presencia segura en el compartir, en el ayudar al necesitado, en tomar en cuenta al descartado, en acompañar al que se acerca a dar una ayuda y en la gratitud a quienes, sin ningún interés propio, hacen hasta lo que no para ayudarnos. Yo he palpado esto con mucha claridad durante toda mi vida y en especial puedo hablar de lo vivido en estos días en que mi papá ha estado enfermo. Jesús está «sentado a la diestra de Dios», y, al mismo tiempo «trabaja con los que hacen algo por los demás» en la tierra. Esto señala bien que para expresar toda la riqueza del misterio de la ascensión, que ya estamos por celebrar —y que en algunas partes del mundo se celebra hoy— las palabras faltan. Las palabras más ajustadas son, quizá, las de una «presencia escondida». Sólo la fe nos asegura que la ausencia de Jesús es presencia, misteriosa pero real. 

Celebrando la Pascua debemos crecer en la convicción de que Cristo y su Espíritu están presentes y activos, aunque no les veamos, porque esa presencia se manifiesta en el prójimo y en los acontecimientos que vivimos, en el trabajo, en el compartir, en la vida ordinaria de cada día. La Eucaristía nos va recordando continuamente esta presencia. Y por tanto no podemos «desalentarnos», o sea, perder el aliento: «Espíritu» en griego —«Pneuma»— significa precisamente «Aliento». Pidamos este día al Señor, por medio de su Madre Santísima, que sepamos reconocer su presencia, con gratitud. Así, estoy seguro, sabremos encontrar siempre razones para vivir nuestra fe con alegría. Que Dios nos conceda, por intercesión de la misma Virgen María, nuestra Madre, la gracia de convertirnos en un signo del amor salvador del Señor para nuestros hermanos dando y compartiendo lo que podamos. ¡Gracias, gracias a todos y bendecido jueves sacerdotal y eucarístico! 

Padre Alfredo.

miércoles, 29 de mayo de 2019

«Alabemos al Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy

Desde que somos pequeños, casi todos los cristianos—sobre todo los que hemos sido educados en la fe de la Iglesia— aprendemos que Dios creó todas las cosas y en ellas dejó sus huellas. Vamos creciendo, nuestra fe se va solidificando y aquello va penetrando en el fondo del alma. Nosotros, como discípulos–misioneros, lo reconocemos y por eso el salmista, con el salmo 148, invita hoy, a toda la creación, a rendirle al Señor una alabanza agradecida porque Él es Dios. Taciano — escritor cristiano del siglo II, discípulo de san Justino— dice así: «La obra que por amor mío fue hecha por Dios no la quiero adorar. El sol y la luna hechos por causa nuestra; luego, ¿cómo voy a adorar a los que están a mi servicio? Y ¿cómo voy a declarar por dioses a la leña y a las piedras? Porque al mismo espíritu que penetra la materia, siendo como es inferior al espíritu divino, y asimilado como está a la materia, no se le debe honrar a par del Dios perfecto. Tampoco debemos pretender ganar por regalos al Dios que no tiene nombre; pues el que de nada necesita, no debe ser por nosotros rebajado a la condición de un menesteroso» (Discurso contra los griegos 4). 

El día de hoy habría que preguntarnos si de veras seguimos a Dios o si lo buscamos por las cosas que nos da, por los problemas que nos pueda resolver o porque dicen que da buena suerte. Si queremos convertir al mundo, evangelizándolo, es preciso que cada uno de los cristianos alabemos al Señor movidos por el Espíritu. Ni el Espíritu Santo, ni nosotros, que somos discípulos–misioneros, impondremos la verdad; la vamos presentando noblemente y con amor. Los destinatarios de la Palabra que predicamos son aquellos que si la escuchan y la asumen, realizarán la deseada transformación, el cambio, la conversión; y, si la desoyen y se resisten, seguirán viviendo en tinieblas. Las personas reunidas en el Ateneo, oyeron las palabras de Pablo, pero no escucharon su mensaje con apertura de una mente y un corazón que alaban a nuestro Dios. Ese mensaje requería cambio de actitud. Por eso le dijeron: déjalo para otro día; en otra oportunidad seguiremos hablando (Hch 17,15-16. 22-18,1). El discurso es bellísimo, Teología pura, pero nadie o casi nadie hizo caso. San Pablo, probablemente decepcionado, sabiendo que no deseaban un nuevo encuentro, se marchó hacia Corinto. Él había sembrado, pero la semilla cayó en un pedregal. 

¡Cuántas veces la Palabra y la voz del Espíritu rebotan en la roca de nuestra conciencia en vez de penetrar amorosamente en ella... porque le cerramos la puerta!... ¡Hay que abrirla! Es cuestión de ser dóciles al Espíritu Santo, al Espíritu de la verdad. Él nos llevará siempre, si nos dejamos conducir por Él, hasta la verdad plena. Nos anunciará lo que ha de venir. Nos enseñará a leer los signos de los tiempos, a ver la mano de Dios en todos los acontecimientos de nuestra vida ordinaria, a amar los caminos misteriosos y fascinantes por los cuales conduce al hombre y a la creación entera a la instauración total en Cristo. Pero muchas veces la Palabra y la voz del Espíritu rebotan en nuestra conciencia, como la voz de Pablo rebotó en Atenas, por la dureza del corazón y la mente humanos, ¡en vez de dejarse ganar por el amor a la Verdad, le cierran la puerta! No es fácil cumplir el papel de apóstoles en un mundo egoísta, injusto, pasional, caprichoso, consumista... Ese mundo no está preparado ni quiere prepararse cultural, pedagógica y espiritualmente para ser discípulo misionero. Incluso algunos católicos temen dejar abiertas las ventanas del alma a la Verdad que les comprometa; prefieren vivir en la superficie, casi a la intemperie. ¡Cambiemos de actitud! Experimentemos o revivamos el gozo de ser invadidos por el Espíritu de Dios, como María, como los Apóstoles, como tantos santos en la Iglesia y el amor a los hermanos se acrecentará de manera que le rindamos alabanza al Señor. 

Padre Alfredo.

martes, 28 de mayo de 2019

«Acción de gracias con los salmos»... Un pequeño pensamiento para hoy


Los salmos son escritos que no nacieron de un día para el otro ya coleccionados, sino piezas poéticas que fueron aglutinándose conforme al uso (el culto, la coronación del rey, la boda real, un nacimiento, una muerte, etc.), conforme al prestigio de sus autores o compiladores (hay salmos atribuidos directamente a David, y otros a la escuela de Córaj, o a la de Asaf, o incluso uno a Salomón) y conforme al género musical (hay salmos rotulados como de un género musical u otro, rótulos que a veces son indescifrables para nosotros). Todo ese conjunto de piezas, que más o menos habría adquirido una cierta unidad estable hacia la época en que se tradujo la versión de los LXX, fue recogido en esta especie de colección de 150 poemas. Nadie sabe si los enumeró el traductor griego; Tal vez por él o por quien haya sido, se hizo con la idea de dividir la colección en 150 piezas para sentar la imagen, muy atrayente, de un número redondo, y que hasta podía convertirse en evocativo. Los números, y sobre todo la simetría numérica, eran para los judíos algo muy significativo. El 15, en hebreo —no en griego— es un numero «sacro», porque se debería formar con la iod y la he, que son las letras iniciales de Yahvé —precisamente por eso los judíos no escriben el 15 como 10+5, es decir iod + he, sino como 9+6 -tet+vav-, para evitar blasfemar sin querer—. Tal vez a quien tradujo le atrajo el número simplemente redondo de 150, pero que una vez sentado pudo evocar esa representación del 15 sobreabundante. 

De entre esa enorme y bella colección, la liturgia toma hoy el salmo 137 [138]. Un salmo de acción de gracias en el que el salmista agradece al Señor que lo ha librado en su aflicción y lo ha renovado en sus fuerzas interiores para seguir en la batalla de la vida. Gracias a sus acentos tan llenos de confianza, la Iglesia canta con él las grandes hazañas realizadas por Dios en su favor, las cuales superan con mucho a las realizadas en la antigüedad con el Pueblo de Israel. Con la misma confianza del salmista, agradecemos ahora nosotros en este tiempo pascual a Jesús, «que está siempre vivo para interceder en nuestro favor» (Hb 7,25). Llenos de gratitud y confianza, a unos días de celebrar la fiesta de la ascensión del Señor, le pedimos que no abandone la obra de sus manos, sino que la lleve a plenitud en todos y en cada uno de nosotros y en la creación entera. Aparentemente, en la perícopa evangélica de hoy (Jn 16,5-11) Cristo abandona a sus apóstoles. Pero Cristo afirma que su partida está cargada de sentido: El vuelve al Padre (Jn 14, 2, 3, 12; 16, 5), porque su misión ha terminado y el espíritu Paráclito será el testigo de su presencia (Jn 14, 26; 15, 26). Jesús compara la misión del Espíritu con la suya; en efecto, no se trata de creer que desde la ascensión ha terminado el reino de Cristo, que ha abandonado la obra que ha hecho en sus seguidores y que ha sido reemplazado por el del Espíritu. Cristo nunca nos ha abandonado, por eso le damos gracias. Lo que ha terminado es el modo de vida terrestre de Cristo, que oculta al Espíritu y el modo de vida del que Él se beneficiará después de su resurrección y que no será ya perceptible por los sentidos, sino solamente por la fe: un modo de vida «transformado por el Espíritu» (Jn 7, 37-39) que hemos de agradecer siempre. 

Volvemos a encontrar en el Evangelio de hoy ese deseo de Cristo resucitado, que busca convencer a sus apóstoles de que no busquen ya una presencia física, sino que descubran en la fe la presencia «espiritual» —entendiendo aquí espiritual no solamente como opuesto a físico, sino designando verdaderamente el mundo nuevo animado por Dios; cf. Ez 37, 11-14-20; 39, 28-29—. Hoy es un buen día para agradecer que no estamos solos, que tenemos en nosotros, en cada uno de nosotros, en la realidad de nuestra vida personal, el don, la presencia, la fuerza del Espíritu. Este es un buen día para agradecer el don del Espíritu que nos ha sido dado para ser testigos de Jesucristo. Nuestra oración de hoy, con ayuda de María, ha de ser una oración de gratitud por esta venida a nosotros del Espíritu de Jesús, del Espíritu de Dios que llegará el día de Pentecostés para que fecunde nuestra vida de cada día. Justo es que demos gracias a Dios por la salvación recibida. Salvación corporal de los apóstoles; salvación espiritual del carcelero y su familia en la primera lectura (Hch 16,22-34) y lo hacemos con el Salmo responsorial que podemos orar no sólo en Misa sino en la quietud de nuestro cuarto o en el Templo al calor de la presencia de Jesús en la Eucaristía. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 27 de mayo de 2019

«Pasión por la vida, pasión por Cristo...» Un pequeño pensamiento para hoy

Ayer, mientras los Tigres y el León disputaban la final del campeonato de futbol, yo celebraba las Misas de 8 y 9 de la noche en San José Obrero, esperando, por supuesto, encontrarme con que mis Tigres resultaran campeones y así fue. De esta manera, me cae como anillo al dedo amanecer con el salmo 149 que en el último de los párrafos que toma la liturgia de la Palabra del día de hoy dice: «Que se alegren los fieles en el triunfo, que inunde el regocijo sus hogares...» Indiscutiblemente la cancha de fútbol es un aspecto importantísimo de la cultura de este país y en especial de esta ciudad de Monterrey —también una selva de cemento como CDMX— que ahora es mi nuevo hogar. Yo creo que no existe otro deporte sobre la faz de la tierra que genere tanta atención. Padres, hijos, abuelos, tíos, amigos y hasta extraños, se juntan para ver los partidos y se codean en los estadios sin conocerse para celebrar. Hay muchas palabras que podría usar para describir lo que me encontré en la televisión al llegar anoche a la casa de mis papás: euforia, gozo, alegría, algarabía, lágrimas de triunfo en la macroplaza... Pero quizá ninguna palabra se ubica tan bien a este deporte como la palabra «pasión». Y como lo vi siempre en el «Tigre más Tigre», mi querido Osvaldo Batocletti: un buen cristiano puede tener pasión por el fútbol y a la vez ser un discípulo–misionero apasionado por Dios y comprometido con Él. 

Soy consciente de que el futbol y el regodeo de un campeonato es una alegría pasajera que no se puede comparar con el gozo que encontramos en el Señor, pero a mí —y creo que a muchos más— nos hace ver la importancia de vivir con «pasión». El tiempo que Dios nos presta es precioso y hay que vivirlo así como se vive un partido de futbol... «con pasión». La Biblia no es que hable mucho acerca del tema del deporte, pero san Pablo alude, en varios escritos suyos, a los juegos y deportes de su época, haciendo aplicaciones espirituales para ayudarnos a entender lo que es vivir con pasión: «¿No saben ustedes que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corran de tal manera que lo obtengan. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que, habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado» (1 Cor 9,24-27). «Y también el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha legítimamente» (2 Tim 2,5). 

Sé también que trofeos o coronas materiales no tienen un valor permanente. Al rato llega otro torneo y, ¿qué valor permanente tienen estos artilugios, uno tras otro? Los torneos y los mismos trofeos son corruptibles, lo verdaderamente importante es vivir la vida en Cristo con pasión, de tal manera que podamos decir juntamente con san Pablo: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Tim 4,7-8). Decía la otra vez el Tuca (Ricardo Ferretti): «Preferimos estar con los pies bien puestos sobre la tierra y hacer bien nuestro trabajo», o sea, jugar con pasión. Yo creo que este lunes, luego del partido final del campeonato de ayer y contento porque acabo de celebrar la Santa Misa con mis hermanas Misioneras Clarisas, puedo aprovechar este tema del futbol como una herramienta para que muchos puedan conocer a nuestro Dios viendo el testimonio de algunos jugadores que se persignan o se santiguan antes de entrar al campo, al meter un gol o terminar el partido; o el de estos y otros jugadores, técnicos y directivos que no fallan a su misa dominical; como sucedía con «el Bato» (Osvaldo Batocletti). Que el Señor se glorifique en nuestras vidas de creyentes en cada partido y que esta otra estrella que gana Tigres no se nos suba a la cabeza para ser afrentosos y presumidos, sino para captar bien lo que es la pasión, levantando no solo en alto un trofeo más, sino también, y con la misma pasión, la bandera de Jesús, para mostrar en la cancha y fuera de ella, sus enseñanzas y la manera en que Él nos va moldeando y haciendo más parecidos a Él día a día. No se si a la Virgen María le gustara el deporte, pero creo escucharla diciéndonos que si los seguidores de su Hijo como discípulos–misioneros vivimos con pasión, nuestra relación con Dios se hace aún más cercana y que hay que ser tan valientes no solo como los jugadores de futbol profesional, que se enfrentan también a veces al fracaso, sino como los Apóstoles, que con una auténtica pasión, entregaron lo mejor de su vida para ganar no un partido, sino la carrera de la fe. ¡Bendecido lunes y muchas felicidades a mis Tigres! 

Padre Alfredo.

domingo, 26 de mayo de 2019

«La bendición de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy

El salmo responsorial de este domingo es un salmo con un maravilloso enfoque misionero. El salmista reconoce que el pueblo elegido tiene el propósito de hacer conocer la salvación de Dios a todas las naciones. Pone todo su interés en la gloria de Dios y pide que todos los pueblos le alaben y pide un avivamiento para el pueblo de Dios, y este avivamiento resultará, precisamente, en la expansión misionera que alcanzará a todas las naciones. Siempre hace falta una continua renovación en el pueblo de Dios. «Que nos bendiga Dios y que vuelva sus ojos a nosotros» se basa en la bendición aarónica de Num 6,24-26. Y hay que notar que en Jerusalén, en una tumba del tiempo de Ezequías, los arqueólogos han encontrado esta bendición escrita en un rollo de cobre. La bendición de Dios, en el contexto en que está escrito este salmo, se manifiesta en el bienestar total de la vida (física, emocional, espiritual) del individuo y de la comunidad. El salmo es una oración pidiendo que la bendición recibida de Dios ilumine a todos en todos los aspectos de la vida. 

El énfasis de la bendición está en que llegue a todos los pueblos. Dios es tan grande que su misericordia hacia otros pueblos que se vuelvan a él no disminuirá su interés personal en cada uno de los elegidos. Así el salmista termina con un resumen de su tema principal: Dios bendice a su pueblo para que sea instrumento de la bendición de Dios para todos los confines de la tierra. Pero ¿qué entendemos nosotros por «bendición»? A menudo se confunde la palabra «bendición» con «éxito» o «prevención de dificultades». Y hay gente que se pregunta por qué se nos presentan problemas si amamos al Señor, luchamos por vivir en sus sendas y oramos insistentemente día y noche. Incluso hay quienes insisten en que a quien ama a Dios y cumple su voluntad, nada malo le puede pasar. Bendición y éxito no son términos necesariamente emparentados. Si hubiera que identificar los dos términos, entonces habría que concluir que Jesús no fue un bendecido por Dios ya que su obra fue un aparente fracaso a los ojos del mundo. También los que aman a Dios se enferman, tienen dificultades y mueren, pero no por eso vamos a afirmar que no son bendecidos por el Señor. La bendición debe entenderse más bien como el acompañamiento que hace Dios para que, en medio de las tormentas, el barco de nuestra vida llegue a puerto seguro.

Cercanos ya a la solemnidad de la Ascensión y a la solemnidad de Pentecostés, el Evangelio de hoy, la palabra de Dios que nos muestra siempre la bendición de Dios para su pueblo, nos recuerda la promesa del envío del Espíritu Santo (Jn 14,23-29). Desde ya, experimentamos la bendición de Dios y vamos preparándonos para acoger este don que Dios Padre nos hace desde el cielo a través de Jesucristo. El Espíritu nos guía a cada uno de nosotros y a toda la comunidad de la Iglesia. Que nunca nos falte esta asistencia, esta bendición del Espíritu Santo, y que nunca nos falte la docilidad para dejarnos llevar siempre por Él. La Virgen María, bendecida siempre por Dios, nos alienta, con su vida y su testimonio, a deducir que el creyente no está solo, no es un huérfano, es alguien que en todo momento posee la bendición de Dios. Primero, porque el Padre no es alguien lejano y distante y segundo, porque por su bendición, somos santuario y morada de Dios mismo: «vendremos a él y haremos en él nuestra morada». Caminemos en la bendición de Dios y avancemos alegres por la vida, desgranando nuestros días en un ambiente de incesante gozo pascual. Que nada ni nadie nos turbe. Que pase lo que pase, conservemos la calma, vivamos serenos y optimistas gozando de esa bendición que Dios nos da, persuadidos de que Jesús, con su muerte y con su gloria, nos ha salvado de una vez para siempre. ¡Bendecido domingo!

Padre Alfredo.

sábado, 25 de mayo de 2019

«Alabemos a Dios todos los hombres»... Un pequeño pensamiento para hoy


El origen de la Misión es una llamada de Dios. Por eso el libro de los Hechos presenta siempre al Espíritu Santo como el gran protagonista invisible de la misión. No conocemos los medios exactos por los que los primeros Cristianos reconocían las indicaciones del Espíritu para ir de un lugar a otro. Pero en todo el libro de los Hechos es una constante este protagonismo del Espíritu y la obediencia de los discípulos a su voz. Hoy, en la primera lectura (Hch 16,2-10), la indicación es clara. San Pablo tuvo una revelación, vio una «aparición» de un macedonio, que le rogaba «¡Ven a Macedonia!». Con esta colaboración entre el Espíritu invisible y los Apóstoles visibles, como responsables de la tarea evangelizadora de la Iglesia, sigue extendiéndose por el mundo la fe en Cristo, y el salmo puede así decir con verdad: «Alabemos a Dios todos los hombres». Esa es el ansia que debe estar en el corazón de todo discípulo–misionero, el anhelo de que Dios sea conocido y amado por todos los hombres. Hoy nos queda claro que «ser discípulos–misioneros —como dice el Papa Francisco— es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos» (Papa Francisco, «La Iglesia de la misericordia»). 

Es el Espíritu de Jesús, misterioso pero eficaz agente de toda vida eclesial, quien inspira al Apóstol y a la comunidad cuáles son los lugares y los caminos de la evangelización en cada momento. No podemos erigirnos cada uno en intérpretes de la voluntad de Dios. El discernimiento es comunitario. Y la voz del Espíritu se reconoce en la comunidad sobre todo a través de la enseñanza y decisión de los sucesores de Pedro y los Apóstoles, el Papa y el episcopado mundial, con una participación también notoria —como se ve a lo largo de los Hechos de los apóstoles— de la misma comunidad de discípulos–misioneros que, con entusiasmo y atentos al llamado, se lanzan a la tarea misionera. La beata María Inés Teresa decía que hay que tener siempre presente nuestro ser misioneros «como algo que nos quema, que nos inquieta, que no nos permite reposo alguno mientras haya en el mundo una sola persona que no conozca la luz» (Carta circular 13, periodo 1973-1985). 

Pero ¿quién pide ayuda hoy? ¿Quién está diciendo, con palabras o con gestos, «Ven», como aquel macedonio? No es fácil hacer este discernimiento en un mundo que en el que el apóstol y la comunidad misma se pierden y confunden en más de una ocasión entre tantas voces que se escuchan. Las personas que están siendo excluidas de las llamadas «sociedades del bienestar» y, muy en particular, los ancianos que viven y mueren solos porque ya no interesan a nadie; los inmigrantes que sueñan con encontrar un espacio acogedor, que demuestre con hechos su tradición cristiana, y que a menudo encuentran explotación y marginación; los alejados de la Iglesia que no cesan de hacerse preguntas sobre el sentido de la vida y que estarían dispuestos a «volver» a la comunidad si ésta fuera comprensiva con sus búsquedas y a menudo con sus difíciles situaciones personales; los jóvenes que tienen un sexto sentido para descubrir lo que es valioso y que desearían una propuesta de vida enérgica y actual. Es curioso que nos toque hoy leer, estudiar y meditar un fragmento del evangelio de san Juan que habla de las relaciones del creyente con el mundo (Jn 15,18-21). El «mundo» para el evangelista, inspirado por Dios, es, en este texto, el ambiente que rechaza a Jesús, no el conjunto de los seres creados o la sociedad sin más. El discípulo de Jesús, que vive, como todos, en la sociedad, no participa, sin embargo, de este «mundo» que se rige por criterios contrarios a Jesús y su evangelio. Si Jesús fue perseguido por este «mundo», sus discípulos–misioneros correrán la misma suerte: «El siervo no es superior a su señor —dice Jesús—. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán». Sabemos que hay una persecución contra la Iglesia que es fruto de nuestra incoherencia, de nuestro pecado, o de nuestra incapacidad para conectar con el mundo de hoy. Pero hay otro tipo de persecución que se deriva del choque del evangelio con muchos de los criterios que hoy son vigentes. Esta segunda es un claro signo de autenticidad. Existirá siempre. Tenemos que estar preparados para afrontarla y María, Madre de la Iglesia, camina con nosotros en esta lucha, porque, como dice el salmista: «El Señor es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad nunca se acaba». ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 24 de mayo de 2019

«Lealtad»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy empiezo la reflexión como alguna que otra vez, con un cuento de un autor desconocido: «Un prisionero que había sido condenado a morir en la horca, tenía a su mamá viviendo en una lejana localidad y no quería dejar de despedirse de ella antes de ser ejecutado. Por este motivo, hizo al rey la petición de que le permitiese partir unos días para visitar a su madre. El monarca sólo puso una condición: que uno de sus amigos ocupase su lugar mientras permanecía ausente y que, en el supuesto de que no regresase, fuera ejecutado por él. El prisionero recurrió a su mejor amigo y le pidió que ocupase su puesto. El rey le dio un plazo de siete días para que el amigo fuera ejecutado si en ese tiempo no regresaba el condenado a muerte. Pasaron los días. El sexto día se levantó el patíbulo y se anunció la ejecución del amigo para la mañana del día siguiente. El rey preguntó por su estado de ánimo a los carceleros, y éstos respondieron: «¡Oh, majestad! Está verdaderamente tranquilo. Ni por un momento ha dudado de que su amigo volverá». El rey sonrió con escepticismo. Llegó la noche del sexto día. La tranquilidad y la confianza del amigo resultaban asombrosas. De madrugada, el monarca indagó sobre el amigo y el jefe de la prisión dijo: Ha cenado opíparamente, ha cantado y está extraordinariamente sereno. No duda de que el prisionero, su gran amigo volverá. «¡Pobre infeliz!» exclamó el monarca. Llegó la hora prevista para la ejecución. Había comenzado a amanecer. El amigo fue conducido hasta el patíbulo. Estaba relajado y sonriente. El monarca se extrañó al comprobar la firmeza anímica del amigo. El verdugo le colocó la cuerda al cuello, pero él seguía sonriente y sereno. Justo cuando el rey iba a dar la orden para la ejecución, se escucharon los cascos de un caballo. El prisionero había regresado justo a tiempo. El rey, emocionado, al ver la lealtad de los amigos, concedió la libertad a ambos hombres». 

Y es que siento que el tema que hoy puedo reflexionar junto con ustedes gira en torno a la lealtad, el pegamento más fuerte que hace que una relación dure una vida entera. La lealtad es una virtud inspira una esperanza sin limites. El salmista dice hoy que la lealtad de nuestro Dios llega hasta las nubes y relaciona esta hermosa virtud con el amor (Sal 56 [57]). En la primera lectura podemos ver la lealtad de los Apóstoles, que se muestran leales al Espíritu Santo que les inspira a tomar una decisión importantísima. Las deliberaciones que a veces tienen que tomar los Apóstoles (Hch 15,22-31) a veces son tensas, como leemos en el texto, porque entraban de por medio convicciones opuestas de parte de unos y de otros. Toda elección suscita un momento de «crisis», o sea de juicio, de discernimiento: «El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que la estrictamente necesarias» dicen, y es que saben, por su lealtad al Señor Jesús, lo que Él hubiera hecho. 

Definitivamente, la lealtad, lleva a una amistad duradera, a una obediencia clara, como dice la beata María Inés: «pronta, sincera, sin réplica, con espíritu de fe» y esa lealtad se mantiene viva cuando el amor se hace presente, como nos lo recuerda hoy el Evangelio (Jn 15,12-17). En resumen, la fidelidad en general no es otra cosa que la lealtad, la cumplida adhesión, la observancia exacta con espíritu de fe que se hace obediencia, como el «sí» que María Dios a Dios de una manera incondicional. Si somos leales en todo momento con Dios y con quienes debemos en esta tierra, nuestra vida transcurrirá feliz, serena y consolada aun en medio de las penas; porque la gracia del Señor no nos dejará. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 23 de mayo de 2019

«Unidos a la Vid»... Un pequeño pensamiento para hoy

El anuncio de las maravillas que ha hecho Dios, tiene siempre una proyección universal. Es un anuncio que está destinado a todos los pueblos. A todos los habitantes de la tierra ha de llegar ese anuncio de salvación. De ahí la vocación misionera de todo cristiano: ¡Somos, desde nuestro bautismo, discípulos­–misioneros! Estamos llamados a contar a todas las naciones las maravillas del Señor. Por eso hoy la liturgia de la palabra nos pone como salmo responsorial el 95 [96] para clamar con el salmista: «Cantemos al Señor un nuevo canto, que le cante al Señor toda la tierra... su grandeza anunciemos a los pueblos, de nación en nación, sus maravillas. “Reina el Señor”, digamos a los pueblos». El cristiano no puede pasar por la vida como quien sólo busca «matar el tiempo». El cristiano es un «discípulo–misionero» —como tanto insisto— para que todos puedan contemplar las maravillas del Señor. Ya sabemos que vamos por esta vida entre contrastes impresionantes, un día sufriendo y otro disfrutando; mas no como seres sin sentido sino como hombres y mujeres que viven unido a la vid. 

Yo creo que hoy a mucha gente le falta hacer una prueba muy importante y necesaria: Vivir por lo menos un día, tan sólo un día unidos a la vid, ofreciendo a Dios las alegrías, las penas, las venturas y desventuras. Y al final, cuando llegue la noche, preguntarse: ¿He tenido frutos hoy? ¿Ha valido la pena que yo haya vivido hoy? Y estoy seguro que la respuesta sería un sí, porque así la vida propia y la de los semejantes, cobra sentido: «Permanezcan en mi amor» nos dice hoy el Señor en el breve Evangelio que tenemos (Jn 15,9-11). Creo que es así como el Evangelio puede llegar a todos y purificar a las culturas de aquello que es contrario a la Verdad y al Amor que nos vienen de Dios, y se conviertan en un signo del mismo Dios, que se encarna y camina con el hombre insertado en su propia realidad, para poderlo conducir desde ahí a la vida eterna. Lo que el Señor nos pide a los discípulos–misioneros no es nada complicado. Lo que hoy pide Cristo es que «permanezcamos» en su amor. Abastecidos de amor, tenemos cómo amar lo que él nos pide y cómo esperar en lo que nos promete. ¿No es una maravilla poder cantar esto a los cuatro vientos? 

Al final, nuestro paso por el mundo habrá sido santo y agradable a Dios si hemos procurado que cada jornada sea una alabanza y un canto que agrade a Dios, desde que despunta el sol hasta su ocaso. También la noche, porque del mismo modo la hemos ofrecido al Señor. El «hoy» es lo único de que disponemos para santificarlo. El día habla al día; el día de ayer susurra al de hoy, y nos dice de parte del Señor: Comienza bien. Pórtate bien ahora, sin atorarte en el ayer, que ya pasó, y sin preocuparte de mañana, que no sabes si llegará para ti. Quizá me ha quedado esto después de haber celebrado estos tres días anteriores el Triduo de Misas por Osvaldo Batocletti y por el profesor José Hernández Gama que se nos han adelantado llamados ya por el Señor. El día de ayer ha desaparecido para siempre, con todas sus posibilidades y con todos sus peligros. De él sólo han quedado motivos de contrición por las cosas que no hicimos bien, y motivos de gratitud por las innumerables gracias, beneficios y cuidados que recibimos de Dios. El mañana está aún en las manos del Señor. Así que vivamos el hoy alabando y cantando al Señor con el mismo canto de María, que «proclama la grandeza del Señor». ¡Bendecido jueves Eucarístico y Sacerdotal! 

Padre Alfredo.

miércoles, 22 de mayo de 2019

«Necesitamos de Cristo»... Un pequeño pensamiento para hoy

La resurrección de Cristo es un hecho que ha fijado a nuestra vida una meta de esperanza. En Jerusalén está Pedro —dice hoy la primera lectura de la Misa (Hechos 15,1-6). Allí se dirigen también Pablo y Bernabé para que con los demás apóstoles y ancianos determinen lo que se ha de hacer en una cuestión «judaizante» muy importante. Nosotros vamos con ellos cantando el Salmo 121 [122]: «¡Qué alegría sentí, cuando me dijeron: “Vayamos a la casa del Señor”! Y hoy estamos aquí, Jerusalén, jubilosos, delante de tus puertas. A ti, Jerusalén, suben las tribus, las tribus del Señor, según lo que a Israel se le ha ordenado, para alabar el nombre del Señor». Todo este júbilo ha pasado a la Iglesia, a su jerarquía, a Pedro, cabeza del Colegio apostólico y a todos, porque Jerusalén representa el «centro de operaciones de aquella Iglesia incipiente pero llena de fe y confianza en el Señor». El asunto a tratar era peliagudo, una cuestión que pedía discernimiento sin precipitarse. Así lo entendieron los responsables, un tanto perplejos. Desde su punto de vista, actuaron con intención de no abrir heridas y de cicatrizar las ya existentes. La verdad y la paz debían darse unidas: «Por el amor que tengo a mis hermanos, voy a decir: “La paz esté contigo”». Entonces y ahora, en todas las comunidades, los creyentes formamos un cuerpo que busca vivir en paz y transmitirla, y todos estamos unidos a Cristo, Vid verdadera que nos nutre y da vida como a sus sarmientos, y siempre debemos, por lo tanto, fomentar la unidad cordial, fraterna, en la verdad sincera conservando la paz. 

A veces resulta difícil en la historia humana discernir lo que es esencial e intocable en una tradición y lo que es transitorio, accidental, caduco. La vida de los creyentes es dinámica, evolutiva. Tiene su orden y sus claves, pero cuesta descubrirlas con claridad y seguirlas. Situémonos hoy en la realidad judía. En su tradición religiosa, que fue el ámbito en el que surgía la religión cristiana, había doctrina, templo, ritos, sacramentos; y la circuncisión era su signo de identidad religiosa. Ese signo, sello de identidad, ¿podía y debía ser sustituido por signos y sacramentos nuevos, propios de la religión e Iglesia naciente de Cristo? Los fariseos, que eran judíos, pedían continuidad. Los gentiles, que apenas iban adhiriéndose a la fe con Pablo y Bernabé, pedían el acceso directo de las gentes al cristianismo, sin pasar por signos judaicos veterotestamentarios, como era ese de la circuncisión. Para resolver la cuestión se reunió el primer concilio de la Iglesia, el de Jerusalén. Hasta nuestros días, para resolver algunos asuntos de suma trascendencia, la Iglesia se reúne en concilios, sínodos, asambleas... a la luz de la alegoría de Cristo Vid, cuyos sarmientos, que somos nosotros, tenemos vida en su vida, fruto en su savia, luz en su revelación. Bien decía la beata María Inés en una carta a su hermana Teresa: «Trabajaré con tino y prudencia para que todos los corazones se amen entre sí, procurando ser yo para todos un ángel de Paz». 

El Evangelio nos presenta hoy la alegoría de la vid (Jn, 15,1-8) para explicarnos hasta qué punto le necesitamos a Él como alma de nuestra vida. El sarmiento que no está unido a la vid no puede dar fruto. Se seca, pierde la paz, hay que cortarlo. De igual modo nosotros si no estamos unidos a Jesucristo, tampoco podemos dar fruto. Nuestro fruto consiste en haber descubierto el verdadero sentido de la vida. Nuestro fruto significa ser personas que viven en paz con serenidad, esperanza, alegría, fortaleza en medio de las dificultades unidos al Papa, el vicario de Cristo en la tierra que convoca a la Iglesia a subir a la Jerusalén celestial como una familia en la fe. A la luz del salmo de hoy y de las lecturas, yo entiendo que debemos ser personas, discípulos–misioneros capaces de ayudar a los demás, sostenerlos, darles seguridad. Para vivir así necesitamos de Cristo. Y nos unimos a Él como el sarmiento a la vid por medio de la vida de gracia: la Eucaristía, la oración, la lectura y la reflexión de la Palabra de Dios. Qué María, la Reina de la paz, que vivía en aquellos días siempre cercana a los Apóstoles nos ayude. Yo cierro mi reflexión de hoy con la última frase del salmo responsorial: «Y por la casa del Señor, mi Dios, pediré para ti todos los bienes». ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 21 de mayo de 2019

«No pierdan la paz ni se acobarden»... Un pequeño pensamiento para hoy

Gracias a los cientos de kilómetros recorridos, a pie, quizá a caballo o en burro y en embarcaciones de la época, la Fe se fue enraizando en una tierra concreta, en comunidades humanas y en sus culturas, en grupos humanos del tiempo de Pablo, Bernabé y tantos más de los que nos habla el libro de los Hechos de los Apóstoles que estamos leyendo de manera continuada en este tiempo de Pascua. Pablo y Bernabé no se contentaban con anunciar el evangelio. En un segundo tiempo, algunos años después de sus viajes de ida, vuelven, fundan comunidades estructuradas y designan a «ancianos» para jefes de las mismas. El término «anciano» traduce el término griego «presbitre» del que vino más tarde la palabra «presbítero». La propia Fe, nos enseña este libro en la liturgia de la palabra del día de hoy (Hch 14,19-28), no puede vivirse individualmente. Es necesario vivirla en Iglesia, con otros. Al pasar por cada comunidad, los Apóstoles y aquellos primeros misioneros que les acompañaban, reafirmaban en la fe a los hermanos, exhortándoles a perseverar en la fe, «diciéndoles que hay que pasar muchas cosas para entrar en el Reino de Dios». Iban nombrando presbíteros o responsables locales, orando sobre ellos, ayunando y encomendándolos al Señor. 

Por eso el salmo que la Iglesia nos propone para orar hoy, como salmo responsorial es un salmo consecuentemente «misionero» y entusiasta: «que todos tus fieles te bendigan. Que proclamen la gloria de tu reino y den a conocer tus maravillas» (Sal 144 [145]). ¡Cuánto tenemos que aprender de aquel entusiasmo del salmista y de los primeros cristianos para quienes este tipo de salmos representaban palabras de aliento para su recia perseverancia, su fidelidad a Cristo y su decisión en seguir dando testimonio de él en medio de un mundo distraído como el nuestro! Dice el salmista: «Que mis labios alaben al Señor, que todos los seres lo bendigan ahora y para siempre» (Sal 144 [145],20). Por eso, hay en la liturgia de hoy una lección muy especial. Los primeros cristianos se sentían, no francotiradores que van por su cuenta —como muchos hermanitos de esos que vemos de casa en casa atacando a la Iglesia y hablando mal de la Virgen, del Papa y de los santos—, sino enviados por la comunidad, a la que dan cuentas de su actuación. Se sienten corresponsables con los demás. Y la comunidad también actúa con decoro, escuchando y aprobando este informe que abre caminos nuevos de evangelización más universal. Si en el ámbito de una parroquia, o de una comunidad religiosa, o de una diócesis, tuviéramos este sentido de corresponsabilidad, tanto por parte de los pastores y agentes de la animación como por parte de la comunidad, ciertamente saldría ganando una más eficaz evangelización en todos los niveles. Por eso la preocupación del Papa Francisco de que tengamos una Iglesia de puertas abiertas. 

Hoy, al leer esto cabe preguntarnos: ¿Comparto yo mi fe con otras personas? o bien, ¿la vivo solo? ¿Qué sentido tiene para mí la Iglesia? ¿Cómo participo de la vida de la comunidad local? ¿Conozco quién es mi obispo y rezo por él? ¿Pido por mi párroco y sus vicarios si los hay? ¿Observo que hay comunidades de religiosos o religiosas y se identificarlos? Así, sólo así, conociendo y valorando nuestra Iglesia, es como podemos tener comunidades fuertes y firmes en la fe. La consigna de Jesús es clara en el evangelio de hoy (Jn 14,27-31): «No pierdan la paz ni se acobarden... Es necesario que el mundo sepa que amo al Padre y que cumplo exactamente lo que el Padre me ha mandado». También ahora necesitamos esta fuerza. Porque puede haber, en nuestro ser y quehacer como discípulos–misioneros, tormentas y desasosiegos más o menos graves en nuestra vida personal o comunitaria y sólo nos puede ayudar a recuperar la verdadera serenidad interior la conciencia de que Jesús está presente en nuestra vida y quiere que todos le conozcan y le amen: «yo estoy con ustedes todos los días», «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo», «lo que hicieron a uno de estos pequeños, a mí me lo hicieron»... La presencia del Señor sigue siendo misteriosa y sólo se entiende a partir de su ida al Padre, de su existencia pascual de Resucitado: «Me voy, pero volveré a su lado». Que la Virgen María, como acompañó a aquellos primeros cristianos llenándolos de fuerza y amor al Señor, nos acompañe en nuestro compromiso misionero de hoy para que nadie nos arrebate la alegría de vivir para Cristo y lo podamos seguir dando a los demás. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 20 de mayo de 2019

«No hagamos ídolos»... Un pequeño pensamiento para hoy


Después de un fin de semana muy agitado, llega para mí este día lunes, un espacio de calma donde me encuentro con la segunda parte del salmo 113 en la liturgia, que en la Biblia, por las cuestiones de las divisiones sálmicas de las que ya he hablado, aparece como el 115. Hace poco alguien me volvía a preguntar: ¿Padre Alfredo, por qué los salmos se citan con dos números de capítulo distinto, uno normal y uno entre paréntesis? ¿cuándo se usa uno y cuándo el otro? Esto me da la oportunidad de aprovechar la calma de esta mañanita para retomar el tema y asomarnos de nueva cuenta al proceso de formación del Salterio (Conjunto de los salmos). La diferencia de numeración se suscita entre la versión griega del Antiguo Testamento —llamada «Septuaginta» o de los LXX— y el texto hebreo llamado «Texto masorético». A nosotros nos ha llegado la numeración griega a través de la versión latina llamada «Vulgata» —la traducción en latín—. Como todos los textos litúrgicos provienen de la organización del texto de esta versión latina, en la liturgia se usa la numeración de ésta, mientras que en todo lo demás, se usa la numeración hebrea. En los dos casos hablamos de 150 salmos, pero hay uniones y divisiones de textos en medio, de modo que no resultan numeraciones homogéneas. 

En la tradición Septuaginta/Vulgata, el Salmo 9 y el 10 del hebreo, forman uno solo, por lo tanto, a partir del salmo 11, todos tienen un número menos que en la numeración hebrea: el 11 es el 10, el 12 es el 11, el 51 es el 50 etc... hasta el salmo 146 —es decir: 147 del hebreo—, que se divide en dos, por tanto la segunda parte del 146 se llama 147, y como el hebreo no divide ese salmo, desde el 148 las dos numeraciones se igualan, y siguen igual hasta el 15... ¡Qué confusión! Pero resulta que hay un problema más en medio: sucede que el salmo griego 113, que debería ser el 114 hebreo, también une dos salmos, el 114 y el 115, así que allí comienza una distancia de dos números en cada salmo, pero enseguida se subsana el problema, porque el griego divide en dos el salmo 116 hebreo —es decir, el 114 griego—, así que de nuevo recobra la diferencia de 1 salmo, que se mantiene hasta el 148 —como ya he dicho—. Por supuesto que, si tenemos dudas, lo único que nos quedará por hacer es ir a la Biblia y mirar a ver qué es lo que concretamente se está queriendo citar. Precisamente en esta mañana serena, aparece en el salmo responsorial el 113 en su segunda parte, que, si lo buscamos en nuestras Biblias, va a ser el 115. En este Salmo, el rey David —a quien se le atribuye— declara cómo las gentes que se hacen un dios de un ídolo terminan volviéndose como esos, sólo algo material, sin ninguna esencia espiritual. 

Hoy, motivada por la New Age y el relativismo tan tremendo que vivimos, mucha gente carga ídolos, obras de manos de hombres, que nada tienen que ver con nuestro Dios: pulseritas rojas, ojos de venado, piedritas de diversos colores, colguijes, dijes, amuletos y demás. El salmista afirma que los que tienen estas costumbres, confiando ídolos, terminan por hacerse iguales a ellos: «de piedra» y, aunque tienen oídos, ya no pueden escuchar la voz de Dios; tienen ojos, pero se les dificulta reconocer las maravillas de Dios y ya no ven con claridad lo que es bueno y lo que es malo; y se vuelven mudos para hablar con Dios o para compartir de lo maravilloso que es Él y Su Palabra. Por eso en la sociedad actual vemos mucha gente así, con un corazón duro, materializado, lejano de bondad de Dios de la que el salmista nos habla. Ídolo es todo aquello que ocupa en el corazón el lugar reservado para Dios. Incluso las cosas buenas pueden llegar a convertirse ídolos: el amor, el trabajo, las vacaciones, el descanso, la salud, la belleza, el confort, el objeto al cual se aficiona uno, las ideas o las opciones a las cuales se atribuye un valor «absoluto». Una característica del ídolo es ser «vano»... algo ¡vacío! y, a la larga, decepcionante... incapaz de dar realmente lo que se le pide. Cuando se pide lo absoluto, la plenitud, la felicidad perfecta, a cosas relativas, frágiles, mortales, materiales... un día llega forzosamente la decepción. Entonces el ídolo se revela vano, como dice la primera lectura hoy (Hch 14,5-18). Pidamos hoy al Señor, por intercesión de su Madre Santísima, que nos ayude a no darles mayor importancia a las cosas que la que tienen, a no convertir lo bueno que la vida nos ofrece en ídolos. Que el Señor nos ayude a saber apoyarnos sólo en Él, como lo hizo María, como lo han hecho los santos y como lo ha hecho tanta gente buena como Osvaldo Batocletti y el profesor José Hernández Gama, estos dos católicos maravillosos, cuyos funerales celebré antier y ayer. Y conste que hoy me alargué por volver a explicar la división de los salmos en el Salterio. ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 19 de mayo de 2019

«Compasión y misericordia»... Un pequeño pensamiento para hoy

El salmo 144 (145 en la numeración hebrea de nuestras Biblias) constituye una alabanza continua a Dios por sus obras. El salmista, este V domingo de pascua nos recuerda que Dios es un rey eterno y universal que derrama su compasión y su misericordia sobre todo ser viviente. Dios es visto como rey, y se habla entonces en estas líneas de su reinado y de su gobierno. Con su infinita misericordia, Dios es quien protege a los necesitados, elimina a los malvados y nutre a todas las criaturas por su compasión. Cuando fue compuesto este salmo, según se sabe, el pueblo de Israel se encontraba sin monarquía, es por eso por lo que Dios es visto, más que nunca, como auténtico monarca del pueblo y Señor universal. Todos son sus fieles y participan de su alabanza; el salmista, inspirado por Dios al escribir esta alabanza, no hace distinciones entre sacerdotes y fieles, entre gente noble y gente sencilla, como hacen los otros himnos de alabanza. Que hermoso y que valioso es recordar, con ayuda del escritor sagrado, que el Señor es grande, compasivo y misericordioso, bondadoso para con todo el mundo, sus obras son obras de amor y él está siempre cerca de los que lo invocan. Sus acciones son calificadas de grandezas, proezas, hazañas, favores, gloria, majestad. 

Por eso la piedad cristiana, y sobre todo la piedad judía, lo han convertido en el salmo por excelencia. Los judíos rezan este salmo dos veces al día: al final de la plegaria litúrgica de la mañana (shaharit) y al inicio de la plegaria litúrgica del mediodía (minhah). Hay quienes, sencillamente, lo han calificado de «colección de jaculatorias»; de hecho, muchos de sus versículos, tienen sentido por sí mismos y pueden ser utilizados como breve oración personal a lo largo de nuestra jornada cotidiana. La liturgia de las horas reserva este salmo para el Oficio de lectura del domingo de la III semana y también para las Vísperas del viernes de la IV semana. La divinidad y la realeza de Dios se manifiestan en la resurrección de Jesús, ante la cual surge la acción de gracias confiada de la comunidad cristiana que se une a la alabanza de toda la creación. Me he querido detener hoy en la explicación de este salmo porque leer sus 21 versículos como oración del día es una delicia y hoy, que es domingo, tal vez haya un tiempo para leerlo y meditarlo serenamente, especialmente este día en que el Evangelio (Jn 13,31-33.34-35) no encuentra mejor expresión para que Jesús manifieste toda su ternura a sus discípulos–misioneros. Él, que cuando hablaba a su Padre le decía: «Abba» (papito querido), llama a sus discípulos: «hijitos». 

Este día, no encuentra el Señor palabras más adecuadas para expresar la profundidad y fuerza de sus relaciones y sentimientos con los suyos, porque él está siempre lleno de compasión y misericordia. No podía Jesús mandarnos amar, si no hubiera dejado en claro que, con su compasión y misericordia, nos ha amado él primero. Ni nos podría exigir el amor, si no nos diera antes la capacidad para realizarlo. ¿Cómo podríamos nosotros amar con un corazón de piedra? Sólo Dios puede cambiar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne. Dios, con la liturgia de la palabra de este domingo, nos capacita para amar amándonos. Al discípulo–misionero, en medio de este mundo desgarrado por las guerras, las envidias, las rivalidades; en este mundo tan golpeado por el consumismo, el relativismo y el materialismo, no se le reconocerá sólo por sus rezos, sus leyes, sus dogmas, sus ritos, sino por la vivencia de su compasión y misericordia al estilo de su Maestro. Un auténtico católico de nuestros días y de siempre, no será el más sabio, el más piadoso, el más mortificado, el más influyente, sino el que más ama con compasión y misericordia. Ese estilo de amor es nuestra marca viva, es nuestra pasión. Y si hacemos la señal de la cruz para identificarnos, es porque la cruz es el signo del amor más grande, el verdadero amor cristiano. « No hay palabras para explicar esto —decía la beata María Inés Teresa—, ni para razonar con ellas, únicamente hay abundancia de lágrimas para sentirlo, para agradecerlo, para gustarlo, para tratar de derramarlo por el mundo entero» (Ejercicios Espirituales de 1962), por eso, con el salmista y de la mano de María, que entre sus títulos tiene el de «Virgen Misericordiosa», cantamos con el salmista: «Bendeciré al Señor eternamente. Aleluya». ¡Bendecido domingo!

Padre Alfredo.

sábado, 18 de mayo de 2019

«Dios, su amor y su lealtad»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy amanezco un poco más tarde. Estoy en casa de mis padres, sonó el timbre hace rato y es el cumpleaños de mi papá. Era el jardinero que —sin saber que papá está enfermo— al abrirle la puerta me dice: «¡Buenos días, vengo a felicitar a don Alfredo porque hoy es su cumpleaños y siempre me da algo porque ayer cumplí años yo!». Pero como la enfermedad lo ha visitado en estas últimas dos semanas, la EMME (El servicio de ambulancias de emergencia) nos dejó apenas a las dos y media de la mañana luego de venir a checarlo de urgencia, inyectarlo y medicarlo. Él, sencillamente y en medio de su dolor que la mayoría del tiempo no lo deja moverse, exclamó en la madrugada: «¡Y es mi cumpleaños!» Poco antes de eso me había escrito Delia que su esposo y amigo mío entrañable de muchos años, Osvaldo — Osvaldo Agustín Batocletti Ronco— acababa de fallecer, y al despertarme, me habla mi cuñada para darme la noticia que al mismo tiempo me encuentro en un WhatsApp de Laurita, comunicándome que mi querido profesor don José Hernández Gama acaba de ser llamado a la casa del Padre. Estas dos semanas, desde mi llegada a Monterrey, han transcurrido así, llevando los días entre la enfermedad de papá, la de Osvaldo, la del profesor Hernández, la de mi sobrino José Adrián y otros detallitos. De repente el Señor llega sin avisar a visitarnos así, en la enfermedad o en la muerte. 

Me pongo a leer la liturgia de la Misa del día y veo que el salmista dice: «Una vez más ha demostrado Dios su amor y su lealtad» (Sal 97 [98] 3). Y uno puede pensar de entrada: «¿Así demuestras tu amor y tu lealtad a tus amigos?» ¿Qué debo hacer y qué debo escribir esta mañana ante esta realidad? Como sacerdote, considero que definitivamente el Señor, en una visita inesperada como la enfermedad y la muerte, viene a alimentar y fortalecer la fe en el amor y el poder de Dios en las almas. Sé que las aflicciones del tiempo presente —como nos enseña la Escritura— no son comparables con la gloría venidera que en nosotros ha de manifestarse (Rm 8,18). En la madrugada, antes de dormirme, pensaba en lo frágil que en esta obra maravillosa de la creación es el ser humano. Mucha gente, ante esto, se hace una pregunta muy válida: ¿Dónde está Dios en estos momentos? En silencio y contemplando y meditando en esos momentos en la enfermedad y la muerte, concluyo que, en nuestra pequeñez, muchas veces hay que esperar serenamente. En la Escritura hay muchos ejemplos de personas que claman a Dios afrontando la vida y aceptando su fragilidad y limitación ante situaciones tan graves o dramáticas como es la enfermedad y la muerte. Tal es el caso de Job: «¿Te acobardas y pierdes el valor ahora que te toca sufrir?» (Job 4,5; 9,16-35) Job expresa su pequeñez e insignificancia con relación a la majestuosidad y al poder de Dios. Y en medio de todo el dolor, soledad, angustia... que pueda existir el salmista viene hoy a decirme esto: «Una vez más ha demostrado Dios su amor y su lealtad» y entiendo entonces, viendo el Evangelio de hoy (Jn 14,7-14) y con más claridad en este singular día del cumpleaños de don Alfredo mi queridísimo y admirado padre, que la obra de Jesús ha sido el comienzo de una realidad en la que el futuro reserva una labor más extensa. 

Las señales hechas por Jesús no son, en nuestras vidas, situaciones irrepetibles y sin sentido por lo más ordinarias o extraordinarias que sean— como sucede en este día en que no habrá fiesta de cumpleaños ni celebración alguna en casa a cambio de dos funerales de amigos muy queridos— sino expresiones de un amor que en medio del dolor y el sufrimiento causados por la enfermedad, la muerte y tantas cosas que los creyentes vivimos en este mundo, nos liberan de la esclavitud del pecado, ofreciéndonos confianza, aumento de fe y descanso en el Señor. Con esto agradezco hoy el don de la vida, esa vida hermosa de Osvaldo Batocletti y del profesor José Hernández Gama, la vida de José Adrián que sigue en el hospital y la de papá en medio de sus dolores. La vida, con todas sus vicisitudes aventureras, no deja de ser hermosa porque es un don de Dios. Que María Santísima, que supo vivir en plenitud nos acompañe. Yo hoy no tengo más que decir, me quedo un rato en silencio y alabo al Señor por ese don. Y ya felicité a mi padre por ser valiente, por luchar, por aceptar la visita inesperada de Dios que no sabe de fiestas de cumpleaños al estilo del hombre, sino al suyo, que está siempre impregnado de amor. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 17 de mayo de 2019

«Camino, verdad y vida»... Un pequeño pensamiento para hoy

A lo largo de la historia, en el Antiguo Testamento, la promesa de un salvador se enfocaba más y más hacia un rey salvador y hacia el establecimiento de un momento especial en el que Dios establecería su Reino, cumpliendo las promesas hechas a David y llevando a la plenitud la alianza establecida con el pueblo. Esas promesas que hoy leemos en el salmo 2, se han cumplido en Cristo. Él es el portador de la promesa y el centro de nuestras vidas, en él se cumple todo lo que el Señor quería venir a dar a la humanidad: la certeza de saberse amados, elegidos, acompañados por su presencia salvadora. Jesús es nuestro camino, él ha venido a nosotros y se ha hecho nuestro estableciendo las bases de su Reino, ahora nos corresponde a nosotros ir hacia él una y otra vez y hacernos suyos. Más que hacer cosas distintas a las que hacemos o hacer cosas nuevas, es vivir de un modo nuevo. Para ir estableciendo su Reino hemos de obrar como él, llevar una vida como la suya, dejarnos mover por un amor como el suyo. Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,1-6). 

El Evangelio de este día, como el de ayer, nos sumerge en el discurso de la Última Cena. Después de que el Señor ha lavado los pies a los discípulos. A ellos Jesús les ha explicado muchas veces que va hacia la plenitud de la vida del Padre y que el camino que conduce a esta plenitud es su entrega por amor hasta la muerte: los discípulos tendrían que entender que ellos deben seguir este camino, pero aún no lo han comprendido, y por eso preguntan. Y el que pregunta ha de ser Tomás, a quien ya conocemos por esta característica. Más adelante él necesitará «ver para creer». En su respuesta, Jesús se presenta a sí mismo como «camino»: el que se una a él y haga como él, irá al Padre. Pero añade aún un nuevo paso: él es la «verdad», es decir, la auténtica realización humana, porque manifiesta y hace lo que Dios es y quiere; y es la «vida», es decir, la plenitud del ser hombre, la culminación plena de todo, la superación de todo mal y de la misma muerte. En él está todo lo que es el Padre; él, es la única manera de llegar al Padre. 

En el tiempo de Pascua —que es el que estamos viviendo— es cuando más claro vemos que Cristo es nuestro camino, que él es la verdad y que es la vida. Una metáfora hermosa y llena de fuerza, que se repite en algunos cantos de la Iglesia: «camina, pueblo de Dios», «somos un pueblo que camina», «caminaré, en presencia del Señor»... Cristo como camino es a la vez la verdad —porque tenemos que seguir tras él— y es vida —porque él calma y da sentido a nuestro ir y venir—. Con él y en él, porque no vamos sin rumbo, vamos dando sentido a nuestras vidas. La meditación de hoy debe ser claramente cristocéntrica. Al «yo soy» de Jesús le debe responder nuestra fe y nuestra opción siempre renovada y sin equívocos a pesar de los pesares, aunque a veces nuestra vida vaya por cañadas oscuras, por pruebas, por caminos difíciles de transitar. Los creyentes debemos estar convencidos, aun cuando el sufrimiento se haga presente en la enfermedad, en el dolor, en la soledad, en el fracaso, de que fuera de él no hay verdad ni vida, porque él es el único camino. Eso, que podría quedarse en palabras muy solemnes, debería notarse en los pequeños detalles de cada día, porque intentamos continuamente seguir su estilo de vida en nuestro diario vivir con María su Madre que siempre nos conducirá a él. Cristo es el que va delante de nosotros, seguir sus huellas es seguir su camino, buscar la verdad y darle sentido a nuestra vida. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

miércoles, 15 de mayo de 2019

«Que alaben al Señor todas las naciones»... Un pequeño pensamiento para hoy


En este día, me encuentro con un salmo responsorial que me recuerda que la Iglesia es misionera por excelencia. El salmo 66 [67] involucra en sus palabras de alabanza al Señor todo el horizonte de la humanidad. El salmista anhela que Dios sea conocido y amado por todas las naciones. También las naciones paganas pueden conocer el camino de salvación, el proyecto salvífico de Dios y gozar de la felicidad de saberse amadas y elegidas por él. Por eso es que pueden participar de la alabanza y alegría mesiánicas que trae el Salvador. En Cristo, el Padre misericordioso ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales a la humanidad entera. Por eso, agradecidos, alabamos al Señor con este salmo: «Ten piedad de nosotros y bendícenos; vuelve, Señor, tus ojos a nosotros. Que conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora... Que nos bendiga Dios y que le rinda honor el mundo entero». 

Dios debe ser conocido y amado en este mundo pluriforme, en el que no es difícil darnos cuenta de que, entre tantas propuestas que encontramos, la única verdad absoluta es Dios. Por ello, una de las grandes obras que realiza el Espíritu en nosotros es «el guiarnos a la verdad plena», es decir guiarnos a Dios para cumplir con alegría su voluntad. Esta verdad eterna, involucra todas las cosas creadas pues como dice san Pablo: «En él somos, existimos y nos movemos» (Hch 17,28). No es por ello raro que en la medida en que dejamos que el Espíritu tome posesión de nosotros, nuestro entendimiento con los demás sea más claro y nuestra posición delante de la vida moral y religiosa se clarifique, pues la Verdad se va haciendo patente a nuestro entendimiento. Debemos como quiera, estar atentos, pues somos buscadores incansables de la verdad plena. Toda nuestra vida será crecer en ella. La humildad y la oración hacen posible que ésta crezca y se manifieste en nosotros como: sabiduría, prudencia, y amor a Dios y nuestros hermanos. El tiempo de Pascua, previo a Pentecostés, es propicio para pedir incesantemente: «Ven Espíritu Santo y muéstranos la verdad, muéstranos tu Verdad, la única Verdad que es Jesucristo «Camino, Verdad y Vida» (Jn 14,6). 

En el Evangelio de hoy (Jn 12,44-50) Jesús «grita» —exclamó con fuerte voz, dice el salmista—, grita como quien dice palabras que deben ser escuchadas claramente por toda la humanidad. Su fuerte voz sintetiza su misión salvadora, pues ha venido para «salvar al mundo» (Jn 12,47), pero no por sí mismo, sino en nombre del «Padre que me ha enviado y me ha mandado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49). La importancia de esta obra del Padre y de su enviado, espera una respuesta personal de quien escucha. Esta respuesta es el creer, es decir, la fe (cf. Jn 12,44); fe que nos da —por el mismo Jesús— la luz para no vivir en tinieblas, como muchos en este mundo. Aceptar a Jesús y su Palabra, es creer, ver, escuchar al Padre, significa no estar en tinieblas, obedecer el mandato de vida eterna y vivir bajo la acción del Espíritu de Verdad. El Señor ha tenido piedad de nosotros y nos ha bendecido al enviarnos a su propio Hijo como Salvador nuestro. Quienes hemos sido beneficiados con el don de Dios debemos convertir toda nuestra vida en una continua alabanza de su nombre. Si queremos que el mundo entero vuelva al Señor y bendiga su nombre y le rinda honor, debemos anunciarlo desde una vida que se convierta en testimonio creíble de la eficacia de la salvación que Dios ofrece a todos, pues si vivimos sujetos a la maldad ¿cómo creerá el mundo que el Dios que les ofrecemos en verdad los librará del pecado y los llevará sanos y salvos a su Reino celestial? Tenemos mucho que hacer como discípulos–misioneros y hoy, es un buen día para actuar. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo. 

P.D. Felicidades a todos los maestros en su día, sobre todo a los que de una u otra manera han marcado mi vida y los que, con esta hermosa vocación han sido extensión de mi ministerio misionero.

martes, 14 de mayo de 2019

«Un Apóstol muy singular»... Un pequeño pensamiento para hoy

Cuando se intenta trazar la semblanza histórica de cada uno de los Apóstoles, uno se topa con que casi no sabemos nada de ellos, y es que ni el Evangelio ni los Hechos de los Apóstoles son libros biográficos de nadie. Hoy celebramos a un Apóstol muy peculiar, Matías, el que sustituyó a Judas Iscariote. Matías es un Apóstol muy singular, hay que limitarse a lo poco que de él nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Y lo poco que nos dicen es contarnos su elección. Ni siquiera lo vuelven a nombrar más. Lo que de él nos dicen escritos posteriores, aunque sean de autores calificados, no ofrece garantías de historicidad. Y las biografías apócrifas se han encargado de rellenar con aventuras de viajes y de milagros ese silencio de los Hechos de los Apóstoles. Matías fue elegido «Apóstol» por los otros 11, después de la muerte y Ascensión de Jesús, para reemplazar a Judas Iscariote que se ahorcó. La Biblia narra el detalle de su elección (Hch 1,15-17.20-26). En la Iglesia de Jerusalén se presentaron dos a la comunidad, y después sus hombres fueron echados a suerte: «José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y Matías» (Hch l,23). De este modo «fue agregado al número de los doce apóstoles» (Hech 1,26). 

En uno de sus discursos, el ahora Papa emérito Benedicto XVI afirmó: «Si bien en la Iglesia no faltan cristianos indignos y traidores, a cada uno de nosotros nos corresponde contrabalancear el mal que ellos realizan con nuestro testimonio limpio de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador» (18 de octubre de 2006). Y eso, eso es lo que hace Matías, balancear con su «sí» lo que Judas había hecho. Así como Matías es un don del Espíritu a la Iglesia de Jesús para llenar el puesto que había sido dejado vacío por Judas, cada uno de nosotros somos también un don que va completando el grupo de los que quieren ser fieles al Señor. Cada uno de nosotros, como él, somos acogidos en la Iglesia por la oración de la comunidad y estamos destinados a integrarla de forma viva y activa con nuestra tarea de discípulos–misioneros, porque en la Iglesia nadie está de más. Cada uno de nosotros hemos de vivir la dinámica del seguimiento de Jesús y ser testigo de su resurrección en el mundo, aunque, como Matías, casi no se hable de nosotros. Matías se convierte en el paradigma de todo apóstol de Jesucristo. El seguimiento del Maestro y el testimonio de su vida resucitada han de ser las claves para el discernimiento de todo discípulo–misionero de Cristo, a través de los siglos. 

Por eso la liturgia de hoy nos invita a orar con el salmo 112 [113], un salmo que nos recuerda que quien quiere ser un fiel seguidor de Dios, tiene una razón especial para alabarlo: Hemos sido elegidos por él para bendecirlo con nuestra vida, que ha sido sacada «del estiércol», como dice el salmista para referirse a nuestra miseria humana, para ocupar un lugar entre los suyos y dar testimonio de lo que él, nuestro Dios, ha hecho en nosotros y en todos los suyos. Como Matías, todos tenemos una razón para seguir y alabar al Señor. Matías fue elegido cuando ya el Señor Jesús había ascendido a los cielos, ya no estaba físicamente pero su Espíritu sí. Es así como cada uno de nosotros somos elegidos, en la fe de la Iglesia, por eso se bautiza a los niños desde pequeñitos sin esperar que ellos crezcan y “elijan por si solos». El bautismo de los niños está puesto en la Iglesia en base a esa elección que por la fe de la comunidad se hace. El Evangelio de hoy nos lo recuerda: «No son ustedes los que me han elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca...» (cf. Jn 15,9-17). Que hoy la Madre de Dios, la Reina de los Apóstoles nos ayude a corresponder a la gracia que Dios nos ha concedido al haber sido elegidos para ser sus discípulos–misioneros como Matías y tantos más. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 13 de mayo de 2019

«Mi alma, nuestras almas, tienen sed»... Un pequeño pensamiento para hoy

Convertirse a Dios es abrirse a la vida y tener constantemente «sed» de él. Con dos versículos del Salmo 41 [42] (vv. 2-3) cantamos y subrayamos nuestro carácter de peregrinos sedientos del que es Luz, Verdad y Vida: «Como el venado busca el agua de los ríos, así, cansada, mi alma te busca a ti, Dios mío. De Dios que da la vida está mi ser sediento...» canta el salmista y, a esta letra tan llena de sentimiento, la liturgia añade, llena de esperanza, un trozo del salmo 42 [43] (vv 3-4) en donde se nos recuerdos, eso, que Dios es el Dios de la Luz, de la Verdad y de la Vida a quien debemos buscar con alegría. En abril de 2001, en concreto el 24 de abril, San Juan Pablo II había recordado a la humanidad en audiencia de aquel día que «la sed y el hambre son la mejor metáfora de la necesidad vital que tiene el hombre de Dios». El santo Papa hizo en esa ocasión referencia a santa Teresa de Ávila que dice: «sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace gran falta, que si del todo nos falta nos mata» (Camino de perfección, c. XIX). 

Yo creo que todo discípulo–misionero, al amanecer de cada día, anhela tener un encuentro con Dios, nuestros labios amanecen sedientos y anhelan saciarse por el «manantial de aguas vivas» (cf. Jr 2,13) que sacia nuestra sed. Esa sed que sabemos no se sacia con sorbo de agua, ni tampoco con bienes materiales. A lo largo de la historia de la humanidad, sabemos bien que el hombre a tenido siempre instantes de sus vidas momentos de fatigas y angustias, periodos de múltiples dificultades, y en los peores momentos de angustia muchas veces, y a fracasado en sus esfuerzos con una verdadera «sed». Solo la ayuda de lo alto, gratuita y extraordinariamente oportuna, ha venido como un vaso de agua fresca a calmar su necesidad, su ansiedad, su «sed». La gratuidad de Dios, que es quien le da de beber, es una gratuidad es tan extraordinaria, como inconmensurables son su valor y su obtención. Una es la experiencia inmediata de todo esto: «Dios es más grande que nuestro corazón» (cf. l Jn 3,20). En esta verdad se basa la alianza eterna que Dios vino a establecer con nosotros en sus Hijo Jesús a quien nos lo ha dejado como el «Buen Pastor». La «compasión» del Buen Pastor por la muchedumbre sedienta de Dios, descubre el móvil del don de Dios en el Hijo unigénito para la vida del mundo: una coparticipación viva, palpitante y auténtica. El agua viva que puede calmar nuestra sed, el amor que nos ha redimido y tiende un arco de luz desde la Cruz hasta la Pascua, es el amor del Pastor Bueno, el que no es jornalero. Y el Pastor Bueno es el que ha amado más a las ovejas que lo que de ellas recibe, es decir: ha preferido las ovejas a su jornal, como nos recuerda el Evangelio de hoy (Jn 10,1-10). 

Dios sacia a su pueblo y nos sacia gratis, «Vengan por agua todos los sedientos» (Is 55,1-3), lo nutre de cosas buenas: gracia y verdad, vida y alegría. Y aún más, vincula con una comida que es prenda de eternidad: el Verbo encarnado y entregado por nosotros que se ha quedado en la Eucaristía para saciar la sed de nuestras almas: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Hoy, que iniciamos una nueva semana laboral y académica, es un buen día para agradecer que, en la providencia divina, Jesús, el Hijo de María, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es el camino, la puerta, la palabra, el «Agua viva» que a todos quiere llegar, para calmar la sed. Si para ello, requiere contar con nosotros, como contó con el «sí» de María, bendito sea, porque no podemos olvidar que caminamos por este mundo como discípulos–misioneros que, en las tinajas de nuestro corazón, llevamos esa agua que calma la sed a las almas necesitadas que se cruzan en nuestro camino, porque el Señor, el Buen Pastor, el que siente compasión por su pueblo y ovejas de su rebaño, nos ha enviado a saciar la sed en su nombre. ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 12 de mayo de 2019

«Alabanza y adoración a Cristo Buen Pastor»... Un pequeño pensamiento para hoy

La alabanza y la adoración a Jesús Eucaristía siempre han ocupado un lugar importante dentro del culto de nuestra Santa Madre Iglesia. EL salmo 99 [100] que hoy la liturgia dominical nos presenta, es una bellísima exhortación a alabar a Dios y nos gloriamos en él. Este canto de alabanza considerado como una profecía, nos lleva a pensar en ese extraordinario momento en el que todas las personas sabrán que el Señor es Dios, y se harán sus adoradores, y ovejas de su rebaño. Es toda una invitación a sentirnos familia de Dios que le rinde adoración con alegría y gratitud. La cuestión de la alabanza, y los motivos para ello, son muy importantes sobre todo el domingo, el «Día del Señor» en el que nos reunimos alrededor del Buen Pastor. El salmista quiere que todo el mundo sepa que el Señor es nuestro Dios, porque Él es quien nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos, somos su pueblo y ovejas de su rebaño. En una sociedad que sólo da visiones fragmentadas de la realidad, que no sabe cómo encontrar los valores morales fijos, que ha perdido sus utopías humanizantes y que todo lo convierte en instrumento —incluso al hombre mismo—, la figura del «Buen Pastor» nos marca la dirección. 

Jesús es nuestro Pastor y los creyentes somos su pueblo y ovejas de su prado. No puede haber auténtica vida cristiana si no hay un seguimiento del Buen Pastor, no hay pertenencia a la Iglesia sin saberse miembros de un pueblo, ovejas de un rebaño. No se puede decir que se es católico si alguien vive a sus aires, desentendiéndose de los demás —y mucho menos menospreciando a los demás, sean quienes sean estos «demás», amigo o no tanto— no se puede decir que se es católico sin aceptar que formamos parte de una Iglesia, aunque haya en nuestra Iglesia cosas que nos molestan o nos duelen. Este tiempo de Pascua que estamos celebrando no es sólo celebración alegre de la Resurrección de Cristo, anuncio de Vida nueva y eterna para todos. Es también celebración de formar parte del rebaño del Buen Pastor. En la Eucaristía celebramos que somos la comunidad de los seguidores de nuestro Señor. El mensaje de este domingo tanto en el salmo como en el Evangelio (Jn 10,27-30) tiene un gran sentido en el contexto pascual, cuando celebramos la resurrección de Jesús. Porque si Jesús no hubiera resucitado, a lo más sería para nosotros una doctrina o un ejemplo a imitar, pero no el Buen Pastor que nos llama y nos conoce y al que nosotros seguimos. No habría entre él y nosotros una comunión de vida. 

En el Señor resucitado, el Buen Pastor, se nos revela un amor más fuerte que la muerte. Los que reciben ese amor, los que se dejan abrazar por ese amor, superan con Jesús todas las dificultades de la vida y resucitan con él. Participan de su resurrección y la muerte no es para ellos, como discípulos–misioneros del Buen Pastor ya otra cosa que el paso a la verdadera vida. Somos víctimas de una lluvia tan abrumadora de palabras, voces y ruidos que la liturgia de este domingo nos invita a estar atentos, porque inmersos en el ruido del mundo, corremos el riesgo de perder nuestra capacidad para escuchar la voz que necesitamos oír para tener vida, la voz del Buen Pastor. Nadie como María Santísima ha estado atenta respondido a la llamada del Buen Pastor en cada instante. Su deseo: «Hágase en mí según tu palabra», manifiesta un querer, siempre eficaz, de escuchar y responder con santidad a su vocación. Hagamos nuestras sus palabras de modo que lleguen a ser como una canción de fondo en nuestra vida, en cada jornada; especialmente en este día tan vocacional del Buen Pastor. Pidámosle que abra nuestra mente, nuestros oídos y nuestro corazón para escuchar al Buen Pastor, que él, él bien que nos conoce. ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

sábado, 11 de mayo de 2019

«Estamos en el tiempo de Pascua»... Un pequeño pensamiento para hoy

No podemos olvidar que estamos en el tiempo de Pascua y que seguimos respirando y gozando del suave y penetrante olor de la resurrección de Cristo, que ha vencido a la muerte. Este tiempo pascual nos recuerda que las cadenas que nos ataban, han quedado definitivamente rotas. Jesús nos ha salvado. ¿Cómo pagar tan inmenso bien? La celebración de la Eucaristía es la acción de gracias más agradable al Padre y este sábado, en el salmo responsorial (115 [116]) el escritor sagrado se hace una pregunta que es la misma que podemos hacernos cada uno de nosotros: «¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Levantaré el cáliz de salvación e invocaré el nombre del Señor». Es lo que hacemos en cada Misa, agradecer el don que el Señor nos ha hecho con la resurrección de su Hijo Jesucristo que llena de esperanza nuestros corazones. 

Quien invoca al Señor jamás es defraudado por Él. Desde la resurrección de Cristo el camino de la humanidad tiene un nuevo significado: Quien crea en Cristo Jesús, aun cuando tenga que pasar por la muerte, debe saber que después de la cruz está la resurrección y la glorificación junto a Él. Por eso no tenemos miedo en ofrecerle a Dios nuestra propia vida como una ofrenda agradable a su Santo Nombre, sabiendo que Él velará siempre por nosotros y nos llevará sanos y salvos a su Reino celestial. Cristo es el Dios de la vida y no de la muerte. Él ha venido a restaurar nuestra humanidad herida por el pecado y del que el pago es la muerte. Nosotros tenemos el precio de lo que vale la sangre derramada por el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo —como lo recordamos en cada Misa—, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. Al participar de la Eucaristía estamos permitiéndole a Dios Padre que por medio del Misterio Pascual de su Hijo seamos restaurados en lo más íntimo de nuestro ser, para que volvamos a Él ya no como esclavos, sino como hijos en el Hijo. Si nos hemos hecho uno con Cristo, ha de notarse esto en nuestras buenas obras, porque el Espíritu Santo nos conduce a confesar no sólo con los labios, sino con la vida, cada vez que celebramos la Eucaristía, que Cristo es realmente nuestro Dios y Señor. 

Nosotros, discípulos–misioneros del resucitado, gracias a la bondad de Dios, somos de los que han hecho una clara opción por Cristo Jesús. No le hemos abandonado. El Evangelio de hoy (Jn 6,60-69) me hace pensar en el fruto de cada Eucaristía, donde acogemos con fe su Palabra en las lecturas y le recibimos a él mismo, Pan de Vida, como alimento, e imitamos la actitud de Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69). Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser portadores de signos de Vida y no de muerte, pues hemos sido bautizados en Cristo, Señor de la vida y Vida eterna, que quiere que ya desde ahora poseamos y manifestemos, como verdaderos discípulos–misioneros suyos, el Don que de Él hemos recibido hasta que lleguemos a la posesión definitiva de los bienes eternos. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.