San Pablo, en la lectura continuada que estamos haciendo de la Primera Carta a los Corintios, nos interroga hoy sobre algo importantísimo: ¿Somos coherentes entre lo que celebramos en el sacramento de la Eucaristía y lo hacemos vida? ¿La comunión que se establece entre la Eucaristía y nuestro actuar se traducen en el día a día en un compartir fraterno y solidario con los que más nos necesitan? (1 Cor 11,17-26). ¡Qué difícil debe haber sido para San Pablo conducir aquella primera comunidad corintia de creyentes para librarles de todo tipo de desviación en la que, atraídos por la vaciedad de un mundo multicultural y totalmente secularizado —como el nuestro— les cerraba muchas veces los ojos y el corazón! Y es que, cuando el creyente «se mundaniza» como dice el Papa Francisco, pierde piso y piensa que vive y «cumple» con Dios celebrándolo, sin pensar en el hermano, sobre todo en el más pobre y necesitado. El Apóstol les abre los ojos para enfrentar una desviación que se está produciendo en la comunidad. ¿Cómo es posible que los que tienen más no compartan con los que tienen menos y así sientan que han celebrado una Eucaristía fructífera? San Pablo les habla claro: «¿Qué quieren que les diga? ¿Qué los alabe?». Lo que se celebra en cada Eucaristía en la que los discípulos–misioneros participamos, siguiendo el mandato de Cristo, debe de llevarnos a celebrarlo también en la vida, en un compromiso que es siempre de caridad y que se expresa en una serie de obras de misericordia (Mt 25) que no debemos nunca olvidar, sólo eso nos hará bienaventurados (Mt 5) y hará que haya una conexión con lo que celebramos sin romper con la vida práctica.
En estas palabras de San Pablo, en las que nos topamos, además, con el testimonio más antiguo (año 57) de las palabras de Jesús en la última cena —palabras que han quedado consignadas en el Evangelio (Mt 26 y Lc 22) y que claramente el Apóstol no considera suyas, sino herencia de Cristo— nos encontramos con que la celebración de la Eucaristía no es simplemente un hecho externo de un recuerdo de algo que aconteció, sino el encuentro vivo con Cristo: «cada vez —dice San Pablo— que ustedes comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1 Cor 11,26. Respuesta II en el momento de la consagración de la celebración de la Eucaristía). Cada vez que celebramos la Eucaristía, el Cristo del Evangelio está presente con nosotros. Esta es su «Presencia Real». Cuando celebramos la Eucaristía, hacemos memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente en el aquí y ahora: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf Hb 7,25-27): «Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que "Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado" (1Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3. Catecismo de la Iglesia Católica 1364). Una asamblea «dispersa» porque cada uno va a lo suyo, una asamblea que se encierra en su individualismo, sin pensar en los demás, da un contratestimonio de Jesucristo. Celebrar el «cuerpo de Cristo» no puede ser sólo respetar las especies sacramentales en una liturgia impecable, sino también prestar atención a los hermanos, y cuidar muy particularmente ese signo del «Cuerpo de Cristo» que da o no da nuestra «asamblea».
El Evangelio de hoy (Lc 7,1-10) nos deja ver de cerca a un centurión, que era uno de aquellos gentiles cuya hambre religiosa no se saciaba con la sabiduría de los filósofos y diosecillos que el mundo pagano le presentaba. Era temeroso de Dios, profesaba la fe en el Dios único, tomaba parte en el culto judío, pero no había pasado definitivamente al judaísmo. Buscaba la salvación de Dios. Su fe en el Dios único, su amor y su temor de Dios lo manifestaba en el amor al pueblo de Dios y en la solicitud por la sinagoga que él mismo había edificado. Sus sentimientos se expresaban en obras. Eso mismo nos ha pasado en algunos lugares de nuestras misiones en África, en donde musulmanes y no creyentes nos han donado terrenos para los Templos o nos han ayudado a construirlos. ¿Es que ellos pueden ver más allá de nosotros las necesidades de los hermanos? El centurión fue a pedir, no algo para él, sino para «un criado muy querido» (Lc 7,2) y le dice a Jesús esas palabras que nosotros hemos de pronunciar siempre antes de acercarnos a recibir a Jesús Eucaristía: «yo no soy digno de que tú entres en mi casa... con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano» (cf. Lc 7,6-7). Si el contacto con Cristo no nos lleva a pensar en el hermano, en el amigo, en el vecino, en el pobre, en el solo... ¿a dónde nos puede llevar? Que María Santísima nos lleve a amar de veras a Jesús Eucaristía y a celebrar dignamente cada encuentro del Señor en el Sacramento. San Juan Pablo II afirma que «la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía... María guía a los fieles a la Eucaristía» (R.M.44). ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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