jueves, 16 de enero de 2020

«Puros e impuros»... Un pequeño pensamiento para hoy

Al leer el Evangelio de estos primeros días del Tiempo Ordinario, estamos en el momento inicial del ministerio de Jesús. En la perícopa de hoy, El leproso que ha sido curado (Mc 1, 40-45) no puede contener su alegría y proclama quién ha sido su curador, a pesar de la expresa prohibición de Jesús. Los signos de curación que Jesús hace van extendiendo su fama. Jesús no quería que aquel hombre dijera nada, para que no lo creyeran un simple curandero, y por si alguno se escandalizaba de que hubiera tocado al leproso, porque, en las leyes judías, los leprosos eran impuros y no se podía tocarlos, porque se contagiaba la persona no tanto de la lepra, sino de su impureza. Este hecho nos recuerda que también en nuestros tiempos y en nuestra sociedad, hay leprosos, como en los de Cristo. Y como en su época, también en la nuestra los segregamos, no queremos ni verlos, está prohibido tocarlos, hablarles, los dejamos solos con su enfermedad. 

El Evangelio nos dice hoy que el leproso se acercó a Jesús y le pidió confiadamente que lo sanara. Jesús lo hizo, «¡tocándolo!», haciéndose impuro según las normas de la ley judía, reincorporándolo a la sociedad que lo rechazaba; por eso lo mandó a presentarse a los sacerdotes, para que certificaran su curación y lo recibieran de nuevo y oficialmente en la comunidad. Pero el leproso no pudo callar como Jesús le pedía, él solamente quería contarle a todos los que se encontraba, lo que Jesús había hecho en su vida. Él reconoció en Cristo al Salvador. Pasó por su vida y creyó en él como en él único que podía remediar sus males. El 23 de marzo de 2003 San Juan Pablo II beatificó a la española Juana María Condesa Lluch, virgen y mártir cuya memoria se celebra el día de hoy. Ella fue una mujer que, con solícita caridad y espíritu de sacrificio se acercó a los leprosos de nuestros tiempos, a esos que son los más pobres, a los niños y jóvenes obreros, se entregó completamente a atenderlos y, para su tutela, fundó la Congregación de Siervas de la Inmaculada Concepción Protectoras de las Obreras. Murió en el año de 1916 luego de una vida de intenso trabajo. 

Tenía Juana apenas 18 años, cuando descubrió que la voluntad de Dios sobre su vida era entregarlo todo y entregarse del todo a la causa del Reino a través de la evangelización y el servicio especialmente de la mujer obrera, interesándose por las condiciones de vida y laborales de estas jóvenes, realidad sufriente que contemplaba desde el carruaje que la conducía desde Valencia a la playa de Nazaret, donde la familia tenía una casita de descanso. En 1884, tras varios años de obstáculos especialmente por parte del Arzobispo de Valencia, al considerar que era demasiado joven para llevar a cabo la propuesta que le hacía de fundar una Congregación, logra e el permiso necesario para abrir una casa que diera acogida, formación y dignidad a las obreras que, dado el creciente proceso de industrialización del siglo XIX, se desplazaban de los pueblos a la ciudad para trabajar en las fábricas, donde eran consideradas meros instrumentos de trabajo; «Grande es tu fe y tu constancia. Ve y abre un asilo a esas obreras por las que con tanta solicitud te interesas y tanto cariño siente tu corazón». Así actúa Jesús, se acerca y mueve el corazón para hacer lo mismo que Él, acercarse a quienes son segregados, poca cosa... impuros. Que María Santísima nos ayude a no despreciar a nadie y que el «no se lo cuentes a nadie» de nuestras acciones hable por sí solo de lo que el Señor hace a través de nosotros como instrumentos en sus manos. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico! 

Padre Alfredo.

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