miércoles, 31 de julio de 2019

«Como una perla fina»... Un pequeño pensamiento para hoy

Todo discípulo–misionero sabe que no está abandonado a la merced de la casualidad ciega y oscura, ni abocado a la incertidumbre de su libertad, ni dependiente de las decisiones de otro, ni dominado por las vicisitudes de la historia en el diario vivir. Sabe que, por encima de toda realidad terrena, está el Creador y Salvador en su grandeza, santidad y misericordia que lo cuida y acompaña siempre. Este Dios, nuestro Dios que es el único Dios, es presentado hoy en el salmo responsorial (98 [99]) con el calificativo de paciente (versículo 8) y Santo. De hecho, el salmista subraya la santidad de Dios en tres ocasiones en las que en el salmo se repite —como en forma de antífona— que Dios es «santo» (versículos 3.5.9). El término indica, en el lenguaje bíblico, sobretodo la trascendencia divina. Dios es superior a nosotros, y está infinitamente por encima de cualquier otra criatura. Esta trascendencia, sin embargo, no hace de él un soberano impasible y extraño, ya que cada vez que lo invocamos responde (cf. versículo 6). Dios es quien puede salvar, el único que puede liberar a la humanidad del mal y de la muerte. 

Este profundo lazo entre «santidad» y cercanía de Dios es desarrollado a lo largo de este salmo del que la liturgia de la Palabra de hoy nos ofrece un fragmento en el que después de haber contemplado la perfección absoluta del Señor, el salmista recuerda que Dios estaba en contacto continuo con su pueblo a través de Moisés y Aarón, sus mediadores, así como con Samuel, su profeta. Dios hablaba y era escuchado, castigaba los delitos, pero también perdonaba haciendo alarde de su misericordia. El Dios santo e invisible se hacía —nos recuerda el salmista— disponible a su pueblo a través de Moisés el legislador, de Aarón el sacerdote y de Samuel el profeta. Sabemos, por los demás libros sagrados del Antiguo Testamento, que Dios solía revelarse en palabras y hechos de salvación y de juicio, y estaba presente en Sión a través del culto celebrado en el templo. Desde nuestra condición de discípulos–misioneros, sabemos ahora que Dios se ha hecho presente entre nosotros sobretodo en su Hijo, que se ha hecho uno de nosotros para infundir en todo aquel que quiera amarlo y seguirlo su vida y santidad. Por este motivo, ahora no nos acercamos a Dios con la pavura que lo hacían los antepasados en aquellos tiempos, sino con confianza. Tenemos en Cristo al sumo sacerdote santo, inocente, sin mancha. El «puede salvar perfectamente a los que por él llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder a su favor» (Hb 7,25). 

Nuestro canto, entonces junto al salmista, es un canto de alegría al haber encontrado en Dios una especie de tesoro o algo así como una perla fina (Mt 13,44-46), cuestión que nos llena de serenidad y de alegría y nos hace ver y experimentar la presencia del Señor en nuestras vidas como rey que mora entre nosotros, enjugando las lágrimas de nuestros ojos (Cf. Ap 21,3-4) y dándole sentido a la vida. Muchos creyentes, hombres y mujeres de fe, tenemos la suerte de poder agradecer a Dios el don de la fe y de haber descubierto en una determinada vocación el camino que Dios nos ha destinado al habernos encontrado con Cristo Jesús, como san Pablo cerca de Damasco, o como san Mateo cuando estaba sentado a su mesa de impuestos, o como los pescadores del lago que oyeron la invitación de Jesús y hemos encontrado la alegría y el pleno sentido de la vida ya sea en la vida religiosa o en el ministerio sacerdotal o en una vida cristiana comprometida y vivida con coherencia, para bien de los demás. Las parábolas del tesoro y de la perla escondida que nos presenta el Evangelio de hoy, contienen una misma enseñanza: que el compromiso total que exige el reino no se hace por un esfuerzo de voluntad, sino llevados por la alegría de haber descubierto un valor insospechado e incomparable en Dios que no nos abandona nunca y por eso ante Él nos postramos. Que la santísima Virgen María y san Ignacio de Loyola a quien hoy celebramos, nos ayuden a discernir y ver con claridad lo que el mensaje de la liturgia de la Palabra de hoy nos quiere dar. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 30 de julio de 2019

«El Señor es compasivo y misericordioso»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmo 102 [103] es un salmo que condensa todas las vibraciones de la ternura humana, y las transfiere a los espacios divinos. De una manera muy especial, el autor sagrado, conmovido por la benevolencia divina y levantando en alto el estandarte de la gratitud exclama: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar». Ciertamente que no hay otra palabra que mejor defina a Dios que esta: «misericordia»; ella expresa admirablemente los rasgos fundamentales del rostro divino. Es, además, hija predilecta del amor y hermana de la sabiduría; nace y vive entre el perdón y la ternura. Estas dos palabras que utiliza el salmista, entrañablemente emparentadas —compasión y misericordia— sintetizan la riqueza viviente de este salmo de sabor muy evangélico. El autor del salmo, se mete en las entrañas mismas de Dios, esto es, de la misericordia divina, y, después de desmenuzar todos los tejidos constitutivos, va sacando a la luz los mecanismos e impulsos que mueven el corazón de Dios: «Como un padre es compasivo con sus hijos, así es de grande su misericordia. 

Así como un padre es compasivo con sus hijos, así es compasivo el Señor con quien lo ama, pues bien sabe él de lo que estamos hechos y de que somos barro, no se olvida». Habiendo modelado al hombre entre sus dedos con un poquito de barro, el Señor conoce perfectamente la madera y el misterio que hay en el ser humano, Él sabe que éste desea mucho y puede poco. La razón le dice una cosa, y la emoción, otra. Lucha por agradar al otro, y no lo consigue. Se esfuerza por vivir en armonía con todos y frecuentemente vive en conflicto. Largos años brega para ser humilde y equilibrado y no puede. Su mente es una prisión en la que se siente encerrado, y le es imposible salir de ese cerco. Sin poder comprenderse, desconocido para sí mismo, en posesión de una existencia y una personalidad que él no las escogió, nacido para morir, sin poder actuar como él desearía, sin saber qué hacer consigo mismo mueve la compasión y la ternura —en una palabra, la misericordia— de su Hacedor. Hoy el salmo responsorial me hace pensar en los sentimientos que inevitablemente surgen en el corazón de Dios, cuando se asoma al barro humano. Por eso ante la contemplación de la miseria humana, no surge en el corazón de Dios sino solamente compasión y misericordia. Y no podía ser de otra manera porque Él nos conoce mejor que nosotros a nosotros mismos, y por eso nos comprende y perdona más fácilmente que nosotros a nosotros mismos. De esto deducimos ¡qué sabio y realista es el contenido de la enseñanza de Jesús! 

Dios siembra en nuestras vidas buena semilla: el trigo. Pero hay alguien —el maligno, el diablo— que siembra de noche la cizaña, nos recuerda el Evangelio de hoy (Mt 13,36-43). Pero Dios tiene una paciencia que le llega hasta el final de los tiempos. Hasta entonces, estará esperando, compasivo y misericordioso, que suceda lo que a nuestros ojos resulta absolutamente imposible: que la cizaña se convierta en trigo. Como el dueño del campo espera el tiempo de la cosecha para arrancar la cizaña. Hoy el salmo y el Evangelio me invitan a aprender mucho de esa compasión y misericordia de Dios. Estas van intrínsecamente unidas con su ilimitada capacidad para perdonar, para acoger, para amar, para recrear lo que el mismo hombre ha destrozado. Veo la mirada de la Virgen en una imagen grande del rostro de la Guadalupana que está en la sala de la casa de mi madre y le digo: alcánzame de tu Hijo Jesús la gracia de que mis ojos se vuelvan siempre hacia el prójimo con una mirada de amor para verlos como me ven tu Hijo y tú a mi, con mi miseria y mi pequeñez, más allá de la indignidad de mi vida, de mis circunstancias, de mis máscaras, de mis pecados y de mis orgullos y sufrimientos! Ayúdame, Madre, a ver al prójimo como quiere tu Hijo que lo vea, con mirada compasiva y misericordiosa para que pueda amarlo como tu Hijo y tú me aman a mí, con compasión y misericordia que tanto me conmueve en la liturgia de hoy. Amén. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 29 de julio de 2019

«Hna. Dolores Guadalupe Zepeda»... Vidas consagradas que dejan las huellas de Cristo XXVIII

Ayer domingo, mientras en casa nos preparábamos para ir a le celebración de la Santa Misa luego de la cual depositaríamos las cenizas de mi padre en el nicho familiar en la parroquia del Espíritu Santo, era llamada a la Casa del Padre, a la una de la tarde con cinco minutos, la hermana Dolores Guadalupe Zepeda Aguilar, en la Casa del Tesoro, allá en la Perla Tapatía en donde no hace mucho tiempo la vi con el entusiasmo que la caracterizaba a pesar de la enfermedad y del peso de los años.

La Hermana Lupita nació allí mismo, en Guadalajara, el 19 de marzo de 1931. Ingresó a la Congregación de nuestras hermanas Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento en el año de 1954, siendo admitida por la beata María Inés Teresa Arias, fundadora de nuestra familia misionera. Por cierto, Lupita tuvo la dicha de que ella, nuestra madre fundadora, presidiera todas sus ceremonias religiosas en la Casa Madre: el noviciado el 11 de febrero de 1955, su profesión temporal el 9 de febrero de 1957, y sus votos perpetuos el 5 de febrero de 1962.

Al terminar su noviciado y antes de sus votos perpetuos, la hermana Dolores Guadalupe estudió la Normal en Monterrey, Nuevo León de 1955 a 1961, para ser trasladada, en ese mismo año, primero a la casa de Uvalde y posteriormente a la comunidad de San Antonio en Texas, para estudiar el inglés. 

En 1962 fue enviada a la misión de Sierra Leona, en Lunsar, donde estuvo hasta 1979, año en que regresó a la Casa Del Valle para prepararse más para la misión estudiando la licenciatura en Psicología Educativa. Recuerdo que allí fue donde conocí a la hermana Lupita, en esa comunidad del Scifi en Ciudad de México, ese colegio a cargo de nuestras hermanas que lleva por nombre el apellido de Santa Clara de Asís y que me trae muchos recuerdos de cuando yo era un joven seminarista. Esa casa era, en aquellos años, el paso de miembros de nuestra Familia Inesiana que conectábamos en México en las centrales camioneras o en el aeropuerto para ir y venir de las misiones. Ella no se cansaba de hablarnos de su querida misión y de con eso entusiasmarnos para ir.

En el año de 1982 regresó a Sierra Leona como superiora de la comunidad de Lunsar regresando de allá en 1992  la comunidad del Scifi, y nuevamente el Señor le concedió retornar a la misión de Sierra Leona hasta 1995, cuando por la situación de conflictos internos que vivía el país, las hermanas se vieron forzadas a salir. Así, la hermana Dolores Guadalupe regresó a México a esa misma comunidad educativa en la que su espíritu misionero entusiasmaba a los alumnos de todos los grados y de paso a quienes por alguna razón llegábamos a esa querida comunidad. Ella había sido de las primeras en llegar a Sierra Leona. Allá educó a varias generaciones de jóvenes sierraleoneses, hasta que tuvo que dejar el país a causa de la guerra que causó tantos conflictos. Ella, junto con otras siete hermanas Misioneras Clarisas y dos voluntarios, fue secuestrada por los rebeldes el 23 de diciembre de 1994.

Era un encanto escucharla, pues a pesar de haber dejado esta misión hace muchos años, la gente , allá en África, cuando escuchaba hablar de ella, recordaba su sonrisa y su conversación que siempre les llevaba a pensar en Dios. Al igual que en África, especialmente los adolescentes y los jóvenes gozaban platicando con ella, compartiendo alegremente los ratos de recreo. Como maestra, fue muy querida por sus alumnos en Sierra Leona y en México, pero también fue muy apreciada por los padres de familia, ya que era muy humana, siempre amable y con una gran capacidad de escucha.

En el año 2007, la hermana Lupita recibió su último cambio a la Casa del Tesoro en Guadalajara. En donde ya con el peso de los años siguió siendo la misma, muy respetuosa, gentil, delicada, fina, educada y afable en su trato, siempre muy religiosa, cándida, alegre, y disfrutando mucho su vida de comunidad. Sus fuerzas iban minando pero su alma se mantenía fuerte, un alma pacífica y pacificadora que sabía ocultar sus sufrimientos detrás de una sonrisa franca, con una forma muy espontánea de ver el lado amable y simpático a las situaciones que le ocurrían, y que compartía con los demás, haciendo amenas las conversaciones.

En el año de 1994, la habían tenido que operar debido a una insuficiencia cardiaca. Le realizaron un recambio valvular mitral y aórtico y le colocaron un marcapasos definitivo que, en la gran misericordia de Dios y gracias a la pericia de los doctores, recobró fuerzas y siguió aquí en este mundo por varios años más. Siempre se mantuvo muy fuerte, ofreciendo dentro sus limitaciones lo que el Señor le iba pidiendo.

El día de ayer, según nos cuentan nuestras hermanas, la hermana Dolores Guadalupe desayunó con la comunidad, la llevaron a su cuarto, y estando las hermanas en misa de once de la mañana, casi al término de la Eucaristía, comenzó a sentirse mal. Las hermanas enfermeras fueron a atenderla con gran caridad y prontitud, junto con algunos doctores que providencialmente estaban en la casa. Ellos, con mucha amabilidad, fueron dando indicaciones, pues se trataba de un infarto agudo al miocardio. Durante estos minutos, poco a poco la comunidad se fue reuniendo con ella y allí recibió la Unción de los Enfermos y la Absolución General. Poco a poco su salud se fue agravando hasta entregar su alma al Señor.

Descanse en paz ésta gran misionera, la hermana Dolores Guadalupe Zepeda Aguilar.

Padre Alfredo.

«Creo firmemente»... Un pequeño pensamiento para hoy

Adentrarse en el Salterio (la colección de los 150 salmos) es sumergirse en el alma de Israel, ese pueblo escogido por Dios, ese pueblo difícil y lleno de contrastes, conducido por el Dios vivo. En el salterio circulan reyes y pobres, himnos de victoria y lamentaciones nacionales, solemnidades litúrgicas y meditaciones íntimas, imprecaciones y cantas nupciales, levitas y profetas, doctores de la ley y campesinos, ancianos y jóvenes, confesiones de fe e historia que nos llevan todos al corazón de Dios. Pero ese pueblo, de cabeza dura —como en nuestro tiempo— olvidaba pronto las intervenciones evidentes de la misericordia divina al enfrentarse a la incertidumbre que siempre presenta un nuevo día. Hoy el salterio nos invita a ir a un breve fragmento del larguísimo salmo 105 [106] que nos recuerda el pecado de ingratitud, incredulidad e idolatría que está consignado en Éxodo 32 (Sal 105 [106],19-23). El Dios que hizo grandezas, maravillas y cosas formidables al sacar al pueblo de Egipto, fue ignorado, fue hecho a un lado en sus alabanzas al becerro de oro. Pero, como dice san Gregorio Magno: «La suprema misericordia no nos abandona, ni siquiera cuando la abandonamos» (Homilía 36 sobre los Evangelios). 

Hoy es día de santa Marta, y precisamente a la luz del salmo responsorial podemos medir el calibre de nuestra fe en el Señor de la Misericordia al que no vemos, pero sabemos a nuestro lado. Este Señor, nuestro Dios le dice a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,19-27). A Dios no lo veremos cara a cara sino hasta el día que llegue nuestro encuentro con Él al dejar este mundo, mientras tanto tenemos que entender que la fe en Jesús es el inicio de una vida sobrenatural, que es participación en la vida de Dios; y sabemos que Dios es Eternidad. Vivir en Dios equivale a decir vivir eternamente (cf. Jn 1-2; 3-4; 5-11 ss.) sin necesidad alguna de hacer representaciones falsas de Él, como buscó hacer el pueblo de Israel al querer representarle en un becerro de oro. Todo becerro de oro siempre será vistoso y llamativo. Poner la vida y el corazón al servicio de un Dios que no vemos ni nos dice lo que hay que hacer a ciegas, siempre será más pequeño, más humilde, más arriesgado. Es como el grano de mostaza del Evangelio o como la mujer que amasa harina con levadura para poder disfrutar del pan algún día. Marta lo ha entendido, ella, que se sumergía primero en las ocupaciones de la limpieza de la casa sin hacer un alto para estar a los pies de Jesús (Lc 10,42). Es ahora la que corre a su encuentro y recibe el premio de fortalecer su fe en el Cristo vivo que le muestra la certeza de la resurrección. 

Nuestro Señor pronunciara palabras tan consoladoras para nosotros, mortales que caminamos hacia la eternidad con la esperanza de vivir para siempre en compañía del que es la resurrección y la vida. Marta —al igual que nosotros— deberá entender que Jesús, aunque resucita a Lázaro, no viene a prolongar la vida física que todo hombre posee, suprimiendo o retrasando indefinidamente la muerte; no es un médico ni un taumaturgo; viene a comunicar la vida que él mismo posee y de la que dispone (5,26). Esa vida es su mismo Espíritu, la presencia suya y del Padre en el que lo acepta y se atiene a su mensaje; y esa vida despoja a la muerte de su carácter de extinción, Lázaro será resucitado, pero morirá algún día como todos nosotros. En nuestra existencia hay realidades que nos cuesta mucho aceptar que nos hacen exclamar como Marta: «si hubieras estado aquí...», «si se hubiera hecho esto...», «si no hubiera ido...», «si no hubiera dicho...». Lo que tiene que suceder, sucede. La muerte de Lázaro hará que la fe de Marta se robustezca y seguramente hizo que amara y atendiera con más delicadez y atención a sus hermanos Lázaro y María. No sabemos cuántos años más vivió Lázaro antes de ser llamado por el Padre a la vida eterna, pero seguramente Marta no desvió su mirada ni sus acciones a tantos becerros de oro que a veces se fabrican en el interior del corazón y que impiden descubrir claramente a Dios en los acontecimientos y en el curso de la vida. Es necesario que la palabra de Jesús nos saque a nosotros también de esa especie de tumba en la que a veces caemos, que nos libere de nuestras ataduras interiores, para poder tener actitudes de vida con los demás. Pidámosle a María Santísima que como Marta, sepamos creer firmemente que Cristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, el que tenía que venir al mundo para aumentar nuestra fe y confianza en la misericordia infinita de Dios. ¡Bendecido lunes y felicidades a todas las que llevan este nombre! 

Padre Alfredo.

domingo, 28 de julio de 2019

«Cada día hay que estar con el Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hay una triste realidad en la vida práctica de muchas familias católicas. Se trata de una fría desconexión entre lo que se vive el domingo en la Celebración Eucarística y lo que acontece durante el resto de la semana. La causa de este mal tiene varios factores. Una parte de este fenómeno es gracias a la incorrecta perspectiva de que la vivencia de la fe ocurre solamente el domingo. Frases como: «Si ya fuimos a Misa el domingo», «Yo ya cumplí», o «Yo me porto bien en Misa el domingo», han aislado lo que San Pablo llamó el «cuerpo» (1 Co 12,12-27), y han instalado la experiencia de la fe en una exclusiva ubicación, como si la iglesia fuera únicamente un lugar: “El Templo». Otro factor que acentúa la desconexión entre cómo describe la Biblia a un creyente y cómo son las familias en el día a día, es la falta de la presencia de la Palabra de Dios en las vidas de las familias. El modelo de enseñanza que el Señor dio en el Antiguo Testamento giraba precisamente alrededor de instruir a las generaciones futuras en los caminos de Dios (Dt 6:, -7). El Nuevo Testamento reafirma esta ordenanza cuando san Pablo escribe en Efesios 6,4: «Ustedes padres, no provoquen a ira a sus hijos, sino críenlos en la disciplina e instrucción del Señor». 

El Evangelio de hoy (Lc 11,1-13) hace tres preguntas que me parecen interesantes para ilustrar el tema de mi reflexión para este día: «¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pan, le dé una piedra? ¿O cuando le pida pescado le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán?» Mientras más se manifiesta el mundo moderno como un mundo vacío de Dios y de sentido, muchos niños experimentan desde pequeños, esa ausencia de Dios en sus vidas. El poder, la trascendencia de Dios que es el amarnos con amor de Padre, con amor de ternura se guarda únicamente para el domingo, porque, el resto de la semana, Dios es el gran ausente. El salmo 137 [138]) que tenemos hoy como salmo responsorial, habla hoy de valores que se cultivan solo si deja entrar a Dios en la vida de cada día y no solamente en una hora del domingo en Misa: Gratitud, escucha, alabanza, adoración, lealtad, amor, valor, humildad, acompañamiento... El salmista sabe que cada día que pasa, hay que agradecer al Señor que Él pasa cada día y tenemos que estar seguros de que, por más pesadas y tempestuosas que sean las pruebas que nos esperan en cada día de la semana, no quedaremos abandonados a nuestra suerte, no caeremos nunca de las manos del Señor, las manos que nos crearon y que ahora nos acompañan en el camino de la vida. Como confesará san Pablo: «quien inició en ustedes la buena obra, la irá consumando» (Flp 1,6). 

Como sus antepasados, alentados por los salmos, Jesús oraba. Siempre podemos ver a Jesús como el «Hijo amado» (Mc 1,11) y por tanto como alguien que vivió constantemente en una comunión natural y espontánea con el Padre misericordioso, el «Padre nuestro» no solamente un día a la semana. Durante su existencia terrena Jesús no dejó de emplear el tiempo necesario para detenerse y adentrarse de forma concreta en la intimidad divina. Nuestra relación con Dios debe ser perseverante y no sólo de domingo: «Pidan y se les dará». Pedir con confianza sí, pero colaborando también a que se haga realidad lo que pedimos. No podemos pedir por la paz del mundo si nosotros no somos cada día del resto de la semana constructores de paz. En el salmo 137, el autor se sabe bendecido cada día por el Señor y da gracias «de todo corazón». Que no pase un día de nuestra vida sin haber estado un momento especial ante a presencia de Dios y orando con el Padrenuestro. Hacerlo vida, como María la Madre de Dios, es la mejor manera de vivir el Evangelio. ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

sábado, 27 de julio de 2019

«Agradecidos con Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy

«Ofrece a Dios tu gratitud y cumple tus promesas al Altísimo, pues yo te libraré cuando me invoques y tú me darás gloria, agradecido». Estas palabras del salmo 49 (50 en la Biblia) me dan la pauta para meditar en este día en el tema de la gratitud. El Papa Francisco decía en una ocasión que «la vida cristiana es, ante todo, la respuesta agradecida a un Padre generoso». Hablando en el contexto de la primera lectura de estos días, en donde el escritor sagrado nos habla del pueblo liberado de la esclavitud en Egipto, el Papa continúa diciendo: «La formación cristiana no se basa en la fuerza de voluntad, sino en la aceptación de la salvación, en dejarse amar: primero el Mar Rojo, luego el Monte Sinaí. Primero la salvación: Dios salva a su pueblo en el Mar Rojo, después en el Sinaí le dice lo que tiene que hacer. Pero ese pueblo sabe que hace esas cosas porque ha sido salvado por un Padre que lo ama... ¡Que Dios sea siempre bendito por todo lo que ha hecho, lo que hace y lo que hará en nosotros!» (Audiencia el 27 de junio de 2018). ¡Cuánto tenemos que agradecer al Señor por tantas cosas! El autor del salmo responsorial de hoy me ayuda a agradecer al Buen Dios por la belleza de su palabra que nos acompaña y alienta cada día, pues esta palabra, pensando por ejemplo en todos los salmos, no deja de ser una maravillosa fuente de inspiración para nuestra vida de cada día, además de ser un delicioso alimento para nuestras almas hambrientas y sedientas. 

Y precisamente hablando de esta belleza de la Escritura, nos encontramos hoy en la liturgia de la palabra de Misa con esta invaluable joya de sus enseñanzas: la parábola de «el trigo y la cizaña» (Mt 13, 24-30). La semilla buena, la de trigo, es sembrada por Dios y hay que agradecer que, aun con nuestra carencias, fallas y pecados, somos esa semilla buena que puede crecer, dar fruto y transformar el mundo en un espacio de santificación. Pero sabemos también, según nos enseña Cristo, que en este mundo el enemigo viene a robar, matar y destruir. Él viene, y siembra cizaña junto al trigo, porque su propósito es destruir la obra que el sembrador, el Señor, quiere hacer. El trigo —aunque con dificultad— puede seguir creciendo y madurando junto a la cizaña que trata de ahogarlo, y es importante que la cizaña no se remueva. Porque como dice Jesús, al recoger la cizaña se corre el riesgo de arrancar también el trigo y arruinar la cosecha. Pudiera ser un trigo que todavía no madura bien y esta muy pegado a la cizaña. A simple vista los dos parecen igual, no hay mucha diferencia en la apariencia. Hay que esperar para ver el fruto. Jesús nos advierte que esto sucede en el mismo campo, junto a la semilla buena también crecerá la cizaña. Estos se reconocen por el fruto que producen, uno es dulce y agradecido y el otro es amargo y lleno de envidia. Debemos dejar que crezcan juntos, y será al final de los tiempos que estos serán separados: la cizaña será atada en manojos para ser quemada y el trigo será llevado al granero del Señor. Dios es Todopoderoso, y lo que es imposible para los hombres es siempre posible para Él. 

No nos aceleremos queriendo separar y sacar la cizaña, porque Dios y sus ángeles lo harán al final de los tiempos. A nosotros solamente nos corresponde sembrar la semilla, regar el campo con oración, y ser agradecidos con el Señor que va dando crecimiento a nuestras vidas a su tiempo hasta madurar y dar fruto. ¡Cuánta conciencia hemos de tener para ver agradecidos que es Dios quien cuida de nuestro crecimiento en la fe y en general en todas las demás áreas de nuestra vida! Como dice san Agustín: «Nuestro, no es nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4, 7)» (Sermón 176,6). Toda nuestra vida debe ser una continua acción de gracias. Recordemos con frecuencia los dones naturales y las gracias que el Señor nos da al haber sembrado la fe en nuestros corazones. Agradezcamos todo al Señor. No existe un solo día en que Dios no nos conceda alguna gracia particular y extraordinaria. No dejemos pasar el examen de conciencia de cada noche sin decirle al Señor: «¡Gracias Señor, por todo!». Seamos agradecidos como María y amemos al Divino Sembrador como ella lo ama, hasta ser esclavos por amor como ella le dijo al ángel: «Yo soy la esclava del Señor, Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho, que se cumpla en mí su voluntad». ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 26 de julio de 2019

«Santos Joaquín y Ana, los abuelos de Jesús»... Un pequeño pensamiento para hoy


Cuando los mandamientos se viven con amor, sabiendo que Dios nos los ha dado para que seamos felices, se ven «más deseables que el oro y las piedras preciosas y más dulces que la miel de un panal que gotea» dice hoy el salmista (Sal 18 [19]). Mediante este salmo, entramos en contacto con el alma de Israel, aferrada a la ley divina (la Torah) mediante un amor ardiente y sincero. Para todo judío fervoroso, la ley, lejos de ser una traba minuciosa, una regla legalista y formalista —como lo era para muchos fariseos—, es un verdadero «don de Dios». Por eso el salmista recalca hoy con sus propias palabras que, al revelar al hombre la ley de su ser, Dios hace Alianza con él, para ayudarlo en sus comportamientos vitales: «En los mandamientos de Dios hay rectitud y alegría para el corazón; son luz los preceptos del Señor para alumbrar el camino». En el don de la ley hay algo así como la alegría de las nupcias, ¡es un misterio nupcial! La letanía de cualidades atribuidas a la ley, que desarrolla el escritor sagrado en este salmo, recuerda las cualidades que se dan los enamorados. La mitad de estas cualidades es objetiva, pues definen la ley en sí misma: es perfecta... segura... recta... límpida... pura... justa... Hoy celebramos en la Iglesia la dicha de un matrimonio judío que, viviendo profundamente la ley, es decir, cumpliendo con alegría los mandatos del Señor, recibe un don imponderable: ser los papás de la Santísima Virgen María. Ambos santos, llamados patronos de los abuelos, fueron personas de profunda fe y confianza en Dios que plasmaban los mandamientos en sus vidas educando en el camino de la fe a su hija María, alimentando en ella el amor hacia el Creador y preparándola para su misión escuchando la Palabra. 

El Papa Emérito, Benedicto XVI, un 26 de julio en 2009, resaltó —a través de las figuras de San Joaquín y Santa Ana—, la importancia del rol educativo de los abuelos, que en la familia «son depositarios y con frecuencia testimonio de los valores fundamentales de la vida». Por su parte, en el 2013, cuando el Papa Francisco se encontraba en Río de Janeiro por la Jornada Mundial de la Juventud y coincidiendo su estadía con esta fecha, destacó que «los santos Joaquín y Ana forman parte de esa larga cadena que ha transmitido la fe y el amor de Dios, en el calor de la familia, hasta María que acogió en su seno al Hijo de Dios y lo dio al mundo, nos los ha dado a nosotros. ¡Qué precioso es el valor de la familia, como lugar privilegiado para transmitir la fe!». Es poco lo que sabemos de Joaquín y Ana, es más bien la tradición y algunos escritos antiguos quienes nos hablan de ellos. A la luz de sus vidas, que seguramente fueron tan sencillas y ordinarias como las nuestras, Cristo nos pide que seamos sencillos y sinceros cumpliendo los mandamientos como lo hicieron sus abuelos. San Juan Damasceno afirma que los conocemos por sus frutos: «La bienaventurada Virgen María», ella es el gran fruto que dieron a la humanidad, por eso hoy termino mi reflexión con una oración dirigida a ellos: 

«Insigne y glorioso patriarca San Joaquín y bondadosísima Santa Ana, ¡cuánto es mi gozo al considerar que fueron escogidos entre todos los santos de Dios para dar cumplimiento divino y enriquecer al mundo con la gran Madre de Dios, María Santísima! Por tan singular privilegio, han llegado a tener la mayor influencia sobre ambos, Madre e Hijo, para conseguirnos las gracias que más necesitamos. Con gran confianza recurro a su protección poderosa y les encomiendo todas mis necesidades espirituales y materiales y las de mi familia. Especialmente la gracia particular que confío a su solicitud y vivamente deseo obtener por su intercesión. Como ustedes fueron ejemplo perfecto de vida interior, obténgame el don de la más sincera oración. Que yo nunca ponga mi corazón en los bienes pasajeros de esta vida. Denme vivo y constante amor a Jesús y a María. Obténganme también una devoción sincera y obediencia a la Santa Iglesia y al Papa que la gobierna para que yo viva y muera con fe, esperanza y perfecta caridad. Que yo siempre invoque los santos Nombres de Jesús y de María, y así me salve. Amén» ¡Bendecido viernes acompañados de San Joaquín y Santa Ana! 

Padre Alfredo.

jueves, 25 de julio de 2019

«Los que sembraban con lágrimas»... Un pequeño pensamiento para hoy

Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta del Apóstol Santiago y San Mateo nos presenta en el Evangelio de Hoy (Mt 20,20-28) una escena simpática a primera vista y llena de contenido que habla de las ambiciones humanas, tan perseguidas por muchos que a veces se quedan tristes por no alcanzarlas. ¿Qué tendrá el corazón humano que se aferra a las cosas materiales? Dicen que el poder y el dinero, sin que el hombre se de cuenta, lo atrapan, lo condicionan, lo manipulan y le dan la sensación de que es él quien manda y por lo tanto todo se centra en él. Al celebrar este día esta fiesta del Apóstol Santiago, Mateo nos da la oportunidad para comprobar que aun entre los discípulos de Jesús se daban estas ambiciones y estos deseos. Ni Santiago ni los demás discípulos parecen haber entendido lo que Cristo ha querido sembrar en sus corazones porque albergan en su corazón los mundanos deseos de grandeza, de poder y de búsqueda de bienes. Son situaciones que no nos son ajenas y debemos estar muy atentos. 

«¿Podrán beber el cáliz que yo he de beber?», pregunta el Señor Jesús a Santiago y a su hermano Juan, que han convencido a su madre de acercarse Jesús para pedirle un privilegio especial: « Concédeme que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino». La pregunta que hace Jesús, como respuesta a lo que aquella mujer, engatuzada por sus hijos para buscarles un puesto especial, la realiza Jesús no solamente a ellos, sino a todo aquel que decida seguirlo. La palabra «cáliz» está asociada a la palabra «sufrimiento» pero no al sufrimiento inútil, que solo sirve para obligar a ser «amado o reconocido» sino al sufrimiento útil, el cáliz, el que se ejerce para conseguir un bienestar colectivo como el sufrimiento que nos presenta hoy el salmista en el salmo 125 [126]. Ese sufrimiento donde consciente e inconscientemente, se abandonan o aplazan objetivos personales para alcanzar algo a otros. «Entre gritos de júbilo cosecharán aquellos que siembran con dolor» dice el escritor sagrado, y, con estas palabras del salmo, vemos claramente que esa cosecha no es solamente para el que ha sembrado con dolor, sino que servirá para muchos, para otros que tal vez no entenderán las lágrimas del que ha sembrado. Sin esta característica, la cosecha no tendría sentido, se echaría a perder por no compartirse con los demás. La mejor expresión del Amor Divino, es la acción de darse y dar de lo que uno ha cosechado sin ningún interés personal. 

Sembrando con lágrimas, el que quiere seguir a Jesús sabe que está llamado a esperar la cosecha para salvar a muchos como lo hizo Jesús al morir por todos (Jn 16,22). Este salmo, visto desde esta perspectiva que debemos tener como discípulos–misioneros se hace todo un «programa» de trabajo y responsabilidad: «Entre gritos de júbilo cosecharán aquellos que siembran con dolor» En este sentido, la salvación no se hace «¡sin nosotros!» Hay que hacer todo lo que está de nuestra parte para transformar el mundo. El grano sembrado parece perdido, y en los países de hambre, el sembrador «sacrifica« trigo del cual se priva momentáneamente y que podría comer: hay motivo suficiente para llorar. Pero sin ese sembrar con lágrimas por el sacrificio que ello implica, no habrá cosecha. Nuestra colaboración en la salvación, nuestra forma de sembrar, es aceptar madurar como el «grano de trigo que se pudre para dar fruto» y no pensar en ocupar lugares especiales o buscar motivaciones puramente humanas. Debemos vivir las pruebas de la vida como «comuniones» con el misterio de la cruz de Jesús. Las palabras del salmista son elocuentes: primero el abatimiento, el entierro... luego el peso de las gavillas cargadas de espigas maduras. El salmista pone una nota dominante en este salmo, es la nota que debe animar nuestra vida aunque haya momentos dolorosos en donde se experimenta el cansancio, la soledad, la incomprensión... esa nota es la alegría, una alegría que explota en risas y canciones. Porque, al tener ya lista la cosecha, dice el salmo: «No cesaba de reír nuestra boca, ni se cansaba entonces la lengua de cantar». No nos quedemos viendo, pues, el cansancio y las lágrimas que cuestan el sembrar, sino acompañados de María, la Madre de Jesús, la que sí sabe que elegir, veamos ya con alegría que la cosecha es mucha, abundante, generosa, una cosecha que alcanza para que todos tengan el amor de Dios. ¡Bendecido jueves sacerdotal y Eucarístico! 

Padre Alfredo.

miércoles, 24 de julio de 2019

«Dios cuida de nosotros»... Un pequeño pensamiento para hoy


Los salmos constituyen uno de los libros más hermosos de la Sagrada Escritura y, este año litúrgico, me he querido acercar a ellos con reverencia y cariño para irlos desmenuzando en mi ratito de oración y compartirlos. A lo largo de este tiempo, desde el Adviento pasado, he ido redescubriendo en ellos las diferentes facetas de nuestra existencia en nuestra relación personal y comunitaria con Dios. Los salmistas comparten con nosotros sus estados de ánimo, sus sentimientos de gozo y de tristeza; sus sentimientos más profundos y muy humanos; sus logros y sus fracasos, su grandeza como escritores inspirados por Dios, pero también sus miserias por la condición de pecado que a todos nos asecha. Pero sobre todo —y no me dejará nadie mentir— el acercarnos día a día a los salmos, encontramos una confianza inquebrantable en Dios por parte de quienes los escribieron como cantos y poemas. Hoy la liturgia nos presenta un pequeño fragmento del extenso salmo 77 [78 en la Biblia] que, en conjunto con la Primera Lectura (Ex 16,1-5.9-15) y el Evangelio (Mt 13,1-9) nos dan un alimento sólido para nuestra fe. 

Si leemos el salmo completo y lo meditamos, vamos a toparnos con un largo recuento histórico que no es presentado ni desesperado, ni desesperante, a pesar de las apariencias de ver cómo en 72 versículos se recorre toda una historia de pecados renovados sin cesar, para descubrir, a la vez, que Dios responde siempre con el perdón y nuevos beneficios. A pesar de todas las «infidelidades» de una persona o de todo un pueblo, Dios permanece siempre «fiel» a su Alianza. «Él nos amó primero» dirá Juan en una de sus cartas (1 Jn 4,19). La vida colectiva de los grupos humanos, de las naciones, de los medios sociales, influyen profundamente en la vida religiosa. No podemos divorciar la vida de la fe. Luchar por la justicia, afanarse por alcanzar la liberación, dar de comer, promover condiciones decentes de alojamiento... Todo ello apasiona en primer lugar a Dios. Este salmo llega a decir frases como éstas: «expulsa a las naciones ante ellos... Les da el trigo, les envía víveres. Les da una heredad...». El tema de la Alianza, es justamente una acción común entre Dios y el hombre. Seríamos hoy infieles a Dios, si no nos comprometiéramos en el servicio de la humanidad: los «Derechos Humanos» son también la «Causa de Dios». «La gloria de Dios es el hombre viviente» decía San Irineo. 

Dios ha sembrado su Palabra, su Ser y su quehacer en el hombre fiel, en el que pasa por este mundo atendiendo a lo que el mismo Dios va sembrando en la vida de cada uno conforme a su vocación y a su estado actual. Nuestra historia, como personas y como comunidad, únicamente puede ser historia de fe. El sustento cotidiano de la vida por parte de Dios exige una entrega sin aval. La cantidad de maná, que se nos dice es recogida sólo según las necesidades del día, se queda para nosotros como una reafirmación de la necesidad de descubrir a Dios y a las acciones de Dios día tras día. Cristo se encarnó como un hombre sencillo, un hombre como los demás hombres menos en el pecado, y vino a sembrar la fe, la constancia, la fidelidad y muchas otras virtudes en el alma de los bautizados. Este es el gran misterio de Dios, puesto a nuestro alcance: ese hombre que sale de su casa, camina, se sienta, se levanta, pone los pies en el agua del lago para subir a una barca... ese hombre dispuesto a hablar, a luchar, a defender, a curar, a enfrentar, ese que es el Cordero de Dios que viene a establecer un compromiso de perseverancia y fidelidad en cada bautizado. Qué cosa tan maravillosa es pensar en la santificación de nuestros humildes gestos humanos... ¡Para Dios nada es pequeño! Pidamos la gracia —bajo la mirada de María— de buscar con sencillez cada día lo que sabemos que tenemos que encontrar para vivir nuestra fe. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 23 de julio de 2019

«Y las aguas se agolparon»... Un pequeño pensamiento para hoy


Algunas veces en la liturgia de la Palabra, como ya lo he comentado en otras ocasiones, el salmo responsorial no está tomado del libro de los Salmos, sino de alguna otra parte de la Escritura que, aunque no está en ese libro de cánticos y poemas, es eso precisamente, un cántico o una poesía que exalta algún acontecimiento de suma importancia. Eso es lo que sucede el día de hoy, en el que el salmo responsorial está tomado del capítulo 15 del libro del Éxodo, para dar continuidad al relato que la primera lectura nos narra hablándonos del pueblo de Israel que cruza el Mar Rojo abierto para darles paso y librarlo de la esclavitud de Egipto (Ex 14,21-15,1). En la tradición hebrea, este canto de Éxodo 15 es conocido como: «Cántico del Mar» (en hebreo Shirat HaYam) y tradicionalmente lo cantan en el último día de la época de la Pascua (21 de Nisán), fecha que creen que los israelitas cruzaron el Mar Rojo. Los levitas entonaban este cántico todos los días, durante la ofrenda de la tarde, en cumplimiento de lo escrito en el libro del Deuteronomio: «para que te acuerdes del día en que saliste de la tierra de Egipto todos los días de tu vida» (Dt 16,3b). 

En el contexto del milagro del Mar Rojo, Dios se presenta a su pueblo de Israel con una nueva descripción de quién es Él. Yahvé es el Dios guerrero (Ex 15,3). Siempre aparece el nombre de Yahvé, pero aquí se presenta como «varón de guerra». Israel necesitaba ver ese brazo fuerte de Dios que los defendería en momentos de guerra (Ex 15,4-6). En esa batalla, los egipcios se presentaron con carros de guerra y espadas, pero el arma que Dios utilizó para derrotar al enemigo fueron las aguas del mar (Ex 15,8-10). El pueblo elegido sabía que la gloria de ese triunfo era sólo para Dios. Y con esta señal, el Señor muestra lo que hará con aquellos que osen levantarse en contra de Dios y sus planes (Ex 15,7). Según se puede comprender, leyendo todo el capítulo completo, era una multitud la que estaba cantando con entusiasmo. Es la misma que solo unas horas antes, del otro lado del Mar Rojo, estaba quejándose y protestando, expresando su deseo de regresar a Egipto. Le habían dicho a Moisés: «¿Acaso no había sepulcros en Egipto para que nos sacaras a morir en el desierto?» Recordemos que en la primera carta de San Pablo a los Corintios 10,11, el apóstol dijo: «Estas cosas les sucedieron como ejemplo, y fueron escritas como enseñanza para nosotros, para quienes ha llegado el fin de los siglos». 

Para el pueblo de Israel, este hecho es como el artículo fundamental de su fe: Dios los ha salvado de la esclavitud de Egipto. No nos extrañemos que haya varias tradiciones o versiones de este acontecimiento, con repeticiones y divergencias. Unas son más sobrias, otras han mitificado la gran victoria de Dios contra los enemigos de Israel. Lo importante es que el pueblo interpreta que «aquel día el Señor salvó a Israel de las manos de Egipto: Israel vio la mano fuerte del Señor sobre los egipcios, y el pueblo temió al Señor y creyó en el Señor y en Moisés, su siervo». Creer en el Señor es lo que nos hace familia suya, pueblo de su propiedad, por eso, junto a la lectura de esta liberación del pueblo y con lo que nos dice el salmo responsorial, entendemos que, para creer en el Señor y para creerle al Señor, es del todo necesario escuchar su Palabra y hacer su voluntad, como nos recuerda el Evangelio de hoy al exaltar la figura de María como la primera que está a la escucha y la primera dispuesta a cumplir la voluntad de Dios: «Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre». Nosotros también necesitamos ser liberados de tantos obstáculos que nos impiden escuchar la Palabra que viene de lo alto y hacer la voluntad del Señor. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 22 de julio de 2019

«EL SEÑOR SACIA LA SED Y EL HAMBRE»... Un pequeño pensamiento para hoy


La sed y el hambre son la mejor metáfora de la necesidad vital que tiene el hombre de Dios, por eso este día en que la Iglesia celebra la fiesta de santa María Magdalena, Apóstol de los Apóstoles, la liturgia toma como salmo responsorial un salmo, el 62 [63] que habla de la sed que el alma tiene de Dios. La necesidad de Dios que tiene el hombre es tan grande, que llega a hacerse incluso una necesidad física. El autor de este salmo dice entre otras cosas: «Todo mi ser te añora... A ti se adhiere mi alma y tu diestra me da apoyo seguro». Este es el Salmo del amor místico en el que la oración se hace deseo, sed y hambre, pues involucra al alma y al cuerpo. El orante busca como alguien sediento la luz de Dios que le ilumine su ser y quehacer. Él siente necesidad de un encuentro con el Señor de manera casi instintiva, parecería «física». Como la tierra árida está muerta hasta que no es regada por la lluvia, y al igual que las grietas del terreno parecen una boca sedienta, así el fiel anhela a Dios para llenarse de él y para poder así existir en comunión con Él. A nosotros nos consuela esta intervención del Salvador, que viene a calmar la sed y el hambre de Dios, porque a nuestra alma, la atacan también siete demonios como a la Magdalena, siete espíritus dañinos: el orgullo, la avaricia, la ira, la gula, la lujuria, la envidia, la pereza y quizás varios más. ¿Quién puede decir que el espíritu del orgullo no le ataca día por día? ¿Habrá alguien que pueda gloriarse de que algún mal espíritu no le ha atacado y no le va a atacar ferozmente dejándole extenuado y sediento? 

Es, de alguna manera este salmo, el retrato de la sed de la Magdalena que vino a calmar el Señor librándola de los siete demonios que la habían atacado y dejado exhausta y hambrienta. El profeta Jeremías había proclamado: el Señor es «manantial de agua viva» y había reprendido al pueblo por haber construido «cisternas agrietadas que no contenían el agua» (Jer 2,13). Jesús mismo exclamará en voz alta: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí» (Jn 7,37-38). En plena tarde de un día soleado y silencioso, promete a la mujer samaritana: «el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna» (Jn 4,14). Así hizo la Magdalena, ella bebió del «Agua Viva» y no se contentó con saciar solamente su sed, sino que corrió a toda prisa a saciar la sed de los Apóstoles (Jn 20,1-2.11-18), por eso el Papa Francisco le ha dado este título tan singular de «Apóstol de los Apóstoles». 

Después del canto de la sed, volviendo al salmo responsorial, las palabras del salmista entonan el canto del hambre (cf. Sal 62,6-9). El hambre de Dios se sacia cuando se escucha la Palabra divina y se encuentra al Señor: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo habrán puesto» (Jn 20,13) «Si tú te lo llevaste, dime dónde lo has puesto» (Jn 20,15). A través de la comida mística de la comunión con Dios, «el alma se adhiere» a Dios, como declara el salmista. El miedo se disipa, el abrazo no aprieta algo vacío sino al mismo Dios, nuestra mano se cruza con la fuerza de su diestra (cf. Salmo 62,8-9) como Magdalena cuando se da cuenta que aquel, que ella creía el jardinero, es el Señor que la envía a los Apóstoles. La sed y el hambre que nos llevan al encuentro con Dios, como María Magdalena, son saciadas en Cristo crucificado y resucitado, del que nos llega, a través del don del Espíritu Santo y de los Sacramentos, la nueva vida y el alimento que la sustenta para ser enviados como ella a colaborar para mantener viva la fe de los Apóstoles. Pidamos que María Santísima, a quien la Magdalena acompañó al pie de la Cruz y luego corrió al sepulcro, que nos ayude también a correr con esta Apóstol de los Apóstoles para saciar la sed y el hambre de Dios que deja este mundo que nos envuelve día con día que nos deja ávidos del Agua Viva y del Cuerpo y Sangre del Señor. ¡Bendecido día de Santa María Magdalena, Apóstol de los Apóstoles! 

Padre Alfredo. 

P.D. Un día como hoy, 22 de julio de 1981, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, cuya fiesta se celebra el 22 de junio, fue llamada a la Casa del Padre. Pidámosle también a ella que ruegue por nosotros. Ella escribió una vez: «Quisiera vivir solo de él y para él, como Magdalena, a sus plantas, escuchando las divinas palabras que salen de su boca, pendiente de esos labios que sólo tienen palabras de vida eterna». (Estudios y meditaciones, f. 706).

domingo, 21 de julio de 2019

«Acción y contemplación»... Un pequeño pensamiento para hoy


El día de hoy tenemos como salmo responsorial, algunos fragmentos del salmo 14 [15] (vv. 2-3ab.3cd-4ab.5) que nos ayudan a ver, como afirma el responsorio, «Quién será grato a los ojos del Señor». El contexto de este salmo, es el atrio del Templo; seguramente nos habla de una persona que en la peregrinación anual que hacían los judíos, se encuentra a la entrada del Templo donde está el tabernáculo, que era un lugar donde el hombre podía encontrarse con Dios a través del servicio de los sacerdotes y el sacrificio, el anhelo del salmista, de habitar en el tabernáculo era, en realidad, el deseo de habitar en la presencia de Dios. El autor sagrado, que en este caso pudo haber sido muy probablemente el rey David, tiene en mente la vida que se puede vivir en la presencia de Dios; quien camina en cercano compañerismo con el Señor, tiene el corazón, la mente, y la vida alineados con el corazón, la mente y la vida del mismo Dios. Este salmo, con las lecturas para este domingo (Gen 18,1-10; Col 1,24-28 y Lc 10,38-42) nos ayuda a centrar nuestra meditación de este domingo en una cuestión muy importante: para vivir en la presencia de Dios necesitamos ser «contemplativos en la acción» y «activos en la contemplación». 

La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento decía, entre tantos consejos que solía dar a los miembros de la familia misionera por ella fundada, así que hoy, la dejaré hablar a ella sobre el tema: «Nosotros somos misioneros de acción, pero no olvidemos que esta acción debe arraigar en la oración, en la contemplación» (Carta colectiva de septiembre de 1978)... «En saber aunar la contemplación y la acción, ha consistido el mérito que admiramos en los santos, como en San Pablo, San Francisco, San Ignacio de Loyola, San Francisco Xavier, Santa Teresa de Jesús, San Vicente de Paúl e innumerables otros más» (La Lira del Corazón)... «Jamás olvidemos que sólo Dios con su gracia llega a las almas y las mueve, por lo tanto que no se reduzca el apostolado nunca a la acción y a los medios empleados, son necesarias siempre la oración y la unión con Dios; nosotros no pasamos de ser meros instrumentos que Él se dignó utilizar» (Convocatoria al Capítulo General Especial en marzo 25 de 1968)... «La contemplación te sostiene y te ayuda en la acción; y ésta te llevará continuamente a aquella» (Lira del Corazón)... «Vocación misionera: Esa vocación que debe aunar a la contemplación la vida de apostolado. Es así como la vivimos, como tratamos al menos de vivirla» (Crónica de un viaje a Europa en 1958). 

A la luz de la liturgia del día de hoy aparece clara la finalidad de nuestra vida. Hay una sola cosa necesaria: «ser gratos a los ojos de Dios». La vida activa y la vida contemplativa no se contraponen. La cuestión es no organizar el mundo a partir de nosotros mismos sino escuchar con atención la Palabra de Dios que nos llama a una vida de un «santo equilibrio». Para el cristiano es completamente necesario ponerse a los pies de Jesús y escuchar con calma su Palabra pero es importante también actuar recordando que, sin ser del mundo, estamos en el mundo para transformarlo y llevarlo a metas altas de santidad. La Palabra proclamada y escuchada en cada Misa es ya el primer encuentro con Cristo realmente presente, pero saber ser discípulos de Jesús es también seguir en actitud de escucha en toda la vida, incluso fuera de la celebración en los espacios de tiempo y lugar para la acción. La oración del cristiano empieza, no con palabras nuestras, sino sabiendo escuchar la Palabra de Cristo para luego ser enviados. El cristiano ha de cultivar tanto el amor a Dios como también el amor al prójimo. La liturgia de este domingo nos recuerda que las dos dimensiones tienen que unirse y complementarse. Vivamos el domingo y pidamos a la Santísima Virgen María, Madre de la escucha y del servicio, que nos enseñe a meditar en nuestro corazón la Palabra de su Hijo, a rezar con fidelidad, para estar siempre más atentos en acciones concretas a las necesidades de los hermanos. ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

sábado, 20 de julio de 2019

«Otro Cristo en la plenitud sacerdotal»... Un pequeño pensamiento para hoy

El salmo responsorial de este sábado, está compuesto por algunos versículos del salmo 135 [136] muy bien articulados. Este es un salmo muy hermoso que, originalmente, en cada uno de sus 26 versículos repite la frase: «porque es eterna su misericordia». Hoy la respuesta al salmo se centra en la frase: «Demos gracias al Señor, porque él es bueno», frase que se encuentra al inicio de esta bella composición de alabanza y de acción de gracias. Si leemos el salmo completo, podemos imaginar una gran multitud del pueblo de Dios en los atrios del templo. Un sacerdote o un levita clamaba una razón para darle gracias a Dios, y el pueblo respondía con un, «porque es eterna su su misericordia». En la tradición judía este salmo, tan bien articulado, ha sido llamado el gran Hallel (el gran Salmo de la alabanza) por la manera en la que representa la bondad de Dios hacia su pueblo y los motiva a alabarlo por su misericordia y su firme amor. Sí, todos sabemos que el Señor es bueno y que uno de sus atributos que prevalece siempre en Él es su infinita misericordia. El hecho de que Dios es bueno es fundamental para todo lo que Él es y hace. Sabemos que Dios es amor (1 Jn 4,8; 4,16), y ese amor es una expresión de su bondad. Esta es una maravillosa razón para darle alabanza a Dios. 

Dios, por su infinita misericordia, es la fuente del bien, el bien del bien, el sustentador del bien, el perfeccionador del bien, y el recompensador del bien. Por todo esto Él merece la constante alabanza de su pueblo y por esa razón el salmista pregona la bondad del Señor para con todos, porque Él se acuerda siempre de los suyos. Dentro de un rato, muchos seremos testigos de la bondad y de la misericordia del Señor al participar en la ordenación sacerdotal del diácono Eutiquio Pacheco Hau en la Catedral de aquí de Monterrey. El Señor, que es bueno y misericordioso, elige hombres de entre el pueblo para que, mediante el ministerio sacerdotal, sean colaboradores para extender esa bondad y esa misericordia del Señor. El Evangelio de hoy (Mt 12,14-21) nos ayuda a ver que la obra de Jesús no va destinada solamente al pueblo elegido, ni tampoco a los primeros pueblos que tuvieron la suerte de recibir el evangelio. Todas las naciones son amadas de Dios en Cristo, y Jesús sigue siendo enviado a todas ellas a través de sus misioneros. Eutiquio tiene muchos años de misionero, es Misionero de Cristo para la Iglesia Universal y ha sentido el llamado del Señor para ser sacerdote para siempre. 

¡Maravillosa vocación! vocación de imitar al Señor, vocación de ser —como decía la beata María Inés Teresa— «otro Cristo en la plenitud sacerdotal», vocación de amar, de no quebrar lo cascado, de no apagar los pequeños destellos de luz que aún subsisten en la fe de los discípulos–misioneros en medio de este mundo que parece olvidar la existencia y la acción de la bondad y la misericordia del Señor; vocación de dar esperanza, de haber querido ser como Cristo para salvar a la humanidad. Pidamos por quien dentro de un rato más será ya «el padre Eutiquio». Pidámosle al Señor, por mediación de su Madre Santísima, que también es Madre de las vocaciones que nuestro hermano Eutiquio como siervo elegido y amado por el Señor, sea, en su sacerdocio, un pregonero humilde y paciente que ayude a que no se apague «la mecha que aún humea» en la fe de muchos y que, como misionero, piense siempre en esos que aún no conocen al Señor. ¡Bendecido sábado y felicidades a nuestro hermano por el don de la ordenación sacerdotal que hoy recibe!

Padre Alfredo.

viernes, 19 de julio de 2019

«La vida y la muerte, una ganancia»... Un pequeño pensamiento para hoy


Cuando alguien acepta la voluntad de nuestro Padre Dios y se hace responsable del mismo mediante un «sí» sin reservas como el de la Virgen María, su salvación, a partir de ese momento, deja de estar a merced de medios externos para depender exclusivamente de la sintonía entre el querer de Dios y la fe que en Él se tiene. A imitación de Cristo, todo discípulo–misionero capaz de percibir los dones y carismas que Dios le brinda y que trata de responder a él con una fidelidad incondicional, participa de este señorío. A esta reflexión nos lleva el trozo del Evangelio que este viernes la liturgia de la palabra de la Misa nos presenta (Mt 12,1-8). Uniéndose a Cristo en la Eucaristía y recibiéndolo en el Sacramento, todo discípulo–misionero renueva su experiencia de apertura y de encuentro con Él, que le prohíbe para siempre «sabatizar», es decir, quedarse atorado en leyes inadmisibles. En el Evangelio de hoy, aparece un gesto muy sencillo y natural de los tiempos de Cristo: arrancar unas espigas u otro fruto, para entretener el hambre. Esta acción no era considerada robo, incluso estaba previsto en la Ley de Moisés: «Si pasas por el sembrado de tu vecino puedes arrancar unas espigas con la mano, pero no deberás usar la hoz en el trigal de tu prójimo» (Dt 23, 5). Los fariseos no reprochan esto a Cristo, sino el haber hecho esto... «¡un sábado!» Los comentaristas de la Ley habían ido añadiendo una gran cantidad de prescripciones, y los fariseos tenían esa mentalidad con la que uno se encuentra a veces. Los apóstoles fueron por eso considerados como gentes de manga ancha que desobedecen porque han sido atrapados en flagrante delito de violación de una regla. 

Pero nosotros, participando en la acción de gracias, en la Eucaristía, que Jesús, Primogénito entre muchos hermanos, dirige al Padre, bebiendo con El «el cáliz de salvación e invocando el nombre del Señor», como dice hoy el salmista (Sal 115 [116]), ajustamos nuestra vida a los compromisos de nuestro bautismo y caminamos con nuestra mirada puesta en el cielo, los pies en la tierra y las manos en el trabajo de cada día bendiciendo al Señor hasta que llegue el día de dejar este mundo. El salmista sabiamente considera que Dios ha sido muy bueno con él y piensa en una ofrenda. Él sabía que los problemas le son comunes a todos los hombres, pero los beneficios muchas veces solo le pertenecen a los que confían en Dios y ven más allá, traspasando las ideas absurdas de los hombres, como el montón de prescripciones que los fariseos habían añadido a la ley esencial del sábado. El salmista se dispone a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (v. 13). En esta circunstancia, el autor sagrado hará pública su acción de gracias, consciente de que incluso cuando se acerca la muerte, el Señor se inclina sobre él con amor. 

Dios no es indiferente al drama de sus criaturas, sino que rompe sus cadenas y las leyes incoherentes para cuidar de sus hijos incluso hasta librarlos de la muerte eterna. El orante salvado de la muerte se siente «amado por el Señor... hijo de su esclava». Esta es una bella expresión oriental que indica que se ha nacido en la misma casa del dueño. El salmista profesa con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de los suyos en el amor y en la fidelidad que trasciende todo, hasta las más absurdas leyes que han creado los hombres; junto con toda la comunidad, da testimonio de la propia fe al sentirse salvado de la muerte y profesa con alegría que pertenece a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a Él en el amor y la fidelidad. Su testimonio es para todos nosotros un estímulo para creer y amar al Señor que, al salvarnos de la muerte, nos guía hacia la esperanza y la vida eterna. Ya saben ustedes, mis queridos lectores orantes, que como decía ayer, estos días he pensado mucho en la muerte por los acontecimientos vividos al perder a muchos seres queridos, entre ellos mi padre «que hoy cumple una semana de haber fallecido— y José Adrián —mi sobrinito que murió antier—. Leyendo completo este salmo del que la liturgia hoy nos presenta la segunda parte, encuentro serenidad y aliento para seguir adelante agradeciendo al Señor todo el bien que a través de estos hermanos nuestros que se nos han adelantado, muchos hemos recibido. Pienso en el don de la vida que, con la muerte, no se acaba, sólo se transforma y, desde mi ser de hijo de Dios, entiendo más que, aunque la muerte es dura, sigue siendo preciosa porque remueve las barreras que aún quedan entre Dios y sus hijos, y es la puerta de entrada a una eternidad de perfecta comunión. La muerte no es un castigo, no es destrucción, ni siquiera es una derrota... es «una ganancia» (Flp 1,21). Que María Santísima nos ayude a alcanzar la meta. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 18 de julio de 2019

«El cielo nos espera»... Un pequeño pensamiento para hoy


Tratar a la muerte como parte de la vida es difícil, la realidad de la muerte está presente en nuestra vida cada día y a cada momento. Todos tenemos la certeza de que algún día moriremos. Cada día que pasa vamos aprendiendo a aceptar la muerte como algo que forma parte de nuestra existencia. Esto se logra así, poco a poco, fiándonos de Dios, poniendo en Él nuestra esperanza y nuestra confianza. Los cristianos sabemos que todo no acaba con la muerte. Sabemos que el amor es más fuerte que la muerte. Desde el 6 de mayo que llegué a Monterrey, la tierra que me vio nacer de milagro hace casi 58 años, he palpado la muerte muy de cerca. Han muerto, casi seguidos, familiares y amigos entrañables: Osvaldo Batocletti, el profesor José Hernández Gama, Gerardo, el señor Juan Alfaro y mi padre la semana pasada, y ayer José Adrián mi sobrino. Han muerto también otras personas, familiares y amigos de amigos que tanto aprecio, como la tía de la hermana María Elena, Joel y familia —la tía Dolores— y el tío de los vecinos de Adriana y Mauro y los he podido acompañar. Se ha ido de este mundo gente que queremos. Esto me deja esta mañana de oración, pensando en el apóstol san Pablo que dice: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Pero si viviendo en este cuerpo puedo seguir trabajando para bien de la causa del Señor, entonces no sé qué escoger. Me es difícil decidirme por una de las dos cosas: por un lado, quisiera morir para ir a estar con Cristo, pues eso sería mucho mejor para mí; pero, por otro lado, es más necesario por causa de ustedes que siga viviendo.» (Flp 1,21-24). 

En cada funeral he saludado a mucha gente muy querida y dadas las circunstancias, algunos nos hemos estado viendo muy seguido y nos hemos consolado mutuamente con la seguridad de que cada persona que muere vivirá en la vida eterna según lo que haya elegido previamente en esta vida. Hemos celebrado todos estos funerales de gente buena y hemos comprobado que lo que la Palabra de Dios en el libro de las Lamentaciones dice, es verdad: «Que la misericordia de Dios no termina y no se ha agotado la ternura del Señor; que antes bien, se renueva cada mañana porque grande es su fidelidad» (cf. Lam 3,21-23). El salmo 104 [105] del que tenemos un fragmento en la liturgia del día de hoy empieza diciendo: «Aclamen al Señor y denle gracias» y, esa pequeña frase, es la que me ha hecho recordar a cada uno de estos seres queridos que ya han sido llamados por el Señor. El salmista sigue diciendo: «Entonen en honor del Señor himnos y cantos, celebren sus portentos». Y yo, desde mi pequeñez celebro, repasando estas vidas hermosas, sus portentos en estas personas maravillosas, cuyo recuerdo produce en mi ser de criatura una gran admiración recordando sus cualidades excepcionales y recordando que no estamos dejados de la misericordia de Dios, porque nos acompaña siempre, en el contento y en el dolor; y si mantenemos la fe incluso en las situaciones límite como las que hemos estado viviendo, podremos decir con el salmista esta mañana: «Ni aunque transcurran mil generaciones, se olvidará el Señor de sus promesas». 

El Evangelio de hoy me viene como anillo al dedo diciendo: «Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo los aliviaré. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera» (Mt 11,28-30) y pensando en el corazón, en los sentimientos, en la vida de quienes nos han dejado en estos días que siento que pasan muy rápido, me quedo meditando en una cosa: Hay un común denominador en la vida de quienes me ha tocado acompañar dando el último adiós... y es que el Señor piensa siempre en todos, pero en especial en los que ocupan el primer lugar en su corazón y en su preocupación: los pequeños y humildes, los que sufren, los enfermos... todos los que están rendidos y agobiados por la enfermedad o por el peso de los años y que han vivido su fe al cien. Es muy cierto que si uno se abandona verdaderamente en Dios, queda, en medio del dolor, que muchas veces —como me ha toda estos meses— es muy profundo, realmente reconfortado, agradecido, colmado de serenidad y de alegría. Termino hoy mi reflexión con una pequeña oración: Oración: «Señor, providencia de los pueblos y luz de nuestras almas que te haz quedado en la Eucaristía y a la vez nos esperas en el cielo, haznos comprender a todos que la vida es un don tuyo y que, aún en medio de las adversidades, eres Tú quien nos diriges atentamente con mociones e impulsos de amor para consolarnos, derrama en nosotros tu inspiración y tu gracia como lo hiciste con María tu Madre, a quien le diste fortaleza para estar al pie de la Cruz»... Dales, Señor, el descanso eterno... y brille para ellos la luz perpetua. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico! 

Padre Alfredo. 

P.D. Los funerales de José Adrián serán en las Capillas Marianas desde hoy a las 8 de la mañana hasta mañana a las 6 de la mañana. Habrá una Misa de Cuerpo Presente hoy 18 de julio a las 8 de la noche en las mismas capillas y mañana, 19 de Julio, habrá una Misa con las cenizas a las 8:30 de la noche en la parroquia de Nuestra Señora de Lourdes.

miércoles, 17 de julio de 2019

«José Adrián ha sido llamado a la Casa del Padre»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy miércoles es el último día del Triduo de Misas por el eterno descanso de mi padre y, esta mañana, viene a mi mente una pequeña frase que se le atribuye a San Agustín y que dice así: «Una lágrima se evapora, una flor sobre mi tumba se marchita, más una oración por mi alma la recoge Dios». Lo que constituye el núcleo de la esperanza de todo discípulo–misionero de Cristo está presente en cada Eucaristía. En el Triduo de Misas por nuestros difuntos, los católicos anunciamos la muerte del Señor Jesús y celebramos su resurrección esperando su vuelta situándonos en el punto de paso entre nuestro mundo y el Reino de amor y de felicidad que es la tierra prometida de todos los que pasan por Cristo. Son tres Misas porque evocan que Cristo resucitó al tercer día y como anhelamos la resurrección de nuestros difuntos, los encomendamos así. El mismo Cristo nos da invita a celebrar nuestra fe y nos llena de consuelo ante la pérdida de un ser: «Yo soy la puert» (Jn 10,9), «nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6). Cristo presente en la Eucaristía reune a todos aquellos que están aún de camino en la tierra y reconocen en él a su Salvador, el camino a la verdad y la vida. Pero el Cristo que nos recibe en la Eucaristía está también en comunión con todos aquellos que ya han dejado este mundo hacia el Padre... 

Retomo este escrito que empecé esta mañana en que me habló mi prima Melvita y «me lancé» —como dice la gente joven— al hospital porque mi sobrinito José Adrián se puso muy grave. Ahora regreso cuando ya él, a las 3 de la tarde, ha sido llamado a la Casa del Padre. Descanse en paz este pequeño guerrero que ha ido al cielo a recoger su corona (cf. 1 Cor 9,25), bueno, en este caso más bien «su copa de campeón», pues a este chiquillo le fascinaba el futbol. De hecho se puede decir que prácticamente espera que llegara su ídolo André-Pierre Gignac, porque unos cuantos minutos después de que André entrara a verlo, dejó de respirar en este mundo para emprender la carrera al cielo. A la luz de este acontecimiento, que se une al último día el Triduo de la misa de mi papá, leo el salmo 102 [103] y dejo al salmista que diga: «Bendice al Señor, alma mía, que todo mi ser bendiga su santo nombre. Bendice al Señor, alma mía, y no te olvides de sus beneficios. El Señor perdona tus pecados y cura tus enfermedades; él rescata tu vida del sepulcro y te colma de amor y de ternura y me quedo en silencio unos momentos. 

Miro el Evangelio de hoy y Con Jesús repito esa sencilla y breve acción de gracias: «¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien» (Mt 11,25-27). Pienso en papá con sus intensos sufrimientos de los últimos meses, él, que tanto le pedía a Dios por José Adrián; y pienso también en el chiquillo inquieto que amaba la vida en medio del dolor causado por un cáncer que lo acompañó cuatro años y cinco meses y me doy cuenta de que las personas sencillas, las de corazón humilde, como el de este anciano y este pequeñito, son las que saben entender los signos de la cercanía de Dios. Lo afirma Jesús, por una parte, dolorido, y por otra, lleno de alegría. Cuántas veces aparece en la Sagrada Escritura esta convicción. A Dios no lo descubren los sabios y los poderosos, porque están demasiado llenos de sí mismos. Sino los débiles, los que tienen un corazón sin demasiadas complicaciones. Entre «estas cosas» que no entienden los sabios está, sobre todo, quién es Jesús y quién es el Padre a quien de alguna manera todos anhelamos ver. Pero la presencia de Jesús en nuestra historia sólo la alcanzan a conocer los sencillos, aquellos a los que Dios se lo revela y doy gracias por el don de la vida de don Alfredo Leonel y del pequeño José Adrián. Seguro que, en su sencillez, estarán los dos uno, abrazando a María y el otro, sentado en su regazo luego de haber dejado este mundo por el que la oración de la Salve nos dice que hemos de pasar como por un valle de lágrimas. Descansen en paz papá y José Adrián. Mis condolencias Francisco, Melva, Frank y David. ¡Bendecido atardecer del miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 16 de julio de 2019

«Con el agua al cuello»... Un pequeño pensamiento para hoy

Es común en la literatura de los salmos, presentar la muerte como una inundación de aguas que se lleva a los vivientes, porque se concebía la región de los muertos —el seol— debajo de la tierra y aun debajo del fondo de los mares; en este supuesto, las olas son los proveedores naturales de la región de las sombras. El autor sagrado, en el fragmento del salmo 68 [69]) que hoy tenemos como salmo responsorial, se considera, pues, a las puertas de la muerte, porque las aguas han entrado hasta el alma, hasta lo más profundo de su ser. El salmo completo es muy largo, tiene 37 versículos de los cuales la liturgia del día de hoy toma unos cuantos y nos presenta al autor como ahogado por la inundación de calamidades que sobre él han caído y, con otra metáfora, expresa su inseguridad: se halla como el que en terreno cenagoso no puede hacer pie y es arrastrado por la corriente. Es tan angustiosa la situación del salmista, que no le queda sino clamar al Omnipotente, que es el único que le puede salvar: «Escúchame conforme a tu clemencia, Dios fiel en el socorro». La Sagrada Escritura nos dice que el Dios todopoderoso escucha las oraciones de los afligidos. Dios les ayuda en su caminar, da aliento a su espíritu y alimenta sus esperanzas cada día. Él no se olvida nunca de los que están abatidos de corazón, sino que cuida de cada uno de ellos, sin importar su necesidad y donde ellos se encuentren, porque el Dios de los ejércitos vela por todos, porque todos los que confían en Él son bienaventurados, porque el Señor cuida de sus hijos y les defiende, porque Dios es el consuelo del alma que está afligida. 

El fragmento de este salmo 68 [69] con el que hoy oramos, me hace ver que la esperanza de todo discípulo–misionero ha de estar puesta en las manos de Dios, porque hay muchas que acontecen en nuestras vidas que humanamente no entendemos y necesitamos los ojos de la fe. Pero cuánta gente hay en nuestros días que se encierra en sí misma, que piensa que lo sabe todo y que tiene una explicación para cada cosa que sucede a nuestro alrededor. Por ello hoy para muchos resulta difícil dejarse sorprender de verdad por la salvación que Jesús ofrece y no dejan que la Palabra llegue hasta lo más profundo del corazón. Junto a esto veo el Evangelio de hoy, que menciona tres ciudades del entorno del lago de Genesaret: Corozaín, Betsaida (la patria de Pedro y Andrés) y Cafarnaúm, lugares que el año pasado tuve la oportunidad de conocer. Jesús maldice a estas ciudades porque, a pesar de los signos que ha realizado en ellas, no se han convertido (Mt 11, 20-24). Es curioso, pero ninguna de estas ciudades existe en la actualidad, mientras que la pagana Tiberíades, también en la ribera del mismo lago, goza de pujanza debido al turismo y es en la actualidad el lugar de vacaciones más popular de la parte norte de Israel. De las tres ciudades mencionadas, se conservan sólo algunas ruinas que los arqueólogos van poco a poco sacando a la luz. 

Visitando los restos de Cafarnaúm, recuerdo que resonaban en mi corazón estas duras palabras de Jesús que el padre Fernando leía en voz alta y las sentía casi como un reproche dirigido a los lugares (personas, comunidad, pueblos) en los que él sigue haciendo muchos signos y, sin embargo, no responden con alegría. Pensaba en esas comunidades apagadas, como exánimes que a veces en mi vida misionera me ha tocado ver. Cuando uno no agradece el don recibido, cuando no lo cultiva, cuando lo interpreta como una carga pesada, no se hace merecedor de él. Siento ahora nuevamente esa llamada fuerte a agradecer al Señor el haberme insertado en una familia de sangre y en una familia espiritual cargadas de amor a la Palabra para buscar cómo hacerla vida. Hoy que celebramos a la Virgen del Carmen, le pido a María Santísima que no me haga olvidar nunca el agradecer todo lo que he recibido y que me hace confiar en el Señor cuando llegan los momentos de aflicción por los que todos pasamos. ¡Bendecido martes bajo la tierna mirada de Nuestra Señora del Carmen! 

Padre Alfredo.

lunes, 15 de julio de 2019

«Nuestra vida se escapó como un pájaro de la trampa de los cazadores» Un pequeño pensamiento para hoy

Echándole hoy un vistazo a la primera lectura, tomada del libro del Éxodo Mirando a la primera lectura del libro del Éxodo (Ex 1,8-14.22), salta a la vista la persecución que sufrió el pueblo hebreo mientras estaba en Egipto; allí les oprimían y «les hicieron pesada la vida, sometiéndolos». Si hoy la liturgia de la palabra nos hace leer estos viejos textos de la Escritura, no es para hacer «historia antigua», sino para descubrir los hábitos y los actos de Dios: creemos que Dios tiene siempre las mismas actitudes, él es el «salvador» y «liberador»... Él es un Dios que no está en las nubes, es un Dios que está comprometido en la historia de los hombres... Así, nuestra fe, no puede ser —como algunos afirman— un opio adormecedor, sino una opción para la liberación y la promoción total de nosotros mismos y de nuestros hermanos. ¡Y Dios está con nosotros! Con ciertas condiciones, claro está, pero nunca nos abandona. La descripción que hace el Éxodo en este fragmento de este interesante libro de la Biblia, es trágica y me deja pensando en que, con detalles más o menos parecidos, existen, en nuestros días, situaciones del tipo que describe el autor sagrado: trabajos penosos... impuestos... genocidio... 

Sí, hoy sigue habiendo muchos «oprimidos», «despreciados», «aplastados», «descartados», como dice el Papa Francisco, gente cuya vida «es demasiado dura», categorías enteras de «los sin voz», encerrados en «la trampa» de las injusticias de este mundo enfrascado en el consumismo y materialismo que acaba con la felicidad de muchos para hacer el gusto de unos cuantos. Creo que si miramos alrededor podemos poner nombres concretos, quizá hasta algunos rostros, sobre estas «Palabras de Dios» relatadas aquí. Pero en todo creyente, aún en medio del dolor y de la persecución, surgen expresiones de esperanza y de gratitud como la del salmista de hoy: «Nuestra vida se escapó como un pájaro de la trampa de los cazadores. La trampa se rompió y nosotros escapamos. Nuestra ayuda nos viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra (Sal 123 [124]). Hoy también nosotros podemos, reconociendo tantos beneficios que el Señor nos ha dado, rezar con el salmista que empieza su cántico con un reconocimiento a Dios: «Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte...». Las situaciones de injusticia son consecuencia de hombres y mujeres que se dejan llevar por el mal, por el pecado, por el egoísmo a lo largo de la historia. Situaciones de opresión económica y humana que parecen edificar escenarios repetitivos a lo largo de la historia de la humanidad. Situaciones de persecución, de genocidio, de guerras en diferentes partes del mundo, de las que nos enteramos, día tras día, por los medios de comunicación y las redes sociales, y no nos tendrían que dejar indiferentes. 

A Dios le sigue doliendo el sufrimiento de su pueblo, del pobre y del débil, y busca las personas para la liberación de los oprimidos. Lo mismo que entonces a Moisés, ahora nos encarga a nosotros —a los cristianos y a todos los de buena voluntad— que luchemos contra la injusticia que envuelve a nuestro mundo. La beata María Inés Teresa hablaba de «dos alas» que nos ayudan a librarnos a nosotros mismos y a muchos a través de nosotros de la trampa del cazador: «La oración y el sacrificio.» Decía ella: «La oración y el sacrificio son las dos alas poderosas con que se vuela por el campo misional en busca de palomitas que presentar al Amado. Al alma que siempre se eleva por las regiones de lo sobrenatural, nada ni nadie puede impedirle el vuelo; en vano le tenderán lazos; sus dos fuertes alas la sostienen, y la llevan infaliblemente a su fin: conquistar almas para Cristo» (Lira del Corazón, pp.126-127). No podemos ser cristianos de domingo, para luego empezar el lunes engañando en nuestro trabajo, defraudando a nuestros amigos o servirnos de nuestros familiares para lo que nos interesa. Ser cristiano, día a día y minuto a minuto es el desafío que nos lanza Jesús en el Evangelio de hoy (Mt 10,34-11,1) y siempre. No se puede ser discípulo si no se aprende a amar sin excluir a nadie, si no se aprende a pasar por el camino de la cruz que purifica el corazón y la mente y si no se aprende a extender las alas de la oración y el sacrificio para salvar la vida de los demás. Que la Virgen Santísimo nos ayude a no quedar atrapados en tanta clase de trampas que ha colocado el enemigo en el mundo actual. ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 14 de julio de 2019

«¡GRACIAS!»... Un pequeño pensamiento para hoy

No puedo hoy empezar mi reflexión ante Dios, ante su Madre Santísima y ante todos mas que con un: «¡GRACIAS!» Y así, con mayúsculas. Cuando ayer veía desde el presbítero en la parroquia del Espíritu Santo una Iglesia que resultó insuficiente para la Misa que cerraba los funerales de mi papá y cuando veía a tantos familiares hasta llegado de otras partes, a tantos amigos de todos colores, edades y sabores, cuando escuchaba los hermosos cantos del coro formado por nuestras hermanas religiosas —consentidas de papá— las Misioneras Clarisas, mis hermanos Misioneros de Cristo a quienes papá también tanto quiso y que nunca me dejaron en estos momentos, a los padres Oblatos de San José que por años y años acompañaron la vivencia de fe de papá, a los demás sacerdotes concelebrantes, a los diáconos, a los Vanclaristas, a las Misioneras Inesianas, a las religiosas de otras congregaciones... Cómo voy a decir «¡GRACIAS!» en nombre de mi madre, siempre fuerte, de mi hermano y su familia, y me convenzo de que ese «¡GRACIAS!» no es solo de nosotros, sino de parte de todos los que estuvimos allí, los que nos acompañaron el día anterior, los que llamaron que no podían estar físicamente presente...

Siendo ya las vísperas de este domingo, quisimos que la Santa Misa para despedir a papá fuera ya la de precepto. Yo no tenía cabeza para ver la liturgia y le pedí a nuestro Señor que me diera mucha luz para que mis lágrimas y mi dolor por la pérdida de mi padre, amigo y compañero de tantísimos años que el Señor me lo dejó, se acomodaran donde debían y pudiera presidir y predicar... ¡Oh sorpresa! Empiezo a escuchar las lecturas de la Misa y todo parecía retratar a papá. Hoy tal vez no pueda decir más, mis lágrimas, sí, se han acomodado muy bien y ahora, repasando la liturgia de la palabra de ayer, salen al revivir estos momentos de Dios en los que la Escritura no dejaba de hablarme no sólo a mí, sino a todos, de papá. De la primera lectura el libro del Deuteronomio lo retrata aquí: «Escucha la voz del Señor, tu Dios, que te manda guardar sus mandamientos y disposiciones escritos en el libro de esta ley. Y conviértete al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma» (Dt 30,10-14) y recuerdo que cuando nos íbamos a confesar de niños, adolescentes y aún ya jovencitos, papá se formaba antes que nosotros... él como papá nos enseñó a guardar los mandamientos y a buscar el perdón. De la segunda lectura (Col 1,15-20) me quedo con esto: «Él (Cristo) es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea el primero en todo»... Sí, para él Cristo siempre fue el primero y ahora lo podrá contemplar cara a cara. Y, del Evangelio del buen samaritano (Lc 10, 25-37) ni qué decir: «un samaritano que iba de viaje, al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al dueño del mesón y le dijo: “Cuida de él y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso”... “Anda y haz tú lo mismo”... ¿A cuánta gente no ayudó mi padre si simplemente ahora que estaba enfermo en casa llegaban albañiles, carretoneros, gente pobre, muchos desconocidos para mí y preguntaban por su «amigo don Alfredito», les daba yo sus saludos y me preguntaba desde su lecho de dolor: «¿Le diste algo?» Caí en la cuenta de que en el funeral, el viernes en la tarde y ayer en la Santa Misa, muchos, muchos me hablaban de mi padre como el buen samaritano que estuvo a su lado.

Se me acabó el espacio y no he hablado del salmo responsorial, sobre todo en este año litúrgico en que me he propuesto el profundizar en la riqueza de estos cánticos y poemas de la Sagrada Escritura y es que a propósito quise hoy dejarlo al final, porque quiero cerrar esta reflexión transcribiendo un gran fragmento de este salmo (68 [69]) en el que con lágrimas en mis ojos, brotando como una cascada, en la soledad de esta casita en la que estamos mamá y yo, profundizo lleno de gratitud: «A ti, Señor, elevo mi plegaria, ven en mi ayuda pronto; escúchame conforme a tu clemencia, Dios fiel en el socorro. Escúchame, Señor, pues eres bueno y en tu ternura vuelve a mí tus ojos. Mírame enfermo y afligido; defiéndeme y ayúdame, Dios mío. En mi cantar exaltaré tu nombre, proclamaré tu gloria, agradecido... y recuerdo a papá, cuando en algunas de las noches de hospital, literalmente le gritaba a Dios diciéndole: «¡Ya estoy listo, ven por mí, escúchame Señor, ya quiero ir contigo!» Y lloro más y mis lágrimas parecen no saber detenerse dando gracias a Dios por haberme regalado tantos, tantos años a un pare así, un hombre que me enseñó a ser lo que soy... y ahora el «¡GRACIAS!» en está larguísima reflexión que parece no tener fin como mis lágrimas, es para ti, papá. ¡Dios te lo pague papá y que goces contemplando al Señor que no deja sin recompensa a quien el es fiel!... ¿Bendecido domingo del buen samaritano!

Padre Alfredo.