Hoy celebramos «La Epifanía», esta fiesta universal en la que el Hijo de Dios se manifiesta a gente de todas las naciones —representados en los magos de oriente— para llevar a cabo el plan universal de salvación del Padre. El camino de cada hombre hacia Dios implica —como el de los magos— un saber salir de uno mismo para buscar. Es, de algún modo, una aventura para encontrar a Dios, una aventura que se nos ha encomendado a los discípulos misioneros para ser «sacramento» de esta manifestación de Dios para todos los hombres. Si el texto evangélico subraya que la epifanía de Dios no quedaba entonces limitada al pueblo judío, sino que era para todos los pueblos, ello sigue vigente hoy. Y, en el marco más limitado de la mayoría de nosotros, ello significa que debemos ser «sacramento» —signo real y eficaz— de la manifestación del amor de Dios para todos los que nos rodean independientemente de si creen o no, de si practican la fe católica o no.
La fiesta de los Reyes que hoy celebramos y que tradicionalmente en las familias se celebra el 6 de enero pero en la Iglesia es movible siempre al domingo más próximo a ese día, nos recuerda sobre todo la vocación universal y misionera de nuestra fe. La misión y las misiones de la Iglesia nacen de esta convicción y de este gozo de la manifestación de Dios. Pero cuando san Mateo redactaba el pasaje de la adoración de los magos (Mt 2,1-12), quería destacar seguramente que son los forasteros, los extranjeros de buena voluntad, los que se acercan a Cristo, mucho más que los que en teoría lo tendrían más fácil y cercano. Al describirnos el malestar y la hipocresía de Herodes o el desinterés de los fariseos, también evidenciaba la dificultad que tienen los poderosos del mundo para abrirse de corazón al Evangelio. A menudo tienen miedo de perder posiciones, olvidando que el mensaje de Jesús es precisamente palabra de libertad verdadera y de dignidad para todos. Herodes, como sabemos, prefirió matar a los niños de Belén; otros encuentran, ciertamente, soluciones menos crueles, pero no por eso se resisten menos a que el Evangelio impregne la vida humana personal y colectiva.
Conducidos por la estrella, estos magos venidos de oriente, cuyos nombre no vienen en la Escritura sino que nos han llegado por escritos apócrifos y que se llaman Melchor, Gaspar y Baltazar, llegaron a Jesús. Vieron lo que cualquiera podría ver: un niño recién nacido en brazos de su madre. Pero adivinaron lo que muchos no quisieron o no pudieron, porque tenían miedo que fuera verdad. En el niño en brazos de María Santísima se detuvo la estrella que les guiaba. Veían al niño, pero creyeron que era el rey de los judíos. Por eso le adoraron como a Dios. Y ése es el gran misterio, que hoy festejamos con gozo. Muchos quieren ver a Dios para creer. Muchos piden señales, pruebas, hechos contundentes. Pero no se atreven a descubrir a Dios en un niño, en su prójimo, en el hombre. Y así no encontramos a Dios, porque no buscamos a Dios, sino que buscamos un ídolo que se ajuste a la imagen de nuestros prejuicios. No entendemos que Dios es más que todos nuestras ideas sobre Dios y que la única imagen de Dios auténtica es el hombre, hecho a su imagen y semejanza. ¡Feliz domingo en este día de la Epifanía del Señor!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario