Cuando alguien acepta la voluntad de nuestro Padre Dios y se hace responsable del mismo mediante un «sí» sin reservas como el de la Virgen María, su salvación, a partir de ese momento, deja de estar a merced de medios externos para depender exclusivamente de la sintonía entre el querer de Dios y la fe que en Él se tiene. A imitación de Cristo, todo discípulo–misionero capaz de percibir los dones y carismas que Dios le brinda y que trata de responder a él con una fidelidad incondicional, participa de este señorío. A esta reflexión nos lleva el trozo del Evangelio que este viernes la liturgia de la palabra de la Misa nos presenta (Mt 12,1-8). Uniéndose a Cristo en la Eucaristía y recibiéndolo en el Sacramento, todo discípulo–misionero renueva su experiencia de apertura y de encuentro con Él, que le prohíbe para siempre «sabatizar», es decir, quedarse atorado en leyes inadmisibles. En el Evangelio de hoy, aparece un gesto muy sencillo y natural de los tiempos de Cristo: arrancar unas espigas u otro fruto, para entretener el hambre. Esta acción no era considerada robo, incluso estaba previsto en la Ley de Moisés: «Si pasas por el sembrado de tu vecino puedes arrancar unas espigas con la mano, pero no deberás usar la hoz en el trigal de tu prójimo» (Dt 23, 5). Los fariseos no reprochan esto a Cristo, sino el haber hecho esto... «¡un sábado!» Los comentaristas de la Ley habían ido añadiendo una gran cantidad de prescripciones, y los fariseos tenían esa mentalidad con la que uno se encuentra a veces. Los apóstoles fueron por eso considerados como gentes de manga ancha que desobedecen porque han sido atrapados en flagrante delito de violación de una regla.
Pero nosotros, participando en la acción de gracias, en la Eucaristía, que Jesús, Primogénito entre muchos hermanos, dirige al Padre, bebiendo con El «el cáliz de salvación e invocando el nombre del Señor», como dice hoy el salmista (Sal 115 [116]), ajustamos nuestra vida a los compromisos de nuestro bautismo y caminamos con nuestra mirada puesta en el cielo, los pies en la tierra y las manos en el trabajo de cada día bendiciendo al Señor hasta que llegue el día de dejar este mundo. El salmista sabiamente considera que Dios ha sido muy bueno con él y piensa en una ofrenda. Él sabía que los problemas le son comunes a todos los hombres, pero los beneficios muchas veces solo le pertenecen a los que confían en Dios y ven más allá, traspasando las ideas absurdas de los hombres, como el montón de prescripciones que los fariseos habían añadido a la ley esencial del sábado. El salmista se dispone a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (v. 13). En esta circunstancia, el autor sagrado hará pública su acción de gracias, consciente de que incluso cuando se acerca la muerte, el Señor se inclina sobre él con amor.
Dios no es indiferente al drama de sus criaturas, sino que rompe sus cadenas y las leyes incoherentes para cuidar de sus hijos incluso hasta librarlos de la muerte eterna. El orante salvado de la muerte se siente «amado por el Señor... hijo de su esclava». Esta es una bella expresión oriental que indica que se ha nacido en la misma casa del dueño. El salmista profesa con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de los suyos en el amor y en la fidelidad que trasciende todo, hasta las más absurdas leyes que han creado los hombres; junto con toda la comunidad, da testimonio de la propia fe al sentirse salvado de la muerte y profesa con alegría que pertenece a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a Él en el amor y la fidelidad. Su testimonio es para todos nosotros un estímulo para creer y amar al Señor que, al salvarnos de la muerte, nos guía hacia la esperanza y la vida eterna. Ya saben ustedes, mis queridos lectores orantes, que como decía ayer, estos días he pensado mucho en la muerte por los acontecimientos vividos al perder a muchos seres queridos, entre ellos mi padre «que hoy cumple una semana de haber fallecido— y José Adrián —mi sobrinito que murió antier—. Leyendo completo este salmo del que la liturgia hoy nos presenta la segunda parte, encuentro serenidad y aliento para seguir adelante agradeciendo al Señor todo el bien que a través de estos hermanos nuestros que se nos han adelantado, muchos hemos recibido. Pienso en el don de la vida que, con la muerte, no se acaba, sólo se transforma y, desde mi ser de hijo de Dios, entiendo más que, aunque la muerte es dura, sigue siendo preciosa porque remueve las barreras que aún quedan entre Dios y sus hijos, y es la puerta de entrada a una eternidad de perfecta comunión. La muerte no es un castigo, no es destrucción, ni siquiera es una derrota... es «una ganancia» (Flp 1,21). Que María Santísima nos ayude a alcanzar la meta. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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