viernes, 30 de junio de 2017

«LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN DARLO TODO»... Enfermedad, ancianidad y misión II.


En los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, el número 23 está dedicado a lo que él denomina: «Principio y Fundamento». EL santo español nos dice que «el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impidan. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados» (Cf. Ejercicios Espirituales Ignacianos n. 23). 

Es con estas palabras de San Ignacio que abro esta reflexión, recordando, a la vez, que la beata Madre Inés, hablando de nuestros hermanos Vanclaristas decía que quería que fueran personas «que se apasionaran por Cristo» (Cf. Guía del Vanclarista). Si san Ignacio, en sus Ejercicios, dice que «el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor», entonces es necesario comprender que esa pasión de la que habla la beata María Inés, debe ser la pasión de todo aquel que ha sido llamado por Dios.

La palabra «pasión» tiene dos significados: puede indicar un amor vehemente, «pasional», o bien un sufrimiento mortal. Existe una continuidad entre las dos cosas, y la experiencia diaria muestra cuán fácilmente se pasa de una a la otra. Así fue también, y antes que nada, en Dios. Hay una pasión —escribió Orígenes— que precede a la encarnación. Es «la pasión de amor» que Dios desde siempre alimenta hacia el género humano y que, en la plenitud de los tiempos, le llevó a venir a la tierra y padecer por nosotros» (Cf. Orígenes, Homilías sobre Ezequiel, 6,6 "GCS, 1925, p. 384 s"). 

Jesús nos revela, realizándolo él mismo, el ideal cuya impronta llevamos, pero deteriorado por la confusión y la opacidad. Al mismo tiempo, nos revela el mal en que estamos sumergidos, y del que él nos salva. Se convierte así en el único ser que puede llevarnos a nuestro fin. Una vez hecho solidario de nuestra vida y de nuestra muerte, es él la revelación de la Imagen de Dios, según la cual hemos sido creados. Por tanto, su presencia en nosotros es lo que nos conduce al primer estadio de toda vida espiritual: la conversión del corazón. 

Los judíos, puestos bruscamente en presencia de las maravillas de Pentecostés, preguntaban a Pedro y a los apóstoles que se las anunciaban: «Hermanos, ¿qué debemos hacer?» (Hch 2,37). El amor, manifestándose, esclarece las tinieblas de que él nos libra. El hombre, conmovido en sus más íntimas profundidades, suspira por la justicia, que no le pertenece, sino que es de Dios, que justifica al pecador. 

En la reflexión anterior, hablé de la fuerza de la debilidad. En realidad, en el desarrollo de nuestra vida, deberíamos hablar de «implicación recíproca». Una cosa no puede separarse de la otra, la fuerza es el conocimiento de Jesús y la debilidad es el conocimiento de nosotros mismos. Quien examina las cosas desde fuera, ve conceptos sucesivos, pero el que los vive en su corazón, descubre en ellos la continuidad de la obra del Espíritu. El paso a través de las purificaciones no puede consumarse sin que Cristo aparezca presente en la cruz y en la gloria de su Resurrección. 

Cuanto más avanza en Cristo la vida de cualquiera, tanto se hace sentir más esta profunda continuidad. Los amigos más íntimos de Cristo se reconocen los mayores pecadores, los más débiles, los más necesitados de médico. Una y otra cosa la afirman con la unidad que da el amor. Al principio tenemos la tendencia de oponer ambas cosas. Es un síntoma de que la vida espiritual tiene aún mucho por hacer. Poco a poco todo se convierte en uno: «Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10b). El pórtico de esta etapa es, pues, al mismo tiempo, una invitación a sentir la llamada de la vida y no menos a sentir el lastre que nos impide responder a ella. La búsqueda del amor pone en mi, de manifiesto, esa resistencia: no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Estoy dividido y toda la humanidad lo está también conmigo. ¿Quién me librará? No puedo superar esa división sino en Jesús, que me repara. El hombre no puede ser capaz de salir del infierno en que se da cuenta que está, sino en Jesús, que desciende hasta el mismo hombre y le lleva consigo al Padre.

San Pablo, en su segunda carta a Timoteo escribía: «Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por la avidez de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a los mitos» (2 Tm 4,3-4). Esta palabra de la Escritura —sobre todo la alusión a la avidez de oír cosas nuevas— se está realizando de modo nuevo, continuo e impresionante en nuestro tiempo. Millones de personas son inducidas en este mundo globalizado por hábiles retocadores de antiguas leyendas a creer que Jesús de Nazareth nunca fue, en realidad, crucificado. Ejerciendo mi ministerio hace poco en Houston, colaborando en dos parroquias: San Juan Bautista y El Espíritu Santo, me he encontrado que en Estados Unidos hay un libro que es best seller, una edición del Evangelio de Tomás, presentado como el evangelio que «nos evita la crucifixión, hace innecesaria la resurrección y no nos obliga a creer en ningún Dios llamado Jesús» (Cf. H. Bloom, en el ensayo interpretativo que acompaña la edición de M. Meyer, "The Gospel of Thomas", HarperSan Francisco, s.d., p. 125.

«Existe una percepción penosa en la naturaleza humana, —escribía hace años el mayor estudioso bíblico de la historia de la Pasión, Raymond Brown—: cuanto más fantástico es el escenario imaginado, más sensacional es la propaganda que recibe y más fuerte el interés que suscita. Personas que jamás se molestarían en leer un análisis serio de las tradiciones históricas sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús, son fascinadas por cada nueva teoría según la cual Él no fue crucificado y no murió, especialmente si la continuación de la historia incluye su fuga con María Magdalena hacia La India... (o hacia Francia, según la versión más actualizada), recordando el furor del otro famoso best seller de años recientes: «El Código Da Vinci». Estas teorías demuestran que cuando se trata de la vida de Jesús, especialmente hablando de la pasión, la ficción supera la realidad y frecuentemente, se pretenda o no, es más rentable cuando se le ponen invenciones que no dejen sentir la debilidad» (R. Brown, The Death of the Messiah, II, New York 1998, pp. 1092-1096).

Se habla en nuestros días en libros o películas de la traición de Judas, y no se percibe que se está repitiendo. Cristo sigue siendo vendido, ya no a los jefes del Sanedrín por treinta denarios, sino a editores y libreros por miles de millones de denarios... Nadie conseguirá frenar esta ola especulativa que ha registrado una crecida con la película que se hizo del libro y la continuación de esta especie de zaga revestida de New Age; pero habiéndome ocupado durante algunos años de seminario de Historia de los Orígenes Cristianos, siento el deber de llamar la atención sobre un equívoco descomunal que está en el fondo de toda esta literatura pseudohistórica, los evangelios apócrifos sobre los que se apoyan ésta y muchas de las películas de hoy, son textos conocidos de siempre, en todo o en parte, pero con los que ni siquiera los historiadores más críticos y hostiles hacia el cristianismo, pensaron jamás, antes de hoy, que se pudiera hacer historia. Sería como si dentro de algún siglo se pretendiera reconstruir la historia actual basándose en novelas escritas en nuestra época. 

El error garrafal de todo esto consiste en el hecho de que se utilizan estos escritos para hacerles decir exactamente lo contrario de lo que pretendían. Estos forman parte de la literatura gnóstica de los siglos II y III. La visión gnóstica —una mezcla de dualismo platónico y de doctrinas orientales revestida de ideas bíblicas— sostiene que el mundo material es una ilusión, obra del Dios del Antiguo Testamento, que es un dios malo, o al menos inferior; Cristo, dicen ellos, no murió en la cruz, porque jamás había asumido, más que en apariencia, un cuerpo humano, siendo éste indigno de Dios (docetismo).

El mundo material no es ilusión, es «vanidad», que es algo muy real y diverso de lo que es ilusión. Con razón Madre Inés decía: «La única realidad eres tú Jesús», no porque todo sea ilusorio, sino «vanidad de vanidades». El libro el Eclesiastés, cuando dice que «todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión» (Ecl 1,2), lo hace para darnos a entender esto: todo es pasajero, todo es vano. Hay un problema fundamental para el hombre: el del sentido de actuar y trabajar en el mundo. Qohélet (Eclesiastés) expresa en términos desconsoladores: «¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?». El interés en las vanidades del mundo acalla todo sentimiento y deshumaniza. Este es el mundo en el que vivimos, el mundo que espera nuestra acción misionera, el mundo que necesita nuestros dolores, nuestros sufrimientos, para alcanzar la redención.

Quiero recordar ahora la parábola del rico necio que cree tener seguridad para muchos años por haber acumulado muchos bienes, y a quien esa misma noche se le pedirán cuentas de su vida (Lc. 12,13-21) y que Jesús pronunció justo cuando un hombre había hecho de su herencia, el único motivo de relación con su hermano: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia» (Lc, 12,13s). Me voy a la parte donde Jesús concluye la parábola con las palabras: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece de lo que vale ante Dios». Existe, entonces, una vía de salida al «todo es vanidad»: enriquecerse ante Dios. En qué consiste esta manera diferente de enriquecerse lo explica Jesús poco después, en el mismo Evangelio de san Lucas: «Háganse bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón ni la polilla; porque donde esté su tesoro, allí estará también su corazón» (Lc 12, 33-34).

Habiendo perdido toda fe en Dios, hoy, con frecuencia, muchos se encuentran en las condiciones de Qohélet, que no conocía aún la idea de una vida después de la muerte. La existencia terrena parece en este caso un contrasentido. En la actualidad ya no se usa el término «vanidad», que tiene cierto sabor religioso, sino el de «absurdo». «¡Todo es absurdo!». El teatro del absurdo (Beckett), que floreció en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, era el reflejo de toda una cultura. Los que evitan la tentación de la acumulación de las cosas, sin el sentido religioso que la religión da a la pobreza y al desprendimiento, como es el caso de ciertos filósofos y escritores, caen en algo que tal vez es peor: la «náusea» ante las cosas. Las cosas, se lee en la novela «La náusea» de Sartre, están «de más», son oprimentes. En el arte, vemos las cosas deformadas, objetos que se aflojan, relojes que cuelgan como estirados o aguadándose (ver «La persistencia de la memoria» de Salvador Dalí, como ejemplo). A esto se le llama «surrealismo», pero más que una superación, es un rechazo de la realidad. Todo exhala putridez, descomposición. ¡El abandono de la idea del cielo ciertamente no ha hecho más libre y alegre la vida en la tierra!

El pasaje evangélico del rico necio, nos sugiere cómo remontar esta peligrosa pendiente. Las criaturas volverán a parecer bellas y santas a la humanidad el día en que dejemos de querer sólo poseerlas o sólo «consumirlas» y se les restituya al objetivo para el que fueron otorgadas por el Creador, que es el de alegrar nuestra vida, aquí abajo, y facilitarnos alcanzar nuestro destino eterno. 

A veces, a lo largo de mi vida como misionero, me he encontrado personas creyentes, de fe profunda, incluso consagrados o consagradas que, aquejados por alguna enfermedad grave o casi al final de sus días me dicen: ¿Qué he hecho en este mundo? ¿Y cuáles son mis obras? Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a todas partes, también después de la muerte que ha de llegar: no son los bienes, sino las obras; no lo que hemos tenido, sino lo que hemos hecho. Lo más importante de la vida no es por lo tanto tener bienes, sino hacer el bien. El bien poseído se queda aquí abajo; el bien hecho lo llevamos con nosotros. Y cuando estas personas se sienten con las manos vacías, en el ocaso de su vida, es porque lo han dado todo. No podemos alcanzar a ver el bien que el Señor ha hecho gracias a nuestro «Sí». 

La vida que se nos ha dado, con todo el bien que Dios ha hecho a través de nuestra consagración en la misión gira en torno a una única realidad: «Jesús de Nazareth». Y por eso Él, cuando el momento del dolor aprieta, cuando parece sentirse que se está en el ocaso, se presenta como el Amigo Fiel que no abandona.

El cardenal Van Thuân, de quien ya he hablado en la reflexión anterior, cuando estaba en la cárcel, sin saber si el final de su vida se acercaba ya, en medio de las condiciones de pobreza y de adversidad en todo sentido, dando gracias porque clandestinamente, todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebraba la Eucaristía, exclamaba: «Cada día pude arrodillarme ante la cruz con Jesús y beber con él su cáliz. Cada día, al recitar la consagración, confirmé con todo mi corazón y con toda mi alma un nuevo pacto eterno entre Jesús y yo, a través de su sangre mezclada con la mía» (Juan Pedro Oriol, «Todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebraba la Eucaristía», Artículo en Internet). 

Estos momentos de reflexión, se pueden convertir en una oportunidad maravillosa para valorar, entre otras cosas, el encuentro con «Jesús, la única realidad» en la condición de enfermedad o debilidad que nos acompaña. Cuando se vive el encuentro con Él la vida cambia. Dice la beata María Inés Teresa: «Su vida en adelante debe ser un himno; un himno no interrumpido de amor y gratitud hacia ese Dios tres veces santo que, no desdeñándose de su bajeza y ruindad, le ha escogido…» (Lira del Corazón, Primera Parte, Cap. I, p. 14.

Quiero terminar esta reflexión con unas palabras del Papa Emérito Benedicto XVI en una visita que hizo a un Hospital de Italia y completar esto con una frase de las cartas de san Pablo: Dice Benedicto XVI: «Ciertamente, el sufrimiento repugna a la sensibilidad humana; pero es verdad que, cuando se lo acoge con amor, con compasión, y está iluminado por la fe, se convierte en una valiosa ocasión que une de manera misteriosa a Cristo Redentor, Varón de dolores, que en la cruz cargó sobre sí el dolor y la muerte del hombre. Con el sacrificio de su vida, redimió el sufrimiento humano y lo transformó en el medio fundamental de la salvación» (Discurso a los enfermos del Hospital San Mateo de Pavía el 22 de abril de 2007. Y dice san Pablo: «Y es una gracia para ustedes que no solamente hayan creído en Cristo, sino también que padezcan por él» (Flp 3,21).

Ahora hagamos oración:

“Señor, mira con bondad nuestra comunidad, formada en su mayoría por hermanas misioneras agobiadas por el peso de los años y por la enfermedad. Concédenos que, confortados con la gracia del Espíritu Santo, seamos fuertes en la fe y firmes en la esperanza, para que demos testimonio de paciencia y mostremos la alegría que es fruto de tu amor. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Alfredo Delgado Rangel.

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