Entre los grandes dones que Dios nos ha dado, está la libertad. Un regalo de gran valor que Dios nos regaló confiando en que, como nos había hecho a su imagen y semejanza, la sabríamos usar. Pero, cuántas veces el hombre hace de las suyas por no saber emplear este don inmerecido y por eso el pecado hace estragos. En el libro del Éxodo, hay un pasaje que bien puede ilustrar este tema de la libertad. Es ese pasaje en el que Josué le dice a Moisés: «Se oyen gritos de guerra en el campamento» y Moisés le responde: «No son gritos de victoria, ni alaridos de derrota, lo que oigo, son cantos» (Ex 32,17ss). Y cuando enseguida, Moisés se acerca al campamento… ¡Oh sorpresa! ¡Se habían hecho un becerro de oro y le danzaban! Entonces Moisés se enfureció y arrojando las Tablas de la Ley las hizo añicos al pie de la montaña. ¡Lo acontecido en el campamento había sido un pecado gravísimo! ¡No supieron utilizar el don de la libertad para mantenerse fieles ante las condiciones de la Ley de Yahvé!
El hombre no ha sabido usar de la libertad que Dios le dio. Dejándose llevar por el pecado, no ha sabido elegir entre el bien y lo mejor, sino que se queda estancado entre el bien y el mal y, traicionado por la concupiscencia falla una y otra vez, volviéndose contra Dios y fabricándose ídolos, becerros de oro, dioses falsos del material y de la condición que sea.
Las cosas de Dios se manifiestan de una forma muy sencilla, sin hacer mucha alaraca, a diferencia de las del enemigo, que casi siempre son ostentosas y ruidosas. El Señor suele manifestarse de forma muy sencilla invitándonos a vivir libres, sin hacer tanto ruido y utilizando «signos pobres». Una semilla de mostaza y un poco de levadura le bastan a Jesús para explicar lo que es el reino de los cielos (Mt 13,31-33). Satanás, en cambio, ocupará toda una piara de puercos o gritos y escándalos de posesos (Mc 1,21-28 par.; Mc 5,1-21 par.; Mc 7,24-30 par.; Mc 9,14-27 par.; Mt 12,23-23 par.) para hacerse notar. Los exorcismos (Mc 3,22ss) y las curaciones (Lc 13,16) con signos pobres y sencillos como el lodo, la saliva, la palabra... formaban parte de la obra de liberación del Señor.
Un poco de levadura, un granito de mostaza, una vela, el redil de las ovejas, una vid, etc. en un hogar que alentó la «sierva» del Señor, la mujer más libre de la historia y el hombre más sencillo de la historia de la salvación en cuya casa se anidó el amor de Dios en Jesucristo, para expandirse luego por el mundo entero servirán para dar a entender al mundo lo que es la libertad. Ausencia de pecado, presencia del amor misericordioso de Dios. Signos pobres que hablaron de amor y confianza, de elección y seguimiento, de alegría y sencillez, de entrega, de fidelidad y de cumplimento libre de la Ley, sin mucho ruido y sin tiempo para teorizar; esa ley divina, que, en la forma en que la interpretó y ejemplificó Cristo mismo desde Nazareth, permanece como modelo de la voluntad de Dios para los que él mismo liberó (1 Co 7,22). En consecuencia, los cristianos estamos llamados a vivir «bajo la ley de Cristo» (1 Co 9,21). La «ley de Cristo» (Gal 6,2) —«ley de la libertad», según Santiago (St. 1,25; 2,12)— es la ley del amor (Gal 5.13s; cf. Mc 12,28ss; Jn 13,34).
Así es la libertad de los hijos de Dios, como la libertad de Moisés, de María y de José; así es la vida libre de los santos, «una vida escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). San Ignacio de Loyola, por ejemplo, tiene unas normas de discernimiento que ayudan a descubrir el enemigo y atacarlo (E.E. 314). Ignacio, conociendo la debilidad causada por el pecado, de la cual él fue esclavo un buen tiempo, nos ayuda a distinguir lo que viene de Dios, de lo que viene del enemigo o de nosotros mismos, para que aprendamos a usar la libertad y podamos escoger estar siempre del lado de Dios eligiendo entre lo bueno y lo mejor, entre lo mejor y lo más excelente.
Cada vez que oramos, cada vez que estamos frente a Jesús Sacramentado y en especial, cada vez que celebramos la Eucaristía, el Señor nos visita en signos pobres que invitan a vivir en libertad… ¡Un poco de vino y un pedazo de pan! ─como dice un canto─ es nuestra ofrenda, es lo que podemos dar. En cada Misa, Dios nos viene para invitarnos a recuperar la libertad perdida y a mantenernos libres del pecado. Él llega derramando siempre su misericordia a través de otro signo pobre, un hombre pecador que le hace presente al consagrar el pan y el vino y, por la transubstanciación, convertirlos, por la acción del Espíritu Santo en el misterio del Orden Sacerdotal, en el cuerpo y sangre del Señor.
Proclamemos con nuestro testimonio de vida el gozo de ser libres, pongámonos listos y no vayamos tras los becerros de oro porque, como ha dicho el Papa Fran-cisco: «Hemos creado nuevos ídolos. La antigua veneración del becerro de oro ha tomado una nueva y desalmada forma en el culto al dinero y la dictadura de la economía, que no tiene rostro y carece de una verdadera meta humana». (Jueves 16 de mayo de 2013). No nos cansemos de anunciar que la verdadera y auténtica libertad no la encontraremos en ningún becerro de oro, sino en lo que para mu-chos está oculto, el amor de Dios en la sencillez de las cosas de cada día y en los signos pobres que nos ha dejado el mismo Dios.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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