«Ofrece a Dios tu gratitud y cumple tus promesas al Altísimo, pues yo te libraré cuando me invoques y tú me darás gloria, agradecido». Estas palabras del salmo 49 (50 en la Biblia) me dan la pauta para meditar en este día en el tema de la gratitud. El Papa Francisco decía en una ocasión que «la vida cristiana es, ante todo, la respuesta agradecida a un Padre generoso». Hablando en el contexto de la primera lectura de estos días, en donde el escritor sagrado nos habla del pueblo liberado de la esclavitud en Egipto, el Papa continúa diciendo: «La formación cristiana no se basa en la fuerza de voluntad, sino en la aceptación de la salvación, en dejarse amar: primero el Mar Rojo, luego el Monte Sinaí. Primero la salvación: Dios salva a su pueblo en el Mar Rojo, después en el Sinaí le dice lo que tiene que hacer. Pero ese pueblo sabe que hace esas cosas porque ha sido salvado por un Padre que lo ama... ¡Que Dios sea siempre bendito por todo lo que ha hecho, lo que hace y lo que hará en nosotros!» (Audiencia el 27 de junio de 2018). ¡Cuánto tenemos que agradecer al Señor por tantas cosas! El autor del salmo responsorial de hoy me ayuda a agradecer al Buen Dios por la belleza de su palabra que nos acompaña y alienta cada día, pues esta palabra, pensando por ejemplo en todos los salmos, no deja de ser una maravillosa fuente de inspiración para nuestra vida de cada día, además de ser un delicioso alimento para nuestras almas hambrientas y sedientas.
Y precisamente hablando de esta belleza de la Escritura, nos encontramos hoy en la liturgia de la palabra de Misa con esta invaluable joya de sus enseñanzas: la parábola de «el trigo y la cizaña» (Mt 13, 24-30). La semilla buena, la de trigo, es sembrada por Dios y hay que agradecer que, aun con nuestra carencias, fallas y pecados, somos esa semilla buena que puede crecer, dar fruto y transformar el mundo en un espacio de santificación. Pero sabemos también, según nos enseña Cristo, que en este mundo el enemigo viene a robar, matar y destruir. Él viene, y siembra cizaña junto al trigo, porque su propósito es destruir la obra que el sembrador, el Señor, quiere hacer. El trigo —aunque con dificultad— puede seguir creciendo y madurando junto a la cizaña que trata de ahogarlo, y es importante que la cizaña no se remueva. Porque como dice Jesús, al recoger la cizaña se corre el riesgo de arrancar también el trigo y arruinar la cosecha. Pudiera ser un trigo que todavía no madura bien y esta muy pegado a la cizaña. A simple vista los dos parecen igual, no hay mucha diferencia en la apariencia. Hay que esperar para ver el fruto. Jesús nos advierte que esto sucede en el mismo campo, junto a la semilla buena también crecerá la cizaña. Estos se reconocen por el fruto que producen, uno es dulce y agradecido y el otro es amargo y lleno de envidia. Debemos dejar que crezcan juntos, y será al final de los tiempos que estos serán separados: la cizaña será atada en manojos para ser quemada y el trigo será llevado al granero del Señor. Dios es Todopoderoso, y lo que es imposible para los hombres es siempre posible para Él.
No nos aceleremos queriendo separar y sacar la cizaña, porque Dios y sus ángeles lo harán al final de los tiempos. A nosotros solamente nos corresponde sembrar la semilla, regar el campo con oración, y ser agradecidos con el Señor que va dando crecimiento a nuestras vidas a su tiempo hasta madurar y dar fruto. ¡Cuánta conciencia hemos de tener para ver agradecidos que es Dios quien cuida de nuestro crecimiento en la fe y en general en todas las demás áreas de nuestra vida! Como dice san Agustín: «Nuestro, no es nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4, 7)» (Sermón 176,6). Toda nuestra vida debe ser una continua acción de gracias. Recordemos con frecuencia los dones naturales y las gracias que el Señor nos da al haber sembrado la fe en nuestros corazones. Agradezcamos todo al Señor. No existe un solo día en que Dios no nos conceda alguna gracia particular y extraordinaria. No dejemos pasar el examen de conciencia de cada noche sin decirle al Señor: «¡Gracias Señor, por todo!». Seamos agradecidos como María y amemos al Divino Sembrador como ella lo ama, hasta ser esclavos por amor como ella le dijo al ángel: «Yo soy la esclava del Señor, Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho, que se cumpla en mí su voluntad». ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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