domingo, 30 de septiembre de 2018

«No podemos aliarnos ni aislarnos»... Un pequeño pensamiento para hoy


Un cristiano que no se duela ante la corrupción y los abusos de quienes se aprovechan de los demás no puede llamarse discípulo–misionero de Cristo. Y las fuertes y duras palabras del mismo Jesús, en el apóstol Santiago y en muchos otros profetas bíblicos, son para aplicárnoslas también cada uno de nosotros, aunque no seamos económicamente millonarios. Cualquiera de nosotros que abuse de su superioridad, en el trato con los que son inferiores a él, es corrupto y está explícitamente condenado por las palabras bíblicas contra los ricos corruptos (St 5,1-6). El Apóstol Santiago nos sigue insistiendo, a lo largo de su carta, que no se puede vivir la fe sin obras. Hemos estado leyendo esta carta en las últimas semanas y en los últimos párrafos de su Carta —que son los de este domingo— y vemos cómo condena toda clase de opresión y corrupción. La acumulación de riquezas lleva al abuso, nos hace ver el apóstol y escritor sagrado. Es el amor a Cristo y al hermano en él, lo que tiene que dirigir nuestro corazón y no el amor al dinero ni al lugar privilegiado que en la sociedad se pueda ocupar. El amor profundo y sincero a Dios y al prójimo impide la injusticia, pero también el engaño, la mentira y el escándalo. La dureza de las palabras de Santiago, responden a la crueldad y dureza de los delitos de quienes al tener el poder abusan de los más débiles. 

Probablemente las palabras de Santiago que hoy leemos en la segunda lectura de Misa, son las líneas más fuertes contra la riqueza en el Nuevo Testamento, pues no es solamente una simple exhortación, sino una imprecación o escarnio, con un acento extremadamente duro al denunciar esta situación que, tristemente, subsiste hasta nuestros días en aquellos que se aferran de un modo culpable a sus bienes (St 5,2-3) hasta el extremo de no pagar debidamente a sus obreros (St 5,4) y de oprimir, por añadidura, a las personas menos afortunadas. Santiago adopta contra estos ricos el estilo de las invectivas empleado por los profetas en el Antiguo Testamento (cf. Mal 3,5; Eclo 31,4; 34,21-27. Ver también el pasaje de la viña de Nabot, 1 Re 21). Muchos de los pocos que viven bien, deben su bienestar a que más de dos mil millones de personas viven en la miseria alrededor del mundo. La defensa de los privilegios de ese pequeño porcentaje de gente bien, trae cada año como consecuencia inevitable la muerte injusta de millones de personas por hambre, represión y guerras. Alrededor de 795​ millones de personas en el mundo no tienen suficientes alimentos para llevar una vida saludable y activa. Eso es casi uno de cada nueve personas en la tierra. 66 millones de niños en edad escolar primaria asisten a clases con hambre en los países en desarrollo. Sólo en África —en donde está nuestra querida misión de Mange Bureh en Sierra Leona— hay 23 millones (fuente es.wfp.org). Muchos defensores, según ellos de los derechos de Dios, se defienden y tratan de sostener en realidad defendiendo su propio recinto. Y todo lo que tienen basándose en la premisa de que nadie escogimos dónde ni en que condiciones nacer. 

El hombre, si quiere de veras amar a Dios y a sus hermanos siguiendo los caminos por el trazados, necesita de vez en cuando advertencias distintas que parece que son contradictorias pero que vienen de Dios y abren el corazón. La sentencia con la que Jesús cierra la enseñanza del Evangelio del día de hoy (Mc 9,38-43.45.47-48) es sorprendente: «El que no está contra nosotros, está con nosotros». Y es exactamente lo contrario de otra sentencia de lo que él enseña (Mt 12, 30; Lc 11, 23): «El que no está conmigo, está contra mí». En la guerra de César contra Pompeyo, éste último consideraba enemigos a cuantos no estaban abiertamente con él; pero César, mucho más generoso e inteligente, consideró aliados suyos a cuantos no luchaban en contra suya. Jesús, como digo, adopta en sus enseñanzas una u otra actitud de acuerdo a las circunstancias. En los tiempos de César, de Cristo y en los tiempos de todos habrá siempre quienes, con el peso de su autoridad y con la fascinación de su prestigio, se llenen de vacilaciones y de excusas demasiado fáciles para no hacer nada por cambiar la realidad. Para nosotros, que somos hombres y mujeres de fe, queda claro que el seguimiento de Cristo prohíbe toda cerrazón ortodoxa que nos acomode o nos instale sin pensar en el otro. La Palabra de Dios que vamos escuchamos en cada celebración de la Eucaristía nos va educando, nos ayuda a abrir los ojos para confrontar nuestra escala de valores con la mentalidad de Cristo. A veces esta Palabra es incómoda, pero es necesaria, para que no conformemos nuestra vida según este mundo, sino según la voluntad de Dios que nos enseña Jesús. Hoy cerramos septiembre recordando a San Jerónimo, un hombre nacido en Dalmacia —hoy Yugoslavia— en el año 342. Un hombre rico, cuyos padres de muy buena posición económica, pudieron enviarlo a estudiar a Roma. Un hombre lleno de Dios y amante incansable de María que escuchaba la Palabra y la ponía en práctica. Un hombre que nos dejó una sencilla frase que lo doce todo: «Ignorar la Escritura, es ignorar a Cristo». ¡Bendecido domingo, fin de mes y día de nuestra kermés parroquial en Fátima de la colonia Prohogar! 

Padre Alfredo.

sábado, 29 de septiembre de 2018

«Quién como Dios, fuerza de Dios» y medicina de Dios... Un pequeño pensamiento para hoy

A quién no les son familiares los nombres de Gabriel, Miguel y Rafael. Son los festejados de hoy en la Iglesia en el mundo entero. Tres ángeles que son muy especiales y que reciben el título de «Arcángeles», porque en la corte celestial los ángeles desempeñan diversas funciones. Los arcángeles son ángeles que atienden las áreas de los esfuerzos humanos y son, pudiéramos decir, los líderes administrativos de todos los seres celestiales. Un arcángel recibe, usualmente, una tarea de importancia para la humanidad. La Sagrada Escritura nos menciona a estos tres por su nombre: Miguel, en el libro de Daniel y en el Apocalipsis. De hecho la narración que el Apocalipsis nos hace el día de hoy como primera lectura, nos lo muestra expulsando a satanás de los dominios de Dios, al gran traidor y padre de la mentira que osó rebelarse contra un Dios tan bondadoso (Ap 12,7-12). Rafael aparece en el libro de Tobías y Gabriel en el libro de Daniel y en el evangelio según San Lucas. Éstos tres aparecen siempre como mensajeros especialísimos del Señor, de allí sus nombres llenos de significado. Miguel significa «quién como Dios», Gabriel significa «fuerza de Dios» y Rafael «medicina de Dios». 

Creer en los ángeles es creer en la presencia trascendente de Dios en la historia, porque la historia no es sólo lo que se ve, se siente y se toca. Hay una dimensión trascendente, oculta e invisible que por lo mismo no alcanzamos a ver. Los ángeles nos recuerdan y nos hacen visible esa dimensión trascendente. El mundo de los ángeles no es otro mundo, sino la dimensión trascendente de nuestra historia. En la Biblia generalmente no se presenta a Dios actuando en forma directa en la historia y allí donde un ángel aparece en escena, es Dios mismo quien actúa. Se suele enumerar nueve coros u órdenes de la corte celestial. Esta jerarquía se basa en los distintos nombres que se encuentran en la Biblia para referirse a ellos. Dentro de esta jerarquía, los coros de ángeles superiores hacen participar a los inferiores de sus conocimientos y según nos enseña la teología católica, cada tres coros de ángeles constituyen un nivel jerárquico y todos ellos juntos forman la corte celestial. El primero es la jerarquía suprema, integrada por los querubines, los serafines y los tronos; la segunda es la jerarquía media compuesta por las dominaciones, las virtudes y las potestades; finalmente tenemos la jerarquía inferior, conformada por los principados, los arcángeles y los ángeles. En el evangelio de hoy se nos recuerda que los cielos están abiertos y los ángeles suben y bajan sobre Jesús (Jn 1,47-51). 

La Iglesia celebra a estos tres arcángeles —Miguel, Gabriel y Rafael— para agradecer el servicio directo del Señor que realizan para cumplir misiones especiales con la humanidad. Miguel arrojó del cielo a Lucifer y a los ángeles que le seguían y mantiene la batalla contra Satanás y sus secuaces para destruir su poder y ayudar a la Iglesia militante a obtener la victoria final. Su conducta y su fidelidad nos invitan a reconocer siempre el señorío de Jesús y a buscar en todo momento la gloria de Dios. Gabriel aparece siempre como el mensajero de Yahvé para cumplir encargos especiales y como portador de noticias felices. Anunció a Zacarías el nacimiento de Juan el Bautista y a la Virgen María la encarnación del Hijo de Dios. Rafael tiene un papel muy importante en la vida de Tobías al mostrarle el camino a seguir y lo que tenía que hacer. Tobías obedeció en todo al arcángel Rafael sin saber que era un ángel enviado por el Señor. Él se encarga de presentar oraciones y obras buenas a Dios. Y nos deja como mensaje bendecir y alabar a Dios, hacer siempre el bien y nunca dejar de orar. De los tres podemos aprender a saber servir con alegría y obediencia al Señor. Porque los ángeles son ministros de Dios. Y, en especial gracias a estos tres que interceden ante Dios por nosotros, podemos crecer también en gratitud a Dios por habernos dado a tan insignes mensajeros y protectores. No tengamos temor de invocarlos y de solicitar su intercesión. ¿Quién sabe si un día cualquiera hemos sido ayudados por un ángel del Señor sin siquiera habernos dado cuenta? Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, Reina de los ángeles y de estos santos arcángeles que hoy celebramos, la gracia de tener una fuerte experiencia personal de Cristo en nosotros, de tal forma que, en verdad, seamos portadores de la vida de la gracia que Dios quiere que llegue a todos los hombres. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 28 de septiembre de 2018

«¡Vive el momento!»... Un pequeño pensamiento para hoy


Recuerdo que cuando era joven seminarista, hace algunos ayeres y uno que otro antier, me tocó conocer de cerca el grupo de «Jornadas de Vida Cristiana (M.J.V.C.)», un movimiento católico juvenil que tiene como objetivo la evangelización del joven a través del joven, dirigido por jóvenes y asesorado por adultos. Desde que empecé a tratarlos de cerca, me llamó la atención que constantemente, tanto líderes como asesores, además por supuesto de los numerosos jovencitos integrantes, repetían la frase: «¡Vive el momento!» y la escribían por aquí y por allá. Hoy al leer los versículos que el Cohélet nos presenta en el Eclesiastés (Ecl 3,1-11) me vienen a la mente hasta algunos de sus rostros, que obviamente serán ahora de «juventud acumulada». El hombre —nos recuerda la Escritura en este libro inspirado— es solamente dueño del momento presente. En él es en el que los discípulos–misioneros podemos colaborar por hacer realidad el Reino de Dios entre nosotros. Cuando se es joven se contempla con facilidad un futuro sin todo aquello que en el tiempo actual oprime o hace sufrir... ¡se sueña! Y eso, eso es maravilloso, pero no basta con tener los más excelentes anhelos de una vida futura plena y extraordinaria; hay que ponerse en camino momento a momento para llegar a la realización del futuro. 

San Lucas, en el Evangelio (Lc 9,18-22), nos recuerda que hay alguien que camina junto a nosotros a cada momento y que, con su ayuda, impulsa el tiempo presente para vivirlo con intensidad, y ese «Alguien» —así con mayúsculas— es Cristo Jesús. En este camino no se puede mirar y construir un futuro mejor si no se vive el momento con él. No se puede construir una civilización del amor desde Cristo sin que vivamos, compartamos y disfrutemos cada momento actual con él sabiendo precisamente quién es él. Hoy Jesús nos pregunta a ti y a mí en este momento presente: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» (Lc 9,20). La comunión de vida entre él y nosotros ha de vivirse en la vida ordinaria a cada momento para ir a cada instante estableciendo el Reino de Dios haciéndolo realidad en medio de las actividades de cada día, buscando establecer la paz, la justicia, la bondad, la fraternidad, la alegría, la solidaridad, viviendo el momento. Entonces, en verdad, podemos impulsar nuestra vida para que trabajemos de tal forma que no sólo anunciemos su Evangelio con los labios, sino que nosotros mismos nos convirtamos en una Buena Noticia del amor salvador de Dios para que todos le conozcan y le amen. 

Pero hoy, en nuestros tiempos, como afirmaba el escritor Wayne W. Dyer en su famoso libro «Tus zonas erróneas», que ha vendido 35 millones de ejemplares en papel en diferentes idiomas: «Evitar el momento presente es casi una enfermedad en nuestra cultura, y continuamente se nos condiciona a sacrificar el presente por el futuro. Si llevamos esta actitud a sus conclusiones lógicas, nos daremos cuenta de que se trata no sólo de evitar el goce ahora sino de evadirse para siempre de la felicidad. Cuando llega el futuro, éste se convierte en presente y debemos usarlo para preparar el futuro. La felicidad es algo que sucede en el mañana o sea algo elusivo, falaz». Wayne le decía a la gente: «No seas cristiano, sé como Cristo». Qué interesante es que Jesús pida a los suyos —a esos primeros cristianos— una respuesta personal y del momento que están viviendo, acerca de lo que ven en él, una confesión de fe, y que no se dejen simplemente llevar de lo que se dice por ahí que ha hecho. Y que interesante también que la respuesta debe ser aquilatada en el momento actual: «Tú eres el Mesías» (Lc 9,20). Vendrá luego la explicación de lo que sucederá en el futuro y que ni Pedro ni los otros once entenderán con claridad, pero es a través de la vivencia del presente que podrán, poco a poco, y captando lo que vendrá después. Los discípulos de Emaús, hablarán de que su corazón, en aquel presente con Cristo en el camino —que rápidamente se ha convertido en un pasado— ardía (Lc 24,32). Nuestra existencia no es el resultado de un calendario, ni de un reloj, sino de la manera en que vamos viviendo el momento. Así lo hizo María, sin angustias, sin añoranzas, sino en el aquí y ahora de cada momento comprometida en los hechos presentes, como con Isabel o en la Bodas da Caná... solo así se puede contemplar el futuro y asimilar el pasado. Bendecido viernes y... ¡Vive el momento! 

Padre Alfredo.

jueves, 27 de septiembre de 2018

«Bajo el sol»... Un pequeño pensamiento para hoy


Entre los llamados «Libros Sapienciales», el Eclesiastés, —llamado también Cohélet en hebreo— es considerado como una de las mejores muestras de la literatura sapiencial en la cual se transmiten ideas que encierran la reacción pensada del hombre frente a su experiencia diaria, las conclusiones a las cuales llega y los consejos que quiere trasmitir, todo con el propósito de vivir la vida lo mejor posible. El libro es importante para nosotros porque expresa en un lenguaje sumamente práctico algunos de los sentimientos humanos más corrientes de nuestra época moderna como pueden ser el desencanto, el aburrimiento, el peso de la condición humana y la aparente incoherencia de la vida y de la muerte. Todo esto surge de manera evidente en su repetida declaración de que está hablando de las cosas «bajo del sol», es decir, desde el punto de vista humano. Esta pequeña frase: «bajo el sol» se usa como una precaución muy sugestiva en el libro más de treinta veces, como para enfatizar que todos los juicios del hombre son limitados porque se limitan a lo observable en la vida presente. Se ve que el Cohélet simplemente quiere expresar el pensamiento humano normal y corriente, sin pretensiones de revelación. Sus expresiones expresan la mirada humana de muchos. 

Pero, en el fondo, podemos ver que el autor de estas palabras que a primera vista parecen tristes y decepcionantes, escribe inspirado por Dios en una realidad que se parece un poco a la que vivimos hoy. Hacia el siglo III a. de J.C., cuando él escribe, el mundo conocido hasta ese entonces pasaba por una época de brillante civilización: el Helenismo, en que, muchos de sus contemporáneos se lanzaban ávidamente a la vida fácil, al confort e incluso al lujo de la civilización griega que todo lo permeaba. Si buscamos el significado de lo que somos y de lo que hacemos solamente «bajo el sol», es decir, «en este mundo material», nos topamos con que el sentido de la existencia humana no tiene sentido. Es lo que el Cohélet nos quiere decir hoy (Ecl 2,2-11). ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol? Si sólo se dispone de la luz del sol para descubrir el valor de la vida, se puede llegar a la conclusión a la que llega el autor inspirado, de que no hay nada que valga la pena de ser vivido. Todo es «vano»... vacío... hueco... insatisfactorio. Es la gran falla del creyente en el mundo actual, mientras se contagie y quiera mantener la ilusión de que la vida «bajo el sol» es la que puede aportar una felicidad sin mezcla alguna, se corre el riesgo de quedarse a ras del suelo y despistarse sin poder elevar el vuelo a metas altas de santidad. 

Pero el pueblo que rodeaba a los sabios de aquel tiempo, sabía que Dios vendría a romper su mutismo y dejaría oír su potente Voz en la boca de un Mesías inspirado que traería una sabiduría más grande que iría más allá del sol. Para muchos de sus contemporáneos Jesús apareció primero como un hombre sabio... un portavoz de la sabiduría de Dios, alguien que comenta los acontecimientos doctamente para sacar de ellos el sentido divino que contienen. La fama de este Jesús se extiende y llega a oídos de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y Perea, el asesino de Juan el Bautista (Lc 9,7-9). Este Herodes que era hijo de Herodes el Grande, el que había dado muerte a los niños inocentes en Belén. Su actitud parece muy superficial, de mera curiosidad. Está perplejo, porque ha oído que algunos consideran que ese sabio llamado Jesús es Juan resucitado, al que él había mandado decapitar. Este Herodes es el mismo que más tarde amenazará con deshacerse de Jesús y recibirá de Cristo una dura respuesta: «vayan y díganle a ese zorro...» (Lc l3,31-32). En la pasión, Jesús, que había contestado a Pilato, no quiso, por el contrario, decir ni una palabra en presencia de Herodes, que quiso siempre verle solo por curiosidad, por las cosas que oía de él y exhibirlo en su corte como se exhibe un bufón: «¡ah, si pudiera ver una señal o un milagro!» (cf. Lc 23,8-12). ¿Qué nos queda de todo esto si lo vemos con la sabiduría que viene de lo alto, de más allá del sol? Que como cristianos, discípulos–misioneros del Señor, siempre estaremos expuestos a ciertos Herodes por ser querer vivir y mostrar al mundo esa sabiduría divina en nuestro comportamiento humano, buscando proyectar la Palabra de Dios a los demás, porque ésta es siempre sabia, ya que impulsa al hombre a hacer el bien, a buscar la justicia y a encarnar el amor. Que la Virgen María, «Trono de la sabiduría», nos ayude a que el mundo no nos confunda con unos inermes seguidores de ideologías o de líderes meramente humanos, sino que se nos reconozca como fieles discípulos–misioneros, amigos de Cristo, hombres y mujeres comprometidos con su Palabra y toda la sabiduría que ésta encierra, no sólo para predicarlo, sino para hacerlo vida en nosotros, y ocasión de una vida verdadera que transforme nuestro mundo. ¡Que tenas un jueves muy feliz sabiendo que Cristo nos espera en la Eucaristía! 

Padre Alfredo.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Unos días en «La Trapa» V...

Desde la mirada de Dios, toda historia es siempre una historia de amor; también la historia de mi vida con todos los vaivenes que ha tenido desde aquel 28 de agosto de 1961 a las 10 de la noche en que llegué, por pura gracia y misericordia de Dios, después de 9 meses y 3 semanas en el vientre materno a este mundo. Sí, llegué milagrosamente y ayudado por los fórceps cuya huella llevo en mi cráneo con gratitud. Dice mi santa madre que a ella no la podían operar y que yo había armado tal revolución que tenía el cordón umbilical dos veces enredado en el cuello de la desesperación por salir... lo cual explica el por qué soy hiperactivo desde siempre. Yo veo estos días en la Trapa como un regalo de cumpleaños, ya lo decía desde que escribí mi experiencia al llegar.

Sí, estos días han un regalo para que, en el silencio de este hermoso bosque coronado por unas fastuosas nubes que, esplendorosas y acompañadas por las percusiones naturales de truenos y fulgurantes relámpagos, dejan caer el agua cada tarde o cada noche como si el cielo se vaciara por completo, agradezca lo grande, lo bueno, lo generoso y misericordioso que ha sido Dios conmigo al haberme llamado a la vida y a ser su hijo, en primer lugar, para luego invitarme a estar con Él y ser enviado como pescador de hombres. Para algunos, 57 años no son nada, para otros, mucho menores que yo, es todo un cúmulo de amos... ¡la verdad no se si muchos o pocos, pero son mis años! Estos son los años que Dios me ha dado y que he vivido por Él, con Él y en Él, porque «de Él, por Éñ y para Él son todas las cosas» (Rm 11,36) y «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28).

Dice la beata Madre María Inés Teresa que, «si no es para salvar almas, no vale la pena vivir». Yo no se cuántas habré salvado, ni creo que lo llegue a saber —aunque se me vienen algunos rostros a la mente y al corazón— pero hoy, en este día, quiero pensar en la fecundidad de mi vida, en esta historia de amor que Dios ha plasmado en mi ser con el don de la vida, de la cual ya más de la mitad la he vivido en este seguimiento de Cristo, seguro que llegué a un buen banco de pesca. ¿Cómo seguir pescando luego de 29 años de ministerio sacerdotal entre un mar a veces tranquilo y entre tormentas a veces tan agitadas e intensas? Tú, Señor, eres el pescador por excelencia y, en miles de años, no has perdido la entereza inicial... ¡Contágiame, Señor!

Padre Alfredo.

«El justo medio»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy terminamos de leer en Misa el libro de los Proverbios con un pequeño fragmento (Prov 30,5-9). Es impresionante que en tres días vimos los pasajes más sobresalientes de este libro, que, al final, termina con una gran enseñanza. Hay tanto que reflexionar, entender y aprender de este capítulo 30 que es una colección de máximas escritas muy probablemente por un sabio muy poco conocido, Agur, hijo de Yaqué, originario de Massa, que era seguramente un estudioso en tiempos del Rey Salomón —autor de grandes partes de este libro— que se basan en el valor de la Palabra de Dios, que es nuestro mejor tesoro y escudo. El escritor sagrado, en su reflexión, hace dos peticiones que son muy breves pero muy densas: Por una parte, pide a Dios que aleje de él toda falsedad y mentira, y por otra que no le dé ni riqueza ni pobreza, sino «tan sólo lo necesario para vivir». La motivación es muy buena y entendible, porque si uno tiene demasiados bienes, se olvidará de Dios y, si en el otro extremo, vive en la miseria, tendrá la tentación de maldecir a Dios y empezar a tomar lo que no le pertenece. San Gregorio Magno dice que «la confianza que el apóstol ha de poner en Dios debe ser tan grande que, aunque no sea necesario para esta vida, tenga por cierto que nada le ha de faltar» (Homilía 17 sobre los Evangelios). 

La sabiduría de Agur advierte que el excesivo bienestar no está exento de grandes peligros morales, como el de creerse autosuficiente, sin sentir necesidad de Dios (Prov 30,9). Por eso la posición del sabio es que ni hay que estar en la miseria que conduce a la rebelión contra el Señor, ni en la excesiva riqueza, que conduce a olvidarlo. Es necesario relativizar los bienes que la vida nos quiera dar, para que nos quede la libertad interior y podamos prestar atención y hacer caso a quien merece el valor mayor: ¡Dios! Hoy vivimos unos tiempos en los que las graves diferencias entre ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres (Puebla nº. 31) siembran diferencias extremas que alcanzan difusiones insospechadas, como nunca había habido en el curso de la historia. El ritmo de vida actual impone estrés a las personas, a unas porque les sobra demasiado y a otras porque les falta de todo. Hay una especie de carrera para consumir y aparentar tener más que el vecino, todo ello aliñado con unas fuertes dosis de individualismo, que construyen una persona aislada del resto del común de los mortales sea por sentirse, como me dijo ayer Teresita —una amiga ancianita de 92 años— «¡muy sácale punta!» porque se tiene de más y se está por encima de todos, o por estar deprimido, debido a que no se tiene lo que se desea. Las estadísticas de Credit Suïsse —compañía especialista en encuestas a nivel mundial— hace tres años, marcaban que el 1% más rico de la humanidad dispone de tantos recursos como el 99% restante. 

El justo medio es la «pobreza evangélica», ese estilo de Cristo en donde se ha de vivir solamente con lo necesario. El Evangelio de hoy nos ayuda a ver este justo medio (Lc 9,1-6). Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para sanar las enfermedades. Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, diciéndoles: «No lleven nada para el camino, ni bastón, ni provisiones, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas»... ¡Solo basta lo necesario! El Señor es claro cuando invita a sus seguidores a no poner su confianza en las cosas del mundo. La Iglesia primitiva cuidaba mucho de mantener ese ideal de pobreza real, la pobreza era para ella un signo del Reino (Lc 6, 20;14,25-33;16,19-31;18,18-30), como lo debe ser ahora para nosotros. El Señor nos quiere no sólo como promotores sociales que erradiquen la miseria sin trascender hacia Él; pero tampoco nos quiere sólo como predicadores angelistas, desencarnados de la realidad y sumergidos en el confort. El encuentro con Cristo, persona completa y realizada, aporta un equilibrio y una paz que integra al hombre completo, con sus aspiraciones y con sus debilidades y lo lleva a una serena armonía, como nos recuerda el libro de los Proverbios, para ayudarle a vivir con mayor dignidad su ser imagen y semejanza de Dios, más aún, su ser de hijo de Dios. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en ese santo equilibrio, siendo fieles a todo aquello que se nos ha encomendado como discípulos–misioneros, de tal forma que, en verdad, seamos constructores de su Reino entre nosotros. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 25 de septiembre de 2018

«Somos la familia de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy

En este mundo, tan colapsado en tantos sentidos, hay muchos —dirigentes y no— que parecen creer que no tienen amo ni superior, y que pueden actuar «a gusto y a sus anchas», como si no estuviera encima de ellos nadie a quien tuvieran que «rendir cuentas». El libro e los Proverbios nos dice que esto es una ilusión. El que es consciente sabe que ha de rendir cuentas. Si el corazón se pone en manos de Dios, es como agua de riego en sus manos, se deja conducir y dirigir hacia donde Él quiera (Prov 21,1-6.10-13) Para vivir sumergido en Dios y buscar hacer su voluntad hay que ir más allá de las barreras de este mundo —divisiones sociales, políticas, religiosas— y saber que en manos de Dios, todos, reyes y príncipes, pobres y mendigos, hemos de dejarnos conducir por el Señor. De esta manera, como nos recuerda el Evangelio hoy, el que escucha y pone en práctica la palabra de Dios, es madre y hermano de Jesús (Lc 8,19-21). ¡Somos familia de Dios! 

No importa cuán poderoso sea un hombre hoy. Cualquiera de hoy —incluidos los rejegos que dicen «yo no pedí nacer aquí»— pudo haber sido algún faraón de Egipto o a lo mejor el rey de Babilonia. También podía haber sido el César de Roma, o tal vez Alejandro Magno o hasta Napoleón o cualquier otro gran gobernante del futuro, pero nadie reencarna y todos tenemos una misión única e irrepetible que cumplir. Indiferentemente de cuan poderoso se sea o se haya podido ser, nadie puede actuar independientemente de Dios. Y no es el poder o los lazos de la sangre los que proporcionan la comunión con Dios, sino el oír y poner en práctica su palabra, que vivamente es pronunciada por Cristo, «Palabra eterna el Padre». Como bien dice el libro de los Proverbios, «el corazón del rey está en la mano del Señor» (Prov 21,1). Y Dios, con su palabra, va a dirigir cada corazón, así como dirige el curso de un pequeño arroyo que murmura y desciende por la ladera de una montaña. La Iglesia es edificada, a todos los niveles, por la palabra de Dios. Ésta es el alma de la Iglesia, y la Iglesia es su fruto. De la palabra de Dios brota siempre una Iglesia viva que viene a ser familia de Cristo oyendo y guardando esa palabra de Dios en el corazón y poniéndola en práctica en el diario vivir. «La unión de las almas es más sagrada que la de los cuerpos», dice San Ambrosio (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VI,34-38). 

Por esta razón, al decirle a Jesús que su madre y sus hermanos le buscan, Él sabe que nadie mejor que su Madre ha cumplido la Voluntad divina y se ha dejado dirigir hacia donde el Padre Dios ha querido. Ella, a la vez que es reina, Madre de Dios y Madre nuestra, es esclava del Señor, mujer sencilla que oye la palabra de Dios y se pone a su disposición como esclava (Lc 1,38). Fiel discípula que guarda cada palabra que sale de la boca de Dios y la medita en su corazón (Lc 2,19). Misionera que lleva la palabra a Isabel, con un anuncio que la hace tan rica, que desborda en un cántico de alabanza y gratitud que perdurará para siempre (Lc 1,46-55). María es el corazón bueno que nos retrata lo expresado en el libro de los Proverbios: María es el corazón receptivo que abraza la Palabra y lleva su fruto con constancia (Jn 2,5). María es Madre no sólo porque le dio la vida humana, sino también porque oyó y puso en práctica la palabra de Dios. Nosotros pertenecemos a la familia de Jesús según esta nueva visión de la familia que Él amplía poniendo de ejemplo a su Madre: escuchamos la Palabra y hacemos lo posible por ponerla en práctica. Muchos, además, que hemos hecho profesión religiosa o hemos sido ordenados sacerdotes, hemos renunciado de alguna manera a nuestra familia o a formar una propia, para estar más disponibles en favor de esa otra gran comunidad de fe que se congrega en torno a Cristo. Pero todos, sacerdotes, religiosos, solteros o casados, como discípulos–misioneros, buscamos servir a esa «familia extendida» de los creyentes en Jesús, trabajando también para que sea cada vez más amplio el número de los que le conozcan y le amen. Los encomiendo en la casita del Tepeyac, donde Ella, la Madre de Dios y Madre nuestra nos recuerda que si acogemos la palabra del verdadero Dios por quien se vive en el corazón y en el alma, si la contemplamos, si la conservamos, si le dejamos espacio, si intentamos no olvidarla durante el día, si la convertimos en guía de nuestras acciones, su Hijo Jesús nos hará familia y adquiriremos la misma dignidad de Ella, porque lo engendraremos de nuevo para nuestro tiempo. Que la Virgen Morena nos enseñe cómo recibir la Palabra, a darle carne, a hacerla vida. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 24 de septiembre de 2018

«¿Por qué equivocamos la dirección de nuestros pasos?»... Un pequeño pensamiento para hoy


Toda «sabiduría humana» deriva, lo sabemos, de la Sabiduría de Dios, puesto que el hombre inteligente, al descubrir una parte de la verdad, participa de alguna manera de la «inteligencia divina». Todos los hombres y mujeres de fe quisiéramos la verdadera sabiduría, para caminar por esta vida sobre seguro, sin equivocar la dirección de nuestros pasos. Tres días, en la Misa diaria, estaremos leyendo unos pasajes del Libro de los Proverbios, hecho de centenares de frases breves, atribuidas a hombres ilustres del Antiguo Testamento que, basándose en la sabiduría divina y la fe en Dios, pero también en el buen sentido y en la experiencia de la vida, nos quieren orientar doctamente en nuestra conducta de cada día. Hoy la liturgia nos invita a reflexionar en unos cuantos versículos del capítulo 3 (Prov 3,27-34) y dan pie a que haga mi pequeña reflexión que será más bien larguita según veo. El libro de «Los proverbios de Salomón», llamado también así porque lo conforman escritos atribuidos, muchos de ellos a este sabio rey, fueron escritos alrededor del 900 a.C. Durante su reinado como rey de Israel, la nación alcanzó su clímax espiritual, política, cultural, y económicamente. Mientras aumentaba la reputación de Israel, también lo hacía la de Salomón. Dignatarios extranjeros de los confines del mundo conocido, viajaban grandes distancias para escuchar hablar al sabio monarca (1 Reyes 4,34). 

Leyendo este libro inspirado, vemos con claridad que el conocimiento humano no es más que la acumulación de hechos en bruto, pero la sabiduría que viene de lo alto es la que da la habilidad de ver a la gente, los eventos, y las situaciones como Dios las ve para buscar lo que Dios quiere. En el Libro de Proverbios, el autor sagrado revela la mente de Dios en asuntos altos y sublimes y también en situaciones comunes, ordinarias, y cotidianas. Parece que ningún tema escapó a la reflexión del autor. Asuntos pertenecientes a la conducta personal, como el carácter, las relaciones sexuales, el alcohol, la bondad; temas que tocan temas sociales como la política, los negocios, la riqueza, la caridad, la ambición, la venganza, la disciplina; y cuestiones que de refieren a situaciones familiares como las deudas, la crianza de los hijos, el carácter de la persona y la bondad están entre muchos otros tópicos tratados en esta rica colección de dichos sabios. Pero, ¡qué pena que el hombre haga a un lado esa búsqueda de la sabiduría divina que es sencilla e ilumina todo su actuar! El mismo Salomón, en determinado momento de su vida, se dejó cautivar por el mundo (1 Re 11,4) e hizo a un lado esa sabiduría que él mismo había pedido a Dios (1 Re 3,9; 2 Cro 1,10). Esto ha hecho ayer un grupo de hinchas de Tigres y Rayados que se enfrentaron ayer poco antes de que se disputara el Clásico Regio en el Estadio Universitario allá en mi natal Sultana del Norte, cuando dos microbuses con aficionados de ambas escuadras se encontró, provocando un enfrentamiento entre ambos grupos, uno de los cuales se lanzó en conjunto contra un solitario fan de uno de los conjuntos, a quien golpearon de forma salvaje hasta dejarlo herido de gravedad, desnudo e inconsciente sobre la carpeta asfáltica. 

El libro de los Proverbios entre lo que hoy nos propone leer dice: «No pienses en hacerle daño a tu prójimo, que ha puesto su confianza en ti. Con nadie entables pleito sin motivo, si no te ha hecho ningún daño» (Prov 3,28-29). ¡Cuántos años han pasado desde que aquello se consignó por escrito y que poco ha entendido el hombre! Cristo, en el Evangelio de hoy (Lc 8,16-18) dice que «nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público» (Lc 8,17). Un balón debe ser motivo para jugar, para hacer fiesta, para competir sanamente, y resulta que en torno a ello estalla la violencia que deja muy en claro lo que hay en el interior de algunos corazones que brota y se llega a conocer. Pero, ¿qué hace violento a un grupo de personas? ¿Por qué reaccionan así? ¿Qué entienden ellos por pasión? El mundo vive día a día y en todos los ámbitos como si la violencia fuese la norma de nuestra conducta. «Y se corrompió la tierra delante de Dios; y estaba la tierra llena de violencia» (Gn 6,11). Así describe la Biblia la condición del mundo en la antesala del diluvio universal... ¿qué estamos esperando que no entendemos? El apóstol Santiago, a quien leíamos ayer, como el libro de los Proverbios y otras de la Escritura nos cuestionan: «¿De dónde vienen las guerras y pleitos entre nosotros? ¿No es de nuestras pasiones, las cuales combaten en nuestro interior?» (St 4,1). La pasión por dominar, por sobresalir, por imponerse a toda costa, la inconformidad con las ideas de los demás, cierran el corazón y el alma. No puede haber paz en una sociedad irritada, que no tiene la capacidad de tratarse, de soportar y convivir entre si. Nos peleamos por todo y con todos; nos irrita la espera y nos hacemos de mecha corta en nuestro diario vivir. La impaciencia y la ansiedad dominan nuestra sociedad desde los niños hasta los viejos... todo parece conseguirse con gritos, pleitos y protestas y como si fuese poco, los programas de televisión y las Redes Sociales proyectan lo mismo. ¿Cómo podemos esperar una sociedad sosegada regalando armas de juguete a los niños, películas y juegos de guerra? Si seguimos sembrando viento, cosecharemos tempestades. Necesitamos la sabiduría que viene de Dios. «El fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz» (St 3,18). El fin de la violencia llega cuando el Evangelio se convierte en una relación de tú a tú con el Señor; cuando el temperamento humano es transformado por aquel que dijo: «La Paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da» (Jn 14,17). Hoy me quedo un rato contemplando en el interior de mi dolido corazón a Nuestra Señora de la Paz. ¡Qué Dios nos bendiga y nos libre de todo mal! Amén. 

Padre Alfredo.

domingo, 23 de septiembre de 2018

«Un corazón puro»... Un pequeño pensamiento para hoy


¡Cómo me consuela y me llena de firme esperanza el apóstol Santiago en la segunda lectura de la Misa del día de hoy! En medio de un mundo en donde lo que parece brillar más es la violencia, la corrupción, los fraudes, los secuestros, las envidias y las rivalidades, en muchos corazones de hombres y mujeres de fe, está arraigada esa semillita que ha sido depositada por Dios en el corazón desde el bautismo como una luz esperanzadora que puede transformarlo todo. Santiago en el cachito de su carta que hoy escuchamos (St 3,16-4,3) nos dice que «los que tienen la sabiduría que viene de Dios son puros, ante todo. Además son amantes de la paz, comprensivos, dóciles, están llenos de misericordia y buenos frutos, son imparciales y sinceros (St 3,17)... ¡Cuánto se puede transformar el mundo con corazones de este calibre! 

Definitivamente eso es lo que está necesitando el mundo. Lo demás no sirve para gran cosa. Las palabras de tantos discursos de hoy que llegan a través de todos los medios de comunicación y en las redes sociales, están perdiendo su fuerza, nos están acostumbrando a oír palabras y más palabras, cosas y más cosas, promesas y más pro esas sin que a quienes pronuncia todo eso les cale más allá de la dura corteza de sus achatados entendimientos. Vidas, obras, autenticidad. El mundo necesita corazones puros de los cuales se desprenda todo lo demás que hoy dice Santiago. Si pedimos al Señor el regalo de un corazón puro podremos vivir de tal modo el compromiso de nuestro bautismo a cada momento, sin llamar la atención con discursos interminables y prometedores, sino como testigos del mensaje que Cristo trajo a la tierra para salvar a los hombres. El mundo necesita esa «pureza de corazón» que nos han enseñado a vivir los santos, esos santos de verdad cuyos nombres no están todos escritos en los libros oficiales de las canonizaciones, santos de esos que, como dice el Papa Francisco, visten de mezclilla y andan por las calles, santos que vengan a ser como banderas al viento, como símbolos eficaces que llaman, que atraen, que revelan, que transmiten la verdad, el amor y la paz que solamente pueden brotar de un corazón puro. 

Pero al mundo, en general, le encanta discutir de cosas que no vale la pena, como hoy sucede con el grupo de discípulos de Cristo en el Evangelio (Mc 9,30-37). En esta ocasión los «fieles seguidores» discuten sobre quién de ellos ha de ser el primero. Una cuestión en la que no ellos ni el mundo globalizado y materialista de hoy se ponen de acuerdo. Cada uno llega con su propio candidato, o sueña en secreto con ser uno de esos primeros, aunque sea por tres, cuatro o seis años. Esta cuestión puede contagiar hasta a los más sencillos coordinadores de algún grupito parroquial que quieran ser una especie de primer ministro cuyo poder no quieren soltar. La Biblia nos recuerda que Juan y Santiago se atrevieron a pedir, directamente y también a través de su madre, los primeros puestos en ese Reino (Mt 20,21). Es evidente que la ambición y el afán de figurar, dominan fácilmente el horizonte de cualquiera que se haga de vista corta y vea solamente este mundo y la vida desde una lógica tangible. Lo que necesitamos es, como dice Santiago, «un corazón puro» que, además, si está contrito y humillado porque ha fallado y se quiere renovar, será muy del agrado de Dios (Salmo 50). Solo el que viva así, con un corazón puro, podrá decir que en verdad reina, pues en el servicio, en la atención, en los pequeños detalles con el hermano, se podrá realizar auténticamente como persona y estará en disposición de sentarse junto a Cristo en el Reino, como un niño que puede ser abrazado por Él. Qué María Santísima interceda por nosotros, por nuestra vida, por la de cada cristiano, la vea o no a ella como Madre de Dios, para que con este nuevo corazón seamos como una protesta enérgica, un reproche contundente para tanto paganismo como hay en nuestra globalizada sociedad. ¡Feliz domingo! 

Padre Alfredo.

sábado, 22 de septiembre de 2018

«El sembrador, la semilla, la tierra buena»... Un pequeño pensamiento para hoy

Si sabemos mirar con atención las pequeñas cosas de cada día nos damos cuenta de que el mundo tangible nos ofrece muchos signos de la presencia y el poder de Dios, y, a la vez, un anuncio de la resurrección futura. Todos los días millones de semillas se entierran o se dejan caer en la tierra y parecen morir en el zoquete que se hace al regar la tierra en donde están... pero poco a poco, casi sin darse cuenta, la semilla, que parece estar ya muerta, se abre y de ella va brotando una raíz y una plantita. La liturgia de hoy nos hace ir a este símil tanto en la primera lectura (1 Cor 15,35-37.42-49) como en el Evangelio con la parábola del sembrador (Lc 8, 4-15) que Jesús utilizó para expresar el gozo de lo que significa diseminar la Palabra de Dios en tierra buena. Pero, ¿cómo llega esa semilla de la Palabra de Dios a nuestras vidas hoy en día? A mi me llegó nuevamente ayer a través de Magda, Mary Tere, Betty y Alfonso en unos momentos maravillosos de un compartir el alimento material —por cierto riquísimo— y el alimento que brota de conllevar en la vida, como incrustada, la Palabra de Dios. ¡Qué bellos momentos que se fueron como agua, en los que, en una sana convivencia de una comida familiar, pudimos palpar el amor que Dios, con su Palabra, ha sembrado en nuestras vidas y en nuestras familias y que nos urge a darlo! Es que para el cristiano es cosa de ser un poco más fijados en lo que debemos y no en tantos distractores que el exasperado y frenético mundo de hoy nos ofrece. 

Yo creo que hablando de estos asuntos de sembradores y de semillas, la enseñanza de la liturgia del día de hoy no podemos referirla solamente a los oyentes de la Palabra, sino a los sembradores, o sea, todos los discípulos–misioneros, tenemos la tarea de sembrar y a la vez la de recibir la semilla, pero... ¿tenemos semilla buena para sembrar en nuestras conversaciones, en nuestros ratos de convivencia o recreación y no solamente en la hora de la Misa al leer las lecturas directamente? El trabajo de sembrador es un trabajo arduo, abundante, sin medida, sin distinciones, que podrá parecer inútil por el momento, infructuoso y desperdiciado; sin embargo, dice Jesús llegarán los frutos en abundancia y Pablo dice que esos frutos nos llevarán a una vida nueva, que nos llevará al gozo de la resurrección. En el Reino de Dios no existe momento inútil para sembrar ni para recibir la semilla; nada se malgasta, la semilla puede caer en miles de corazones no solamente a la hora de Misa. Seguro que la semilla —símbolo de la Palabra— es capaz de dar frutos abundantes en todos los espacios en donde hay un cristiano que los convierte en «espacio de santificación». Cuando se tiene la buena intención de sembrar, no hay más que un solo motivo que pueda explicar la esterilidad de una semilla echada en la tierra o la ineficacia de la Palabra predicada a tiempo y a destiempo (2 Tim 4,2): la pobreza del suelo que recibe el grano, o en otras palabras, las malas disposiciones de los oyentes. ¿Cuál es mi disposición no sólo al sembrar, sino al ser tierra para recibir la semilla? 

Sabemos que el Reino de Dios no es un «destello estrepitoso y brusco». Su establecimiento y vivencia entre nosotros viene a través de las pequeñas cosas de cada día, se manifiesta en el porfiado aguante de las pruebas y de los fracasos que se presentan, en el gozo de compartir la fe con la familia y los amigos, en la entrega apostólica a la que nos podamos comprometer, en los pequeños y grandes servicios que en el trabajo se puedan dar, en un pequeño regalo desinteresado, en la ayuda a un necesitado... en fin, para mejor sembrar la Palabra del Señor y hacer fructificar en nuestra vida por la semilla que se nos siembra, es necesario, cada día, con perseverancia, tratar de llevar a la práctica lo que ya se ha descubierto de ese Reino porque otro, ha sembrado esa semillita en nosotros. Nosotros, como la semilla al morir, al atravesar como Cristo la puerta de la Pascua, pasaremos a una existencia nueva, transformada, definitiva, para la que estamos destinados. La semilla habrá muerto, pero para dar origen a la espiga o a la planta nueva... ¡Qué hermoso es compartir la vida conllevando la Palabra y haciéndola vida libremente y con sencillez en cada cosa que hacemos mientras estamos en este mundo! Hace poco leí un libro de un sacerdote franciscano, profesor, conferencista, autor de numerosos libros de notable éxito en Brasil y en otros países que se llama Anselmo Fracasso. Quedó ciego a los 18 años, en el seminario, estudió luego Braille y se formó así en Filosofía y Teología. Gran ejemplo de vida y de superación de la adversidad, fue ordenado sacerdote con licencia especial de Roma. El libro que de él leí se titula: «Lo que los ojos no ven» y en él, entre otras cosas afirma: «Hay que sembrar, plantar con amor, en la fe y en la esperanza, sin la menor preocupación por recoger los frutos de la semilla que plantamos. La ansiosa preocupación de ver los resultados de nuestros esfuerzos nos deja afligidos e inseguros». El Evangelio de hoy nos recuerda que «la tierra buena son los que con un corazón noble y generoso escuchan la Palabra, la guardan y dan fruto perseverando»... Así es María, a quien hoy como cada sábado recordamos de manera especial, ella es la primera en escuchar la Palabra y correr presurosa a compartirla en el ir y venir de visitas, pequeños servicios, firmeza ante las dificultades, compañía a los amigos de su Hijo (Lc 1,46-55; Jn 2, 1-11; Jn 19,25-27 Hch 1,14). Sembremos y dejemos que se nos siempre la Palabra de Dios así como ella, en el diario vivir y conforme el Divino Sembrador lo va disponiendo. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 21 de septiembre de 2018

«¡Hay niveles!»... Un pequeño pensamiento para hoy

La Iglesia celebra el día de hoy a San Mateo, el Apóstol y Evangelista, cuya vocación de seguimiento de Cristo constituye uno de los eventos más sobresalientes del ministerio de Nuestro Señor Jesucristo. Su Evangelio es un regalo maravilloso que conecta el Antiguo con el Nuevo Testamento. Por la razón de celebrar a este santo varón, dejamos a un lado momentáneamente la primera carta de san Pablo a los corintios y nos vamos sólo por hoy al capítulo 4 de la carta a los efesios (Ef 4,1-7.11-13) para iniciar este pequeño pensamiento, que es pequeño siempre no por la cantidad de letras o palabras que contiene, sino porque es mi pequeña aportación para que cada día nos encontremos con el Señor y conectemos esta amistad con lo que vivimos cada día. San Pablo empieza hoy diciendo: «Los exhorto a que lleven una vida digna del llamamiento que han recibido» (Ef 4,1). O sea, que todos, que hemos sido llamados por el bautismo a una vocación de seguimiento de Cristo, tenemos que vivir como es digno de ese llamado que hemos recibido. 

Actualmente se usa una expresión que dice: «¡Hay niveles!», un término habla de una posición que se ocupa en la sociedad. ¿Pero, cuál es nuestro nivel al haber sido convocados por Cristo como lo fue san Mateo? ¿Cuál es nuestro nivel en la sociedad como católicos? Tenemos que vivir en un nivel acorde con la posición que tenemos en Cristo, no propiamente en el mundo. En Filipenses 1,27 el mismo san Pablo nos dice: «Lo que importa es que ustedes lleven una vida digna del Evangelio de Cristo, para que tanto si voy a verlos como si estoy ausente, oiga de ustedes que se mantienen firmes en un mismo espíritu y luchan acordes por la fe del Evangelio». Y en Colosenses 1,10 el Apóstol nos exhorta diciendo: «Lleven una vida digna del Señor y de su total agrado, produciendo frutos en toda clase de buenas obras y creciendo en el conocimiento de Dios». Además, san Pablo en la primera carta a los tesalonicenses, señala hacia su propia vida como un ejemplo del andar del cristiano: «Ustedes son testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprochablemente nos comportamos con ustedes los creyentes» (1 Tes 2,10). El entender quienes somos, porque hemos sido llamados, es el fundamento de este andar con dignidad que nos da la calidad de «llamados y enviados». Un digno andar delante de Dios estará marcado siempre por humildad y mansedumbre, no con un deseo insistente de defender nuestros propios derechos o de avanzar en nuestras metas, sino de dejarlo todo por él, como lo hizo Mateo. 

Jesús, en el Evangelio, al pasar junto al puesto de recaudación de Mateo —a quien Marcos y Lucas llaman «Leví»— le invita a seguirle (Mt 9,9-13). Mateo, que sin duda había visto y oído predicar en varias ocasiones a Jesús, se decide a abandonar su puesto y a seguirle definitivamente lleno de gozo. Como hará en otra ocasión Zaqueo (Lc 19,1-10), le invita, junto con varios compañeros recaudadores de impuestos como él, a comer a su casa. Desde entonces la casa de Mateo será la escogida por Jesús para descansar en Cafarnaúm de sus recorridos apostólicos en Galilea... ¡Hay niveles! Después de la resurrección y ascensión de Jesús, San Mateo permanece algún tiempo con los otros apóstoles en Palestina y, bajo la dirección de Pedro, Mateo con los demás apóstoles catequiza a los nuevos cristianos que por centenares y millares, recordando los milagros y las enseñanzas de Jesús, se presentan a pedir el bautismo y recibir orientación de nueva vida, agrupándose entre sí formando el primer núcleo de la Iglesia. Acostumbrado a redactar esquemáticamente los datos de su antigua aduana, expone en estilo breve, en su Evangelio, los hechos que él mismo había presenciado y con gran detenimiento recoge parábolas y discursos del Señor, especialmente los de Galilea, anotando en multitud de pasajes de su vida, desde la genealogía y nacimiento virginal hasta su pasión y muerte, los lugares de los profetas del Antiguo Testamento en que ya lo anunciaban. Mateo deja claro en sus escritos, que Jesús es el verdadero Mesías prometido a los patriarcas y a los profetas. Su libro se convierte en el primer evangelio, escrito en hebreo, o mejor dicho en arameo, la lengua popular que usó Jesucristo, traducido muy pronto al griego y probablemente ampliado, que es el que hoy conocemos, reconocido por la Iglesia como inspirado por el Espíritu Santo. Este corto escrito de sólo 28 capítulos, ha sido la delicia de predicadores y catequistas durante 20 siglos en todos los continentes. San Mateo es el único evangelista que comienza su evangelio con la genealogía de Jesús (Mt 1,1-18). Usa 5 veces el nombre de «María» (1,16.18.20;2,11;13,55) y 9 veces el título de «Madre» (1,18;2,11.13.14.20.21;12,46.47;13,55) para designar a la madre de Jesús... «¡Hay niveles!» Este es un signo de la importancia que el evangelista da a la Virgen María, la Madre de Jesús y Madre nuestra; y esto habla de la importancia que debemos darle nosotros también en nuestras vidas si queremos conservar el nivel de seguidores del Señor, discípulos–misioneros como san Mateo. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 20 de septiembre de 2018

«Jesús siempre enseña»... Un pequeño pensamiento para hoy

Desde tiempos remotos en la historia de la humanidad, ha habido una gran cantidad de líderes, ilustradores y pensadores. Pienso en Sócrates, que enseño unos 40 años; Plantón que lo hizo por 50 años más o menos y Aristóteles que nos dejó 40 años de erudición también. Sumado los tres, nos dan unos 130 años. No obstante, las enseñanzas e influencias de estos importantes pensadores y de muchos otros, no se comparan a las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo que aleccionó solamente tres años en su vida pública y a pesar del poco tiempo de su ministerio, tanto su enseñanza como su influencia en el medio humano aún se mantiene vigente, viva y actual. No se puede negar que la persona de Cristo es única en la historia de la humanidad, es tan cierto que Gandhi al referirse a Jesucristo afirmó: «No sé de nadie que haya hecho más por la humanidad que Jesús». Con razón la historia está marcada con un antes y un después de Cristo, lo que hace de su persona y sus enseñanzas algo único y extraordinario que no tiene comparación alguna. Y es que hay algo más, ninguno de esos líderes que por años y años han enseñado a la humanidad, ha resucitado, el único es el Señor Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, que ha estado con nosotros siempre. 

En la página de hoy de la primera carta a los corintios (1 Cor 15,1-11), San Pablo da testimonio precisamente de esta verdad básica de la fe cristiana: que Cristo Jesús resucitó. Y la expone a modo de un credo breve: «Les recuerdo el Evangelio que yo les prediqué y que ustedes aceptaron y en el cual están firmes», ese Evangelio que los Corintios acogieron: «que Cristo murió, que fue sepultado y que resucitó al tercer día...» Y va enumera una serie de apariciones del Resucitado, algunas narradas también por los Evangelios y otras, no. Como esa que dice de los «quinientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales viven todavía y otros ya murieron». También la de él, cuando era un perseguidor y se consideraba «como un aborto», cuando se le apareció en el camino de Damasco. Esto es lo que predica la Iglesia, la enseñanza de Jesús no solo de tres años, sino de siempre. Y lo que le han transmitido a él a partir de Cristo es también lo que él y los demás van proclamando en todas las comunidades en una enseñanza que no acabará sino hasta que se clausuren los siglos y vivamos ya en la eternidad. La comunidad cristiana va prolongando las enseñanzas del Maestro anunciando que Jesús ha resucitado y sigue vivo, y que nosotros también estamos destinados a la vida, como nuestra cabeza y nuestro guía, nuestro Señor Jesucristo. 

Y esa enseñanza que Jesús nos ha dejado, tiene como punto de partida un mensaje que es básico en su predicación: la importancia de la misericordia, de la compasión y del perdón. A Él no le importa nuestro pasado, por muy tenebroso que sea; Él se compadece de nosotros y sólo le importa el que nos dejemos encontrar y que recibamos su misericordia y su perdón. Si Él se junta con pecadores; si Él acude a banquetes no es porque quiera dejarse dominar por el pecado, o porque quiera pasarse la vida embriagándose; Él, por todos los medios, y acudiendo a todos los ambientes, busca al pecador para salvarle, como nos deja ver hoy San Lucas (Lc 7,36-50). Y la Iglesia —es decir nosotros, como discípulos–misioneros— no ha de tener miedo de ir a todos los ambientes del mundo, por muy cargados de maldad que se encuentren, para llamar a todos a la conversión y a la unión plena con Dios. A espaldas de aquella pecadora que el Evangelio nos presenta sólo hay una realidad: el pecado. Y en su horizonte sólo hay una promesa: la tristeza, la desesperación, el vacío. Pero en su presente se hace encontradizo Cristo, el rostro humano de Dios que «le enseña» desde su realidad. Luego será ella quien nos enseñará cómo actúa Dios cuando se abre el corazón y la misma vida al amor de Dios. Nunca debemos permitir que la desconfianza en Dios, por nuestra miseria que es inmensa, tome prisionero nuestro corazón, pues entonces habríamos matado en nosotros toda esperanza de conversión y de salvación. La misericordia del Señor es eterna y es siempre escuela de salvación porque Cristo vive. Cristo nos enseña a través de esta mujer cuyo nombre ni sabemos, y ella misma nos enseña también, pero nos enseña sobre Cristo, por eso podemos decir que la enseñanza del Señor no terminará jamás. No sabemos nada de esa mujer anónima. No sabemos si siguió a Cristo dentro del grupo de las mujeres o qué fue de ella... pero podemos estar seguros de que aprendió mucho y de que a partir de aquel día su vida cambio definitivamente y se convirtió en maestra de la misericordia, de la compasión y del perdón de Dios. También a ella la salvó Aquel que salvó a la adúltera, a Pedro, a Zaqueo, y a tantos más. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de aprender siempre de las enseñanzas de Cristo, para que, así, todos, aún los más grandes pecadores, habiendo recibido mucho, porque hemos amado mucho, podamos alcanzar la Salvación que el Señor nos ofrece a todos. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico en el que el Señor nos enseña un día más! 

Padre Alfredo.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Unos días en «La Trapa» IV...

La vida pasa tan rápido como los días aquí. Escribo estas lineas cuando ya es de noche. El silencio, después de la oración de Completas en esta capilla que encierra un aire especial, toma un tinte de espera, sí, de espera del nuevo día, pero, de espera también de ese día sin ocaso que en algún momento, siempre inesperado, llegará. Todo pasa y, como dice Nuestra Madre la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, el único que permanece como realidad, es Jesús. Sea de noche o sea de día, él es nuestra única realidad: «La única realidad eres tú, Jesús» repetía la beata. Ese Jesús que, como dice la Escritura: «es el mismo ayer, y hoy, y siempre» (Hb 13,8).

Vamos siempre por caminos impredecibles, muchas veces hasta inimaginables y casi siempre a tientas, andando a tientas y agarrados de la fe, que nos va ayudando a ver, entre penumbras muchas veces, el camino que Dios va trazando y que hay que seguir conforme a su voluntad. Al terminar la oración de Completas, que las monjas rezan aquí a oscuras, se ilumina la imagen de la Dulce Morenita, la Madre del verdadero Dios por quien se vive, a quien hoy, que es martes, no fui a ver a su casita del Tepeyac para pasar mis cuatro horas en la cajita feliz restaurando la gracia perdida en tantas almas y devolviendo, al mismo tiempo, la felicidad al corazón que se ha despistado y se ha alejado de los designios de Dios. Pero, desde aquí, al verla en esta imagen llena de luz, dirigida su mirada hacia su Hijo, entre la lobreguez de la noche que empieza, sentí que me dio su bendición y me pareció oír su diáfana voz que me dijo: «Haz lo que Él te diga» (Jn 2,5).

Y es entonces, que, antes de ir al lecho y escribir estas líneas que van brotando del alma y del corazón, quiero decirle a mi Dios como Samuel, cuando él era casi un niño, aunque sea yo ya un pobre hombre de 57 años recién cumplidos: «¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!» (1 Sam 3,10). Ha terminado un día más en la abadía y un día más de mi vida. Por lógica natural me acerco, como todos los que vamos cumpliendo años y más años, al encuentro con el «Señor de la Eternidad». Sabes, Señor... ¡No quiero llegar a ti con las manos vacías! ¿Me permites que antes de dormir haga la misma trampilla que hizo santa Teresita?: «Por tus manos en las mías y ya está!» Voy, Señor, de veras, voy!

Padre Alfredo.

Aquí puedes ver la película de «Tres Monjes Rebeldes»:

Unos días en «La Trapa» III...

¡Qué bien se está en la Trapa! Y qué bien se está siempre en un ambiente donde Dios puede ocupar todos los espacios. Desde ayer compartimos el momento de tomar los alimentos el padre Pepe y yo con el padre Octavio, un sacerdote salesiano de 40 años de ordenado que viene aquí a visitar a su hermana que es monja y a dar unas conferencias, él además de sacerdote y religioso es psicólogo.

La hermana del padre Octavio está aquí desde 1974, cuando recién habían llegado a este pintoresco lugar las primeras monjas venidas de Francia para fundar este monasterio. Dice que su hermana ingresó aquí por culpa de él, pues desde que era seminarista en Tlaquepaque, Jalisco, su tierra natal, a donde llegó a los 13 años de edad, le llamaron la atención los trapenses porque leyó esa «saga» fascinante del trapense M. Raymond : «Tres monjes rebeldes», «La familia que alcanzó a Cristo» e «Incienso Quemado». En una visita que hizo a su familia —en aquel entonces los seminaristas no iban tan seguido a sus casas—, llevaba sus libros, y cuando su hermana le pidió algo para leer le prestó «Incienso Quemado» y a su hermana le encantó. Él quería conocer una Trapa y cuando se le presentó la oportunidad le platicó a su hermana. —¿Pero es qué todavía estos existen?—le preguntó su hermana con curiosidad. Él le platicó que iría a Michoacán a un lugar llamado Ciudad Hidalgo. A su regreso le platicó y ella quedó fascinada. ¡Todos somos pescadores de hombres cuando hemos encontrado al Señor!... ¡Soy pescador de hombres y no lo debo olvidar!

Qué dura es a veces la vida, pero que bendición tener al Señor para vivir este desierto del mundo. Me queda claro que quien busca al Señor en el tiempo de hoy, va contracorriente. No escribiré ni describiré aquí los encuentros que cada día de estos tenemos con el padre Ceferino (Juan Carlos Liardi) como he hecho en otros años en mis Ejercicios Espirituales. Ahora quiero meditar y guardar muchas cosas en el corazón, como lo hacía María, por eso me viene el escribir estas otras cosas. Tengo casi todo el día para mí con el Señor de la mano y Él quiere que piense hacia dónde voy y hacia donde llevo la barquita de mi vida. Estoy seguro que quiero seguir siendo un «pescador de hombres», eso sí que me queda claro. ¡María, la «Estrella de los mares», será siempre guía segura hacia el banco de pesca que me tiene preparado el Señor!

Padre Alfredo.

Nota: Cada título de los libros de la Saga de Raymond, en esta entrada, lleva directamente al enlace para descargarlo en formato PDF o para leerlo en línea.

http://www.diplox.com/focolog/pdf/0_647d44f43cb64ac8771e1b5962d9a886M901.pdf  

«La caridad no se puede enterrar»... Un pequeño pensamiento para hoy


¡Mitad de semana ya y más de la mitad de septiembre! El tiempo vuela y hoy llegamos a este día que en CDMX nos recuerda dos de los terremotos más terribles que en esta selva de cemento se han sentido (1985 y 2017). Hoy habrá simulacro, pero a este padrecito no le tocará participar, pues estaré en Cuernavaca, precisamente en la Casa Madre de nuestra «Familia Inesiana» que tantos daños sufrió y en donde un edificio completito tuvo que ser derribado debido a los daños irreparables que sufrió. El amor, expresado en la caridad concretizada en mil maneras diversas, ha levantado a CDMX y a tantos lugares más del mundo no solo de terremotos terribles, sino de tantas otras situaciones que, por la fuerza de la naturaleza o por la necedad del hombre, han causado estragos impresionantes. Hoy San Pablo, como si quisiera solidarse con nosotros en este recuerdo, nos ofrece en la primera lectura de Misa el hermoso «Himno a la Caridad» (1Co 12,31-13,13): «La caridad es paciente, no busca su interés... no se irrita, no es envidiosa... es servicial. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta...» Con estas expresiones el Apóstol de las Gentes nos remite a Cristo, que ha realizado todo esto a la perfección y que sigue inspirando tantos y tantos corazones que sería imposible contar. ¡Pienso simplemente en tanta gente que al instante nos ayudó a la reconstrucción de nuestra amada «Casa Madre» y de tantos con los que compartí esos momentos inolvidables entre los escombros de los edificios derrumbados de esta Metrópoli Azteca. 

Estos acontecimientos, que suceden de vez en vez son para los discípulos–misioneros de Cristo escuela viva de teología que nos hacen ver el «valor» esencial de nuestra religión que no se queda solamente en un aspecto «doctrinal», de «conocimiento intelectual», sino que trasciende inmediatamente al «amor-caridad». Todo este conjunto de corazones actuando desinteresadamente con amor, tiene siempre un mayor grado de gracia que un gran teólogo de corazón cenceño, e incluso mayor que cualquiera que hiciera milagros, nos recuerda san Pablo en esta que es una de las páginas más bellas de sus escritos. Hablar lenguas y predicar es interesante. Vaticinar el futuro y conocer a fondo la esencia de las cosas es admirable. Repartir limosnas es sumamente meritorio, pero hacer todo esto y más, por amor, es lo que le da el verdadero sentido a nuestro diario acontecer. Incluso la fe y la esperanza, las otras dos virtudes «teologales», con ser tan importantes, lo son menos que el amor, porque todo lo pasará, menos el amor, que durará para siempre. Si amamos desinteresadamente, es que hemos llegado a la madurez, dejando atrás las cosas de la niñez. La solidaridad que se vive en esos momentos que luego quedan grabados en el alma para siempre, nos hacen ver que todo lo demás, fuera del amor —por muy bien que hablemos y por mucha sabiduría que creamos tener— es «un metal que resuena o unos platillos que aturden». 

¡Qué sabio es Dios al permitirnos vivir todo esto! Es que como su amor, no hay otro, y a ese tenemos que tender. Pero el hombre de hoy al poco rato, en general olvida estos acontecimientos. Esos días las filas para ir a la cajita feliz a recibir la gracia del perdón, eran mucho más largas que hoy y así pasa siempre. Cuando el agua nos llega al cuello corremos solidarios sacando de las entrañas el amor que ha sido sembrado en nosotros desde nuestro bautismo, pero luego, el mundo parece volvernos a atrapar y aquella caridad y aquel amor se guardan nuevamente hasta que llegue el momento de romper el cristal porque hay una emergencia. San Lucas, con el episodio de hoy en el que los niños invitan con su música a otros niños a vibrar con ellos en sus juegos de alegría o de tristeza, nos recuerda la solidaridad que debemos mostrar en el juego de la vida que todos jugamos. La comparación de los dos grupos de niños es expresiva: ni con música alegre ni con canciones tristes consiguen unos que los otros colaboren. Cuando no se ama al estilo que nos recuerda San Pablo, que es el mismo de Cristo, se encuentran con facilidad excusas para permanecer con el corazón desentendidamente frío y hoy, a un año de aquel devastador terremoto, muchos damnificados, con su corazón aún trémulo, reclaman que las ayudas por parte de quienes se habían comprometido aún no llegan. En algunos lugares las obras prácticamente no han comenzado o las ayudas dejaron ya de llegar. ¡Hay mucho por hacer siempre! La caridad no se puede enterrar en ningún momento, porque si se entierra ésta, se inhuma el alma. Solamente quien tiene en su corazón el don del amor perpetuo, puede confiar y esperar siempre. María es así, Ella es la «Madre del Amor Hermoso», dice una vieja advocación muy poco utilizada y recurriendo a Ella podemos mantener vivo este maravilloso don. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

martes, 18 de septiembre de 2018

«Unidad en la diversidad»... Un pequeño pensamiento para hoy

La división siempre ha sido una amenaza que está latente en todo grupo humano, no solo de la Iglesia, sino en los pueblos, en las familias, en los grupos de amigos. Hay una frase muy famosa que señala: «divide y vencerás». En nuestra visión desde la fe, esa es la incansable tarea del acérrimo enemigo de Cristo, de la Iglesia y de cada uno de nosotros... «divide y vencerás». Leyendo la primera carta a los corintios nos vamos dando cuenta de que los cristianos de aquel lugar no estaban exentos de esta terrible situación, y como en nuestra época, estaban divididos. Para dar respuesta a esta situación concreta Pablo desarrolla el tema del «Cuerpo de Cristo», que es uno de los más ilustrativos que el Apóstol nos presenta para hablar de la Iglesia (1 Cor 12,12-24.27-31). El Apóstol recurre a la explicación de cómo nuestro cuerpo forma un todo, aunque tiene muchos miembros y todos los miembros, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo en el que Cristo, que es la cabeza, es el «unificador», Él conduce a la unidad y nos hace llegar a ser «un solo cuerpo», el suyo y, un cuerpo, es portador de vida. 

El padre Juan Esquerda Bifet —a quien tanto admiro y leo— comentando en muchos de sus libros este y otros pasajes de la Escritura, nos recuerda que esta expresión «ustedes son el cuerpo de Cristo», significa para cada discípulo–misionero que debe, junto con el resto de la comunidad de creyentes, ser la «visibilidad» de Cristo, el signo de su presencia actual en el mundo. Nosotros somos su «rostro», nosotros somos sus «manos», nosotros somos su «corazón». El se hace visible y puede actuar a través de nuestra conducta, puede servir a través de nuestras manos, puede amar a través de nuestros corazones. Y no se puede ser parte de este cuerpo que es la Iglesia sin pensar en los demás. Cada uno por su parte, en la gran diversidad que existe —Apóstoles, profetas, maestros, médicos, desde su identidad, va cooperando para construir una comunidad viva y dinámica que no sepa de fronteras sino sólo de amor y amor del bueno, que es el que vive al estilo de Cristo. Esto me deja pensando en la misma línea de ayer, si en la Iglesia —parroquia, comunidad religiosa, diócesis, familia, grupo de amigos— actuamos unidos en la construcción del Cuerpo de Cristo: sacerdotes, religiosos y laicos, hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y mayores. ¿O cada uno va por su lado, sin colaborar en la comunidad? ¿Será que entendemos y explotamos las cualidades o los ministerios que tenemos y que no sólo no para provecho nuestro, o para el bien común? 

San Lucas nos narra hoy un hecho que solamente en su Evangelio está (Lc 7,11-17) y que nos muestra cómo es que Cristo, que es la cabeza, se preocupa del resto del cuerpo que es la Iglesia que ha fundado y que es «sacramento universal de salvación» que tiene las puertas abiertas para todos. Este pasaje, tan divino y humano, en el que San Lucas se explaya en uno de sus temas preferidos, la compasión y la misericordia, nos pone en contacto con la más auténtica misión de Jesús —la cabeza— y la Iglesia —su cuerpo—: El Señor vino a compartir nuestras alegrías y tristezas, nuestras angustias y esperanzas. El dolor, que se expresa en los millones de crucificados de nuestra historia. La soledad de los que descartados van solos por la vida. Nuestra misión, en continuidad con la de Jesús, en este cuerpo del que formamos parte, es la de comunicar vida. La caridad, la compasión, la cercanía, la amistad, la buena voluntad, ejercidas con misericordia, deben unirnos a todos. Pero reconociendo siempre que la gracia de salvación es don de Dios. Es solamente él quien nos puede volver a la vida. Y esta gracia se pide desde la fe, la confianza, el amor. Y la viuda de Naím se deja querer unida a Cristo que le dice «¡No llores!». Y el joven se deja querer cuando Cristo le dice: «Joven, yo te lo mando: Levántate!». «¡El Señor ha hecho en mí maravillas!» expresa María en el Magnificat, «¡el Señor es grande y Poderoso!». Sí, Dios todo lo puede, él puede lograr la unidad en la diversidad para que, como él, que es nuestra cabeza, «pasemos por este mundo haciendo el bien» (cf. Hch 10,38). ¡Bendecido martes! Los encomiendo a los pies de la Virgen Morena en el Tepeyac esta tarde. ¡Felicidades a mi hermano Lalo y Yoyina mi cuñada en su 31 aniversario de matrimonio! 

Padre Alfredo.

lunes, 17 de septiembre de 2018

«Señor, yo no soy digno»... Un pequeño pensamiento para hoy

San Pablo, en la lectura continuada que estamos haciendo de la Primera Carta a los Corintios, nos interroga hoy sobre algo importantísimo: ¿Somos coherentes entre lo que celebramos en el sacramento de la Eucaristía y lo hacemos vida? ¿La comunión que se establece entre la Eucaristía y nuestro actuar se traducen en el día a día en un compartir fraterno y solidario con los que más nos necesitan? (1 Cor 11,17-26). ¡Qué difícil debe haber sido para San Pablo conducir aquella primera comunidad corintia de creyentes para librarles de todo tipo de desviación en la que, atraídos por la vaciedad de un mundo multicultural y totalmente secularizado —como el nuestro— les cerraba muchas veces los ojos y el corazón! Y es que, cuando el creyente «se mundaniza» como dice el Papa Francisco, pierde piso y piensa que vive y «cumple» con Dios celebrándolo, sin pensar en el hermano, sobre todo en el más pobre y necesitado. El Apóstol les abre los ojos para enfrentar una desviación que se está produciendo en la comunidad. ¿Cómo es posible que los que tienen más no compartan con los que tienen menos y así sientan que han celebrado una Eucaristía fructífera? San Pablo les habla claro: «¿Qué quieren que les diga? ¿Qué los alabe?». Lo que se celebra en cada Eucaristía en la que los discípulos–misioneros participamos, siguiendo el mandato de Cristo, debe de llevarnos a celebrarlo también en la vida, en un compromiso que es siempre de caridad y que se expresa en una serie de obras de misericordia (Mt 25) que no debemos nunca olvidar, sólo eso nos hará bienaventurados (Mt 5) y hará que haya una conexión con lo que celebramos sin romper con la vida práctica. 

En estas palabras de San Pablo, en las que nos topamos, además, con el testimonio más antiguo (año 57) de las palabras de Jesús en la última cena —palabras que han quedado consignadas en el Evangelio (Mt 26 y Lc 22) y que claramente el Apóstol no considera suyas, sino herencia de Cristo— nos encontramos con que la celebración de la Eucaristía no es simplemente un hecho externo de un recuerdo de algo que aconteció, sino el encuentro vivo con Cristo: «cada vez —dice San Pablo— que ustedes comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1 Cor 11,26. Respuesta II en el momento de la consagración de la celebración de la Eucaristía). Cada vez que celebramos la Eucaristía, el Cristo del Evangelio está presente con nosotros. Esta es su «Presencia Real». Cuando celebramos la Eucaristía, hacemos memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente en el aquí y ahora: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf Hb 7,25-27): «Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que "Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado" (1Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3. Catecismo de la Iglesia Católica 1364). Una asamblea «dispersa» porque cada uno va a lo suyo, una asamblea que se encierra en su individualismo, sin pensar en los demás, da un contratestimonio de Jesucristo. Celebrar el «cuerpo de Cristo» no puede ser sólo respetar las especies sacramentales en una liturgia impecable, sino también prestar atención a los hermanos, y cuidar muy particularmente ese signo del «Cuerpo de Cristo» que da o no da nuestra «asamblea». 

El Evangelio de hoy (Lc 7,1-10) nos deja ver de cerca a un centurión, que era uno de aquellos gentiles cuya hambre religiosa no se saciaba con la sabiduría de los filósofos y diosecillos que el mundo pagano le presentaba. Era temeroso de Dios, profesaba la fe en el Dios único, tomaba parte en el culto judío, pero no había pasado definitivamente al judaísmo. Buscaba la salvación de Dios. Su fe en el Dios único, su amor y su temor de Dios lo manifestaba en el amor al pueblo de Dios y en la solicitud por la sinagoga que él mismo había edificado. Sus sentimientos se expresaban en obras. Eso mismo nos ha pasado en algunos lugares de nuestras misiones en África, en donde musulmanes y no creyentes nos han donado terrenos para los Templos o nos han ayudado a construirlos. ¿Es que ellos pueden ver más allá de nosotros las necesidades de los hermanos? El centurión fue a pedir, no algo para él, sino para «un criado muy querido» (Lc 7,2) y le dice a Jesús esas palabras que nosotros hemos de pronunciar siempre antes de acercarnos a recibir a Jesús Eucaristía: «yo no soy digno de que tú entres en mi casa... con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano» (cf. Lc 7,6-7). Si el contacto con Cristo no nos lleva a pensar en el hermano, en el amigo, en el vecino, en el pobre, en el solo... ¿a dónde nos puede llevar? Que María Santísima nos lleve a amar de veras a Jesús Eucaristía y a celebrar dignamente cada encuentro del Señor en el Sacramento. San Juan Pablo II afirma que «la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía... María guía a los fieles a la Eucaristía» (R.M.44). ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 16 de septiembre de 2018

«En un aniversario más de la Independencia de México»... Un pequeño pensamiento para hoy

La fe que los discípulos–misioneros de Cristo hemos recibido como don desde nuestro bautismo, supone fidelidad y compromiso con lo que creemos y sobre todo confianza en Aquel en quien creemos. Nadie debería decir nunca de un buen cristiano que tiene fe cristiana, pero que esa fe no se proyecta en obras cristianas, en concreto en las llamadas «obras de misericordia» (Mt 25, 31-46). Ni tampoco nadie tendría que decir de cualquiera de nosotros que tenemos fe, pero que nuestras obras contradicen nuestra fe. Si no vivimos en el dinamismo que implica la fe y que gira en torno en el amor de Dios en nuestra propia vida, no podemos decir que tenemos fe. Cuántas veces podemos encontrarnos con gente que presume de que tiene mucha fe, pero las evidencias —sin criticar o juzgar— muestran que esa fe no se nota en la vida de cada día. Leyendo la segunda lectura de hoy (St 2,14-18), nos damos cuenta de que la fe verdadera es confesar a Jesús, reconocerle como Mesías, y a la vez seguirle, haciendo como Él, que «pasó por el mundo haciendo el bien» (Hch 10,38) y dando la vida por amor hasta la entrega total (cf. (Ga 2,16.19-21). Esto es lo que Padre quiere de todo aquel que se considere discípulo–misionero de su Hijo. Que no pensemos ni vivamos al estilo del mundo, huyendo del sufrimiento y buscando el confort, sino que vivamos nuestra fe expresada en una entrega hasta el extremo. 

La Sagrada Escritura nos habla de hombres y mujeres de fe que marcaron la historia bíblica y a la vez la historia del mundo, como el caso de Isaías, que lleno de fe logra superar tantas y tantas adversidades de parte de sus adversarios (Is 50,5-9). Isaías nos muestra, no solamente en el segmento que la liturgia nos presenta hoy, sino en todo él, que una de las características que marcan la vida de los hombres que transforman y marcan la historia es que, por la fe, tienen una visión más amplia de lo que hoy su presente les muestra a pesar de ver un cúmulo de calamidades, desventuras y ataques que se atraviesan en su vida. Hoy en México celebramos un aniversario más de la Independencia, así que pienso en mi patria chica —porque mi casa es el mundo— y voy a la historia de la independencia para recordar que a la cabeza de aquellos acontecimientos iba un estandarte de la Virgen de Guadalupe, un estandarte de la Madre de Dios que a aquellos hombres y mujeres valientes les recordaba la fe inquebrantable de María que les hacía ver un futuro, una independencia, un camino de libertad hacia la paz duradera. Y ese caminar no fue fácil ni estuvo libre de adversidades. Basta pensar en los Domínguez (Miguel y su famosa esposa doña Josefa Ortiz de Domínguez), que prestaban su casa para las juntas donde se iniciaba la estrategia para alcanzar aquella libertad tan ansiada. Este matrimonio tuvo que creer mirando un México libre y dueño de su propia tierra esperando poco más de 11 años para que aquel sueño se hiciera realidad. 

La vivencia de un aniversario más de este hecho histórico que marca un antes y después, debe llevar a los católicos de México a seguir caminando en la fe abriendo los corazones al presente para sentirse interpelados hacia el futuro de esta nación, cada vez más y más descristianizada debido a la influencia del vertiginoso consumismo que hace que se quede todo para la mayoría, en una fiesta del exterior celebrada con banderitas y adornitos «made in China» y cervezas y otras viandas importadas de Europa sin acordarse de agradecer a Dios el don precioso de la libertad. ¡Anoche ni una cuarta parte del Templo estaba ocupada en la Misa por la Patria! Los ideales propuestos por la Independencia se nos presentan hoy con un nuevo rostro, en situaciones mucho más complejas que en quellos días. Así como Jesús, en el Evangelio de hoy (Mc 8,27-35) le pregunta a sus Apóstoles «quién dice la gente que es Él» (cf. Mc 8,27) y los escucha; a nosotros nos pregunta también como a ellos: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy?» (Mc 8,29). En medio de un México conformado hoy por una sociedad bastante diversa y plural, ¿que podemos decir de Cristo los hombres y mujeres de fe? ¿Qué podemos aportar, desde nuestra mirada de fe, en la reconstrucción de un futuro común al que nos acaban de invitar nuestros obispos en el «Plan de la Iglesia Católica para la Construcción de la Paz»? Cristo pide, al que quiera ir detrás de Él, que cargue su cruz y le siga y nos dice hoy claramente que, si verdaderamente tenemos fe, podemos comprender, desde la lógica de Dios lo que significa seguirle hoy mismo: «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Pidamos este domingo al Señor, con el estandarte de Santa María de Guadalupe, que nos dé la valentía de confesarle como el Señor, el Mesías y que no nos escandalicemos de Él como hizo Pedro, para vivir en nuestra propia vida, en la Patria chica o la Patria inmensa de nuestra casa común, ese amor de Dios, para que nuestra fe no sea una fe muerta, sino una fe auténtica que nos conduzca hacia la Patria eterna, nuestra casa de verdad. ¡Feliz domingo y felices fiestas patrias a los mexicanos de nacimiento y de corazón! 

Padre Alfredo.