viernes, 30 de junio de 2017

«LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN SER TRANSPARENCIA DE CRISTO»... Enfermedad, ancianidad y misión III.


Es hermoso poder dar gracias al Señor por el don de la vida y por la vocación a ser cristianos que hemos recibido, pues «su misericordia es eterna» como canta el salmista (Salmo 135). «Él levanta del polvo al desvalido y al pobre de la inmundicia para que se siente entre los príncipes de su pueblo» dice el salmista (Sal 113). No hemos sido escogidos a causa de nuestros méritos, sino sólo por su misericordia. «Te he amado con un amor eterno» dice el Señor, (Jer 31,3),. Esta es nuestra seguridad, este es nuestro orgullo: la conciencia de ser llamados y escogidos por amor y el amor de Dios va en serio y dura eternamente.

A veces hay personas que por ser ancianas o enfermas, no se sienten amadas por Dios, cuando el sufrimiento humano es un lugar privilegiado para el encuentro entre Dios y el hombre en el amor que se expresa en las cosas pequeñas de cada día cuando se vive una relación profunda entre el Dios crucificado y el hombre sufriente (Cf. Mario Vázquez Carballo, «La Solidaridad de Dios ante el Sufrimiento Humano», Ed. IMDOSOC, México 1999, p. 11). «Dios y el hombre se encuentran en las múltiples cruces del dolor que la cotidianeidad nos depara» (Mario Vázquez Carballo, «La Solidaridad de Dios ante el Sufrimiento Humano», Ed. IMDOSOC, México 1999, p. 13). Para el que vive en el amor de Dios no hay nada que impida ser feliz, aún en medio del dolor físico o moral causado por la enfermedad o la ancianidad.

En el año 2005, San Juan Pablo II, en aquel entonces un Papa anciano, profundamente marcado por el sufrimiento y la enfermedad, eligió, como cita bíblica para impulsar la Jornada Mundial del Enfermo, un texto del libro del Deuteronomio: «En Él está tu vida, así como la prolongación de tus días» (Dt 30,20). El mensaje, presentado por el reconocido filósofo y teólogo belga André-Mutien Léonard, obispo de Namur a quien el santo Papa le encomendó esta tarea, lanzó así un llamamiento al amor por la vida de los ancianos. En este tema, san Juan Pablo II, enfermo y ya muy entrado en años, hizo reflexionar al mundo que toda vida es digna de ser vivida. 

Cuando san Juan Pablo II recordó al mundo que no se podía decir que una persona debilitada por la enfermedad o la edad es inútil y no es más que un peso para la sociedad, su palabra se encarnó en el testimonio que él mismo ofreció al mundo hasta el final de su vida. Había peregrinado a Lourdes y, en el silencio que envolvía sus últimos años, había una elocuencia excepcional. Enfermo entre los enfermos, al límite de sus fuerzas, testimonió en nombre de todas las personas erosionadas por la edad o la enfermedad, que siempre tienen un lugar importante en la sociedad. El testimonio de la debilidad de este santo de nuestros días fue quizá el más fuerte de todo su pontificado. Ya decía san Pablo «mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad» (2 Cor 12, 9).

Parecería que el argumento de nuestra reflexión: «La fuerza del misionero está en ser transparencia de Cristo» nada tuviera que ver con lo que estoy tocando al hablar de la ancianidad, pero quisiera que fuéramos ahora a un pasaje de la Escritura, que ilumina nuestra reflexión. El pasaje del que hago memoria inicia diciendo que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. ­Todos sabemos el resto del relato, que continúa con la profecía de Ana, la hija de Fanuel, de la tribu de Aser, que siendo de edad avanzada… no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones (Cf. Lc 2,22-38). 

Estos dos ancianos, supieron acoger al Niño Jesús y encontrar así su propio lugar como misioneros en el Plan de Dios. Fueron ellos, dos personas entradas en años y casi al final de sus vidas, quienes grabaron en su ser el rostro de aquel pequeño Niño, y vivieron como transparencia de Él. Desde aquel momento… ¿cuál sería el tema de conversación de Simeón, que como todos los ancianos platicaba de sus vivencias y experiencias que marcaron su vida? ¿De qué hablaría Ana a sus gentes? Dos ancianos, en un pequeño trozo evangélico, nos hablan hasta nuestros días de cómo el discípulo-misionero se hace transparencia de Cristo. Con cuánto entusiasmo estas personas de edad esperarían ese encuentro que marcó el resto de sus días.

De igual manera que a un hombre anciano y a una mujer anciana, la revelación había confiado la primera promesa de salvación en Abraham y Sara; los viejos y cansados brazos de Simeón temblarían de emoción al cargar al Divino Niño, realización de todas las promesas de salvación. Dios confía por un instante a Simeón toda la esperanza del mundo, a fin de que él sepa que nadie está excluido, que todos somos invitados a ser transparencia del Mesías hasta el último segundo de nuestras vidas y que para Dios, no existe el descarte. En el año de la Misericordia, el Papa Francisco hablando a un grupo numeroso de ancianos, más de siete mil, les dijo: «¡Esto del descarte es muy feo!... ¡No hay que dejar que esta cultura del descarte se imponga! La cultura debe ser siempre inclusiva... Queridos abuelos y queridas abuelas –concluyó- gracias por vuestro ejemplo de amor, de entrega y de sabiduría. Seguid dando testimonio de estos valores con valentía. Que no falten en la sociedad ni vuestra sonrisa ni la hermosa luminosidad de vuestros ojos. ¡Que la sociedad los vea!» (Aula Paulo VI, 15 e octubre de 2016).

En la vida de cada uno de nosotros, como en la vida de Simeón y Ana, de Abraham y Sara, de san Juan Pablo II, de la beata María Inés, de Benedicto XVI o el Papa Francisco, ha habido una llamada; de otra forma no estaríamos aquí. Incluso nuestro «sí» fue tal vez un «sí» en la oscuridad, sin saber hasta dónde nos llevaría. A muchos años de distancia, los ancianos casados, solteros, viudos o consagrados, no deben tener miedo de reconocer lo que Dios ha sabido construir sobre aquel pequeño «sí», a pesar de que quizá haya habido algunas resistencias e infidelidades. Somos transparencia de Cristo y cada uno de nosotros puede entonar un conmovido y agradecido «Nunc Dimitis» cuando Dios juzgue que ha llegado el momento de volar al cielo. 

Tal vez la prueba más dolorosa y más frecuente de la vejez en un discípulo-misionero, sea el de llegar, al declinar las propias fuerzas, a tener que abandonar las actividades que se piensa con las que transparentan a Cristo. El mundo atareado en el que vivimos, hace caer en la tentación de pensar así, que las actividades son transparencia de Cristo y no es así; la transparencia de Cristo es la persona, el ser humano que, como diría san Ireneo, uno de los santos padres: «Es la gloria de Dios».

El discípulo-misionero está llamado a ser transparencia de Cristo no por lo que hace, sino por lo que es. Ninguno de nosotros sabíamos, desde el primer instante de nuestro «sí», cuál es en concreto el camino y la santidad que Dios quiere de cada uno; sólo Dios la conoce y nos la desvela según avanza el camino. Con ello consigue que para alcanzar la santidad el hombre no pueda limitarse a seguir las reglas generales que valen para todos y que haya un tiempo o edad. El cristiano debe entender lo que Dios le pide a él y solamente a él. Pensemos en qué habría ocurrido si José de Nazareth se hubiera limitado a seguir fielmente las reglas de santidad entonces conocidas, o si la beata Madre Inés se hubiera obstinado en observar las reglas canónicas vigentes en los institutos religiosos hasta entonces fundados. Lo que Dios quiere en particular de cada uno se descubre a través de los acontecimientos de la vida, de la palabra de la Escritura, de la orientación del director espiritual; pero el medio principal y ordinario, es el formado por las inspiraciones de la gracia. Estas son las solicitudes interiores del Espíritu en lo profundo del corazón a través de las cuales Dios no sólo da a conocer lo que pide, sino que al mismo tiempo comunica la fuerza necesaria para realizarlo si la persona acepta. 

Así, cada día que pasa, Cristo se hace presente en nuestras vidas, hemos de transparentarlo a los que nos rodean para que ellos le puedan seguir más de cerca. Esta es nuestra forma de ser misioneros, por eso no importa si no se camina aprisa, si se batalla para respirar, si algunas cosas se borran a veces de la memoria. ¿Cuál es el eje que hace girar mi vida cada día? Dice la beata María Inés que el discípulo-misionero debe ser «un Cristo viviente, que sabe a que se atiene y comprende que debe ser cristocéntrico, todo lo relaciona a Él, todo lo convierte en monedas para salvar almas para Él» (Cf Carta colectiva de junio de 1965.

En el fondo de la vida está la gran elección, que es decidir cual quiero que sea el eje de mi vida en torno al que quiero que mi vida gire. Para algunos, aún al final de sus días, o sumergidos en medio de penosas enfermedades, la vida gira en torno al dinero y a las cosas que el dinero consigue: cosas materiales, lujos, placeres, etc. Muchos son los que centran su vida en el tener, en el placer y en el poder. Otros centran su vida en el trabajo: es su única obsesión, es su única motivación o, al menos es la más importante. Algunos quizás centran su vida en un ser querido, en un amante, o en un hijo y todo gira alrededor de aquella persona al grado de vivir un tanto alienados de otras experiencias y vivencias. Otros viven en torno a sí mismos en una experiencia egocéntrica y narcisista, olvidándose de los demás. Nuestra vida, a diferencia de la los animales, necesita tener sentido y no hay nada en este mundo que le dé un sentido pleno nuestra vida ya que como dice san Agustín, «fuimos creados para ti y nuestro corazón no descansará hasta que repose en ti», refiriéndose a Dios, es decir, hasta que se centre en Dios. Sólo Él puede dar plenitud y sentido a la vida humana en cualquier vocación específica y esto por dos razones que al final se convierten en una sola: Porque salimos de él, fuimos hechos a su imagen y semejanza y porque le tenemos como destino. Sólo él puede satisfacer a plenitud los anhelos más auténticos y profundos de nuestro corazón.

Además, centrar la vida en Jesucristo para ser transparencia suya, no significa renunciar a dar la espalda a la vida, sino darle un significado positivo y bueno. A lo que nos invita renunciar es a todo aquello que tiene un signo de alienación, es decir, aquello que no nos permite vivir en plenitud como sería un placer desordenado, un amor obsesionado o un apego material destructivo. El Señor quiere que amemos a las personas y muy intensamente, pero sin que perdamos de vista el horizonte amplio del existir. El Señor quiere que seamos felices y que gocemos de las cosas buenas de la vida, pero no quiere que vivamos esclavos de los excesos al grado de olvidar de vivir auténticamente nuestra consagración porque ya no hay mucho que hacer.

Centrar la vida Jesucristo es descubrir que Él, viviendo en nosotros, es capaz de sostener, animar, orientar y dar plenitud a nuestra existencia como misioneros. Hay personas enfermas o ancianas que no son felices porque se buscan mucho a sí mismas. Centrar la vida en Jesucristo es permitir que nos ayude vivir plenamente hasta la total y profunda realización y felicidad. 

Permítanme ahora transcribir una experiencia anónima que me conmovió y que mucho me enseñó: «Soy una anciana, maestra de escuela pública, jubilada, convertida a los 31 años. Estoy enferma e inválida a causa de la artritis y la descalcificación. Desde hace 7 años vivo "enclaustrada"; doy todavía algunos pasos por la recámara con dos bastones ingleses; estoy casi siempre acostada en la cama o en un sillón; he podido "subsistir" en mi casa hasta ahora con la ayuda de una empleada-amiga que viene cuatro mañanas por semana.¿Soy por lo tanto una inútil? Ciertamente que no. Llego a decir riendo: "Yo no soy inútil… Doy a todos la oportunidad de ejercer su caridad". Esto puede parecer una broma, sin embargo, es una verdad. ¡No me siento inútil! Hay, sin duda actividades que yo todavía puedo realizar: leer y escribir por ejemplo. 

Yo practico —continúa diciendo esta santa mujer— lo que llamo "la operación puerta abierta": acoger a todos aquellos que quieran venir hacia mí. Pero lo que me hace creerme útil, lo que me hace ver "la eficacia de mi vida" (para usar esa palabra que en nuestra época se emplea con tanta frecuencia), es la certeza de que Dios está presente en mí y en los otros y que es Él quien sostiene mi vida. Es Él, quien a través de mí, por este miserable "instrumento" puede irradiar su Amor. Sí, por mí, esto es cierto: "Cristo vive en mí", el Espíritu Santo habita en mí… Si mañana o ahora mismo quizás, un "ataque", un accidente de salud me redujera a una vida vegetativa no pienso que sería inútil. Mientras Dios me de un soplo de vida, mientras Dios habite en mí, Él puede servirse de todas las incapacidades; "acción e inacción" están entre sus manos. La "ofrenda" hecha conscientemente, permanece válida a pesar de que la lucidez desaparece, y yo creo que Dios nunca rehúsa ni la más pobre ofrenda de nuestra vida con sus dificultades, sus penas, sus alegrías, sus sufrimientos. En la pasión de Cristo ellas participan en la redención (A.M. Besnard, O.P. “Horizontes para la Tercera Edad”, México 1990, p.p. 27-28).

Esta certeza, de saber que se es transparencia de Cristo, hace que se entienda plenamente el sentido de la misión, que no puede reducirse solamente a ir a tierras lejanas, sino que, como nos lo recuerda constantemente la beata Madre Inés, es nuestro más caro derecho, nuestra más grande obligación en todo tiempo y lugar a donde la obediencia nos destine. Sin la ofrenda de cada uno de sus dolores, de sus sufrimientos, así como de los míos y de cada uno de los cristianos, el concepto de «Iglesia misionera» se debilitaría. El sufrimiento, unido a la oración es fuerza misionera que hace centrar la vida en Cristo.

San Pablo nos recuerda: «Sabemos que si nuestra casa terrena o, mejor dicho, nuestra tienda de campaña llega a desmontarse, Dios nos tiene reservado un edificio no levantado por mano de hombres, una casa para siempre en los cielos» (2 Cor. 5,1). Y la beata Madre Inés, entre tantas enseñanzas que nos deja, nos dice que el alma misionera «vive enamorada de Dios, es cristocéntrica, pero lo relaciona y ofrece primero a su Madre del Cielo, para que lo purifique ella y lo presente a su Divino Hijo. No sabe separar a María de su vida diaria, de su apostolado y de su fe…» (C.C., junio de 1965). 

Hagamos oración: Señor Jesús, que mis oraciones, dolencias y enfermedades sean también la oportunidad de ser tu transparencia y el camino para llegar a la gloria bajo el cuidado de María. Amén.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

«Sor Rosario Salazar»... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo IV.

Mi primer contacto con sor Rosario Salazar, fue en Roma en 1984, cuando llegué a la Casita (Casa General de las Misioneras Clarisas) para iniciar mi etapa de Noviciado. La hermana Rosario tenía una voz privilegiada que sacaba la voz hasta a las piedras...  La hermana María del Rosario Salazar Hernández fue llamada a la Casa del Padre para celebrar con júbilo gozoso, las nupcias eternas en el año de la misericordia, el 11 de julio de 2016.

Mis recuerdos de la hermana Rosario van en dos etapas en que conviví con ella, primero, como digo, en aquel 1984 en Roma, como maestra de canto que nos llevaba a cantar a las Misas que, en la Basílica de San Pedro, celebraba en aquel entonces San Juan Pablo II, pues nos inscribió como parte del «Coro Guida» (El coro que guía las respuestas de la gente a los cantos del coro de la Capilla Sixtina) y gracias a lo cual participamos en muchas Misas presididas por este Santo Papa. Cantaba con el corazón y con el alma, haciendo vida aquello que decía San Agustín: «El que canta, ora dos veces». Era una maestra muy exigente y, como mujer de carácter fuerte, nos hacía cantar porque nos hacía... Era un gozo escucharla cantar el«Magnificat» con un sentimiento de amor a María que contagiaba. ¡Tengo muchos recuerdos de aquella etapa y cómo le agradecía años más tarde cuando ella ya era más mayor!

Vivió años antes como misionera en Costa Rica y en Irlanda, de donde no se cansaba de contarnos anécdotas misioneras que dejaban ver la entrega y ese carácter firme que la caracterizaba y que se necesita en la misión. Siempre preocupada de la formación, parecía a veces que le ponía a uno un examen a ver cómo andaba en varios aspectos.

Dios, que es siempre un Padre bueno y misericordioso, le dio a la hermana  Rosario, una larga y fructífera vida que supo gastar y desgastar por el Reino de Dios, así que después de tiempo, nos volvimos a encontrar en la Casa Madre durante el proceso de Canonización de Madre Inés y en donde sus aportaciones, para quienes en ese entonces formábamos la Comisión Histórica, fueron valiosísimas. Por un buen tiempo se dio a la tarea de recolectar escritos y testimonios de nuestra beata Madre Fundadora y los fue recopilando en diversos archivos fruto de ese ir escarbando en cuanto rincón había que hablara de Madre Inés. Poniéndose al día en computación, digitalizando mucho y transcribiendo material que, hasta la fecha, ha sido para mí un tesoro que utilizo en Conferencias, Ejercicios Espirituales, artículos para blogs y por supuesto, para mi meditación personal. Ella combinaba todo esto con la dirección de coro, composiciones, revisiones de música y demás.

Sumamente platicadora, la hermana «Chayo» no paraba de hablar cuando se trataba de la vida y obra de Madre Inés, pues descendía siempre a momentos y detalles que hacían una delicia el escucharla allá en la Casa Madre, pues cada momento pasado con la beata, estaba clavado en su corazón como una gracia muy especial de Nuestro Señor. Además, conservo muchos «consejitos» que me dio para vivir el sacerdocio como Dios manda.

Sus últimos días los pasó en la Casa del Tesoro de nuestras hermanas Misioneras Clarisas, en Guadalajara, Jalisco, México. Fueron dos años, en los que la hermana Rosario fue tocada por el Esposo de las almas quien le compartió la cruz de una larga y dolorosa enfermedad que supo acoger y ofrecer con amor por la salvación de las almas, como lo había aprendido de Madre Inés. Cuando yo visité la Casa, como Misionero de la Misericordia antes de que el Año Santo terminara, ella, ya había sido llamada a las nupcias eternas.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

«LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN DARLO TODO»... Enfermedad, ancianidad y misión II.


En los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, el número 23 está dedicado a lo que él denomina: «Principio y Fundamento». EL santo español nos dice que «el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impidan. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados» (Cf. Ejercicios Espirituales Ignacianos n. 23). 

Es con estas palabras de San Ignacio que abro esta reflexión, recordando, a la vez, que la beata Madre Inés, hablando de nuestros hermanos Vanclaristas decía que quería que fueran personas «que se apasionaran por Cristo» (Cf. Guía del Vanclarista). Si san Ignacio, en sus Ejercicios, dice que «el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor», entonces es necesario comprender que esa pasión de la que habla la beata María Inés, debe ser la pasión de todo aquel que ha sido llamado por Dios.

La palabra «pasión» tiene dos significados: puede indicar un amor vehemente, «pasional», o bien un sufrimiento mortal. Existe una continuidad entre las dos cosas, y la experiencia diaria muestra cuán fácilmente se pasa de una a la otra. Así fue también, y antes que nada, en Dios. Hay una pasión —escribió Orígenes— que precede a la encarnación. Es «la pasión de amor» que Dios desde siempre alimenta hacia el género humano y que, en la plenitud de los tiempos, le llevó a venir a la tierra y padecer por nosotros» (Cf. Orígenes, Homilías sobre Ezequiel, 6,6 "GCS, 1925, p. 384 s"). 

Jesús nos revela, realizándolo él mismo, el ideal cuya impronta llevamos, pero deteriorado por la confusión y la opacidad. Al mismo tiempo, nos revela el mal en que estamos sumergidos, y del que él nos salva. Se convierte así en el único ser que puede llevarnos a nuestro fin. Una vez hecho solidario de nuestra vida y de nuestra muerte, es él la revelación de la Imagen de Dios, según la cual hemos sido creados. Por tanto, su presencia en nosotros es lo que nos conduce al primer estadio de toda vida espiritual: la conversión del corazón. 

Los judíos, puestos bruscamente en presencia de las maravillas de Pentecostés, preguntaban a Pedro y a los apóstoles que se las anunciaban: «Hermanos, ¿qué debemos hacer?» (Hch 2,37). El amor, manifestándose, esclarece las tinieblas de que él nos libra. El hombre, conmovido en sus más íntimas profundidades, suspira por la justicia, que no le pertenece, sino que es de Dios, que justifica al pecador. 

En la reflexión anterior, hablé de la fuerza de la debilidad. En realidad, en el desarrollo de nuestra vida, deberíamos hablar de «implicación recíproca». Una cosa no puede separarse de la otra, la fuerza es el conocimiento de Jesús y la debilidad es el conocimiento de nosotros mismos. Quien examina las cosas desde fuera, ve conceptos sucesivos, pero el que los vive en su corazón, descubre en ellos la continuidad de la obra del Espíritu. El paso a través de las purificaciones no puede consumarse sin que Cristo aparezca presente en la cruz y en la gloria de su Resurrección. 

Cuanto más avanza en Cristo la vida de cualquiera, tanto se hace sentir más esta profunda continuidad. Los amigos más íntimos de Cristo se reconocen los mayores pecadores, los más débiles, los más necesitados de médico. Una y otra cosa la afirman con la unidad que da el amor. Al principio tenemos la tendencia de oponer ambas cosas. Es un síntoma de que la vida espiritual tiene aún mucho por hacer. Poco a poco todo se convierte en uno: «Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10b). El pórtico de esta etapa es, pues, al mismo tiempo, una invitación a sentir la llamada de la vida y no menos a sentir el lastre que nos impide responder a ella. La búsqueda del amor pone en mi, de manifiesto, esa resistencia: no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Estoy dividido y toda la humanidad lo está también conmigo. ¿Quién me librará? No puedo superar esa división sino en Jesús, que me repara. El hombre no puede ser capaz de salir del infierno en que se da cuenta que está, sino en Jesús, que desciende hasta el mismo hombre y le lleva consigo al Padre.

San Pablo, en su segunda carta a Timoteo escribía: «Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por la avidez de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a los mitos» (2 Tm 4,3-4). Esta palabra de la Escritura —sobre todo la alusión a la avidez de oír cosas nuevas— se está realizando de modo nuevo, continuo e impresionante en nuestro tiempo. Millones de personas son inducidas en este mundo globalizado por hábiles retocadores de antiguas leyendas a creer que Jesús de Nazareth nunca fue, en realidad, crucificado. Ejerciendo mi ministerio hace poco en Houston, colaborando en dos parroquias: San Juan Bautista y El Espíritu Santo, me he encontrado que en Estados Unidos hay un libro que es best seller, una edición del Evangelio de Tomás, presentado como el evangelio que «nos evita la crucifixión, hace innecesaria la resurrección y no nos obliga a creer en ningún Dios llamado Jesús» (Cf. H. Bloom, en el ensayo interpretativo que acompaña la edición de M. Meyer, "The Gospel of Thomas", HarperSan Francisco, s.d., p. 125.

«Existe una percepción penosa en la naturaleza humana, —escribía hace años el mayor estudioso bíblico de la historia de la Pasión, Raymond Brown—: cuanto más fantástico es el escenario imaginado, más sensacional es la propaganda que recibe y más fuerte el interés que suscita. Personas que jamás se molestarían en leer un análisis serio de las tradiciones históricas sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús, son fascinadas por cada nueva teoría según la cual Él no fue crucificado y no murió, especialmente si la continuación de la historia incluye su fuga con María Magdalena hacia La India... (o hacia Francia, según la versión más actualizada), recordando el furor del otro famoso best seller de años recientes: «El Código Da Vinci». Estas teorías demuestran que cuando se trata de la vida de Jesús, especialmente hablando de la pasión, la ficción supera la realidad y frecuentemente, se pretenda o no, es más rentable cuando se le ponen invenciones que no dejen sentir la debilidad» (R. Brown, The Death of the Messiah, II, New York 1998, pp. 1092-1096).

Se habla en nuestros días en libros o películas de la traición de Judas, y no se percibe que se está repitiendo. Cristo sigue siendo vendido, ya no a los jefes del Sanedrín por treinta denarios, sino a editores y libreros por miles de millones de denarios... Nadie conseguirá frenar esta ola especulativa que ha registrado una crecida con la película que se hizo del libro y la continuación de esta especie de zaga revestida de New Age; pero habiéndome ocupado durante algunos años de seminario de Historia de los Orígenes Cristianos, siento el deber de llamar la atención sobre un equívoco descomunal que está en el fondo de toda esta literatura pseudohistórica, los evangelios apócrifos sobre los que se apoyan ésta y muchas de las películas de hoy, son textos conocidos de siempre, en todo o en parte, pero con los que ni siquiera los historiadores más críticos y hostiles hacia el cristianismo, pensaron jamás, antes de hoy, que se pudiera hacer historia. Sería como si dentro de algún siglo se pretendiera reconstruir la historia actual basándose en novelas escritas en nuestra época. 

El error garrafal de todo esto consiste en el hecho de que se utilizan estos escritos para hacerles decir exactamente lo contrario de lo que pretendían. Estos forman parte de la literatura gnóstica de los siglos II y III. La visión gnóstica —una mezcla de dualismo platónico y de doctrinas orientales revestida de ideas bíblicas— sostiene que el mundo material es una ilusión, obra del Dios del Antiguo Testamento, que es un dios malo, o al menos inferior; Cristo, dicen ellos, no murió en la cruz, porque jamás había asumido, más que en apariencia, un cuerpo humano, siendo éste indigno de Dios (docetismo).

El mundo material no es ilusión, es «vanidad», que es algo muy real y diverso de lo que es ilusión. Con razón Madre Inés decía: «La única realidad eres tú Jesús», no porque todo sea ilusorio, sino «vanidad de vanidades». El libro el Eclesiastés, cuando dice que «todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión» (Ecl 1,2), lo hace para darnos a entender esto: todo es pasajero, todo es vano. Hay un problema fundamental para el hombre: el del sentido de actuar y trabajar en el mundo. Qohélet (Eclesiastés) expresa en términos desconsoladores: «¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?». El interés en las vanidades del mundo acalla todo sentimiento y deshumaniza. Este es el mundo en el que vivimos, el mundo que espera nuestra acción misionera, el mundo que necesita nuestros dolores, nuestros sufrimientos, para alcanzar la redención.

Quiero recordar ahora la parábola del rico necio que cree tener seguridad para muchos años por haber acumulado muchos bienes, y a quien esa misma noche se le pedirán cuentas de su vida (Lc. 12,13-21) y que Jesús pronunció justo cuando un hombre había hecho de su herencia, el único motivo de relación con su hermano: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia» (Lc, 12,13s). Me voy a la parte donde Jesús concluye la parábola con las palabras: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece de lo que vale ante Dios». Existe, entonces, una vía de salida al «todo es vanidad»: enriquecerse ante Dios. En qué consiste esta manera diferente de enriquecerse lo explica Jesús poco después, en el mismo Evangelio de san Lucas: «Háganse bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón ni la polilla; porque donde esté su tesoro, allí estará también su corazón» (Lc 12, 33-34).

Habiendo perdido toda fe en Dios, hoy, con frecuencia, muchos se encuentran en las condiciones de Qohélet, que no conocía aún la idea de una vida después de la muerte. La existencia terrena parece en este caso un contrasentido. En la actualidad ya no se usa el término «vanidad», que tiene cierto sabor religioso, sino el de «absurdo». «¡Todo es absurdo!». El teatro del absurdo (Beckett), que floreció en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, era el reflejo de toda una cultura. Los que evitan la tentación de la acumulación de las cosas, sin el sentido religioso que la religión da a la pobreza y al desprendimiento, como es el caso de ciertos filósofos y escritores, caen en algo que tal vez es peor: la «náusea» ante las cosas. Las cosas, se lee en la novela «La náusea» de Sartre, están «de más», son oprimentes. En el arte, vemos las cosas deformadas, objetos que se aflojan, relojes que cuelgan como estirados o aguadándose (ver «La persistencia de la memoria» de Salvador Dalí, como ejemplo). A esto se le llama «surrealismo», pero más que una superación, es un rechazo de la realidad. Todo exhala putridez, descomposición. ¡El abandono de la idea del cielo ciertamente no ha hecho más libre y alegre la vida en la tierra!

El pasaje evangélico del rico necio, nos sugiere cómo remontar esta peligrosa pendiente. Las criaturas volverán a parecer bellas y santas a la humanidad el día en que dejemos de querer sólo poseerlas o sólo «consumirlas» y se les restituya al objetivo para el que fueron otorgadas por el Creador, que es el de alegrar nuestra vida, aquí abajo, y facilitarnos alcanzar nuestro destino eterno. 

A veces, a lo largo de mi vida como misionero, me he encontrado personas creyentes, de fe profunda, incluso consagrados o consagradas que, aquejados por alguna enfermedad grave o casi al final de sus días me dicen: ¿Qué he hecho en este mundo? ¿Y cuáles son mis obras? Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a todas partes, también después de la muerte que ha de llegar: no son los bienes, sino las obras; no lo que hemos tenido, sino lo que hemos hecho. Lo más importante de la vida no es por lo tanto tener bienes, sino hacer el bien. El bien poseído se queda aquí abajo; el bien hecho lo llevamos con nosotros. Y cuando estas personas se sienten con las manos vacías, en el ocaso de su vida, es porque lo han dado todo. No podemos alcanzar a ver el bien que el Señor ha hecho gracias a nuestro «Sí». 

La vida que se nos ha dado, con todo el bien que Dios ha hecho a través de nuestra consagración en la misión gira en torno a una única realidad: «Jesús de Nazareth». Y por eso Él, cuando el momento del dolor aprieta, cuando parece sentirse que se está en el ocaso, se presenta como el Amigo Fiel que no abandona.

El cardenal Van Thuân, de quien ya he hablado en la reflexión anterior, cuando estaba en la cárcel, sin saber si el final de su vida se acercaba ya, en medio de las condiciones de pobreza y de adversidad en todo sentido, dando gracias porque clandestinamente, todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebraba la Eucaristía, exclamaba: «Cada día pude arrodillarme ante la cruz con Jesús y beber con él su cáliz. Cada día, al recitar la consagración, confirmé con todo mi corazón y con toda mi alma un nuevo pacto eterno entre Jesús y yo, a través de su sangre mezclada con la mía» (Juan Pedro Oriol, «Todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebraba la Eucaristía», Artículo en Internet). 

Estos momentos de reflexión, se pueden convertir en una oportunidad maravillosa para valorar, entre otras cosas, el encuentro con «Jesús, la única realidad» en la condición de enfermedad o debilidad que nos acompaña. Cuando se vive el encuentro con Él la vida cambia. Dice la beata María Inés Teresa: «Su vida en adelante debe ser un himno; un himno no interrumpido de amor y gratitud hacia ese Dios tres veces santo que, no desdeñándose de su bajeza y ruindad, le ha escogido…» (Lira del Corazón, Primera Parte, Cap. I, p. 14.

Quiero terminar esta reflexión con unas palabras del Papa Emérito Benedicto XVI en una visita que hizo a un Hospital de Italia y completar esto con una frase de las cartas de san Pablo: Dice Benedicto XVI: «Ciertamente, el sufrimiento repugna a la sensibilidad humana; pero es verdad que, cuando se lo acoge con amor, con compasión, y está iluminado por la fe, se convierte en una valiosa ocasión que une de manera misteriosa a Cristo Redentor, Varón de dolores, que en la cruz cargó sobre sí el dolor y la muerte del hombre. Con el sacrificio de su vida, redimió el sufrimiento humano y lo transformó en el medio fundamental de la salvación» (Discurso a los enfermos del Hospital San Mateo de Pavía el 22 de abril de 2007. Y dice san Pablo: «Y es una gracia para ustedes que no solamente hayan creído en Cristo, sino también que padezcan por él» (Flp 3,21).

Ahora hagamos oración:

“Señor, mira con bondad nuestra comunidad, formada en su mayoría por hermanas misioneras agobiadas por el peso de los años y por la enfermedad. Concédenos que, confortados con la gracia del Espíritu Santo, seamos fuertes en la fe y firmes en la esperanza, para que demos testimonio de paciencia y mostremos la alegría que es fruto de tu amor. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Alfredo Delgado Rangel.

jueves, 29 de junio de 2017

A prayer for religious vocations...

LA HERMANA MARÍA MIRANDA... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo III.

En el año 2004, entre tantos regalos que me ha concedido el Señor, la hermana María Miranda Torres me invitó a presidir la Misa de Acción de Gracias por sus 50 años de vida religiosa. El Evangelio hablaba de la «Pesca Milagrosa» y yo decía en la homilía: «Que maravilloso se presenta hoy ante nuestros ojos el relato de la pesca milagrosa. —Lleva la barca mar adentro, dijo Cristo, y echen sus redes para pescar... no temas, desde ahora serás pescador de hombres. Hermana María, tú vienes ahora a dar gracias con el mismo asombro de los apóstoles después de la pesca milagrosa, asombro de fascinación ante el amor del Esposo, asombro de gratitud por la perseverancia venida del Pescador de Hombres, asombro quizá también de miedo por la miseria humana que se pone de frente al Dios de Santidad después de 50 años de una pesca milagrosa.

La hermana María fue llamada a la Casa del Padre apenas hace unos días, el 9 de este mes de junio después de largos años de padecimientos aquí en la tierra continuando con esa pesca milagrosa. La hermana «Mariquis», como coloquialmente la llamaba mucha gente con cariño, nació en 1928, en Jacona, Michoacán, México. Ingresó a la Congregación de las Misioneras Clarisas en 1951y casi toda su vida religiosa la gastó en la educación en México, en estados Unidos y en Costa Rica.

El ser humano, siempre, a  los 10, a los 25, a los 50 y sesenta y tantos años de haber sido llamado, siempre se sentirá pequeño, pobre... parece que no hemos pescado nada. Los discípulos han de remar constantemente «mar adentro» y «echar las redes» una y otra vez sin desfallecer. 

A más de 60 años de haber sido llamada, estoy seguro que la hermana María, en sus últimos días, en su sillita de ruedas en Monterrey, esperando a ver cuándo llega el padre Alfredo para confesarse y platicar de las cosas de Dios,  experimentaba la certeza de que solamente con Cristo y en su nombre es posible conseguir una gran «redada de peces»... almas, muchas almas, infinitas almas. La vocación de la hermana María, tocada tanto tiempo por la enfermedad de cáncer (Hace varios años, diganosticada en etapa terminal, le impartí la Unción de los Enfermos), Herpes, Síndrome de piernas inquietas, varias caídas y otras que aún sufría...  implicó un trabajo constante, incluso de noche... remar mar adentro en la oscuridad, fiarse en su palabra y echar las redes una y otra vez, vivir en comunidad buscando siempre, aún en medio de los tormentos, asistir a los actos de comunidad y sacar fuerzas para contar uno que otro chiste de esos que, en su juventud arrancaban las carcajadas de las hermanas y de los misionados. La hermana sabía contar con los otros para juntar las barcas y ponerlo todo al servicio del reino en un ambiente de alegría y entrega generosa. Por su trato cortés y agradable se granjeó la amistad y admiración de muchas de sus hermanas religiosas, de muchos maestros, alumnos y padres de familia.

Era un gozo escucharla hablar, siempre con un vocabulario, fino y culto, con gracia y buen humo, destilaba  la sabiduría popular con dichos, cuentos y anécdotas, como buena michoacana, además con muy buena poesía coral, declamación y cantos, lo cual amaba al igual que la música. Todo eso lo «heredó» a su sobrino sacerdote el padre Darío Miranda, miembro del Grupo Sacerdotal Madre Inés que ejerce su ministerio sacerdotal en Los Ángeles con el mismo espíritu misionero de su tía María, que lo hace ser misionero en ese país y en África, llevando siempre misioneros a nuestra querida misión de Sierra Leona.

Ví por última vez a la hermana María el 29 de marzo de este año, en la Misa de cumpleaños de mi mamá en el Convento de nuestras hermanas. Mariquis se veía muy deteriorada físicamente pero con un «algo» interior que dejaba entrever, y claro, llegó el momento en que ya no apetecía nada de este mundo... el Esposo aguardaba en la barca a la misionera cargada de peces... almas, muchas almas, infintas almas. 

Él había sido el que la había llamado, Él había decidido a quien elegía y cuándo la llamaba. Él llamó al corazón de Pedro, al corazón de Pablo, al corazón de María Inés y al corazón de María Miranda para decir: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». Desde aquel momento en que tocó a la puerta del corazón de aquella jovencita, todo quedaba referido a Él y todo quedaba renovado... un nuevo trabajo cambiaba la vida de aquella mujer que ahora se presenta ante el trono de Dios llena de gratitud: una nueva misión, la misma de Jesús... salvar almas, muchas almas, infinitas almas, almas de niños, de pecadores, todas las almas del mundo.

La hermana María, hace muchos años, le dijo así al Señor. Él mismo había tocado sus labios con el beso se su boca para hacerle su esposa, Él mismo había buscado a quien enviar y se enamoró de ella para llevarle mar adentro a salvar almas. Jesús, el esposo, está vivo, como lo refiere San Pablo hoy a los corintios cuando da cuenta de su propia experiencia y nos dice: «Por la gracia de Dios, soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí... He trabajado más que todos ellos, aunque no he sido yo sino la gracia de Dios, que está conmigo».

Las redes de la hermana María se gastaron en la pesca, porque se echaron a la mar una y muchas noches de una vida ordinaria. No nos queda a quienes la conocimos y recibimos tanto de ella, más que seguir escuchando la voz del Señor que nos invita a volver a echar las redes en su nombre remando mar adentro, navegando en el mar de la misericordia, alejándonos de la seguridad de lo puramente humano y terreno y tomando cada vez el remo de la fe, dejándonos llevar por el aire del Espíritu Santo y allí, mar adentro, descubrir que uno es pobre, que sin él no estaría aquí entregando el la vida, obedeciendo al Padre y haciendo su voluntad.

Muchas cosas vienen a mi corazón al pensar en la hermana María. No puedo sino gozar de la certeza de que María Santísima, la Estrella de los Mares está con ella y repito la última parte del salmo 137 que me llena los labios y el corazón: «Tu mano, Señor, nos pondrá a salvo, y así concluirás en nosotros tu obra. Señor, tu amor perdura eternamente; obra tuya soy, no me abandones».

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

«LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN SU DEBILIDAD»... Enfermedad, ancianidad y misión I.


Quisiera empezar esta serie de reflexiones sobre la enfermedad, la ancianidad y el compromiso misionero que he titulado «LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN SU DEBILIDAD», con unas cuantas palabras del Apóstol San Pablo, a quien celebramos hoy junto a San Pedro pidiendo en este 29 de junio por el Santo Padre. Al inicio de la carta a los Romanos san Pablo se presenta como: «Siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación» (Rm 1,1). San Pablo tiene conciencia de que es «apóstol por vocación».

En una de las homilías que pronunció S.S. Benedicto XVI durante la celebración de las primeras vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo en la basílica papal de San Pablo Extramuros un 28 de junio, enfatizaba que San Pablo utiliza el término «siervo» —en griego doulos—, que indica una relación de pertenencia total e incondicional a Jesús, el Señor, y que traduce el hebreo «ebed», aludiendo así a los grandes siervos que Dios eligió y llamó para una misión importante y específica (Homilía del 28 de junio de 2007 en San Pablo Extramuros).

Cada uno de nosotros, hemos sido llamados, al igual que san Pablo, a una misión importante y específica «no por auto-candidatura ni por encargo humano, sino solamente por llamada y elección divina» (Homilía de Benedicto XVI el 28 de junio de 2007 en San Pablo Extramuros). En sus cartas, el apóstol de las gentes varias veces repite que todo en su vida es fruto de la iniciativa divina, fruto de la inmensa misericordia de Dios (Cf 1 Co 15,9-10; 2 Co 4,1; Ga 1,15). San Pablo dice que él fue elegido «para anunciar el Evangelio de Dios» (Rm 1,1), propagando el anuncio de la gracia divina que reconcilia en Cristo al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás.

Todo esto sirve para que dé entrada a esta serie de reflexiones, pensando ante todo, que somos creados por Dios y que Él nos ha dado una misión específica y muy especial, que va mucho más allá de nuestra fragilidad humana y de nuestra miseria, incluso espiritual. Por sus cartas, podemos darnos cuenta de que san Pablo no sabía ni siquiera hablar muy bien. «Su presencia física es pobre y su palabra despreciable», dice la Segunda Carta a los Corintios que decían de él sus adversarios (2 Co 10,10). Por tanto, los fecundos resultados apostólicos que pudo conseguir, no se pueden atribuir a una brillante retórica o a refinadas estrategias apologéticas y misioneras. El éxito de su apostolado se debió, ante todo y sobre todo, a su compromiso personal al anunciar el Evangelio con total entrega a Cristo; entrega que no tuvo miedo de peligros, de dificultades ni de persecuciones: «Ni la muerte ni la vida —escribió a los Romanos— ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8,38-39).

De esto podemos obtener una lección muy importante para todos los cristianos y especialmente para quienes hemos sido tocados con la gracia de la enfermedad o alguna otra clase de «debilidad» y en la que vamos a profundizar en estas reflexiones. La acción de la Iglesia sólo es creíble y eficaz en la medida en que quienes formamos parte de ella estemos dispuestos a pagar personalmente nuestro amor y fidelidad a Cristo, en cualquier circunstancia con la perseverancia y la fidelidad. En la salud y en la enfermedad, en el éxito y en fracaso, en las buenas y en las malas. Donde falta esta disponibilidad, falta el argumento decisivo de la verdad, del que la Iglesia misma depende, donde falta esto, falta el amor y entonces no hay nada. Dante Alighieri, recordado siempre por su célebre Divina Comedia escribió: «Sean, cristianos, más firmes al moverse: no sean como pluma a cualquier soplo, y no piensen que los lave cualquier agua. Tengan el antiguo y nuevo Testamento, y el pastor de la Iglesia que los conduce; y esto es bastante ya para salvarse… ¡Sean hombres, y no ovejas insensatas!» (Paradiso, V, 73-80). 

La Iglesia, en tierras que tradicionalmente eran cristianas, se encuentra hoy en una situación de minoría. Los datos son evidentes: disminución de las vocaciones; bajones tremendos en la práctica religiosa; reducción de la práctica de la religión al ámbito de la vida privada con la relativa dificultad para contribuir con el mensaje cristiano en las costumbres y en las instituciones; aumento de las corrientes del New Age y muchas otras dificultades para transmitir la fe a las nuevas generaciones. Ser minoría, parece ser una característica de la Iglesia en el mundo de hoy. 

El queridísimo y recordado cardenal François Xavier Nguyên Van Thuân —declarado Venerable el 4 de mayo de 2017 por el Papa Francisco— que no tenía pasaporte de Vietnam, su país de origen, por haber sido expulsado, y que tenía que viajar con un pasaporte del Vaticano; comentaba sus peripecias en los aeropuertos de los países del primer mundo en virtud de presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz. «Con frecuencia encuentro dificultades por parte de los policías en los aeropuertos. En general, los italianos no ponen problemas. En Alemania ya es más difícil: "¿Qué es la Santa Sede?", preguntan. En Malasia, es mucho más complicado: "¿Dónde está la Santa Sede?", me preguntan. Les respondo: "En Italia, en Roma". Entonces me llevan ante un gran mapamundi en el que obviamente no aparece el Vaticano. De ese modo me hacen esperar una media hora con los inmigrantes ilegales» (De los Ejercicios Espirituales que en el año 2000 impartió a S.S. Juan Pablo II y a diversos prelados de la Curia Romana). 

¿Cómo nos comportamos? ¿Qué rostro de Cristo mostramos al mundo? ¿Cómo invitamos, con nuestra sola presencia, a los demás, a formar parte de nuestra Iglesia? ¿En qué nos parecemos a San Pablo que nada basaba en su condición humana sino en la fuerza de Dios? El que la Iglesia sea una minoría, no nos da derecho a ninguno de sus miembros, a vivir una especie de complejo de inferioridad, sino que tiene que ser una invitación a vivir en la esperanza. Una vez, hace algunos años, estando en Dublín, me invitaron a la toma de posesión de un nuevo párroco. Cuando la Misa casi terminaba, le dije al padre que me acompañaba, que tendría unos 28 años de edad: —¿Ya te diste cuenta que tú eres la persona más joven que está en este templo? Eso fue en Dublín, pero hace poco, en un pobladito de Michoacán, llamado Capula, una hermana religiosa invitaba a la comunidad, una iglesia llena, a orar por las vocaciones, y a las jóvenes a participar en una jornada vocacional…igual que en Dublín, caí en la cuenta de que no había jóvenes, por lo menos no más jóvenes que ella. 

La Iglesia vive, así parece, un tiempo en que es «minoría cuantitativa», como dice el Venerable Van Thuân, quien por cierto, cuando predicaba los Ejercicios Espirituales a Su Santidad el Siervo de Dios Juan Pablo II en el año 2000, recordaba la historia de Gedeón, jefe carismático de Israel, que en el siglo XII antes de Cristo. Gedeón venció a los enemigos con tan sólo trescientos hombres que no tenían más que cuernos por armas. Viene ahora a mi mente también el enfrentamiento entre David y Goliat (1 Samuel 17.1-2,3-9,32,40,42,49-51), pensando que muchos teólogos nos dicen que Goliat representa el mal, es decir, las ideologías o valores que van contra el Evangelio. Goliat es hostil, amenaza, provoca. También hoy la Iglesia, ante el mal, tiene que enfrentarse contra Goliat, un gigante aterrador que parece invencible. Recordemos ahora que al inicio del relato, David tomó el camino equivocado. Se vistió con la armadura del poder y de la fuerza, pero lo pesado paralizaba sus movimientos. —No puedo caminar con todo esto, pues no estoy acostumbrado, decía al igual que podría decir ahora la Iglesia, cuando recurre al arsenal del mundo. La Iglesia tiene sus propias armas para afrontar la batalla, y son las únicas armas que cuentan de verdad.

David dijo: «—Goliat, tú te opones con la espada, con la lanza, y con la flecha. Yo me presentaré en el nombre del Señor de los ejércitos». A David le fue suficiente una honda y cinco piedras para derrotar a Goliat. Cada gigante tiene su punto débil. Basta prestar atención: una piedra bien colocada derrotó al gigante y su espada fue utilizada para cortarle la cabeza. Es la fuerza de Dios que se ve en la debilidad del hombre. David es la figura de la Iglesia de hoy. En muchas situaciones, estamos en minoría en cuanto a número, fuerza física, salud, posibilidades y medios. Pero, al igual que David, nos lanzamos en el nombre de Dios. 

En la historia, la Iglesia, tanto en su dimensión universal como local, ha sido una minoría muchas veces. Ante el imperio romano era un nada y ante las invasiones de los bárbaros se quedaba corta. Quedó debilitada por las divisiones internas en la era moderna, así como por la revolución francesa. En el siglo pasado sufrió las prepotencias del nazismo, del comunismo y ahora, en nuestro siglo, el veneno del relativismo, del materialismo, del consumismo y de la llamada ideología de género. Pero ante los Goliat de todas las épocas, el Señor ha mandado a muchos David indefensos: santos, papas, mártires, personas débiles pero llenas de Dios. Ahora los enviados somos nosotros, nosotros. Tal vez en la misma casa de siempre, con las mismas cosas de siempre, los dolores y achaques de cada día, la enfermedad, el trabajo… y la fuerza de la debilidad: La fuerza de Dios.

Quiero que dirijamos ahora la mirada a San Juan Pablo II cuando iniciaba su pontificado, cuando lleno de fuerza y vigor pronunciaba aquellas palabras: «¡No tengan miedo!». El Papa era joven, lleno de energía, un hombre muy sano, deportista incansable. De inmediato nos dejó ver, en su escudo, que su emblema era la Cruz, «esperanza única» y la Santísima Virgen María: «vida, dulzura y esperanza nuestra». 

Este Papa afirmó entre otras cosas que el comunismo era sólo un paréntesis en la historia, y muchos se burlaron de él en aquel entonces; pensaron que no era realista. Decían que el mapamundi ya era de color rojo. Pero el comunismo en Europa del Este cayó, y la Iglesia cruzó el umbral del tercer milenio sin aquellos muros. El Papa había sido herido en plena plaza de San Pedro y aquel «¡No tengan miedo!» del inicio de su caminar como guía supremo de la Iglesia, se dejó sentir en la fuerza de la debilidad de un hombre, que, desde aquella vez, enfermaba y recaía una y otra vez a causa de varios y diversos padecimientos… Un Papa enfermo, que siguió siendo apóstol y misionero hasta el último segundo de su vida. Se que algunos de los que leen estas líneas están enfermos, han sido visitados por el dolor y el sufrimiento. "¡No tengan miedo! En nuestra condición de «minoría», tenemos que valorar la pequeñez, el dolor y el sufrimiento en nombre de Dios y tomar fuerza en nuestra debilidad, para que caigan los muros del nuevo Jericó.

En la novela Quo vadis, un pagano pregunta a San Pedro, recién llegado a Roma: «Atenas nos ha dado la sabiduría, Roma el poder; la religión de ustedes, ¿qué nos ofrece?». Y Pedro responde: —¡el amor! (Henryk Sienkiewicz, Quo vadis, cap. 33). El amor es lo más frágil que existe en el mundo; se le representa, y lo es, como un niño. Se le puede dar muerte con muy poco y sabemos por experiencia, en qué se convierten el poder y la ciencia, la fuerza y el genio, sin el amor y la bondad. Todo pasa, sólo el amor permanece. Apareciéndose un día de Semana Santa a la beata Angela de Foligno, Cristo le dijo una palabra que se ha hecho célebre: «¡No te he amado en broma!» (Il libro della Beata Angela da Foligno, Instructio 23, ed. Quaracchi, Grottaferrata 1985, p. 612). Cristo, de verdad, no nos ha amado en broma. En la encíclica «Deus Cáristas Est», el Papa Emérito Benedicto XVI escribió que «el amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera —dice el Papa—, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad» (Deus caritas est, n.6).

Hay mucho que hacer, Cristo no nos ha amado en broma, nos ha llamado desde nuestro bautismo a ser misioneros en todo tiempo y lugar, tenemos que darnos prisa, porque el amor de Cristo nos apremia como a San Pablo, de quien traigo a colación ahora uno de sus pensamientos: «Por eso acepto con gusto lo que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades, persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10). 

La beata María Inés Teresa, a quien siempre tengo en el corazón, nos deja una frase para meditar en torno a esto: «El misionero no espera ninguna recompensa en esta vida, pues Dios es su herencia, y de Él recibe en cambio de sus sacrificios, tan intensas consolaciones, tan íntimos consuelos, tan dulces alegrías, que se siente infinitamente dichoso con la sola posesión de Dios; no anhelando cada día, sino amarlo más, y probarle su amor con su abnegación y su constante inmolación.» (De una carta a su sobrino el 21 de junio de 1943).

Les invito a orar conmigo: 

“Señor, tú ves claramente nuestra situación, somos débiles, pequeños, necesitados de ti. Te ofrecemos todo: dolor, enfermedad, penas, incomprensiones y pequeños sufrimientos. Queremos vencer nuestro egoísmo y orar desde nuestra debilidad, seguros que la fuerza nos viene de ti. Nos unimos a los enfermos de todo el mundo, especialmente a quienes en los hospitales están solos y no tienen quien cuide de ellos. Te entregamos todo por amor, por intercesión de tu Madre Santísima. Ella, Nuestra Señora de los Dolores, nos acompañará. Amén.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

miércoles, 28 de junio de 2017

Madre María Teresa Botello... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo II.

La beata Madre María Inés Teresa ha sido siempre, desde que la conocí, punto de referencia e mi vida espiritual. La fui conociendo y amando cada vez más a través de las hermanas Misioneras Clarisas de Monterrey desde los años 70s y a través de las demás casas de Misioneras Clarisas que iba visitando en los 80s. Pero hay alguien especial, a quien yo quise mucho y que ha sido una madre para mí, un espejito de Nuestra Madre; una lucecita siempre encendida iluminó el camino para seguir las huellas de Nuestra Madre y ahora es una estrellita.  Madre, hermana y amiga que me supo alentar, acompañar, llamarme la atención y levantarme; alguien con quien reí y lloré; alguien a quien tanto le debo, que nunca tendré con que pagarle. Ella, con esa misma sencillez, que heredó de Nuestra Madre, asumió la responsabilidad de prolongar el camino y de colaborar con su persona, con su tiempo, con sus consejos, con su apoyo y ayuda incondicional, con sus oraciones y sacrificios a la formación de los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal que Nuestra Madre fundara en los últimos años de su vida.

Hablo de la Madre María Teresa Botello Uribe, la compañera fiel de muchos años de Madre Inés, su «Teresina querida». La hija que supo entrar en el corazón de la beata para leer y meditar lo que ella quería y sentía que Dios le pedía. Son innumerables los consejos que la Madre Teresa me dio, son incontables los sacrificios que ofreció, son bastantes los libros que —conociendo mi gusto por la lectura— me regaló, son innumerables las conferencias que de sus labios pude escuchar, fueron muchos los momentos que me dedicó en llamadas telefónicas y visitas.

Madre María Teresa Botello, nació en 1928, era sobrina de San David Uribe Velasco, canonizado el 21 de mayo del año Jubilar 2000. Entró en la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento en 1950. De 1961 a 1982 fue Vicaria General y desde el 5 de abril de 1982 fue elegida por el Capítulo General primera superiora general después de la fundadora.

En 1989, por gracia de Dios, luego de 9 años de formación, me ordené sacerdote. Unas palabras que Nuestra Madre había escrito en una carta el 7 de julio de 1980 venían a mi mente y a mi corazón: “¡Qué hermosa vocación!, ser misionero y misionero de Cristo, «otro Cristo», en la plenitud sacerdotal, misionero a ejemplo de Él que pasó por este mundo haciendo el bien, tú deberás asimilar al mismo Cristo para que seas transparencia de Él en todos los momentos de tu vida, ya sea que duermas o comas, que prediques la palabra de Dios, que consagres, impartas cualquier sacramento, en cualquier momento deberás obrar como Él, esa es tu hermosa vocación, con el espíritu propio del Evangelio y las características de tu familia misionera, entregado con generosidad, sencillez, alegría, abandonado completamente en Manos del Padre”. Madre Teresa Botello, en nombre de Nuestra Madre la beata María Inés, me acompañó en esos momentos tan importantes de mi vida. Ella estuvo en los Votos Perpetuos, en la Ordenación Diaconal y el día de mi Ordenación Sacerdotal entregándome el cáliz que san Juan Pablo II había regalado a Monseñor Alibrandi y que él me envió para celebrar mi primera Misa, junto con el ornamento sacerdotal que ella misma eligió en Roma. 

Al día siguiente de haber celebrado mi Cantamisa, ella me ofreció al Padre, al servicio del mundo entero, en nombre de Nuestra Madre Fundadora en una Misa con toda la Familia Misionera en la capilla de las hermanas de la casa de Monterrey consagrando mi sacerdocio a la Santísima Virgen de Guadalupe. Los encuentros con ella luego de haber sido ordenado se siguieron sucediendo. Siempre esperaba con gozo la llegada de la Madre, que venía a enamorar a toda la Familia Inesiana de nuestra vocación en el camino trazado por nuestra fundadora. En 1992, se abrió el proceso de canonización de Madre Inés, la madre Teresa estuvo presente, enseñándonos la lealtad y la fidelidad a la Fundadora. 

Cuando en los 90s el Señor me visitó inesperadamente en la enfermedad, encontré que tenía un tesoro, las cartas de madre Teresa. En cuanto pude escribir, me puse a reunir los consejos, anécdotas, frases de Nuestra Madre, invitaciones, palabras de aliento, y demás que había en sus cartas. Pedí a otros que me prestaran, si ellos querían, cartas que «la madre», como cariñosamente todos le llamamos, les hubiera enviado. Fui reuniendo los pensamientos junto con otros entresacados de cartas colectivas, tarjetas de felicitación y pequeños mensajes y les di el nombre de: «El eco de un corazón misionero». Ese es un tesoro que llevo siempre conmigo y releo dando gracias a Dios por esta santa mujer (y no pretendo adelantarme con ello al juicio de la Iglesia), por su lealtad, su testimonio, su entrega, su fidelidad, su acompañamiento, su invitación a perseverar y su transparencia que me enamoró más y más de la doctrina Inesiana. 

El 23 de junio de 1981, le escribí a Nuestra Madre la beata María Inés, la última carta, platicándole de nuestros días de verano pasados en Cuernavaca. En ella le decía: «... queremos darle las gracias por todo lo que ha hecho por nosotros, sus sacrificios, sus oraciones. Nos sentimos con muchas ganas de continuar adelante, sabemos que vamos de la mano del Señor y que junto a Él estaremos siempre seguros para llevar a Cristo a todas partes». Hoy, después de muchos años, le vuelvo a escribir para decirle: «Nuestra Madre, ¡gracias!, gracias por habernos dejado a tu hija Teresa, que bajo la protección de Santa María de Guadalupe nos alentó a seguir de la mano del Señor y junto a Él».

La Madre Teresa Botello fue llamada a la Casa del Padre el domingo 28 de julio de 2002 y murió en olor de santidad.

Alfredo Delgado Rangel.

Sister Dolores Delgado... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo I.

Conocí a esta monjita sensacional en el año de 1984, cuando era yo un jovencito que se preparaba para iniciar su noviciado en Roma, a donde habría de viajar desde Los Ángeles con un compañero, Vanclarista de allá que iniciaría conmigo esta experiencia en la vida religiosa. Sister Dolores era una experta chofer que se conocía «de pe a pa» los Freeways , avenidas y recovecos de toda el área de Los Ángeles y sus alrededores... ¡Dejó el volante a los ochenta y tantos años de edad! Pasó entonces a ocupar el espacio de copiloto, para seguir guiando a las nuevas generaciones de choferes.

Sister decía que ella quería morir trabajando y así fue. La llamó Nuestro Señor mientras cambiaba un garrafón del agua purificada en el convento, sufrió un derrame cerebral en la última ocupación que le conocí en los últimos años, recibiendo el agua purificada en el convento. Sister sufrió un derrame cerebral que a las pocas horas le causó la muerte. Este Junio 22 pasado, en la fiesta de Nuestra Madre Fundadora la beata María Inés, a quien nunca se cansó de admirar e imitar y plenas vísperas de la Solemnidad del Sagrado Corazón Dios le permitió morir de pie como ella misma lo deseaba.

Su nombre de pila era Manuela Dolores Delgado Gutiérrez y nació en Guanajuato, Guanajuato, México, el 14 de junio de 1925. Inició su caminar en la vida consagrada en 1959 y desde entonces, según ella misma contaba, vivió solo para el Señor. Había sido una niña y jovencita que, aunque nació en México, emigró con su familia a los Estados Unidos y allá se fraguó en al arduo trabajo desde pequeña, por eso era común verla haciendo de todo en el convento, ya en la cocina, como chofer acarreando cosas, podando árboles, cocinando sus deliciosos nopalitos que ella misma cultivaba y en su apostolado que tanto amó. Fue de las fundadoras del «Círculo Misionero» que vendría a ser el «Van- Clar Fundador» allá en Hermosa Beach, en California. Las «chicas del grupo», como ella las llamaba, se sintieron siempre impulsadas y acompañas por esta misionera incansable, ya que la mayor parte de su vida religiosa la pasó en California, con excepción de un tiempito en Sierra Leona, África, de donde no se cansaba de platicarme cuando nos veíamos. Estuvo también en España de donde compartía algunas anécdotas.

Sister Dolores, durante el tiempo en que estuve en California, era siempre una de mis más asiduas feligresas en las Misas de cada jueves a media mañana en el convento de Santa Ana. Allí estaba siempre puntualísima y prestando el servicio que se le pidiera, preocupada de que en mi «day off» descansara y que no me faltara nada a pesar de que después de más de 30 años de conocerla podía yo ver con claridad el deterioro de una vida gastada por Cristo. En las últimas visitas la encontraba adolorida porque se había caído o enferma de algo, como es natural a esos años, pues nació el 17 de junio de 1925.

La vi por última vez el año pasado. Estaba más que feliz de que le contara mis andanzas como Misionero de la Misericordia, y participó gozosa en el retiro que tuvimos allá en California en noviembre. ¡Qué grande es el Señor al haberme dado la oportunidad de conocer a esta maravillosa mujer que, además de enseñarme los Freeways de California, me enseñó, con su testimonio y su sonrisa siempre contagiante, a amar a Cristo y su Madre Santísima en la vida oculta de Nazareth sin olvidar la misión. Sister Dolores, cuando algo estaba mal decía dos palabritas sencillas, fuertes y que nunca quiero olvidar para hacer siempre el bien y nunca el mal... parece que la escucho decir: ¡Stop it! 

Alfredo Delgado Rangel.

Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo...

Hoy empiezo una nueva sección en el blog que, en etiquetas, podrán encontrar como «Vidas que dejan la huella de Cristo». Se trata de un pequeño homenaje a nuestras queridas hermanas Misioneras Clarisas que ya han dejado este mundo porque han sido invitadas a participar del Banquete Celestial. Es un proyecto que hace tiempo aguardaba en mi corazón, que siempre se ha sentido inmensamente agradecido con cada una de las hermanas que con su testimonio y, dejando la huella de Cristo, han sembrado en mí al anhelo de hacer vida el ideal de la beata María Inés Teresa, un caminito que a todos nos hace alcanzable esa tarea de dejar, por donde pasamos, las huellas de Cristo.

Desde hace tiempo había contemplado hacer esto que, por diversos motivos, no se daba. El viernes pasado, unos cuantos minutos antes de ingresar a donde me iban a hacer mi última cirugía, me llegó la noticia de que la hermana Dolores Delgado, M.C.S.S. (Misionera Clarisa del Santísimo Sacramento) había sido llamada a la Casa del Padre. Conocí a «sister Dolores» como cariñosamente la llamábamos, en 1984 y conviví con ella muchas veces. No dudé, en esos momentos en decirle: «¡Sister, échame una manita!» y me comprometí a empezar esta tarea de recorrer los recuerdos hermosos de todas estas vidas que han dejado la huella de Cristo. Le dije: «¡Sister Dolores, contigo empezamos! ¡Serás la «number one» de esta nueva sección y que no sientan las demás que ya forman con Nuestra beata Madre Fundadora y la Madre Teresa Botello la comunidad del cielo!

Así que, a partir de hoy, en las vísperas de la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo, columna de la Iglesia, empezarán a ver la etiqueta: «Vidas que dejan la huella de Cristo» en donde estarán contenidos pequeños relatos con recuerdos de estas heroicas mujeres que, consagrando su vida a Cristo en el desposorio de la vida religiosa como Misioneras Clarisas, le han entregado alma, vida y corazón siguiendo el caminito trazado por nuestra querida Madre la beata María Inés Teresa Arias, caminando siempre de la mano de María.

Que el Señor dé el eterno descanso a las hermanas que ya han sido llamadas a participar de la corte celestial y que han hecho vida aquellas palabras que la beata Madre Inés dejó en su librito “La Lira del Corazón”: «Mi tarea penosa, la de sembrar en el dolor, entre lágrimas ya terminó; ahora me toca, Señor, segar Contigo en la alegría y, llena de júbilo santo de poseerte eternamente, presentarte las gavillas que mis hermanos recojan en las fértiles llanuras de la gentilidad, que se van convirtiendo en el florido campo de la cristiandad. Permíteme Señor, que sea yo para mis hermanos la estrellita que ilumine su sendero, la lucecita que les dé calor; que desde tu gloria siga fecundizando, con mi trabajo, mi oración, mi adoración beatífica, la semilla que deposité en la tierra para tu mayor Gloria, para que fructifique más y más en las manos de los que me han seguido en las tareas apostólicas».

Padre Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

lunes, 26 de junio de 2017

«LA IMPORTANCIA DE LA AUTOFORMACIÓN EN NUESTROS DÍAS»... Un compromiso de todo bautizado


Los cambios vertiginosos a los cuales esta siendo constantemente sometida nuestra sociedad, la llevan a poseer un rápido tiempo de reacción, que involucra el análisis de los mismos y su posterior adaptación a través de nuevas propuestas. Es por esto que, ante los cambios impuestos por las nuevas tendencias que influye la tecnología, el veloz acceso a la información y a la educación; la expansión incontrolable de la New Age, el amplio sincretismo religioso y la misma como nueva tendencia a hacer un «mix» de todo, incorpora nuevas formas de aprender y crecer para el creyente que forma parte de una Iglesia que está inmersa en medio de esta sociedad. Todos y cada uno de nosotros, participantes en el proceso educativo del mundo globalizado como sujetos sociales, y sobre todo como seres humanos en búsqueda de Dios para pertenecerle por completo. 

Todo bautizado requiere una formación que le permita entender los cambios sociales que actualmente experimentamos y que influyen en la vivencia de nuestra fe y de nuestra vocación específica; proyectar la importancia del aspecto humano en la fe, (es decir unir fe–vida); implementar los medios necesarios en las débiles áreas de formación que el mundo ofrece con una formación que debe ir encaminada a la reflexión de nuestro actuar frente a los demás seres humanos dentro y fuera de casa y de nuestra Iglesia, ya que cada bautizado debe ser capaz de mirarse hacia dentro y responder a sí mismo qué tanto está dispuesto a dar para ser mejor persona y transparentar a Cristo en su vida para contribuir a que la sociedad se impregne del Evangelio respondiendo al llamado de Cristo: «Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura» (Mt 16,15). En este sentido, «la educación es un campo de actividad sin límites, que se da en todos los ámbitos de la acción y de la interacción de la comunidad, y por tanto, en cierto sentido, escogemos ser agentes pasivos o activos de la educación» (cf. Arredondo, 1991).

El tema de la «autoformación» en la fe, nos lleva a considerarla como aquella que se promueve en el bautizado, sea cual sea su condición y vocación en la vida. Es una actividad eminentemente humana por medio de la cual todo hijo de Dios es capaz de recrear la cultura, esto sería conociéndola primero, ya que ¿cómo sería posible analizar y proponer posibles soluciones a los problemas de nuestra sociedad desde la vivencia de fe y lo más importante, sensibilizarme frente a ella, si no la conozco?

Con sorpresa solemos escuchar  a católicos que desconocen lo que ocurre a su alrededor, mucho más nos entristece si dicha manifestación proviene de un sacerdote o religioso, pero esto nos hace esforzarnos por presentar un modelo de creyente, hombre y mujer de fe, que sea íntegro, crítico, que en su formación constante contenga las áreas humana, intelectual, espiritual y apostólica, y además posea condiciones de ser autónomo, capaz de pensar por sí mismo, responsable en asumir la realidad con sus consecuencias y causas; capacidad de  decisión; tomar posturas equilibradas; seres sensibles a los distintos aspectos de la vida; predispuestos a conquistar su  felicidad y la de los demás; encontrando el sentido de su vida como bautizados, solidarios, en fin, lejos de limitarnos a lo que pudiera ser como el campo del profesional en el mundo, que solamente se preocupa de una sola área, la autoformación en el bautizado, invade todos los dominios; uno se forma en múltiples actividades, ya sea como sacerdote, como religioso, como laico, como misionero, como agente de pastoral es decir, en todos los niveles de responsabilidad, y de ser posible en forma permanente.

Tenemos entonces que, la autoformación se va desarrollando en la medida en que uno piensa sobre lo que hace, sobre su significación, sobre los fracasos que vive y los triunfos que alcanza viviendo cada día la fe. Es así como la autoformación nos hace recordar y experimentar que somos diferentes de las máquinas, porque somos hijos de Dios, y eso nos lleva a entrar en nosotros mismos reflexivamente para ser como Cristo. Eso nos lleva a mirar nuestras motivaciones, angustias, deseos, formas de enfrentar temores; esto es lo que nos hace real con respecto a nosotros mismos y de esta forma nos permite ésta reflexión, a su vez, llevarnos a la proyección con los demás, a la búsqueda de soluciones a las problemáticas reales que el mundo de hoy vive. El bautizado, en su autoformación en la fe, deja de centrarse en sí, para salir de sí, hacia los demás.

Si logramos que la autoformación de cada miembro de la Iglesia, vaya encaminada a una proyección positiva del ser humano y su entorno, tendremos entonces que nuestra vivencia bautismal, se hace una respuesta reflexiva y consecuente de la autoformación, y nos ayuda a juzgar las crudas realidades de hoy ante la violencia, el egoísmo, las expectativas amenazantes de la explosión de una guerra, y nos hace descubrir, desde el fondo de nuestro ser, qué es lo que haría Cristo frente a eso.

En este aspecto, hablamos de los bautizados que conscientes de la necesidad de su autoformación, se acercan en sus parroquias o comunidades a las distintas áreas de formación y por supuesto también a la literatura y páginas formativas en la Internet. El bautizado que es consciente de su compromiso por crecer en la vivencia de la fe, maneja una «disciplina interna». 

El proceso de «autoformarse» no puede ser más que un trabajo sobre sí mismo, libremente imaginado, deseado y perseguido, realizado a través de medios que se ofrecen o que uno mismo se procura haciendo uso de la reflexión ética, entendida como la capacidad de esclarecer, valorar, apreciar los hechos, fenómenos, situaciones de la realidad desde perspectivas globales, interdisciplinarias, con el fin de optar, de decidir por lo que se juzgue lo más significativo, lo más valioso para vivir el cristianismo en el mundo de hoy. Como miembro de la Iglesia, el bautizado debe saberse miembro de una comunidad formativa, ante los retos que el mundo le pone y ante los duelos a que está obligado a enfrentar, pues toda elección implica una renuncia y el hecho de haber elegido vivir la fe católica, representa una renuncia a muchas cosas que el mundo globalizado de hoy, relativista, materialista y consumista ofrece de forma barata y constante.

El bautizado que busca «autoformarse»  tiene que reflexionar su entorno en la familia, en la escuela, en el trabajo, y además, decidir su nivel y el tipo de participación que tendrá en su realidad inmediata como miembro de la Iglesia. L «autoformación», para el bautizado, debe ser como «un retorno sobre sí mismo, sobre sus motivaciones, deseos, angustias, maneras de tener miedo de sí mismo, del otro, o no, tratamiento del otro como un hermano, enemigo, u objeto de poder o no; cuando hace, entonces, ese trabajo, está efectuando un trabajo sobre sí mismo, que de alguna manera lo constituye en sujeto real como persona con respecto a sí mismo y no como una máquina.» (Filloux, 1996). La autoformación en todo bautizado, es una tarea que empezó desde que hay uso de razón y que se va desarrollando «en la medida en que uno piensa sobre lo que hace, sobre su significación, sobre los fracasos que uno vive...» (Filloux, 1996). De la autoformación uno espera definitivamente, el dominio de las acciones y situaciones nuevas, en fin, la vivencia plena y comprometida de la fe.

I. FORMACION ESPIRITUAL DEL BAUTIZADO.

Como hijo de Dios, cada bautizado bien haría en preguntarte: ¿Qué cimientos estoy poniendo en mi vida para poder vivir la fe que a veces me lleva a remar contra corriente? Todo bautizado debe buscar una formación espiritual recia, profunda, afincada en Dios, único fundamento que da consistencia a una vida plena, para que cuando vengan los huracanes de las dudas, las tempestades de las crisis no se derrumbe la vida. La formación espiritual debe estar centrada en Cristo, es decir, debe ser cristocéntrica, de manera que el bautizado adquiera «un conocimiento amoroso de la persona de Cristo» (CEC 429) de quiene s discípulo–misionero. De tal manera que Cristo, debe ser el criterio para juzgar todas las cosas en casa, en el estudio, en el trabajo y así ser espacio de santificación para para el mundo que le rodea. Cristo debe ser el centro, para que nadie ni nada arrebate el corazón que quiere vivir con Cristo, por él y en él —como decimos en cada Misa—. Cristo ha de ser el Modelo a quien debemos imitar en todo independientemente de la vocación que tengamos en la Iglesia y en el mundo. 

La formación espiritual, en la Iglesia Católica, se ve consolidada en las virtudes teologales que se recibieron en el bautismo y debe estar nutrida en la Sagrada Escritura, que será siempre el alimento que debemos tomar y dar a los hombres en la misión como católicos en el mundo. Hay muchas maneras de cuidar y crecer en esta área. Numerosos autores nos ofrecen sus libros con lenguaje accesible y profundo a la vez, las vidas de los santos, los cursos y talleres en las universidades católicas, instituciones, parroquias y comunidades religiosas ofrecen espacios para una formación rica, variada, sana, tan asequible en espacios y horarios que no hay excusa. 

II. FORMACION INTELECTUAL DEL BAUTIZADO. 

En un miembro de la Iglesia que quiera vivir auténticamente su cristianismo, la formación intelectual debe ser sólida, de manera que no se forme como una persona endeble en conocimientos de Dios y del mundo que solamente tiene lo que estudió en el catecismo para su Primera Comunión. El mundo no necesita católicos que se caen y se desmoronan ante la primera pregunta o duda que te expongan los miembros de otras religiones, sectas, diversas creencias o los enemigos de la Iglesia. La autoformación intelectual de todo miembro de la Iglesia, en especial de los agentes de pastoral, debe ser profunda, es decir, que no se conforme con tres o cuatro cosillas mal aprendidas y atadas de un hilo en un cursillo anual de algo. 

La formación intelectual debe ser selecta y por eso hay que saber autoformarse y elegir bien. Hoy mucha gente sabe de todo nada o casi nada. Tenemos que seleccionar todo aquello que vaya conforme a nuestra fe y a nuestro compromiso como discípulos–misioneros. ¿En qué Universidad estudió por citar a algunos, Santa Teresita del Niño Jesús o la beata María Inés Teresa para saber tantas cosas? Esa es autoformación. Debemos recordar que cada bautizado es un misionero, un mensajero del Evangelio, un maestro de la fe, un  hijo de la luz, una antorcha en el mundo. Hay que luchar contra los enemigos de la formación intelectual como son la i inconsciencia, la inconstancia, la pereza, la cerrazón, la derrota anticipada, la falta de visión que no pone esfuerzo y quiere dejar todo a los padrecitos y las monjitas. 

III. FORMACION HUMANA DEL BAUTIZADO. 

La formación humana se relaciona con el desarrollo de actitudes y valores que impactan en el crecimiento personal y social del individuo. De esta manera, un sujeto formado desde la dimensión humana, actúa con esquemas valórales, coherentes, propositivos y propios. Es un ser que reconoce su papel en la sociedad, en la institución para la que trabaja y en la familia; que quiere su cuerpo, sus espacios concretos de acción y comprende la diversidad cultural en la que está inmerso; es en consecuencia un sujeto en crecimiento.

En este campo se ha de trabajar en la autoformación de la conciencia, que puede pervertirse si no la iluminamos con los criterios del evangelio, de la doctrina de la Iglesia, de nuestras propias convicciones y compromisos adoptados por el bautismo. La autoformación humana es formación de la voluntad y del carácter, formación de la educación que, como decía la beata María Inés Teresa, «sobrenaturalizada, la educación es la santidad». 

La autoformación humana lleva al cristiano a ser él mismo una escuela de valores y virtudes, una invitación al mundo de vivir plenamente el compromiso bautismal con orden y concierto en relación con los compromisos civiles y sociales. Un bautizado que se autoforma en el campo humano es limpio, ordenado, acogedor, educado, leal, cortés, jovial, etc.

IV. FORMACION APOSTOLICA DEL BAUTIZADO.

El bautizado, discípulo–misionero de Cristo, ha de formarse en el celo por la salvación de las almas al estilo de Madre Inés y tantos santos de toda clase y condición, como san José Sánchez del Río, que dio su vida por Cristo a los 14 años de edad en el martirio en medio de la persecución religiosa de México por ser un apóstol consciente del riesgo de su condición de discípulo–misionero. La autoformación apostólica despierta y alimenta en el bautizado el anhelos de que todos los hombres y mujeres del mundo conozcan y amen a Dios, que cumplan la ley de Dios, que vivan unidos en el amor y amen a María Santísima como modelo a seguir para ser trasparencia de Cristo.

La formación apostólica es oración proyectada, apostólica, comprometida lanzada a todos los espacios, situaciones y condiciones... ¡No hay tiempo para teorizar en esto! Hacer nuestro apostolado callado, silencioso y eficaz, empezando por la propia comunidad y recordando que como decía san Juan Pablo II: «El primer lugar de misión es el propio corazón». Siempre hay un lugar para el quiere ejercer su apostolado.

A MANERA DE CONCLUSIÓN.

En tus manos como bautizado, discípulo–misionero, está tu formación. Sólo tú te formas o te deformas. Hay formadores, ayudas, facilitadores, libros, páginas web y demás, pero sólo uno mismo es el responsable de autoformarse. 

Toma con mucha seriedad tu compromiso bautismal, empieza tal vez buscando tu acta de bautismo para grabarte en el corazón el regalo inmenso que Dios te dio al hacerte su hijo o su hija de quien tanto espera. Está en juego la misión y el apostolado de la Iglesia en el día de mañana. No se puede ser creyente sin una profunda formación espiritual, haríamos el payaso; y si nuestra formación intelectual está floja, tal vez desorientemos a los hombres que nos pidan consejo porque nos ven que vamos a la Iglesia o formamos parte de algún grupo. Y sin una esmerada formación humana, el mensaje quedará rebajado y diezmado, pues la formación social y humana abre las puertas allá por donde pasas la mayor parte del tiempo de tu vida, que no es precisamente el Templo al que asistes.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.