Yo creo que de una manera o de otra, todos hemos oído hablar de san Juan Bosco. Este santo maravilloso del que el papa Pío XI cuando lo canonizó, el 1 de abril de 1934 exclamó: «En su vida, lo sobrenatural se hizo casi natural y lo extraordinario, ordinario». Juan Melchor —su nombre de bautizo— nació en 1815, y fue el menor de los hijos de un campesino piamontés. Su padre murió cuando él sólo tenía dos años. Su madre, Margarita, una santa y laboriosa mujer, que debió luchar mucho para sacar adelante a sus hijos, se hizo cargo de su educación. A los nueve años de edad, un sueño que el mozalbete no olvidó nunca, le reveló su vocación. Más adelante, en todos los períodos críticos de su vida, una visión del cielo le indicaría siempre el camino que debía seguir. En aquel primer sueño, se vio rodeado de una multitud de chiquillos que se peleaban entre sí y blasfemaban; Juan trató de hacer la paz, primero con exhortaciones y después con los puños. Súbitamente apareció una misteriosa mujer que le dijo: «¡No, no; tienes que ganártelos por el amor! Toma tu cayado de pastor y guía a tus ovejas». Cuando la señora pronunció estas palabras los niños se convirtieron primero, en bestias feroces y luego en ovejas. El sueño terminó, pero desde aquel momento Juan Bosco comprendió que su vocación era ayudar a los niños pobres, y empezó inmediatamente a enseñar el catecismo y a llevar a la iglesia a los chicos de su pueblo.
Su programa de vida, su pasión, fue la educación de los niños, adolescentes y jóvenes, los más pobres y abandonados. Reunió un grupito que llevaba a jugar, a rezar y a menudo a comer con él. Con la ayuda de mamá Margarita, sin medios materiales y entre la persistente hostilidad de muchos, Don Bosco dio vida al Oratorio de San Francisco de Sales: un lugar de encuentro dominical de los jóvenes que quisieran pasar un día de sana alegría, una pensión con escuelas de arte y oficios para los jóvenes trabajadores, y escuelas regulares para los estudios humanísticos, según una pedagogía que sería conocida en todo el mundo como «método preventivo» basada en la religión, la razón y el amor. Para asegurar la continuidad de su obra, san Juan Bosco fundó la «Pía Sociedad de San Francisco de Sales» (los Salesianos) y Hijas de María Auxiliadora (las Salesianas). Fue un fecundísimo escritor popular, fundó escuelas tipográficas, revistas y editoriales para el incremento de la prensa católica. A fines de 1887, contemplando su obra llena de vida en Turín, sus fuerzas empezaron a decaer rápidamente; los médicos decían que estaba sumamente agotado. La muerte sobrevino el 31 de enero de 1888, cuando apenas comenzaba el día, de suerte que algunos autores escriben, sin razón, que Don Bosco murió al día siguiente de la fiesta de San Francisco de Sales. Cuarenta mil personas desfilaron ante su cadáver en la iglesia, y sus funerales fueron una especie de marcha triunfal, porque toda la ciudad de Turín salió a la calle a honrar a Don Bosco por última vez.
La impresión que san Juan Bosco producía en vida es la misma que podemos ver a través de sus escritos, la de un hombre abierto, capaz de inspirar estima, confianza y afecto, capaz de amar. Un hombre simpático y atrayente, alegre y optimista, activo y dinámico, trabajador y austero, enérgico y tenaz, manso y sencillo, prudente y audaz. Pero, sobre todo, un hombre que supo que el Reino de Dios es como un granito de mostaza, que, inmerso con una mirada de fe supo cultivar esa semilla hasta hacer de su obra un arbusto que a muchos, hasta la fecha ha cobijado. Es hermosa la parábola el grano de mostaza que el Evangelio de hoy nos pone para recordar la figura de Don Bosco (Mc 4,26-34). Hemos de tener nosotros también, como él, confianza en nuestro trabajo por el Reino, que aunque parezca pequeño se puede extender como el árbol más frondoso. San Juan Bosco, siempre bajo el amparo de María Auxiliadora, miraba sus sueños misioneros con un mapamundi que se conserva en el pequeño cuarto en el que reposaba durante su permanencia en Sampierdarena, Italia. «Uno solo es mi deseo: que sean felices en el tiempo y en la eternidad», dejó escrito a sus jóvenes Don Bosco, de manera que muchos años después, otro santo como él, san Juan Pablo II lo declaró «padre y maestro de la juventud». Que él, san Juan Bosco y María Auxiliadora intercedan para que nosotros también, con nuestro «sí» al Señor podamos ser cobijo para muchas almas. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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