jueves, 8 de junio de 2017

Ver al Padre en su Hijo Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote...

La Sagrada Escritura nos refiere que el Señor hablaba a Moisés cara a cara como habla cualquiera con su hermano o con un amigo (Ex 33,11-13). Esa es la forma que Dios tiene para hablarnos a nosotros también: «cara a cara», y nos habla así en su Hijo Jesucristo, cuyo rostro es el reflejo del amor del Padre.

Cada vez que nos acercamos a la Eucaristía, con encontramos con Él así: «cara a cara». En Cristo, el Padre misericordioso nos mira y nos ama. En Cristo, Dios nos lo ha dicho todo. San Juan Pablo II escribió: «En Él, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia» (TMA 5). El rostro de Jesús, es una invitación constante a dirigir la mirada hacia el Padre. Lo dice Él mismo: «Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). La mirada de Cristo es la del Padre, y por la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas, captamos que Él nos invita a seguirle para hacernos nosotros también reflejo del amor del Padre.

¿Cómo sería ese divino rostro de Jesús que los doce sienten la confianza de hablarle con sencillez y preguntarle, por ejemplo: ¿Nos podrías explicar la parábola de la cizaña sembrada en el campo? (Mt 13,36). Ellos se confiaban en ese rostro al que veían cara a cara, ellos se sentían amados en esa mirada de amigo. Como Moisés estuvo cuarenta días y cuarenta noches en el desierto, Cristo también fue conducido por el Espíritu al desierto (Mt 4,1), a ese lugar especialísimo de encuentro con el Padre. Luego, el mismo Cristo invita a sus amigos más íntimos, a sus apóstoles y a sus discípulos a ir al encuentro del Padre mirándolo a Él «cara a cara».

Los que quieran estar con Él y contemplar en su rostro el rostro del Padre, necesitarán una «sencilla mirada del corazón» ─como decía santa Teresita del Niño Jesús─ que lo haga cercano, cara a cara, enviado del Padre para salvarnos.

Cuando los apóstoles le piden a Jesús que les explique la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-52), Él les dice que el trigo y la cizaña crecen juntos, que el azadón y el abono harán brotar a los dos juntos, y luego se verá la diferencia. El rostro del sembrador, su mirada serena y fija en cada uno de éstos, sabrá distinguir el trigo, que al igual que la cizaña habrá de morir, pero no quemado en el fuego eterno, sino molido, para convertirse en pan y prolongar a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, gracias a la consagración en cada Eucaristía de manos de quienes Él ha dejado como sus sacerdotes para que lo sigamos viendo «cara a cara» y nos muestre el rostro del Padre. El trigo y la cizaña crecen juntos como juntos crecieron Juan, Andrés, Poncio Pilato, Herodes, Zaqueo, la samaritana, María Magdalena, Barrabás y muchos otros a la par de Jesús. El trigo creció y dio fruto y ese fruto permanece (Jn 15,16) hasta hoy. La cizaña, esa, pasó a la historia.

Jesús mira a sus amigos de un modo especial. Con sencillez explica lo que el discípulo le pregunta y necesita saber… ¡no más!, como sucede en el caso en que le preguntan aquello de sentarse «uno a su derecha y otro a su izquierda en el trono del reino» y Él les responde: «Eso le toca a mi Padre decidirlo» (Mt 20,21-22).

En cada Misa que el sacerdote celebra, Dios nos mira y disipa nuestras dudas. Allí nos regala a su Hijo Sumo y Eterno Sacerdote hecho alimento que fortalece, pan amasado en el vientre de María, trigo molido que nos invita a seguirlo y a imitarlo. Pero, el Evangelio nos dice claramente que «vino a los suyos y que no lo recibieron» (Jn 1,11)… Él ahora, cada vez que nos acercamos a comulgar, viene a nosotros con su mirada Eucarística, la misma mirada que dirigió a sus apóstoles en aquella última cena y en todo el tiempo en el que Él «pasó por el mundo haciendo el bien» (Hch 10,38).

Imaginemos al Padre Dios, así como lo vio Moisés, con esa confianza de ver su rostro, y digámosle también nosotros: «Si de veras gozo de tu favor, te suplico, Señor, que vengas con nosotros, aunque seamos un pueblo de cabeza dura. Perdona nuestras maldades y pecados y recíbenos como herencia tuya» (Ex 34,9).

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

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