viernes, 24 de enero de 2020

«La hermana Esther Ocampo»... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo XXXVIII

Recuerdo que corría el ajetreado verano de 1998, lleno, como cada año, de actividades misioneras para los miembros de nuestra Familia Inesiana. Un grupo de Misioneros de Cristo llegamos a la Casa Madre al atardecer del 18 de julio. Nos abrió una de las hermanas la puerta y nos dijo: —estamos velando a la hermana Esther, falleció esta mañana—. Así que nuestra primera actividad fue pasar un momento a la Capilla a velar los restos de esta incansable misionera que, después de una larga y dolorosa enfermedad, ofrecida toda ella por los misioneros, acababa de entregar su vida al Creador. al día siguiente pudimos acompañar su cuerpo en la Misa en la que dimos gracias por su «sí» en la vocación a la vida religiosa que ocupó la mayor parte de los años de su vida.

Había conocido a la hermana Esther Ocampo hacía años, cuando ya estaba enferma. Tenía en esa Misa, los recuerdos del cuartito que, en la enfermería de la casa Madre, ocupaba serena y alegremente ya casi inmóvil. La tengo presente con sus manitas deformes por la artritis y cubiertas de vendas y guantes que aminoraban un poco el dolor del que no se quejaba y quedaba oculto tras su sonrisa, como incrustada siempre en su rostro. 

Allí, en ese cuartito que se sentía muchas veces como un santuario del saber y del amor misionero, la hermana Esther, entre uno que otro chiste y amenas anécdotas, me daba toda una cátedra de la misión y del arte de ser misioneros. Oraba mucho por los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal, a quienes nos veía llena de entusiasmo con un gran futuro para llevara Cristo a todas las naciones.

Alguna que otra vez, y siempre —como aseguraba ella— con los debidos permisos, me regalaba algunos objetos de devoción y uno que otro de sus libros que ahora forman parte de la Biblioteca de alguna de nuestras comunidades de misioneros. No puedo olvidar su rostro, sus ojos siempre brillantes, reflejo de una vida gastada con alegría por la misión.

La hermana Esther nació en Buenavista de Cuellar Guerrero el 11 de diciembre de 1929 y recibió el nombre de pila de Rebeca María Esther Ocampo Ocampo. Allí en este pintoresco pueblecito que muchas veces recorrí como seminarista y joven sacerdote, Esther creció en medio de un ambiente de Iglesia que sus antepasados heredaron a toda la población, que cuenta entre sus antepasados con un santo: san David Uribe, y con hombres y mujeres que fueron dejando un rastro muy claro y fácil de imitar para algunos de sus pobladores para seguir la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa. 

El 4 de noviembre de 1949, Esther llegó al convento de las Misioneras Clarisas en Cuernavaca siendo aceptada por la superiora general y fundadora de la obra, la beata María Inés Teresa del santísimo Sacramento. Allí mismo, el 7 de ese mismo mes, inició la formación inicial de su camino vocacional con el inicio del postulantado, presidiendo la sencilla ceremonia de ingreso la beata Madre María Inés Teresa.

Después de unos meses en los que fue conociendo un poco más la obra misionera recién fundada, decidió dar un paso más e inició su noviciado el 17 de junio de 1950 para luego hacer su primera profesión como religiosa Misionera Clarisa el 29 de junio de 1952 ante la beata Madre María Inés.

Desde jovencita se distinguió por su especial espíritu de fe, por ser una mujer abnegada y generosa, lo cual le valió que la beata la eligiera para enviarla a Japón en donde hizo sus votos perpetuos el 7 de julio de 1957. ¡Cómo se deleitaba contando sus experiencias en aquellas tierras de oriente recién devastadas por la segunda guerra mundial! Recordaba sus andanzas por los campos de arroz compartiendo con los campesinos el arduo trabajo entre los pantanales sin siquiera hablar, pues poco conocía del idioma pero les hablaba con su sonrisa y su corazón acompañada de las demás hermanas que formaban aquella incipiente comunidad en la tierra del sol naciente.

Además de platicar de sus ayeres misioneros en Japón, me compartía de su presencia en África, en Estados Unidos y en Italia, países en donde la obediencia en diversas épocas de su vida la destinó y en donde desempeñó una tarea misionera extraordinaria, pues la gran capacidad de hacer amistades que siempre la acompañó, le facilitó la relación con muchos misionados y con misioneros y misioneras de otras instituciones caracterizada y recordada siempre por su gran simpatía, su amor a Dios y a la Santísima Virgen para llevarlos al mundo entero.

En sus últimos años su generosidad se volvió «oblativa», pues se convirtió en una misionera del dolor, al ser invitada por el Señor a compartir la Cruz en una enfermedad que la fue dejando inmóvil poco a poco hasta entregarlo todo por Dios. 

Había sido una muy buena maestra y ahora, sin poder ser tan laboriosa como era en sus años mozos, se convirtió, desde su lecho de dolor, en maestra de quienes teníamos el privilegio de llegar hasta su celda.

La hermana Esther es una de esas personas que uno conoce —por lo menos lo digo por mí— y no puede olvidar. Confío en que por la infinita misericordia de Dios estará ya gozando de la dicha celestial y desde allá nos estará echando una manita para ser los discípulos–misioneros de Cristo que el mundo de hoy necesita. ¡Descanse en paz la hermana Esther Ocampo!

Padre Alfredo.

P.D. Transcribo aquí la última carta que la hermana Esther Ocampo me envió el 24 de febrero de 1998 y que refleja el espíritu de esta gran mujer:

«Hojeando entre las cartas, me encontré con una suya del 26 de agosto de 1997.Realmente estoy peor que una tortuga. Ha pasado tanto tiempo que ya no me voy a referir a ella, sino que con esta quiero agradecer la Misa que celebraste en mi cuarto. Fue un regalo muy grande de Nuestro Señor al hacerse presente aquí. Yo todavía no puedo salir, porque en noviembre pasado se me lastimó un hueso a nivel lumbar/coxis y tenía dolor muy agudo. Y cuando sentí que ya estaba más o menos bien, me lastimé la nuca y no podía ni voltear tantito (eso fue en diciembre). Así es que estoy clavada en la cama hasta ahorita y al doctor le da miedo que me sienten en la silla, porque sice que es muy fácil de que me fracture.

Por lo que a mí toca, me siento bastante bien y me animaría a salir, pero tengo que obedecer. Más adelante a ver que dice Dios.

Espero que la comunidad de Morelia haya crecido. ¡Qué el Señor le dé muchas y firmes vocaciones, dispuestas para el trabajo en misiones, sin acobardarse ante nada.

No sé si conocerías al padre Arturo Velazco, hermano de las hermanas Tere y Emma, que murió santamente la semana pasada en el hospital, al aplicarle la quimioterapia, pues estaba invadido de cáncer en la columna. Esperamos ya esté gozando de Dios, pues fue un abnegado Misionero de Guadalupe. Estuvo en Korea y Perú. El tiempo que estuvo tendido en la capilla, celebraron la Santa Misa cada dos horas. Luego lo incineraron y sus cenizas descansan en la cripta de su misma capilla central, de los Misioneros de Guadalupe en México, D.F., hasta envidia me da.

Me encomiendo a tus santas y fervorosas oraciones que mucho necesito, que en las mías los tengo presentes. Tu hermana en Cristo: Esther Ocampo.

P.D. Que pasen una Semana Santa llena de la gracia de Dios y muy felices Pascuas de Resurrección para todos».

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