domingo, 9 de septiembre de 2018

«Sesenta y cinco pesos»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hay gente que piensa que los cuerpos humanos son verdaderamente valiosos por su composición material y deberían tasarse a precios astronómicos, pero hay una realidad mucho menos halagadora para nuestra especie, a pesar de los altísimos precios en que se venden los órganos humanos en el mercado negro. Un grupo de especialistas emplearon grandes recursos humanos y financieros calculando la composición de nuestro cuerpo humano según sus elementos. Estos llegaron a la conclusión de que si calculamos el valor monetario de los elementos que conciertan nuestro cuerpo, en un promedio llegamos a sumar la nada despreciable cifra de… ¡2,90 euros!, es decir 3 dólares y 36 centavos, más o menos —con nuestra devaluación y cambio súper inestable—: ¡Unos 65 pesos! Y como dice aquella famosa frase que canturreaba el célebre Pedro Infante —a quien por cierto nunca o casi nunca escuché— en una canción titulada «Fallaste Corazón»: «Y tú que te creíste el rey de todo el mundo...» ¡Qué poco valemos sin la gracia de Dios! ¿Qué se puede comprar con 65 pesos? ¿En qué los podemos invertir? Y sigo con la canción: «adonde esta tu orgullo, a donde esta el coraje»... 

Nosotros valemos mucho, no por los elementos químicos y biológicos de que estamos hechos, sino porque Dios está con nosotros. Porque el Dios de Jesús es Padre y no quiere que ninguno de sus hijos se quede convertido en un trasto inútil e inservible, que se arrincona, que se deja a un lado por su poco valor. Dios quiere a sus hijos sentados todos a la misma mesa, al mismo nivel, compartiendo juntos el pan de las alegrías y las penas, de los gozos y las penalidades que conlleva siempre la vida humana. Dios quiere a sus hijos viviendo juntos en el amor y en la esperanza. Porque él es padre y madre que cuida siempre de sus hijos. Y sus hijos, lo último que pueden hacer es perder la esperanza y la confianza en su Padre. Por eso, no debemos de temer. Dios viene en persona a salvarnos a todos los que queramos aceptar esa redención, ricos y pobres, chaparros y gordos, flacos y altos, flemáticos y coléricos, sanguíneos y melancólicos... todos hijos e hijas de un solo Padre. Y es que hoy me viene pensar todo esto por prestar especial atención a la página que leemos de Santiago en la segunda lectura (St 2,1-5). Él dice que no tengamos «favoritismos», o sea, que no tratemos de un modo privilegiado a los ricos y simpáticos, despreciando a los pobres o a los que no son de nuestro agrado, si al fin, a los ojos de Dios, todos somos iguales y valemos por lo que somos, no por el montón de arreos que nos podamos colgar o los costosos «perjúmenes» que nos podamos dosificar. La vida es hermosa no por lo que podamos llevar por fuera, sino por un corazón sanado y libre con el que podamos amar. 

Somos poca cosa humanamente, hay que reconocerlo: «¡65 pesos!» Pero, a la miseria humana, Dios la ha engalanado con algo que vale más que cualquier adorno, su inmensa misericordia, que se nos ha manifestado sobre todo en Cristo, que tiende su mano a todos por igual para curarnos y darnos esperanza. Jesús, que hoy en el Evangelio cura a un sordo y medio tartamudo (Mc 7,31-37), nos tendría que curar también a nosotros, porque a veces estamos así, ensordecidos por las vanidades el mundo que son solamente falsas riquezas que nos cautivan y nos dejan medio tartamudos. Atrapados por las apariencias de esta sociedad empeñada en empobrecer a unos más y más para que unos cuantos sean ricos, no escuchamos a lo que tendríamos que atender: la Palabra de Dios, o también las palabras de nuestros hermanos. Y por si fuera poco, no hablamos lo que tendríamos que hablar, alabando a Dios y brindando palabras de ayuda a los hermanos. Hay que abrirnos al Señor que viene a sanar, a «abrir los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos» (Is 35,4-7). Cada domingo vamos a Misa, vamos a pedirle a Jesucristo que repita su milagro, que «nos aparte de la gente a un lado», que toque los oídos y las lenguas de nuestras almas, que realice el milagro de cambiar nuestros corazones y de superar nuestros egoísmos y que nos lleve a escucharle a él y a escuchar al Padre para alcanzar, como consecuencia, el vivir nuestra vocación de profetas en plenitud y anunciar al mundo la Salvación caminando de la mano de María su Madre. ¡Bendecido domingo viviendo la Eucaristía dominical! 

Padre Alfredo.

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