viernes, 31 de enero de 2020

«Asunción Ortega López, una de las primeras Misioneras Clarisas»... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo XXXIX

Hace muchos años, allá por 1978, conocí en Cuernavaca, en la Casa Madre de nuestra Familia Inesiana, a una monjita muy singular, sumamente sencilla y agradable de nombre Asunción a quien algunas de las hermanas Misioneras Clarisas y Vanclaristas le llamaban con cariño la hermana Chonchón. Siempre me quedará el recuerdo de su agradable sonrisa y su testimonio de sencillez y servicialidad.

Asunción Ortega López nació en un lugar llamado San Rafael, del estado de Aguascalientes en México el 12 de febrero de 1915. Allí vivió su infancia y adolescencia siempre en un ambiente de fe que fue preparando su caminito vocacional que inició el 28 de enero de 1948 cuando llegó a tocar a las puertas de la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento que en aquellas épocas era un incipiente instituto que empezaba a dar sus primeros pasos para transformarse en Congregación Religiosa de Derecho Pontificio en 1951. 

Así, podemos ver el gran entusiasmo vocacional que aquella jovencita desplegaba al llegar a una obra que apenas se iniciaba, pues la beata María Inés había empezado a dar los primeros pasos de la fundación apenas tres años antes, en 1945. 

Apenas unas meses después de haber ingresado, en agosto de ese mismo año de 1948, Asunción inició su etapa del noviciado conviviendo muy de cerca con la Madre fundadora, de quien siempre recordó un cariño muy especial como madre espiritual y alma santa. Ella, la beata María Inés, recibió sus primeros votos el día de su profesión religiosa el 16 de agosto de 1949.

Desde su llegada a la congregación, esta sencilla hermanita fue como una hormiguita que incansable, hizo suyo el anhelo de la beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento: «Que todos te conozcan y te amen» y ya como religiosa de votos temporales, emprendió una empresa apostólica que le ocupaba todo su tiempo, viviendo para Cristo dándose a su congregación y a toda clase apostolado a la que se le designara. De hecho era un alma que contagiaba de su entusiasmo misionero. Conocí también a uno de sus hermanos, que, como carpintero, ayudó muchos años a la obra de Madre Inés con su trabajo y a quien la beata acogió con una deferencia muy especial y un muy buen trato, por años, en la Casa Madre.

El 16 de septiembre de 1952, la hermana Asunción hizo su profesión perpetua desempeñando el celo misionero que le caracterizó con gran entrega para conquistar almas para Cristo.

Dado que a ella le tocaron los primeros pasos de esta excelsa obra de las Misioneras Clarisas, sintió siempre una gran responsabilidad de velar para que no faltara lo necesario a la obra, y se pudiera seguir evangelizando y llevando a Cristo y a su Madre Santísima a cuantos rincones se pudieran llevar.

Luego de un tiempo en la comunidad religiosa de Talara, en Ciudad de México, dedicó gran parte de su vida a lo que se llamaron: «Giras Apostólicas Misioneras», misiones itinerantes a lo largo de la República Mexicana, actividad que se desarrolló de forma más constante, dedicándose a ello de tiempo completo a partir del año 1979.

Quienes conocimos a la hermana Asunción la recordaremos siempre como una alma sencilla, una mujer muy ordenada y limpia, siempre con palabras de aliento para secundar los anhelos misioneros de Madre Inés, de quien recordaba, siempre con la sonrisa dibujada en sus labios, muchos detalles que con gusto nos compartía.

Como religiosa las hermanas la recuerdan siempre fiel al carisma, piadosa, observante de las constituciones, obediente y como una hermana llena de caridad hasta en los más mínimos detalles.

Los últimos días de paso por este mundo los pasó en la comunidad de las Misioneras Clarisas en Monterrey, en donde siguió en lo posible con su entrega apostólica con un grupo de señoras con las que trabajaba en la evangelización de sus familias. Allí la encontró el Señor dispuesta para llevarla a la Casa Eterna. Fue apagándose como una velita que se extingue hasta que el 18 de septiembre del año 2002, luego de una larga vida, dejó este mundo.

Descanse en paz la hermana Asunción Ortega López.

Padre Alfredo.

«Como un granito de mostaza»... Un pequeño pensamiento para hoy

Resultado de imagen para el granito de mostaza

Yo creo que de una manera o de otra, todos hemos oído hablar de san Juan Bosco. Este santo maravilloso del que el papa Pío XI cuando lo canonizó, el 1 de abril de 1934 exclamó: «En su vida, lo sobrenatural se hizo casi natural y lo extraordinario, ordinario». Juan Melchor —su nombre de bautizo— nació en 1815, y fue el menor de los hijos de un campesino piamontés. Su padre murió cuando él sólo tenía dos años. Su madre, Margarita, una santa y laboriosa mujer, que debió luchar mucho para sacar adelante a sus hijos, se hizo cargo de su educación. A los nueve años de edad, un sueño que el mozalbete no olvidó nunca, le reveló su vocación. Más adelante, en todos los períodos críticos de su vida, una visión del cielo le indicaría siempre el camino que debía seguir. En aquel primer sueño, se vio rodeado de una multitud de chiquillos que se peleaban entre sí y blasfemaban; Juan trató de hacer la paz, primero con exhortaciones y después con los puños. Súbitamente apareció una misteriosa mujer que le dijo: «¡No, no; tienes que ganártelos por el amor! Toma tu cayado de pastor y guía a tus ovejas». Cuando la señora pronunció estas palabras los niños se convirtieron primero, en bestias feroces y luego en ovejas. El sueño terminó, pero desde aquel momento Juan Bosco comprendió que su vocación era ayudar a los niños pobres, y empezó inmediatamente a enseñar el catecismo y a llevar a la iglesia a los chicos de su pueblo.

Su programa de vida, su pasión, fue la educación de los niños, adolescentes y jóvenes, los más pobres y abandonados. Reunió un grupito que llevaba a jugar, a rezar y a menudo a comer con él. Con la ayuda de mamá Margarita, sin medios materiales y entre la persistente hostilidad de muchos, Don Bosco dio vida al Oratorio de San Francisco de Sales: un lugar de encuentro dominical de los jóvenes que quisieran pasar un día de sana alegría, una pensión con escuelas de arte y oficios para los jóvenes trabajadores, y escuelas regulares para los estudios humanísticos, según una pedagogía que sería conocida en todo el mundo como «método preventivo» basada en la religión, la razón y el amor. Para asegurar la continuidad de su obra, san Juan Bosco fundó la «Pía Sociedad de San Francisco de Sales» (los Salesianos) y Hijas de María Auxiliadora (las Salesianas). Fue un fecundísimo escritor popular, fundó escuelas tipográficas, revistas y editoriales para el incremento de la prensa católica. A fines de 1887, contemplando su obra llena de vida en Turín, sus fuerzas empezaron a decaer rápidamente; los médicos decían que estaba sumamente agotado. La muerte sobrevino el 31 de enero de 1888, cuando apenas comenzaba el día, de suerte que algunos autores escriben, sin razón, que Don Bosco murió al día siguiente de la fiesta de San Francisco de Sales. Cuarenta mil personas desfilaron ante su cadáver en la iglesia, y sus funerales fueron una especie de marcha triunfal, porque toda la ciudad de Turín salió a la calle a honrar a Don Bosco por última vez. 

La impresión que san Juan Bosco producía en vida es la misma que podemos ver a través de sus escritos, la de un hombre abierto, capaz de inspirar estima, confianza y afecto, capaz de amar. Un hombre simpático y atrayente, alegre y optimista, activo y dinámico, trabajador y austero, enérgico y tenaz, manso y sencillo, prudente y audaz. Pero, sobre todo, un hombre que supo que el Reino de Dios es como un granito de mostaza, que, inmerso con una mirada de fe supo cultivar esa semilla hasta hacer de su obra un arbusto que a muchos, hasta la fecha ha cobijado. Es hermosa la parábola el grano de mostaza que el Evangelio de hoy nos pone para recordar la figura de Don Bosco (Mc 4,26-34). Hemos de tener nosotros también, como él, confianza en nuestro trabajo por el Reino, que aunque parezca pequeño se puede extender como el árbol más frondoso. San Juan Bosco, siempre bajo el amparo de María Auxiliadora, miraba sus sueños misioneros con un mapamundi que se conserva en el pequeño cuarto en el que reposaba durante su permanencia en Sampierdarena, Italia. «Uno solo es mi deseo: que sean felices en el tiempo y en la eternidad», dejó escrito a sus jóvenes Don Bosco, de manera que muchos años después, otro santo como él, san Juan Pablo II lo declaró «padre y maestro de la juventud». Que él, san Juan Bosco y María Auxiliadora intercedan para que nosotros también, con nuestro «sí» al Señor podamos ser cobijo para muchas almas. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 30 de enero de 2020

«Iluminar a nuestro alrededor»... Un pequeño pensamiento para hoy

El anuncio del reino de Dios es algo que hay que difundir y por eso, en el Evangelio de hoy (Mc 4,21-25) este secreto revelado del amor universal de Dios en el Reino, se compara con una lámpara que debe servir para ponerla sobre el candelero de modo que ilumine toda la casa y no para meterla debajo de la cama, donde no hay nada que iluminar. Ese secreto del amor universal de Dios estuvo escondido cuando Israel era niño y se creía que Dios era propiedad exclusiva del pueblo, incapaz de comprender que Dios era un Dios para todos y que nadie lo tenía en monopolio. El Dios de Jesús, en el evangelio de san Marcos, da dos veces de comer a la gente, una a judíos, otra a cristianos, y anuncia la buena nueva a uno y otro lado del mar. Su liberación alcanza a quienes la desean y sus curaciones no hacen acepción de personas... ¡Dios quiere llegar a todos! Jesús insiste en que su predicación no tiene nada de secreto ni de esotérico. El grado de penetración de su luminosa doctrina depende del grado de atención que prestamos a sus palabras: «El que tenga oídos para oír, que oiga»... «Pongan atención a lo que están oyendo». 

El evangelio, la buena noticia de Jesús, ha de ser proclamado a los cuatro vientos, debe iluminar nuestras vidas y la de quienes nos rodean, no lo podemos dejar oculto en algún recoveco de la memoria o del corazón. Las medidas de Dios no son como nuestras medidas, sus cálculos no son los nuestros. No se trata de tener riquezas, honores, poder. Todo eso nos lo quitarán algún día. En cambio si tenemos amor, solidaridad, capacidad de servicio y ganas de compartir, Dios nos dará todavía más y más, y así podremos ser felices. En nuestro mundo dominado por la codicia de unos pocos, que no se cansan de acumular y derrochar riquezas, las parábolas de Jesús son una seria advertencia. Nosotros los cristianos hemos de iluminar sus tinieblas de explotación y de egoísmo con la luz de la alegría del Evangelio; debemos descubrir y denunciar el terrible egoísmo, la monstruosa injusticia de esta civilización fundada sobre el egoísmo y la barbarie del mercado global, debemos alzar muy alto la luz de la palabra del Señor, anunciándola y viviéndola con audacia y alegría. Entre los santos y beatos que se celebran el día de hoy, destaca uno de ellos, un prolífico y atinado escritor espiritual cuyos libros han llegado a millones de católicos del mundo entero: el beato Columba Marmión. 

En el monasterio de san Benito de Maredsous, en Bélgica, Dom Columba Marmión, nacido en Irlanda y ordenado sacerdote, llegó a ser abad y se distinguió como padre del cenobio, guía de almas en el camino de la santidad y por su riqueza en doctrina espiritual y elocuencia que, como la lámpara del Evangelio, no la colocó debajo de la mesa, sino a la vista de muchos para ayudarles en su camino espiritual. La historia nos señala que de joven soñaba ser monje misionero en Australia, pero se dejó cautivar por la atmósfera litúrgica de la nueva Abadía de Maredsous, que se había fundado en Bélgica en 1872, donde fue a visitar a un compañero de estudios antes de volver a Irlanda. Quiso entrar en ese monasterio, pero su Obispo le pidió que esperara un tiempo. Obediente, Joseph —era su nombre de pila— esperó para ingresar y cuando llegó la autorización vivió intensamente el espíritu monástico benedictino e influyó espiritualmente en sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos guiándolos a una existencia realmente Cristiana a través de sus escritos («Cristo, vida del alma», «Cristo en sus misterios» y «Cristo, ideal del monje»), que siguen vigentes. Dio muchos retiros y fue un gran maestro de la dirección espiritual. Ejerció cargos importantes, como el Director espiritual, Maestro y Prior de la Abadía de Mont-César, en Lovaina, y 3° Abad de Maredsous. Cuando murió, al 30 de enero de 1923, víctima de una epidemia de la influenza, muchos de sus contemporáneos lo consideraron un santo y maestro de vida espiritual. Falleció en su monasterio murmurando «Jesús, María». Acojámonos como él a María, a quien tanto quería, para que ella nos alcance el ser luz no escondida, sino una lamparita que ilumine con la alegría del Evangelio a su alrededor. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico! 

Padre Alfredo.

miércoles, 29 de enero de 2020

«Sembrar»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy que el Evangelio del día habla de la parábola del sembrador (Mc 4,1-20) quiero hablar de un beato que se celebra en Polonia este 29 de enero, se trata del Beato Bronislao Markiewicz, un sacerdote polaco fundador de la Congregación de San Miguel Arcángel, cuyo carisma es el trabajo y la templanza por el bien de la juventud más pobre. Bronislao nació el 13 de julio de 1842 en Galizia, al sur de Polonia, siendo el sexto de once hijos de una devota familia de clase media baja. Respondiendo al llamado del Señor, ingresó al Seminario Mayor en 1863, y cuatro años más tarde fue ordenado sacerdote. Inmediatamente destacó como un sembrador incansable de la Palabra de Dios en un arduo trabajo de algunos años de trabajo pastoral primero como vicario y después como párroco. A esas alturas de su vida, sintió el llamado a la vida religiosa y en 1885, con los debidos permisos, partió hacia Italia e ingresó con los salesianos, donde tuvo la alegría de conocer a San Juan Bosco, en cuyas manos hizo sus votos de pobreza, castidad y obediencia el 25 de marzo de 1887. 

Como salesiano desarrolló diversos encargos confiados por sus superiores y trató de realizarlos con dedicación y celo. Debido a la austeridad de vida y a la diversidad del clima, en 1889, el padre Bronislao enfermó gravemente de tisis, estando al borde de la muerte. Recuperado de la enfermedad, transcurrió la convalecencia, siempre en Italia, hasta que, el 23 de marzo de 1892 regresó a su patria ya como salesiano y fue nombrado párroco en Miejsce, en Galizia, donde pudo dedicarse a la juventud polaca pobre y abandonada, sembrando entre ellos la esperanza y la alegría del Evangelio. Para responder mejor a las necesidades prácticas de los pobres en Galizia sintió la necesidad de vivir los principios de Don Bosco aún más radicalmente y, por ello fundó un instituto: la Sociedad llamada «Templanza y Trabajo». Bronislao depositó así la semilla de una nueva familia religiosa que él, en vida, no pudo ver florecer pues la muerte le sorprendió el 29 de enero de 1912. Nueve años después de su fallecimiento, tanto la rama masculina como la femenina de la sociedad fueron reconocidas por la Iglesia y dieron nacimiento a dos Congregaciones bajo la advocación de «San Miguel Arcángel». 

Antes y después de su muerte, Bronislao Markiewicz fue considerado un hombre fuera de lo común. Solía recomendar a sus hijos y gente joven fomentar una gran devoción por la Eucaristía y por María, así como por San Miguel, a quien eligió como protector en la lucha diaria contra el mal. En el año 2005 fue proclamado beato por el Papa Benedicto XVI. El Evangelio de hoy nos narra la parábola del sembrador, y me llama la atención que en la vida de este hombre sencillo, generoso, alegre y entusiasta, la semilla del Evangelio de la alegría cayó para fructificar de manera que él también fuera sembrador. Seguro que nosotros también hemos recibido la semilla, hay que ver que fruto ha dado. Para esto es esta parábola. Cristo nos da la oportunidad de ver cómo estamos correspondiendo a su llamado, cómo lo hacemos parte de nuestra propia vida. Si queremos que la semilla dé el fruto más abundante hay que poner en práctica todos los consejos que Cristo mismo nos ha dado y no cansarnos de sembrar en el ambiente en donde el Señor nos ha puesto. Y creo que hoy, al escuchar esta parábola en el Evangelio, lo primero que tenemos que hacer es hacer conciencia de que esa semilla hay que acogerla todos los días, irla cuidando hasta que dé su fruto. Que María Santísima, la que mejor sabe cultivar la semilla, nos ayude y haga florecer el «sí» que hemos dado al Señor. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 28 de enero de 2020

«¿Por qué no existen mujeres sacerdotes?»*...

¡Vaya pregunta! y ¡vaya respuesta tan clara y difícil de desmenuzar a la vez!

Son muchos los especialistas que han escrito sobre el tema. Yo, que soy como una pequeñísima rama, de estas que están al final de las grandes ramas de los árboles, no tengo nada nuevo que aportar a lo que se ha escrito sobre el tema y que es bastante claro. La propuesta del sacerdocio femenino —que a decir verdad viene de una minoría de católicos— ha buscado argumentos de índole muy diversa para apoyar esa propuesta que de entrada, podemos decir, va contra la voluntad de Cristo, pues queda claro, por los testimonios del Evangelio, que él no buscó instituir mujeres como sacerdotes, pues eran varias las que le acompañaban y no solamente María la de Magdala como a veces hacen creer. El Evangelio expresa, con gran claridad, que en aquellos tiempos, Jesús iba caminando por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; que le acompañaban los Doce, y «algunas mujeres» que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: «María, llamada Magdalena», de la que habían salido siete demonios, «Juana, mujer de Cusa», un administrador de Herodes, «Susana» y «otras muchas» que les servían con sus bienes (Lc 8,1-3).

A ninguna de ellas las ordenó sacerdotisas como los Apóstoles, sino las invitó a «servir», hecho que queda claro también en el Evangelio cuando Jesús se halla clavado en la cruz, después de morir, y el evangelista San Marcos dice que había allí unas mujeres, mirando desde lejos: «María Magdalena», «María, la madre de Santiago el menor y de José», y «Salomé.» Ellas, —afirma San Marcos— «seguían» a Jesús y «lo servían» cuando estaba en Galilea. Y había también «muchas otras», que habían subido con él a Jerusalén —dice— (Mc 15,40-41). Eso expresa que ninguna de ellas era sacerdote aunque sí «seguidoras» y «servidoras», es decir evangelizadoras. Incluso María Magdalena será reconocida como «Apóstol de los Apóstoles».

Está claro que los discípulos del Señor eran muchos y está claro también que entre ellos había hombres y mujeres. Jesús no discriminó a nadie en su seguimiento, pero, el sacerdocio ministerial, es un don peculiar, que Cristo tiene reservado a varones y por el que Él asume a algunos para que obren en su nombre con su autoridad, para prestar a la Iglesia un ministerio peculiar. La Ordenación Sacerdotal, como sacramento, ha sido reservada siempre a los varones. En esto la Tradición ha sido unánime.

El que las mujeres no sean sacerdotes ministeriales, aunque por el bautismo poseen como todos, el «sacerdocio bautismal», es un acto de la voluntad de Jesucristo mismo, que no implica una discriminación como algunas mujeres piensan, sino que asume la constitución masculina como elemento de la visibilización de Jesucristo: Él fue varón, y quiso que quien hiciera sus veces en la comunidad debía ser varón, por eso para tal encargo eligió a doce hombres.

Esto no implica ningún demerito a la dignidad femenina. De hecho, en todo momento la Iglesia ha considerado como la criatura más excelsa a la mujer que tuvo como misión el dar a luz al Hijo de Dios hecho hombre, a la Santísima Virgen María, quien se presentó a sí misma como «la servidora del Señor» (Lc 1,38). Esto nos enseña que ni ella, por ser la más pura de todas las mujeres, fue sacerdotisa, ya que, como he dicho, no es cuestión de dignidad sino de un servicio ministerial específico. De esta manera no se hace sino reconocer algo que se encuentra marcado con claridad en nuestra constitución biológica y psicológica. Alguien argumenta por allí que esto es tan claro como que no sería normal ver a un varón presentar una denuncia en alguna comisión de derechos humanos contra la naturaleza por haberlo privado de la posibilidad de ser madre.

Así, podemos concluir que en la Iglesia cada uno tiene su lugar según el plan de salvación de Dios, según sus designios. La presencia y la tarea de las mujeres en la Iglesia son imprescindibles, sin eso la Iglesia queda incompleta, pero no es, ciertamente, y con justa razón, su tarea, el ejercer el sacerdocio ministerial, sino el evangelizar, el hacer presente a Cristo como lo hizo su Madre, como lo hicieron aquellas primeras mujeres que «siguieron» y «sirvieron» al Señor.

Padre Alfredo.

* Originalmente este artículo fue escrito para la página de Facebook «Sí Sostenido» el 20 de enero de 2020.

«Estos son mi madre y mis hermanos»... Un pequeño pensamiento para hoy

Resultado de imagen para «Estos son mi madre y mis hermanos»

En el Evangelio que la liturgia de la palabra de la Misa de hoy nos presenta, Jesús aprovecha el momento en el que advierten de que su madre y sus parientes cercanos — «tu Madre y tus hermanos»— están entre la multitud para afianzar su discurso, y llamarnos madre y hermanos a todos sus discípulos–misioneros buscadores y hacedores de la voluntad de Dios, uniendo nuestra voluntad a la suya (Mc 3,31-35). «Estos son mi madre y mis hermanos», dice Jesús mirando a los que están a su alrededor escuchándole. Así, en el Reino, la fraternidad cristiana no se funda en los vínculos de carne y sangre, sino en un espíritu común: hacer la voluntad del Padre. «¡Aquí estoy para hacer tu voluntad!»: ésta es la norma de vida del cristiano y, más aún, la oración del Espíritu que se nos dio el día del bautismo. 

Dice Santo Tomás de Aquino, el santo al que el día de hoy celebramos en la Iglesia, y cuya vida como filósofo y teólogo estuvo dedicada íntegramente al estudio, a la redacción de numerosos escritos y a la docencia, que la santidad no consiste en saber mucho o meditar mucho, sino en amar mucho. Porque sólo amando, afirmaba, hacemos la voluntad de Dios: en amarle a él y amar a los hermanos está resumida la voluntad de Dios. Y saber que podemos hacer la voluntad de Dios significa también reconocer algo maravilloso: que él tiene una «voluntad» sobre cada uno de nosotros que somos sus hijos y que somos hermanos unos de otros. La familia de Jesús es amplia y grande, no se le puede encerrar en su familia humana inmediata. Así entendemos que el replegarse en sí mismo es contrario al modo de ser de Jesús. Las únicas fronteras de su familia son el horizonte del mundo entero. 

Nosotros, como personas que creemos y seguimos a Cristo, pertenecemos a su familia. Esto nos llena de alegría. Por eso podemos decir con confianza la oración que Jesús nos enseñó: «Padre nuestro». Somos hijos y somos hermanos. Hemos entrado en la comunidad nueva del Reino. En ella nos alegramos también de que esté la Virgen María, la Madre de Jesús. Si de alguien se puede decir que «ha cumplido la voluntad de Dios» es de ella, la primera, la que respondió al ángel enviado de Dios: «Hágase en mi según tu Palabra». Ella es la mujer creyente, la totalmente disponible ante Dios. Incluso antes que su maternidad física, tuvo María de Nazaret este otro parentesco que aquí anuncia Cristo, el de la fe. Como decía Santo Tomás de Aquino y muchos otros santos, ella acogió antes al Hijo de Dios en su mente por medio de la fe que en su seno por su maternidad. A Ella pidámosle que nos ayude a hacer siempre y ante todo, la voluntad de Dios. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 27 de enero de 2020

«El Espíritu Santo es el verdadero influencer»... Un pequeño pensamiento para hoy

La mayoría de los grandes sistemas de pensamiento, en todas las civilizaciones, han personificado el mal. El hombre se siente a veces tentado y dominado como por espíritus. Pero en la época actual el hombre occidental se cree totalmente liberado de estas representaciones y resulta que nunca, tanto como hoy, el hombre se ha dejado seducir por "fuerzas alienantes como son el espíritu de poder, de egoísmo, de vanidad, de soberbia, etc. Basta ver la cantidad de influencers que hay, este grupo de personas que cuentan con una gran credibilidad sobre temas de moda o de ideas pasajeras, y por su presencia e influencia en redes sociales llegan a convertirse en prescriptores de conductas egoístas impresionantes. Jesús quiere poner fin a este dominio; pero a condición de ¡que se le siga!... y es fuerte en sus criterios: «Yo les aseguro que a los hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón; será reo de un pecado eterno» nos dice en el Evangelio de hoy (Mc 3,22-30). 

Para participar en la victoria de Cristo en nuestras vidas, sobre las fuerzas que nos quieren dominar, hay que ser dóciles al Espíritu Santo. Hay que reconocer el poder que actúa en Cristo. Decir que Jesús es alguien que está «poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y por eso los echa fuera» es cerrar los ojos, es blasfemar contra el Espíritu Santo, es negar la evidencia: este rechazo es grave porque bloquea todo progreso en el alma, cuestión que le impide crecer en espíritu y en verdad. «Pecar contra el Espíritu» es negar lo que es evidente, negar la luz, taparse los ojos para no ver la acción de Dios y achacar ciertas cosas al enemigo. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Por eso, mientras dure esta actitud obstinada y esta ceguera voluntaria, muchos se excluyen del perdón y del Reino. Nosotros no somos ciertamente de los que niegan a Jesús, o le tildan de loco o de fanático o de aliado del demonio. Al contrario, no sólo creemos en él, sino que le seguimos y vamos celebrando sus sacramentos y meditando su Palabra iluminadora cada día. Nosotros, como discípulos–misioneros sabemos que ha llegado el Reino y que Jesús es el más fuerte y nos ayuda en nuestra lucha contra el mal. 

Santa Ángela de Merici, a quien hoy celebramos en la Iglesia, nació alrededor del año 1470 en la región de Venecia en Italia. Tomó el hábito de la Tercera Orden Franciscana y reunió un grupo de jóvenes para instruirlas en las obras de caridad. El año 1535 fundó en Brescia un instituto femenino, bajo la advocación de Santa Úrsula, las «Ursulinas», dedicado a la formación cristiana de las niñas pobres. Su obre fue la primera Congregación de mujeres dedicadas a la enseñanza y, para cumplir su misión, las primeras Ursulinas vivían en medio del mundo; transformaron, secundando los deseos de su fundadora el ideal de la vida religiosa, que para las mujeres en aquel entonces no pasaba del claustro y del hábito monacal... ¿Se imaginan qué escándalo para la época? Con todo, y venciendo obstáculos de dentro y fuera de la Iglesia, la fundadora dejó libre al Espíritu Santo y bajo su influencia —que el Espíritu Santo sí debe ser el verdadero y auténtico influencer— determinó que, dócil a la autoridad eclesiástica, el Instituto se adaptara a los tiempos y lugares como Dios mismo se lo iba pidiendo. Luego de tres arduos años de trabajo intenso a favor de la obra que tanto bien ha hecho hasta nuestros días a la Iglesia, santa Ángela cayó enferma al principio de enero de 1540, y dio a sus hijas religiosas sus últimas instrucciones. Luego recibió los santos sacramentos «con angélica devoción», cerró los ojos y entregó suavemente su alma a Dios, el 28 de enero de 1540, musitando sus labios el santo nombre de Jesús. Ángela iba a cumplir sesenta y siete años. Ella nos enseña con su vida y su testimonio, que hay que dejar actuar al Espíritu Santo en nuestras vidas y en la historia. Como María Santísima fue dócil y se dejó influir por Él... tenemos entonces mucho que hacer. ¡Bendecido lunes, inicio de semana laboral y académica! 

Padre Alfredo.

domingo, 26 de enero de 2020

«DOMINGO DE LA PALABRA»... Un pequeño pensamiento para hoy...

Resultado de imagen para Biblia.

Este domingo 26 de enero, en Roma, el Papa Francisco presidió en la Basílica de San Pedro del Vaticano la Misa con motivo de la primera Jornada de la Palabra de Dios, instituida por él mismo apenas hace unos meses con el Motu Proprio «Aperuit Illis» del 30 de septiembre de 2019. el Papa pronunció una homilía que concluyó con estas palabras: «Hagamos espacio a la Palabra de Dios. Leamos algún versículo de la Biblia cada día. Comencemos por el Evangelio; mantengámoslo abierto en casa, en la mesita de noche, llevémoslo en nuestro bolsillo, veámoslo en la pantalla del teléfono, dejemos que nos inspire diariamente. Descubriremos que Dios está cerca de nosotros, que ilumina nuestra oscuridad, que nos guía con amor a lo largo de nuestra vida». Aperuit illis («Les abrió» —en español—) corresponde a las primeras palabras del texto de la carta apostólica del Papa, que arranca con una cita del tercer evangelio: «Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras» (Lc 24,45). 

La Biblia, afirma el Papa en este documento, en cuanto Sagrada Escritura, habla de Cristo. No solo una parte, sino toda la Escritura habla de Él. Su muerte y resurrección son indescifrables sin ella. El Papa insiste en que es profundo el vínculo entre la Sagrada Escritura y la fe de los creyentes. Porque la fe proviene de la escucha y la escucha está centrada en la palabra de Cristo (cf. Rm 10,17), la invitación que surge es la urgencia y la importancia que los creyentes tienen que dar a la escucha de la Palabra del Señor tanto en la acción litúrgica como en la oración y la reflexión personal (AI 7). De acuerdo con el Evangelio de hoy (Mt 4, 12-23). La Biblia no puede ser solo patrimonio de algunos, y mucho menos una colección de libros para unos pocos privilegiados. Pertenece, en primer lugar, al pueblo convocado para escucharla y reconocerse en esa Palabra: «Conviértanse —les dice Cristo a los primeros escuchas de su predicación—, porque ya está cerca el Reino de los cielos» y a los primeros llamados los hace «pescadores de hombres» porque esa palabra, su «Palabra» ha de llegar a todos con la salvación. La Biblia es el libro del pueblo del Señor que al escucharlo pasa de la dispersión y la división a la unidad, a la proclamación de esta a la evangelización. La Palabra de Dios une a los creyentes y los convierte en un solo pueblo (AI 4; cf. Ne 8) que se hace todo él discípulo–misionero. 

Si este día 26 hubiera caído entre semana, estuviéramos celebrando la memoria de los santos Timoteo y Tito, obispos y discípulos del apóstol san Pablo, que le ayudaron en su ministerio y presidieron las Iglesias de Éfeso y de Creta, respectivamente. Ellos son un ejemplo claro de la escucha de la Palabra y de su predicación. A ellos les fueron dirigidas cartas por su maestro que contienen sabias advertencias para los pastores, en vista de la formación de los fieles. San Timoteo, desde joven se entregó al estudio de la Sagrada Escritura, y cuando San Pablo se hallaba predicando de la región de Licaonia, los cristianos le hicieron tales alabanzas de Timoteo que Pablo lo tomó como apóstol para remplazar a Bernabé. Tito, por su parte, aparece en las cartas de San Pablo, a quien acompañó al Concilio de Jerusalén. Después de predicar en varias ciudades, San Pablo lo consagró Obispo de la Isla de Creta. Los dos, podemos resumir, fueron unos enamorados de la Palabra de Dios que hicieron suya y la llevaron a los demás. Hoy, nosotros también tenemos la Biblia, «La Palabra» en medio de nosotros y la fuerza de Jesús para hacer lo que él hizo con aquel pueblo que vivía en tinieblas y que en él, en su Palabra, vio una gran luz. Ahora, como en aquellos tiempos, nosotros también somos invitados a escuchar su palabra y convertirnos para vivir cada día de acuerdo con el Evangelio y ser portadores de esa Palabra para todos los que nos rodean. Así es como Dios quiere hacer presente su mensaje en el mundo. En nuestras manos está. Hay que pedirle a María Santísima, la fiel escucha de la Palabra que, como ella, nosotros también la escuchemos, la guardemos en el corazón para rumiarla y la hagamos vida con nuestras actitudes y acciones de cada día. ¡Bendecido Domingo de la Palabra! 

Padre Alfredo.

sábado, 25 de enero de 2020

«LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO»... Un pequeño pensamiento para hoy

Resultado de imagen para la conversión de san pablo

La conversión de San Pablo es uno de los mayores acontecimientos del primer siglo de la Iglesia, el llamado siglo apostólico. Así lo proclama la Iglesia al dedicar el día de hoy a la conmemoración de tan singular acontecimiento. Saulo, nacido en Tarso, hebreo, fariseo severo y enérgico, bien formado a los pies de Gamaliel, muy apasionado, ya había tomado parte en la lapidación del diácono Esteban, guardando los vestidos de los verdugos «para tirar piedras con las manos de todos», como comenta agudamente San Agustín. La Escritura nos cuenta que Saulo se adiestraba como buen cazador para cazar su presa y con ardor indomable perseguía a los discípulos de Jesús. Pero él cree perseguir, y resulta que es él el perseguido. Mientras iba camino a Damasco en persecución de los discípulos-misioneros de Cristo resucitado, una voz le envolvió, cayó en Tierra y oyó la voz de Jesús: «Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?» Saulo preguntó: «—¿quién eres tú, Señor?» Jesús le respondió: «—Yo soy Jesús a quien tú persigues. —¿Y qué debo hacer, Señor?». Todo esto queda constatado en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 9,1-22) lo cual no deja duda alguna que la conversión de Pablo es la más famosa de las conversiones de toda la historia de la Iglesia y Lucas, el escritor del libro de los Hechos está tan impresionado con ella que la narra en tres ocasiones diferentes (Hch 9,1-22; Hch 22,6-16; Hch 26,12-18).

Las repeticiones del hecho de la conversión de San Pablo en el libro de los Hechos, son especialmente llamativas si nos fijamos en que Lucas es un escritor cuyo estilo se caracteriza por la brevedad y la concisión y sin embargo en esto se explaya. Cuando no se conoce a Cristo, como sucede a muchos en el mundo de hoy, muchas cosas falsas se pueden asegurar de él sin tener constancia de los hechos. Veamos lo que San Lucas nos narra retratándolo en varias ocasiones en su libro de los Hechos, mostrando la furia y el odio que sentía contra el Señor: «Los que estaban apedreando a Esteban dejaron los vestidos a los pies de un joven que se llamaba Saulo.» (Hch 7,58) «Y Saulo consentía en su muerte» (Hch 8,1) «Y Saulo asolaba la iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel.» (Hch 8,3) «Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor...» (Hch 9,1) y luego pone en boca del mismo san Pablo ya convertido esto: «Y muchas veces, castigándolos en todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extranjeras.» (Hch 26,11). ¡Qué importante es dejarse alcanzar por Cristo y conocerle, hacerse uno con él y llevar su conocimiento al mundo entero! Con esta fiesta de la conversión de san Pablo se cierra la «Semana de oración por la unidad en Cristo», recordando que la aspiración de toda comunidad cristiana y de cada uno de los fieles a la unidad, y la fuerza para realizarla, son un don del Espíritu Santo y son paralelas a una fidelidad cada vez más profunda y radical al Evangelio (cf. Ut unum sint, 15) como la vivió san Pablo.

San Pablo, el Apóstol de las gentes, comprendió en un instante lo que después expresaría en sus escritos: que la Iglesia forma un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Así, de perseguidor de los cristianos se convirtió en el Apóstol de las gentes para llevar, como los primeros enviados de Cristo, el Evangelio a todos, según nos lo recuerda el Evangelio del día de hoy (Mc 16,15-18). Desde aquel momento de su conversión, Pablo se sintió lleno de la gracia de Dios. Contar nosotros también siempre con la gracia nos llevará a no desanimarnos jamás, a pesar de que una y otra vez experimentemos la inclinación al pecado, los defectos que no acaban de desaparecer, las flaquezas e incluso las caídas. El Señor nos llama continuamente a una nueva conversión para recorrer con paz y alegría el camino que conduce a Dios y que mantiene siempre la viveza del corazón. Pero es necesario corresponder en esos momentos bien precisos en los que, como San Pablo, le diremos a Jesús: Señor, ¿qué quieres que haga?, ¿en qué debo luchar más?, ¿qué cosas debo cambiar?... Señor, ¿qué quieres que haga? Si se lo decimos de corazón —como una sencilla jaculatoria— muchas veces a lo largo del día, Jesús nos dará luces y nos manifestará esos puntos en los que nuestro amor se ha detenido o no avanza como Dios desea. Dirijamos nuestra mirada a María Santísima y veamos cómo ella hizo siempre lo que el Señor quería y roguémosle que interceda por nuestra conversión. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 24 de enero de 2020

«La hermana Esther Ocampo»... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo XXXVIII

Recuerdo que corría el ajetreado verano de 1998, lleno, como cada año, de actividades misioneras para los miembros de nuestra Familia Inesiana. Un grupo de Misioneros de Cristo llegamos a la Casa Madre al atardecer del 18 de julio. Nos abrió una de las hermanas la puerta y nos dijo: —estamos velando a la hermana Esther, falleció esta mañana—. Así que nuestra primera actividad fue pasar un momento a la Capilla a velar los restos de esta incansable misionera que, después de una larga y dolorosa enfermedad, ofrecida toda ella por los misioneros, acababa de entregar su vida al Creador. al día siguiente pudimos acompañar su cuerpo en la Misa en la que dimos gracias por su «sí» en la vocación a la vida religiosa que ocupó la mayor parte de los años de su vida.

Había conocido a la hermana Esther Ocampo hacía años, cuando ya estaba enferma. Tenía en esa Misa, los recuerdos del cuartito que, en la enfermería de la casa Madre, ocupaba serena y alegremente ya casi inmóvil. La tengo presente con sus manitas deformes por la artritis y cubiertas de vendas y guantes que aminoraban un poco el dolor del que no se quejaba y quedaba oculto tras su sonrisa, como incrustada siempre en su rostro. 

Allí, en ese cuartito que se sentía muchas veces como un santuario del saber y del amor misionero, la hermana Esther, entre uno que otro chiste y amenas anécdotas, me daba toda una cátedra de la misión y del arte de ser misioneros. Oraba mucho por los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal, a quienes nos veía llena de entusiasmo con un gran futuro para llevara Cristo a todas las naciones.

Alguna que otra vez, y siempre —como aseguraba ella— con los debidos permisos, me regalaba algunos objetos de devoción y uno que otro de sus libros que ahora forman parte de la Biblioteca de alguna de nuestras comunidades de misioneros. No puedo olvidar su rostro, sus ojos siempre brillantes, reflejo de una vida gastada con alegría por la misión.

La hermana Esther nació en Buenavista de Cuellar Guerrero el 11 de diciembre de 1929 y recibió el nombre de pila de Rebeca María Esther Ocampo Ocampo. Allí en este pintoresco pueblecito que muchas veces recorrí como seminarista y joven sacerdote, Esther creció en medio de un ambiente de Iglesia que sus antepasados heredaron a toda la población, que cuenta entre sus antepasados con un santo: san David Uribe, y con hombres y mujeres que fueron dejando un rastro muy claro y fácil de imitar para algunos de sus pobladores para seguir la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa. 

El 4 de noviembre de 1949, Esther llegó al convento de las Misioneras Clarisas en Cuernavaca siendo aceptada por la superiora general y fundadora de la obra, la beata María Inés Teresa del santísimo Sacramento. Allí mismo, el 7 de ese mismo mes, inició la formación inicial de su camino vocacional con el inicio del postulantado, presidiendo la sencilla ceremonia de ingreso la beata Madre María Inés Teresa.

Después de unos meses en los que fue conociendo un poco más la obra misionera recién fundada, decidió dar un paso más e inició su noviciado el 17 de junio de 1950 para luego hacer su primera profesión como religiosa Misionera Clarisa el 29 de junio de 1952 ante la beata Madre María Inés.

Desde jovencita se distinguió por su especial espíritu de fe, por ser una mujer abnegada y generosa, lo cual le valió que la beata la eligiera para enviarla a Japón en donde hizo sus votos perpetuos el 7 de julio de 1957. ¡Cómo se deleitaba contando sus experiencias en aquellas tierras de oriente recién devastadas por la segunda guerra mundial! Recordaba sus andanzas por los campos de arroz compartiendo con los campesinos el arduo trabajo entre los pantanales sin siquiera hablar, pues poco conocía del idioma pero les hablaba con su sonrisa y su corazón acompañada de las demás hermanas que formaban aquella incipiente comunidad en la tierra del sol naciente.

Además de platicar de sus ayeres misioneros en Japón, me compartía de su presencia en África, en Estados Unidos y en Italia, países en donde la obediencia en diversas épocas de su vida la destinó y en donde desempeñó una tarea misionera extraordinaria, pues la gran capacidad de hacer amistades que siempre la acompañó, le facilitó la relación con muchos misionados y con misioneros y misioneras de otras instituciones caracterizada y recordada siempre por su gran simpatía, su amor a Dios y a la Santísima Virgen para llevarlos al mundo entero.

En sus últimos años su generosidad se volvió «oblativa», pues se convirtió en una misionera del dolor, al ser invitada por el Señor a compartir la Cruz en una enfermedad que la fue dejando inmóvil poco a poco hasta entregarlo todo por Dios. 

Había sido una muy buena maestra y ahora, sin poder ser tan laboriosa como era en sus años mozos, se convirtió, desde su lecho de dolor, en maestra de quienes teníamos el privilegio de llegar hasta su celda.

La hermana Esther es una de esas personas que uno conoce —por lo menos lo digo por mí— y no puede olvidar. Confío en que por la infinita misericordia de Dios estará ya gozando de la dicha celestial y desde allá nos estará echando una manita para ser los discípulos–misioneros de Cristo que el mundo de hoy necesita. ¡Descanse en paz la hermana Esther Ocampo!

Padre Alfredo.

P.D. Transcribo aquí la última carta que la hermana Esther Ocampo me envió el 24 de febrero de 1998 y que refleja el espíritu de esta gran mujer:

«Hojeando entre las cartas, me encontré con una suya del 26 de agosto de 1997.Realmente estoy peor que una tortuga. Ha pasado tanto tiempo que ya no me voy a referir a ella, sino que con esta quiero agradecer la Misa que celebraste en mi cuarto. Fue un regalo muy grande de Nuestro Señor al hacerse presente aquí. Yo todavía no puedo salir, porque en noviembre pasado se me lastimó un hueso a nivel lumbar/coxis y tenía dolor muy agudo. Y cuando sentí que ya estaba más o menos bien, me lastimé la nuca y no podía ni voltear tantito (eso fue en diciembre). Así es que estoy clavada en la cama hasta ahorita y al doctor le da miedo que me sienten en la silla, porque sice que es muy fácil de que me fracture.

Por lo que a mí toca, me siento bastante bien y me animaría a salir, pero tengo que obedecer. Más adelante a ver que dice Dios.

Espero que la comunidad de Morelia haya crecido. ¡Qué el Señor le dé muchas y firmes vocaciones, dispuestas para el trabajo en misiones, sin acobardarse ante nada.

No sé si conocerías al padre Arturo Velazco, hermano de las hermanas Tere y Emma, que murió santamente la semana pasada en el hospital, al aplicarle la quimioterapia, pues estaba invadido de cáncer en la columna. Esperamos ya esté gozando de Dios, pues fue un abnegado Misionero de Guadalupe. Estuvo en Korea y Perú. El tiempo que estuvo tendido en la capilla, celebraron la Santa Misa cada dos horas. Luego lo incineraron y sus cenizas descansan en la cripta de su misma capilla central, de los Misioneros de Guadalupe en México, D.F., hasta envidia me da.

Me encomiendo a tus santas y fervorosas oraciones que mucho necesito, que en las mías los tengo presentes. Tu hermana en Cristo: Esther Ocampo.

P.D. Que pasen una Semana Santa llena de la gracia de Dios y muy felices Pascuas de Resurrección para todos».

«El santo de la amabilidad»... Un pequeño pensamiento para hoy

Con la memoria de san Francisco de Sales que hoy celebra la Iglesia, se nos marca el ejemplo a seguir de un obispo, de un doctor de la Iglesia que sin perder la sencillez de vida alcanzó grandes vuelos en el campo espiritual. Francisco nació en 1567 en una región francesa fronteriza. Vivió entre dos siglos, el XVI y el XVII, recogiendo en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que terminaba. Su formación fue muy esmerada: Durante su infancia su madre le narraba el Catecismo. A los 10 años hizo su primera comunión y confirmación y desde ese día se propuso frecuentar la visita al Santísimo. Cuando tenía 14 años ingresó en la Universidad de París donde destacó en retórica y filosofía, se entregó al estudio de Teología y se consagró a Dios. Como estudiante fue un buscador de la verdad y un ferviente defensor de la dignidad humana. En la Universidad de Padua hizo los estudios de derecho que concluyó de forma brillante con el doctorado en derecho canónico y derecho civil y fue ordenado sacerdote en 1593. 

A los veinte años de edad, Francisco se había encontrado profundamente con el amor de Dios y se propuso desde aquel entonces amarlo sin pedir nada a cambio confiando en el amor divino; no preguntarse más qué haría Dios con el sino amarlo sencillamente, independientemente de lo que me diera o no. Así Francisco encontró la paz y la alegría que le acompañó durante todo el resto de su vida, porque él no buscaba más de lo que podía recibir de Dios; sencillamente lo amaba, se abandonaba a su bondad a pesar de su carácter fuerte, que lo llevó a luchar para alcanzar, en la práctica, una caridad y amabilidad exquisitas. La historia cuenta que fue en la Iglesia de San Esteban en París, donde arrodillado ante una imagen de la Virgen, pronunció la famosa oración de San Bernardo: «Acuérdate Oh piadosísima Virgen María...» y que a partir de ese momento empezó a recobrar la paz y a dejar a un lado la ira que muchas veces le invadía. Este fue el secreto de su vida, que se reflejará en su obra más importante: el «Tratado del amor de Dios». La generosidad y el amor, la alegría, la humildad y la misericordia santo eran inagotables. Con el cultivo de esas mismas virtudes tenemos que encontrar los discípulos–misioneros de Cristo una de las tareas más importantes en el desalentado mundo que nos ha tocado vivir: ser portadores del amor de Dios y de su alegría. 

San Francisco, sintiéndose siempre llamado por el Señor, como los doce Apóstoles, según nos narra el Evangelio de hoy (Mc 3,13-19) fue un gran predicador y además fundó, con la baronesa santa Juana de Chantal, la Orden de la Visitación en 1610. San Francisco de Sales expiró a los 56 años un 28 de diciembre de 1622, siendo Obispo por 21 años, fue beatificado por el Papa Alejandro VII en 1661, y el mismo Papa lo canonizó en 1665, a los 43 años de su muerte. En 1878 el Papa Pío IX, considerando que los tres libros famosos del santo: «Las controversias» (contra los protestantes); «La Introducción a la Vida Devota» (o Filotea) y «El Tratado del Amor de Dios» (o Teótimo), tanto como la colección de sus sermones, que son verdaderos tesoros de sabiduría, declaró a San Francisco de Sales «Doctor de la Iglesia», siendo llamado «El Doctor de la amabilidad». Muchos son los que han seguido el ejemplo de vida de este eximio doctor de la Iglesia, entre ellos destaca San Juan Bosco, quien tomaría al «santo de la amabilidad» como patrono de su congregación y como modelo para el servicio que los salesianos deben brindar a los jóvenes. Que María Santísima, que tanto tuvo que ver en la vida de San Francisco de Sales tenga que ver también mucho en la nuestra para que hagamos que el amor de Dios llegue a todos. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 23 de enero de 2020

Esthela Calderón.... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo XXXVII

La última vez que hablé por teléfono con la hermana Esthela Calderón, la noté ya como una velita que se iba extinguiendo serenamente, fue el 26 de noviembre de 2002 y puedo decir que, desde que marqué a la Casa del Tesoro, en Guadalajara, para que me la comunicaran, sabía que seguramente esta sería la última vez que hablaríamos luego de tantas y tantas llamadas y encuentros que el Señor nos regaló. La Hna. Esthela estaba ya en sus últimos días. 

Hoy quiero compartir en estas líneas, y gracias a la valiosa ayuda de mis hermanas Misioneras Clarisas que han hecho las remembranzas de cada hermana que ha fallecido, y a la colaboración imprescindible de la Hna. Conchita Casas, algo de la vida de esta extraordinaria mujer y misionera consagrada.

Esthela Calderón Alvarado nació el 4 de octubre de 1933 en Guadalajara, Jalisco, México. Sus padres fueron los señores José Calderón Pérez y María de Jesús Alvarado —a quien también tuve la dicha de conocer y tratar algunas veces—.

Siendo ya una joven decidida por donar su vida a Cristo, ingresó a la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento el 1 de septiembre de 1956 en la Casa Madre que está en Cuernavaca, Morelos, México. Ese mismo día inició su etapa inicial de formación con el postulantado y el 4 de agosto, de 1957, inició sus dos años de noviciado.

Desde sus primeros pasos en la vida consagrada, Esthela dejó mostrar la humildad que siempre la caracterizó, pues siempre fue un alma sencilla, de una caridad más que exquisita, siempre dispuesta a brindar ayuda. Para quienes la conocimos nos es fácil recordarla con una sonrisa perenne y una bondad que se reflejaba en su hablar y en el trato con todos, siempre con delicadeza y una educación primorosa que la hacía ser siempre muy bien aceptada y querida por todo aquel que se relacionara con ella en su vida.

Su profesión religiosa la hizo el 5 de julio de 1959 recibiendo sus votos de castidad, pobreza y obediencia, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento como fundadora y superiora general.

Sus primeras andanzas misioneras se dieron en el campo educacional, despeñando una muy fructífera labor durante el tiempo en el que, en Heredia, Costa Rica, colaboró como docente en el Colegio Santa María de Guadalupe, del que después fue directora. Fue precisamente en esta hermosa nación de América Central, llamada «La Suiza Centroamericana» donde, el 12 de agosto de 1964, la hermana Esthela hizo sus votos perpetuos en la parroquia de Santo Domingo de Heredia.

Tiempo después fue requerida en México en donde fue nombrada maestra de novicias y más tarde superiora regional. Todas las que fueron sus novicias, cuando me han hablado de ella, me han contado maravillas precisamente de su humildad, sencillez y exquisita educación en el trato.

Al concluir su servicio como superiora de la región de México, fue destinada a la misión de «La Florecilla», en Chiapas, México, en donde destacó por su trato especial a nuestros hermanos de las etnias Tzotzil y Tzeltal de los lugares montañosos de este estado del sur de México.

Nuevamente enviada a Costa Rica en el año de 1997, desempeñó allá el cargo de superiora regional, reviviendo relaciones con muchos de los alumnos que ahora eran ya hombres y mujeres hechos y derechos agradecidos con lo que de ella habían recibido. Después de algunos años, terminado ese periodo, volvió a la Patria.

En sus últimos días, ya enferma de cáncer, fue recibida con muchísimo cariño en la Casa del Tesoro en donde fue tratada con esa misma exquisita caridad que ella supo tener con muchísimas de las hermanas como maestra de novicias y superiora. 

Vuelvo ahora a donde empecé este relato, recordando aquella llamada telefónica en donde me expresaba con su característica voz —que me hacía imaginar su rostro radiante de fe y misericordia con la mirada serena que siempre la caracterizó—, que estaba muy contenta entre las hermanas que la trataban con mucha caridad. Estuvimos recordando muchos momentos que nos tocó compartir en viajes y sobre todo en despedida de tantos misioneros de la Familia Inesiana que partían a la misión Ad Gentes o a estudiar al extranjero y a nosotros nos tocaba bendecir su partida. Me dijo que ofrecía todos sus dolores por la perseverancia y fidelidad de toda la familia misionera, especialmente por nosotros los Misioneros de Cristo

La hermana Esthela Calderón murió el 23 de diciembre de ese 2002 rodeada por sus hermanas de comunidad, en paz y serena, habiendo recibido los sacramentos del perdón y la unción de los enfermos y dejando un sencillo y valioso testimonio de una vida, como todas las nuestras, marcada por los misterios del Santo Rosario, que se cruzan entre el gozo y el dolor, la luz y la gloria. 

Seguro la Santísima Virgen de Guadalupe, a quien tanto amó en vida, la recibió gozosa para presentarla al esposo de su alma a la entrada de la Patria Celestial. Descanse en paz la hermana Esthela Calderón Alvarado.

Padre Alfredo.

«Sin hacer tanta alharaca»... Un pequeño pensamiento para hoy

Bien sabemos, y no solamente por el pasaje del Evangelio de hoy (Mc 3,7-12), que Jesús rehúsa el triunfalismo y la popularidad que tan ambiguos son. El Evangelio de hoy nos revela que hasta los demonios saben quién es Jesús, y le gritan. Pero el Señor sabe que el desaforado entusiasmo popular, lejos de manifestar lo esencial de su persona, se arriesga a que todo fracase, poniendo el acento sobre aspectos secundarios que son llamativos. El Reino de Dios no es una empresa que nazca del sensacionalismo ni mucho menos se quede instalado en él, nos una empresa ordinaria. Debe nacer en el silencio del corazón que se sabe agradecido porque el Señor sana y va progresando lentamente; discretamente, en lo secreto de los corazones que lo han sabido acoger. La Fe no es griterío ni alborozo, la fe no es batahola pasajera. Sino un modesto descubrimiento interior que se purifica poco a poco. Sí, el Reino de Dios va creciendo modestamente dentro del corazón de quienes se saben amados y llamados por Cristo. 

Este es el caso de san Ildefonso, uno de los santos que el día de hoy celebramos. Este hombre, que llegó a ser arzobispo de Toledo y ahora patrono de esa ciudad española; desde muy jovencito, a pesar de la decidida oposición de su padre, abrazó la vida monástica en el monasterio de Agli, cerca de Toledo. Mientras era todavía un simple monje, lleno del amor de Dios, fundó y dotó un monasterio de monjas y posteriormente fue ordenado diácono (cerca de 630) por Heladio, que había sido su abad y fue elegido después arzobispo de Toledo. Ildefonso mismo se convirtió en abad de Agli, y en esta capacidad fue uno de los firmantes, en 653 y 655, en la Octavo y Noveno Concilios de Toledo. Se cuenta que Ildefonso se hallaba un día rezando ante las reliquias de Santa Leocadia, cuando la mártir surgió de su tumba y le agradeció al santo la devoción que mostraba a la Madre de Dios. Más adelante se cuenta que en otra ocasión, la Bendita Virgen María se le apareció en persona y le regaló una vestimenta sacerdotal como recompensa por su celo al honrarla. El trabajo literario de Ildefonso es mejor conocido que los detalles de su vida, y le han ganado un lugar de honor dentro de los escritores católicos. Este santo, evangelizador incansable sin hacer mucha alharaca, dividió su trabajo escrito en cuatro partes. 

La división primera y principal de los escritos de San Ildefonso contenía seis tratados, de los que se han conservado sólo dos: «De virginitate perpetuâ sanctae Mariae adversus tres infideles» (estos tres infieles eran Joviniano, Helvidio y un judío), una obra bombástica que, no obstante, muestra un espíritu de ardiente piedad y le asegura a Ildefonso en un lugar de honor entre los devotos siervos de la Virgen María; y también un tratado dividido en dos libros: (1) «Annotationes de cognitione baptismi», y (2) «Liber de itinere deserti, quo itur post baptismum». La segunda parte de su trabajo contenía la correspondencia del santo; de esta porción todavía se conservan dos cartas de Quirico, obispo de Barcelona, con las contestaciones de Ildefonso. La tercera parte constaba de Misas, himnos y sermones; y la cuarta, opuscula en prosa y verso, especialmente epitafios y obras, pero sus muchas ocupaciones no le permitieron terminarlas. Así, sin hacer mucho ruido, San Ildefonso sigue extendiendo el Reino de Dios hasta nuestros días por medio de sus escritos. Murió el 23 de enero de 667. Que María Santísima nos ayude también a nosotros a no quedarnos en el sensacionalismo de un momento extraordinario, sino que descendamos a la sencillez de la vida de cada día ya sobre todo al silencio, que tanto amó San Ildefonso y muchos santos más. La beata María Inés Teresa, hablando del silencio nos dice en una de sus cartas: «Para ser almas contemplativas en la acción, en el apostolado, necesitamos enseñarnos a guardar el silencio, tan necesario para una íntima comunicación con Dios» (Carta Colectiva del 19 de febrero de 1980). ¡Bendecido jueves para orar en silencio ante Jesús Eucaristía y pedir por los sacerdotes! 

Padre Alfredo.

miércoles, 22 de enero de 2020

«Darse del todo sin excusas»... Un pequeño pensamiento para hoy

El relato del Evangelio de hoy (Mc 3,1-6), en la liturgia de la palabra de la Misa, sigue el mismo esquema del de ayer. De nuevo Jesús quiere dejar en claro que la ley del sábado está al servicio del hombre y no al revés. Delante de los fariseos, que como enemigos espían todas sus actuaciones, cura al hombre del brazo paralítico y lo hace provocativamente en la sinagoga y en sábado. Pero antes de hacer esta acción, mete en jaque a los presentes preguntando: «¿Qué es lo que está permitido hacer en sábado, el bien o el mal? ¿Se le puede salvar la vida a un hombre en sábado o hay que dejarlo morir?» Y ante el silencio de todos, dice el Evangelista San Marcos que Jesús les dirigió «una mirada de ira y de tristeza» porque no querían entender la manera de vivir la Ley en el amor. ¿Cuánto nos falta? Y nos solamente a los fariseos, sino a todos nosotros que muchas veces nos quedamos en lo externo de los ritos, en la cubierta de las cosas, en la superficie sin profundizar. Seguramente, también en nuestros tiempos, Jesús se irrita, se indigna y se pone triste. Porque hay personas, encerradas en su interpretación estricta y exagerada de una ley, que son capaces de brazos cruzados y no ayudar al que lo necesita, con la excusa no de que es sábado sino de los clásicos: «No sé cómo», «eso no me toca a mí», «es que se aprovechan», «por qué todo yo», «está así porque quiere»... y muchos epítetos más. ¿Cómo puede querer eso Dios? 

El calendario celebra hoy a San Vicente, un diácono español del clero de Zaragoza, que murió ahogado durante el imperio del terrible emperador Diocleciano. Vicente nació en el siglo IV, hijo de una familia aristócrata. Sus padres lo confinaron a San Valero, que entonces era obispo de Zaragoza y, bajo sus enseñanzas, llegó a alcanzar una vida virtuosa. Cuando tenía 22 años, el obispo lo ordenó diácono. Eran tiempos convulsos para los cristianos bajo el imperio de Diocleciano, que había puesto un sin fin de leyes absurdas y que perseguía a los cristianos. Y Vicente predicaba en lugar del obispo Valero, ya que, impedido, porque era tartamudo, encontró en Vicente a quien sería un fiel portador de su mensaje ya que no le era fácil hablar. 

Vicente fue denunciado, detenido y encarcelado junto a Valero en el año 303 por orden del gobernador Publio Daciano. Valero fue condenado al destierro, mientras que Vicente a sufrir el martirio, fue atado a una rueda de molino y arrojado al mar. Pese a ello, su cuerpo sin vida fue devuelto a la playa de Cullera, en Valencia, donde una cristiana lo enterró y los fieles comenzaron a venerarlo. Cuenta la leyenda que minutos antes de morir, Vicente logró convertir al cristianismo al verdugo encargado de darle muerte. Desde el lugar de su primera sepultura, el cuerpo de Vicente fue trasladado, en el mismo siglo de su martirio, a una basílica existente fuera de los muros de la ciudad. Con su testimonio, Vicente nos enseña que el bien del hombre y la gloria de Dios no está más que en la Ley del Amor, la Ley que nos hace darnos por Cristo hasta las últimas consecuencias. Seguro conoció el Evangelio de San Marcos y se animó a no quedarse «atorado» en lo inadmisible, sino a darse del todo. Aunque la fecha de su fallecimiento no es del todo precisa, la tradición cristiana la asigno a este 22 de enero. Que María Santísima interceda y nos ayude a darnos del todo a nosotros también. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 21 de enero de 2020

«Entender bien la Ley del Amor»... Un pequeño pensamiento para hoy

En el relato de la creación, se nos dice que después de haber creado Dios el universo en seis días, descansó el séptimo. El precepto del día de descanso —para los judíos el sábado; para nosotros los cristianos el domingo y para los Musulmanes el viernes (aun cuando ellos pueden trabajar, pero descansan para dar culto a Dios)— nos quiere recordar que nosotros somos los administradores de la creación; mediante seis días de trabajo, y un día de descanso, nos asemejamos a Dios. Y aun cuando las leyes vinieron a normar demasiado detalladamente ese día —sobre todo para los judíos—, que debería consagrarse al Señor, olvidaron lo que es el derecho que toda persona tiene a descansar, a convivir con su familia, a olvidarse un poco de la carga del trabajo. Quienes creemos en Cristo debemos saber dar culto a Dios manifestándole así nuestro amor, pero no podemos dejar de amar a nuestro prójimo ayudándole a remediar sus necesidades sabiendo que, si no lo hacemos, nuestro culto y nuestro amor hacia Dios serían inútiles e hipócritas. 

Esta es, en el fondo, la cuestión que maneja la perícopa evangélica de este día en la liturgia de la Misa diaria (Mc 2,23-28). Los fariseos no veían mal que arrancaran las espigas, sino que era en sábado. El amor debería de ir por encima de las leyes, los discípulos tenían hambre y no necesidad de tomar lo que no les pertenecía; además las leyes decían que, de lo que se veía por la vera del camino, se podría tomar sin permiso alguno... ¡pero era sábado! En este contexto tenemos que entender la famosa frase de San Agustín que dice: «Ama y haz lo que quieras». Hay que entender bien lo que es la Ley y para que sirve. Trabajar, perdonar, corregir, ir a misa los domingos, cuidar a los enfermos, cumplir los mandamientos..., ¿lo hacemos porque toca o por amor de Dios? Ojalá que estas consideraciones nos ayuden a vivificar todas nuestras obras con el amor que el Señor ha puesto en nuestros corazones, precisamente para que le podamos amar a Él. 

Por otra parte, hoy la Iglesia celebra a Santa Inés. La tradición nos dice que murió mártir a los doce años de edad. Destaca en su martirio, por una parte, la crueldad que no se detuvo ni ante una edad tan tierna y, por otra, la fortaleza que infunde la fe, capaz de dar testimonio en la persona de una jovencita que entendía muy bien la Ley del Amor. San Ambrosio, hablando de su martirio decía: «Todos lloraban, menos ella. Todos se admiraban de que, con tanta generosidad, entregara una vida de la que aún no había comenzado a gozar, como si ya la hubiese vivido plenamente. Todos se asombraban de que fuera ya testigo de Cristo una niña que, por su edad, no podía aún dar testimonio de sí misma. Resultó así que fue capaz de dar fe de las cosas de Dios una niña que era incapaz legalmente de dar fe de las cosas humanas, porque el Autor de la naturaleza puede hacer que sean superadas las leyes naturales. El verdugo —continúa narrando San Ambrosio— hizo lo posible para aterrorizarla, para atraerla con halagos, muchos desearon casarse con ella. Pero ella dijo: «Sería una injuria para mi Esposo esperar a ver si me gusta otro; él me ha elegido primero, él me tendrá. ¿A qué esperas, verdugo, para asestar el golpe? Perezca el cuerpo que puede ser amado con unos ojos a los que yo no quiero.» Esto es entender que somos hijos de Dios y que la Ley debe girar toda en torno a esto. Que la Santísima Virgen y la intercesión de Santa Inés nos ayuden a saber vivir la Ley del Amor. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 20 de enero de 2020

«El ayuno y los sacrificios de expiación»... Un pequeño pensamiento para hoy

La vida de la santa italiana María Cristina Brando (1856-1906) estuvo siempre caracterizada por una fe sencilla, consistente y viva, y constantemente alimentada por la palabra de Dios, por la fructífera celebración de los sacramentos, por una asidua contemplación de las verdades eternas y por una ferviente oración. Particularmente, esta santa —canonizada por el Papa Francisco el 17 de mayo de 2015— cultivó una devoción por la Encarnación, la Pasión y Muerte de Cristo, y por la Eucaristía. Con miras a estar más cerca en espíritu y cuerpo al Sagrario, construyó una celda adyacente a la iglesia, a la que ella llamaba la «grotticella» —la pequeña gruta— recordando el pesebre de la Natividad. Era una fuente edificante para todos en Casoria, donde vivió. Ahí transcurrían todas las noches de su vida, sentada en una silla, para acompañar a Jesús en la Eucaristía, mientras estaba despierta o en descanso. Su espiritualidad de expiación era tan fuerte, que se convirtió en el carisma del instituto religioso que fundó, las hermanas Víctimas Expiatorias de Jesús Sacramentado. 

El Evangelio de hoy (Mc 2,18-22), lanza una pregunta que hacen algunos de los discípulos de Juan el Bautista y unos cuantos fariseos a Jesús: «¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, y los tuyos no?» Parece que Jesús contesta de manera muy sencilla y sincera afirmando ¡pues, sí! Es realmente la fiesta. Mis discípulos son «los invitados a una boda»... tienen al «esposo» con ellos... son gentes felices, alegres... y días vendrán en que ya se tendrá que hacer sacrificio y como sabemos, sacrificio de expiación, como el que Santa María Cristina de la Inmaculada Concepción hacía velando a Jesús Sacramentado. De hecho, entre los fragmentos que se conservan de su autobiografía, escrita en obediencia a su director espiritual, se lee que: «el motivo principal de este trabajo —su carisma— es la reparación por las ofensas que recibe el Sagrado Corazón de Jesús en el Santísimo Sacramento, especialmente por los tantos actos de irreverencia y descuido, comuniones sacrílegas y sacramentos celebrados pobremente, por las Santas Misas a las que se asiste sin prestar la menor atención, que amargamente perforan ese Sagrado Corazón, por tantos de sus ministros y tantas almas que están consagradas a Él, que se confunden con esta gente ignorante y dañan su Corazón más todavía. (...) A los Perpetuos Adoradores del divino Corazón de Jesús quiere confiar la dulce y sublime tarea de Víctimas de la adoración y reparación perpetuas de su Divino Corazón, tan horriblemente ofendido y afrontado en el Santo Sacramento de amor. (...) A los Adoradores Perpetuos, en su vida activa y contemplativa, (...) el Sagrado Corazón de Jesús confía la dulce tarea de Víctimas de Caridad y reparación; de caridad porque se les ha confiado con el cuidado de sus hijos». 

La santa comprendió que, como el Evangelio dice, Jesús es el Novio y por tanto, mientras esté el Novio, los discípulos están de fiesta; ella sabía que le tocó vivir el tiempo en que se necesitaba el ayuno y la oración constante que se necesitan para expiar la falta de amor al Esposo de la Iglesia. Estamos en el tiempo en que la Iglesia «no ve» a su Esposo: estamos en el tiempo de su ausencia visible, en la espera de su manifestación final. El ayuno y los sacrificios de expiación no quitan lo primario de la entrega al Señor: la fiesta, la alegría, la gracia y la comunión con Él, así lo demostró la alegría constante de Santa María Cristina. Lo prioritario en la vivencia de nuestra vida de fe es la Pascua, aunque también tengan sentido el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo como preparación e inauguración de la Pascua. También el amor supone muchas veces renuncia y ayuno. Pero este ayuno y los sacrificios de expiación no disminuyen el tono festivo, de alegría, de celebración nupcial de los cristianos con Cristo, el Novio. Que María Santísima nos alcance el mismo amor que Santa María Cristina tuvo al Corazón de Jesús Sacramentado y que le demos sentido al ayuno y a los sacrificios de expiación. ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 19 de enero de 2020

«Este es el Cordero de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


Ayer iniciamos en la Iglesia la llamada «Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos», ocho días dedicados a la oración pidiendo por la unidad de todos los que creemos en Cristo. Este año lleva por lema «Nos trataron amablemente», una cita tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles (Hc 28,2) y que se refiere al naufragio de San Pablo que, en su camino a Roma encadenado, aterriza con los otros compañeros de viaje en las costas de la Isla de Malta. Esto se debe a que el Consejo Ecuménico de las Iglesias y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos encargan los materiales de oración a Iglesias y comunidades eclesiales confesionales diversas de alguna región geográfica y, en esta ocasión, para esta semana que se cierra con la fiesta de la conversión de San Pablo el día 25, se los han pedido a los cristianos de las Iglesias cristianas de Malta y Gozo, quienes también prepararon reflexiones y sugerencias para su celebración centrándose en ocho temas: reconciliación, luz, esperanza, confianza, fuerza, hospitalidad, conversión y generosidad. En el Evangelio de este domingo (Jn 1,29-34), Juan el Bautista nos invita a centrar la mirada en Cristo: «Este es el Cordero de Dios». El Bautista da testimonio del Señor y lo señala como el Mesías de Dios, como el Predilecto del Padre. Para el Evangelio, la fe es ante todo experiencia viva y testimonio de esa experiencia, antes que doctrina o que dogmas o ritos o moral que se pueden aprender. Juan Bautista insiste en que él ha visto al Mesías y que de eso da fe. Desgraciadamente, muchos cristianos de nuestros tiempos, de una denominación o de otra, no han hecho esa experiencia de Cristo, no han «visto» al Cordero de Dios, y sin «ver y señalar» es muy difícil hablar y convencer a alguien de seguirle. 

La crisis religiosa que vivimos hoy a todos los niveles, tiene mucho que ver con esta falta de «testigos» vivos del Evangelio. Y por eso, entre otros muchos factores, mucha gente ha dejado de creer en la Iglesia. Hay muchos cristianos bautizados, pero muy pocos convencidos y convertidos, muy pocos que hayan tenido experiencia de Jesucristo y busquen el camino de la santidad. Más que nunca hoy necesitamos ser, como decía hace algunos años el Papa Emérito Benedicto XVI, «testigos» de Cristo para contagiar el amor que ha transformado nuestras vidas. San Macario el Grande (c. 390), presbítero y abad del monasterio de Scete, en Egipto, uno de los santos que el calendario nos presenta para este día 19, considerándose muerto al mundo, vivía sólo para Dios y enseñándolo a sus monjes a dejarlo todo para seguir a Cristo. Este santo nació en Egipto por el año 300. Pasó su niñez como pastor, y en las soledades del campo adquirió el gusto por la oración y por la meditación y el silencio. Luego de superar algunas fuertes calumnias, para huir de los peligros del mundo, se fue a vivir al desierto de Egipto, dedicándose a la oración, a la meditación y a la penitencia, y allí estuvo 60 años y fueron muchos los que se le fueron juntando para recibir de él la dirección espiritual y aprender los métodos para llegar a la santidad. 

Macario fue ordenado sacerdote porque el obispo de Egipto vio que necesitaba celebrar la misa a sus numerosos discípulos. Después el mismo obispo vio fue necesario ordenar sacerdotes a cuatro de los discípulos del santo, para atender las cuatro iglesias que se fueron construyendo allí cerca donde él vivía, para los centenares de cristianos que se habían ido a seguir su ejemplo de oración, penitencia y meditación en el desierto. Dominaba su lengua y no decía sino palabras absolutamente necesarias. A sus discípulos les recomendaba mucho que como penitencia guardaran el mayor silencio posible y les aconsejaba que en la oración no emplearan tantas palabras. Que le dijeran a Nuestro Señor: «Dios mío, concédeme las gracias que Tú sabes que necesito». Y que repitiera aquella oración del salmo: «Dios mío, ven en mi auxilio, Señor date prisa en socorrerme». La gente quedaba muy edificada al verlo siempre alegre y cómo no, si se había propuesto seguir al «Cordero de Dios». Macario murió luego muy santamente. Llevaba 60 años rezando, ayunando, haciendo penitencia, meditando y enseñando, en el desierto. Que este domingo y siempre, María Santísima interceda por nosotros junto con San Macario para que como Juan el Bautista todos los cristianos podamos señalar para el mundo entero que Cristo es el «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

sábado, 18 de enero de 2020

ORACIÓN PARA LA SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD EN CRISTO 2020...

Oh Dios, Fuente de Luz en nuestros pasos vacilantes,
líbranos de las memorias dolorosas del pasado
que hieren nuestra vida cristiana compartida.

Que nuestras iglesias anhelen tu presencia
que da seguridad en el camino,
que guía, consuela y transforma nuestras vidas.

Concédenos el don de la esperanza,
enséñanos a confiar en ti.

Haznos ser verdaderos discípulos de tu Hijo
para esforzarnos en la búsqueda de la unidad
por la que oró en vísperas de su pasión.

Dios del huérfano, de la viuda y del extranjero
inculca en nosotros 
un sentido profundo de hospitalidad y fraternidad.

Que la Biblia sea para nosotros motivo de unidad 
con los creyentes en Cristo,
y que, como los discípulos de Emaús
nos acompañes explicando para todos
el sentido profundo de Moisés y los profetas,
y que al partir con nosotros el Pan
gocemos de tu presencia amorosa.

Abre nuestros corazones
cuando nos pides alimentarte,
vestirte y visitarte.

Que nuestras iglesias sean instrumentos
para acabar con el hambre, la sed, el aislamiento
y para superar las barreras
que impiden dar la bienvenida 
a todas las personas.

Concédenos un espíritu de generosidad
hacia todos mientras caminamos juntos
por la senda de la unidad.

Pedimos esto en el nombre de tu Hijo Jesús,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos. Amén.

«Santa Prisca y el sígueme»... Un pequeño pensamiento para hoy

Resultado de imagen para santa prisca taxco

Cuando uno visita Taxco —en el estado de Guerrero, México— es imprescindible la visita a la parroquia de Santa Prisca, un templo colonial construido en la década de 1750 (más precisamente, entre los años 1751 y 1758), dedicado para el culto católico en esa población cuya principal actividad fue —y sigue siendo— la minería de la Plata. La construcción fue ordenada por José de la Borda, uno de los más prósperos empresarios mineros de la región taxqueña por el siglo XVIII. Aunque había llegado a Taxco sólo unos treinta y cinco años antes de la construcción del templo de Santa Prisca, José de la Borda ya era uno de los personajes más importantes del mineral, razón por la cual el Arzobispado de México le permitió erigir la parroquia a su entero gusto. Al término de su construcción, el edificio se convirtió, en aquel entonces, en el templo más alto de México con una altura de 94.58 metros. 

Pero, ¿por qué este Templo está dedicado a Santa Prisca, que se celebra el día de hoy? La historia narra que una tarde, en el año 1751 —el mismo año en que fue iniciada la construcción— José de la Borda se encontraba ausente de Taxco, pues se había trasladado por negocios a la ciudad de Guanajuato y se soltó una aterradora tormenta. Unos rayos cayeron sobre el lugar de la construcción. Los artesanos y albañiles que trabajaban en el templo se arrodillaron para rezar. De pronto, Santa Prisca se dejó ver en las alturas, sujetando con sus manos los relámpagos para impedir que causaran daño a la gente que se encontraba en el lugar. Luego desapareció poco a poco. Hay un cuadro en el templo que recuerda esta leyenda. Y ¿quién fue Santa Prisca? Prisca —conocida también como Priscila— nació en Roma, razón por la cual la capital italiana acogió una basílica en su nombre en la colina del Aventino. A los 13 años, durante la persecución del emperador Claudio II (año 269), le propusieron que renunciara a su fe religiosa para convertirse a través de un ritual de sacrificio en el que solo debía poner sobre el fuego unos granos de incienso. Pero la jovencita, firme en sus convicciones, rechazó tal propuesta diciendo: «Yo solo soy de Jesucristo» y eso le costó la vida como mártir. La historia dice que fue torturada, quemada con grasa derretida, desgarrada con uñas de acero, azotada con cuerdas emplomadas y descoyuntada. La echaron a los leones y éstos no la tocaron, la colgaron por encima de una hoguera y no se quemó. Finalmente la llevaron a las afueras de Roma, en la Vía Ostia, y allí fue decapitada. Fue enterrada en las catacumbas de esa zona, que pasaron a llamarse después catacumbas de Santa Priscila en su honor. 

La elección que Cristo hace de alguien, para hacerle su discípulo–misionero, se convierte en una firme respuesta al «sígueme» que se ha escuchado Jesús no pasa de largo ante nadie, Él llama a todos, de todas las edades, de todas las culturas y, al tocar el corazón, lo llena de firmeza a pesar de la fragilidad humana. Dice San Mateo en el Evangelio de hoy (Mc 2,13-17) que a la invitación de Jesús, Mateo —Leví— se levantó y lo siguió, indicando de este modo la ruptura con su mundo anterior, al igual que Simón y Andrés, Santiago y Juan, Prisca y muchos más. Así se va extendiendo la salvación de Dios a todos. En la sociedad que inaugura Jesús, hay cabida para todos, porque todos tienen por Dios a un mismo Padre que se define como «amor sin fronteras», «amor que no excluye». Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la apertura necesaria para dejarnos amar por el Señor que da la fuerza y que a la vez, a través de los santos, nos protege. Que así, desde una vida que el mismo Señor restaure, podamos dar testimonio al mundo de cuánto nos ama Dios, y cómo para Él no cuentan los criterios humanos, sino sólo su amor, su bondad y su misericordia para quienes eligió para que fuesen uno en Cristo y testigos de su amor en el mundo. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.