Hay una triste realidad en la vida práctica de muchas familias católicas. Se trata de una fría desconexión entre lo que se vive el domingo en la Celebración Eucarística y lo que acontece durante el resto de la semana. La causa de este mal tiene varios factores. Una parte de este fenómeno es gracias a la incorrecta perspectiva de que la vivencia de la fe ocurre solamente el domingo. Frases como: «Si ya fuimos a Misa el domingo», «Yo ya cumplí», o «Yo me porto bien en Misa el domingo», han aislado lo que San Pablo llamó el «cuerpo» (1 Co 12,12-27), y han instalado la experiencia de la fe en una exclusiva ubicación, como si la iglesia fuera únicamente un lugar: “El Templo». Otro factor que acentúa la desconexión entre cómo describe la Biblia a un creyente y cómo son las familias en el día a día, es la falta de la presencia de la Palabra de Dios en las vidas de las familias. El modelo de enseñanza que el Señor dio en el Antiguo Testamento giraba precisamente alrededor de instruir a las generaciones futuras en los caminos de Dios (Dt 6:, -7). El Nuevo Testamento reafirma esta ordenanza cuando san Pablo escribe en Efesios 6,4: «Ustedes padres, no provoquen a ira a sus hijos, sino críenlos en la disciplina e instrucción del Señor».
El Evangelio de hoy (Lc 11,1-13) hace tres preguntas que me parecen interesantes para ilustrar el tema de mi reflexión para este día: «¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pan, le dé una piedra? ¿O cuando le pida pescado le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán?» Mientras más se manifiesta el mundo moderno como un mundo vacío de Dios y de sentido, muchos niños experimentan desde pequeños, esa ausencia de Dios en sus vidas. El poder, la trascendencia de Dios que es el amarnos con amor de Padre, con amor de ternura se guarda únicamente para el domingo, porque, el resto de la semana, Dios es el gran ausente. El salmo 137 [138]) que tenemos hoy como salmo responsorial, habla hoy de valores que se cultivan solo si deja entrar a Dios en la vida de cada día y no solamente en una hora del domingo en Misa: Gratitud, escucha, alabanza, adoración, lealtad, amor, valor, humildad, acompañamiento... El salmista sabe que cada día que pasa, hay que agradecer al Señor que Él pasa cada día y tenemos que estar seguros de que, por más pesadas y tempestuosas que sean las pruebas que nos esperan en cada día de la semana, no quedaremos abandonados a nuestra suerte, no caeremos nunca de las manos del Señor, las manos que nos crearon y que ahora nos acompañan en el camino de la vida. Como confesará san Pablo: «quien inició en ustedes la buena obra, la irá consumando» (Flp 1,6).
Como sus antepasados, alentados por los salmos, Jesús oraba. Siempre podemos ver a Jesús como el «Hijo amado» (Mc 1,11) y por tanto como alguien que vivió constantemente en una comunión natural y espontánea con el Padre misericordioso, el «Padre nuestro» no solamente un día a la semana. Durante su existencia terrena Jesús no dejó de emplear el tiempo necesario para detenerse y adentrarse de forma concreta en la intimidad divina. Nuestra relación con Dios debe ser perseverante y no sólo de domingo: «Pidan y se les dará». Pedir con confianza sí, pero colaborando también a que se haga realidad lo que pedimos. No podemos pedir por la paz del mundo si nosotros no somos cada día del resto de la semana constructores de paz. En el salmo 137, el autor se sabe bendecido cada día por el Señor y da gracias «de todo corazón». Que no pase un día de nuestra vida sin haber estado un momento especial ante a presencia de Dios y orando con el Padrenuestro. Hacerlo vida, como María la Madre de Dios, es la mejor manera de vivir el Evangelio. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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