La Sagrada Escritura nos refiere
que el Señor hablaba a Moisés cara a cara como habla cualquiera con su hermano
o con un amigo (Ex 33,11-13). Esa es la forma que Dios tiene para hablarnos a
nosotros también: «cara a cara», y nos habla así en su Hijo Jesucristo, cuyo
rostro es el reflejo del amor del Padre.
Cada vez que nos acercamos a la
Eucaristía, con encontramos con Él así: «cara a cara». En Cristo, el Padre
misericordioso nos mira y nos ama. En Cristo, Dios nos lo ha dicho todo. San
Juan Pablo II escribió: «En Él, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre
el hombre y sobre la historia» (TMA 5). El rostro de Jesús, es una invitación
constante a dirigir la mirada hacia el Padre. Lo dice Él mismo: «Felipe, quien
me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). La mirada de Cristo es la del Padre,
y por la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas, captamos que Él nos
invita a seguirle para hacernos nosotros también reflejo del amor del Padre.
¿Cómo sería ese divino rostro de
Jesús que los doce sienten la confianza de hablarle con sencillez y
preguntarle, por ejemplo: ¿Nos podrías explicar la parábola de la cizaña
sembrada en el campo? (Mt 13,36). Ellos se confiaban en ese rostro al que veían
cara a cara, ellos se sentían amados en esa mirada de amigo. Como Moisés estuvo
cuarenta días y cuarenta noches en el desierto, Cristo también fue conducido
por el Espíritu al desierto (Mt 4,1), a ese lugar especialísimo de encuentro
con el Padre. Luego, el mismo Cristo invita a sus amigos más íntimos, a sus apóstoles
y a sus discípulos a ir al encuentro del Padre mirándolo a Él «cara a cara».
Los que quieran estar con Él y
contemplar en su rostro el rostro del Padre, necesitarán una «sencilla mirada
del corazón» ─como decía santa Teresita del Niño Jesús─ que lo haga cercano,
cara a cara, enviado del Padre para salvarnos.
Cuando los apóstoles le piden a
Jesús que les explique la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-52), Él les
dice que el trigo y la cizaña crecen juntos, que el azadón y el abono harán
brotar a los dos juntos, y luego se verá la diferencia. El rostro del
sembrador, su mirada serena y fija en cada uno de éstos, sabrá distinguir el
trigo, que al igual que la cizaña habrá de morir, pero no quemado en el fuego
eterno, sino molido, para convertirse en pan y prolongar a Cristo, Sumo y
Eterno Sacerdote, gracias a la consagración en cada Eucaristía de manos de
quienes Él ha dejado como sus sacerdotes para que lo sigamos viendo «cara a
cara» y nos muestre el rostro del Padre. El trigo y la cizaña crecen juntos
como juntos crecieron Juan, Andrés, Poncio Pilato, Herodes, Zaqueo, la samaritana,
María Magdalena, Barrabás y muchos otros a la par de Jesús. El trigo creció y dio
fruto y ese fruto permanece (Jn 15,16) hasta hoy. La cizaña, esa, pasó a la
historia.
Jesús mira a sus amigos de un
modo especial. Con sencillez explica lo que el discípulo le pregunta y necesita
saber… ¡no más!, como sucede en el caso en que le preguntan aquello de sentarse
«uno a su derecha y otro a su izquierda en el trono del reino» y Él les
responde: «Eso le toca a mi Padre decidirlo» (Mt 20,21-22).
En cada Misa que el sacerdote
celebra, Dios nos mira y disipa nuestras dudas. Allí nos regala a su Hijo Sumo
y Eterno Sacerdote hecho alimento que fortalece, pan amasado en el vientre de
María, trigo molido que nos invita a seguirlo y a imitarlo. Pero, el Evangelio
nos dice claramente que «vino a los suyos y que no lo recibieron» (Jn 1,11)… Él
ahora, cada vez que nos acercamos a comulgar, viene a nosotros con su mirada
Eucarística, la misma mirada que dirigió a sus apóstoles en aquella última cena
y en todo el tiempo en el que Él «pasó por el mundo haciendo el bien» (Hch
10,38).
Imaginemos al Padre Dios, así
como lo vio Moisés, con esa confianza de ver su rostro, y digámosle también
nosotros: «Si de veras gozo de tu favor, te suplico,
Señor, que vengas con nosotros, aunque seamos un pueblo de cabeza dura. Perdona
nuestras maldades y pecados y recíbenos como herencia tuya» (Ex 34,9).
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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