Algunas veces en la liturgia de la Palabra, como ya lo he comentado en otras ocasiones, el salmo responsorial no está tomado del libro de los Salmos, sino de alguna otra parte de la Escritura que, aunque no está en ese libro de cánticos y poemas, es eso precisamente, un cántico o una poesía que exalta algún acontecimiento de suma importancia. Eso es lo que sucede el día de hoy, en el que el salmo responsorial está tomado del capítulo 15 del libro del Éxodo, para dar continuidad al relato que la primera lectura nos narra hablándonos del pueblo de Israel que cruza el Mar Rojo abierto para darles paso y librarlo de la esclavitud de Egipto (Ex 14,21-15,1). En la tradición hebrea, este canto de Éxodo 15 es conocido como: «Cántico del Mar» (en hebreo Shirat HaYam) y tradicionalmente lo cantan en el último día de la época de la Pascua (21 de Nisán), fecha que creen que los israelitas cruzaron el Mar Rojo. Los levitas entonaban este cántico todos los días, durante la ofrenda de la tarde, en cumplimiento de lo escrito en el libro del Deuteronomio: «para que te acuerdes del día en que saliste de la tierra de Egipto todos los días de tu vida» (Dt 16,3b).
En el contexto del milagro del Mar Rojo, Dios se presenta a su pueblo de Israel con una nueva descripción de quién es Él. Yahvé es el Dios guerrero (Ex 15,3). Siempre aparece el nombre de Yahvé, pero aquí se presenta como «varón de guerra». Israel necesitaba ver ese brazo fuerte de Dios que los defendería en momentos de guerra (Ex 15,4-6). En esa batalla, los egipcios se presentaron con carros de guerra y espadas, pero el arma que Dios utilizó para derrotar al enemigo fueron las aguas del mar (Ex 15,8-10). El pueblo elegido sabía que la gloria de ese triunfo era sólo para Dios. Y con esta señal, el Señor muestra lo que hará con aquellos que osen levantarse en contra de Dios y sus planes (Ex 15,7). Según se puede comprender, leyendo todo el capítulo completo, era una multitud la que estaba cantando con entusiasmo. Es la misma que solo unas horas antes, del otro lado del Mar Rojo, estaba quejándose y protestando, expresando su deseo de regresar a Egipto. Le habían dicho a Moisés: «¿Acaso no había sepulcros en Egipto para que nos sacaras a morir en el desierto?» Recordemos que en la primera carta de San Pablo a los Corintios 10,11, el apóstol dijo: «Estas cosas les sucedieron como ejemplo, y fueron escritas como enseñanza para nosotros, para quienes ha llegado el fin de los siglos».
Para el pueblo de Israel, este hecho es como el artículo fundamental de su fe: Dios los ha salvado de la esclavitud de Egipto. No nos extrañemos que haya varias tradiciones o versiones de este acontecimiento, con repeticiones y divergencias. Unas son más sobrias, otras han mitificado la gran victoria de Dios contra los enemigos de Israel. Lo importante es que el pueblo interpreta que «aquel día el Señor salvó a Israel de las manos de Egipto: Israel vio la mano fuerte del Señor sobre los egipcios, y el pueblo temió al Señor y creyó en el Señor y en Moisés, su siervo». Creer en el Señor es lo que nos hace familia suya, pueblo de su propiedad, por eso, junto a la lectura de esta liberación del pueblo y con lo que nos dice el salmo responsorial, entendemos que, para creer en el Señor y para creerle al Señor, es del todo necesario escuchar su Palabra y hacer su voluntad, como nos recuerda el Evangelio de hoy al exaltar la figura de María como la primera que está a la escucha y la primera dispuesta a cumplir la voluntad de Dios: «Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre». Nosotros también necesitamos ser liberados de tantos obstáculos que nos impiden escuchar la Palabra que viene de lo alto y hacer la voluntad del Señor. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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