La beata Madre María Inés Teresa ha sido siempre, desde que la conocí, punto de referencia e mi vida espiritual. La fui conociendo y amando cada vez más a través de las hermanas Misioneras Clarisas de Monterrey desde los años 70s y a través de las demás casas de Misioneras Clarisas que iba visitando en los 80s. Pero hay alguien especial, a quien yo quise mucho y que ha sido una madre para mí, un espejito de Nuestra Madre; una lucecita siempre encendida iluminó el camino para seguir las huellas de Nuestra Madre y ahora es una estrellita. Madre, hermana y amiga que me supo alentar, acompañar, llamarme la atención y levantarme; alguien con quien reí y lloré; alguien a quien tanto le debo, que nunca tendré con que pagarle. Ella, con esa misma sencillez, que heredó de Nuestra Madre, asumió la responsabilidad de prolongar el camino y de colaborar con su persona, con su tiempo, con sus consejos, con su apoyo y ayuda incondicional, con sus oraciones y sacrificios a la formación de los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal que Nuestra Madre fundara en los últimos años de su vida.
Hablo de la Madre María Teresa Botello Uribe, la compañera fiel de muchos años de Madre Inés, su «Teresina querida». La hija que supo entrar en el corazón de la beata para leer y meditar lo que ella quería y sentía que Dios le pedía. Son innumerables los consejos que la Madre Teresa me dio, son incontables los sacrificios que ofreció, son bastantes los libros que —conociendo mi gusto por la lectura— me regaló, son innumerables las conferencias que de sus labios pude escuchar, fueron muchos los momentos que me dedicó en llamadas telefónicas y visitas.
Madre María Teresa Botello, nació en 1928, era sobrina de San David Uribe Velasco, canonizado el 21 de mayo del año Jubilar 2000. Entró en la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento en 1950. De 1961 a 1982 fue Vicaria General y desde el 5 de abril de 1982 fue elegida por el Capítulo General primera superiora general después de la fundadora.
En 1989, por gracia de Dios, luego de 9 años de formación, me ordené sacerdote. Unas palabras que Nuestra Madre había escrito en una carta el 7 de julio de 1980 venían a mi mente y a mi corazón: “¡Qué hermosa vocación!, ser misionero y misionero de Cristo, «otro Cristo», en la plenitud sacerdotal, misionero a ejemplo de Él que pasó por este mundo haciendo el bien, tú deberás asimilar al mismo Cristo para que seas transparencia de Él en todos los momentos de tu vida, ya sea que duermas o comas, que prediques la palabra de Dios, que consagres, impartas cualquier sacramento, en cualquier momento deberás obrar como Él, esa es tu hermosa vocación, con el espíritu propio del Evangelio y las características de tu familia misionera, entregado con generosidad, sencillez, alegría, abandonado completamente en Manos del Padre”. Madre Teresa Botello, en nombre de Nuestra Madre la beata María Inés, me acompañó en esos momentos tan importantes de mi vida. Ella estuvo en los Votos Perpetuos, en la Ordenación Diaconal y el día de mi Ordenación Sacerdotal entregándome el cáliz que san Juan Pablo II había regalado a Monseñor Alibrandi y que él me envió para celebrar mi primera Misa, junto con el ornamento sacerdotal que ella misma eligió en Roma.
Al día siguiente de haber celebrado mi Cantamisa, ella me ofreció al Padre, al servicio del mundo entero, en nombre de Nuestra Madre Fundadora en una Misa con toda la Familia Misionera en la capilla de las hermanas de la casa de Monterrey consagrando mi sacerdocio a la Santísima Virgen de Guadalupe. Los encuentros con ella luego de haber sido ordenado se siguieron sucediendo. Siempre esperaba con gozo la llegada de la Madre, que venía a enamorar a toda la Familia Inesiana de nuestra vocación en el camino trazado por nuestra fundadora. En 1992, se abrió el proceso de canonización de Madre Inés, la madre Teresa estuvo presente, enseñándonos la lealtad y la fidelidad a la Fundadora.
Cuando en los 90s el Señor me visitó inesperadamente en la enfermedad, encontré que tenía un tesoro, las cartas de madre Teresa. En cuanto pude escribir, me puse a reunir los consejos, anécdotas, frases de Nuestra Madre, invitaciones, palabras de aliento, y demás que había en sus cartas. Pedí a otros que me prestaran, si ellos querían, cartas que «la madre», como cariñosamente todos le llamamos, les hubiera enviado. Fui reuniendo los pensamientos junto con otros entresacados de cartas colectivas, tarjetas de felicitación y pequeños mensajes y les di el nombre de: «El eco de un corazón misionero». Ese es un tesoro que llevo siempre conmigo y releo dando gracias a Dios por esta santa mujer (y no pretendo adelantarme con ello al juicio de la Iglesia), por su lealtad, su testimonio, su entrega, su fidelidad, su acompañamiento, su invitación a perseverar y su transparencia que me enamoró más y más de la doctrina Inesiana.
El 23 de junio de 1981, le escribí a Nuestra Madre la beata María Inés, la última carta, platicándole de nuestros días de verano pasados en Cuernavaca. En ella le decía: «... queremos darle las gracias por todo lo que ha hecho por nosotros, sus sacrificios, sus oraciones. Nos sentimos con muchas ganas de continuar adelante, sabemos que vamos de la mano del Señor y que junto a Él estaremos siempre seguros para llevar a Cristo a todas partes». Hoy, después de muchos años, le vuelvo a escribir para decirle: «Nuestra Madre, ¡gracias!, gracias por habernos dejado a tu hija Teresa, que bajo la protección de Santa María de Guadalupe nos alentó a seguir de la mano del Señor y junto a Él».
La Madre Teresa Botello fue llamada a la Casa del Padre el domingo 28 de julio de 2002 y murió en olor de santidad.
Alfredo Delgado Rangel.
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