La fe que los discípulos–misioneros de Cristo hemos recibido como don desde nuestro bautismo, supone fidelidad y compromiso con lo que creemos y sobre todo confianza en Aquel en quien creemos. Nadie debería decir nunca de un buen cristiano que tiene fe cristiana, pero que esa fe no se proyecta en obras cristianas, en concreto en las llamadas «obras de misericordia» (Mt 25, 31-46). Ni tampoco nadie tendría que decir de cualquiera de nosotros que tenemos fe, pero que nuestras obras contradicen nuestra fe. Si no vivimos en el dinamismo que implica la fe y que gira en torno en el amor de Dios en nuestra propia vida, no podemos decir que tenemos fe. Cuántas veces podemos encontrarnos con gente que presume de que tiene mucha fe, pero las evidencias —sin criticar o juzgar— muestran que esa fe no se nota en la vida de cada día. Leyendo la segunda lectura de hoy (St 2,14-18), nos damos cuenta de que la fe verdadera es confesar a Jesús, reconocerle como Mesías, y a la vez seguirle, haciendo como Él, que «pasó por el mundo haciendo el bien» (Hch 10,38) y dando la vida por amor hasta la entrega total (cf. (Ga 2,16.19-21). Esto es lo que Padre quiere de todo aquel que se considere discípulo–misionero de su Hijo. Que no pensemos ni vivamos al estilo del mundo, huyendo del sufrimiento y buscando el confort, sino que vivamos nuestra fe expresada en una entrega hasta el extremo.
La Sagrada Escritura nos habla de hombres y mujeres de fe que marcaron la historia bíblica y a la vez la historia del mundo, como el caso de Isaías, que lleno de fe logra superar tantas y tantas adversidades de parte de sus adversarios (Is 50,5-9). Isaías nos muestra, no solamente en el segmento que la liturgia nos presenta hoy, sino en todo él, que una de las características que marcan la vida de los hombres que transforman y marcan la historia es que, por la fe, tienen una visión más amplia de lo que hoy su presente les muestra a pesar de ver un cúmulo de calamidades, desventuras y ataques que se atraviesan en su vida. Hoy en México celebramos un aniversario más de la Independencia, así que pienso en mi patria chica —porque mi casa es el mundo— y voy a la historia de la independencia para recordar que a la cabeza de aquellos acontecimientos iba un estandarte de la Virgen de Guadalupe, un estandarte de la Madre de Dios que a aquellos hombres y mujeres valientes les recordaba la fe inquebrantable de María que les hacía ver un futuro, una independencia, un camino de libertad hacia la paz duradera. Y ese caminar no fue fácil ni estuvo libre de adversidades. Basta pensar en los Domínguez (Miguel y su famosa esposa doña Josefa Ortiz de Domínguez), que prestaban su casa para las juntas donde se iniciaba la estrategia para alcanzar aquella libertad tan ansiada. Este matrimonio tuvo que creer mirando un México libre y dueño de su propia tierra esperando poco más de 11 años para que aquel sueño se hiciera realidad.
La vivencia de un aniversario más de este hecho histórico que marca un antes y después, debe llevar a los católicos de México a seguir caminando en la fe abriendo los corazones al presente para sentirse interpelados hacia el futuro de esta nación, cada vez más y más descristianizada debido a la influencia del vertiginoso consumismo que hace que se quede todo para la mayoría, en una fiesta del exterior celebrada con banderitas y adornitos «made in China» y cervezas y otras viandas importadas de Europa sin acordarse de agradecer a Dios el don precioso de la libertad. ¡Anoche ni una cuarta parte del Templo estaba ocupada en la Misa por la Patria! Los ideales propuestos por la Independencia se nos presentan hoy con un nuevo rostro, en situaciones mucho más complejas que en quellos días. Así como Jesús, en el Evangelio de hoy (Mc 8,27-35) le pregunta a sus Apóstoles «quién dice la gente que es Él» (cf. Mc 8,27) y los escucha; a nosotros nos pregunta también como a ellos: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy?» (Mc 8,29). En medio de un México conformado hoy por una sociedad bastante diversa y plural, ¿que podemos decir de Cristo los hombres y mujeres de fe? ¿Qué podemos aportar, desde nuestra mirada de fe, en la reconstrucción de un futuro común al que nos acaban de invitar nuestros obispos en el «Plan de la Iglesia Católica para la Construcción de la Paz»? Cristo pide, al que quiera ir detrás de Él, que cargue su cruz y le siga y nos dice hoy claramente que, si verdaderamente tenemos fe, podemos comprender, desde la lógica de Dios lo que significa seguirle hoy mismo: «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Pidamos este domingo al Señor, con el estandarte de Santa María de Guadalupe, que nos dé la valentía de confesarle como el Señor, el Mesías y que no nos escandalicemos de Él como hizo Pedro, para vivir en nuestra propia vida, en la Patria chica o la Patria inmensa de nuestra casa común, ese amor de Dios, para que nuestra fe no sea una fe muerta, sino una fe auténtica que nos conduzca hacia la Patria eterna, nuestra casa de verdad. ¡Feliz domingo y felices fiestas patrias a los mexicanos de nacimiento y de corazón!
Padre Alfredo.
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