jueves, 13 de septiembre de 2018

«¿Comerse al mundo?»... Un pequeño pensamiento para hoy

¡Cuánta razón tiene San Pablo al afirmar: «Todo me es lícito, mas no todo conviene: todo me es lícito, mas no todo edifica!» (1 Cor 10,23). La primera lectura del día de hoy (1 Cor 8,1-13) nos presenta una de esas situaciones en las cuales hay que callar a los derechos legítimos que se tienen para hacer algo, porque es necesario comprender que, en última instancia, es la caridad misericordiosa la que debe imponerse en la convivencia con los hermanos en la comunidad, ya que entre ellos puede haber algunos escrupulosos que se sienten mal ante casos como el que se presenta hoy en este trocito de la Escritura. En aquellos tiempos en que San Pablo escribe estas indicaciones, los sacrificios que se ofrecían en los santuarios de las diversas creencias religiosas eran generalmente —como sucedía también entre los judíos— animales que se sacrificaban, y, lo que sobraba del animal inmolado, era lo que se vendía en el mercado. Por eso es que algunos plantean al Apóstol de las Gentes la cuestión de si al comer aquella carne, de la ofrecida a los ídolos, no se estarían comprometiendo con los «falsos dioses» a los que se había entregado parte de aquel animal. San Pablo, recordando que Cristo había dicho que no es lo que viene de fuera lo que contamina al hombre (Mt 15,15). 

San Pablo, como enseñante y predicador del pueblo cristiano, es incomparable y desciende hasta estos detalles que, para nosotros, parecen no tener complicación alguna. Si la cuestión del problema es «la pureza», él nos enseña, al hablarle así a los corintios, que es la misericordia para con el universo entero la que debe ir por delante. Y que esa misericordia para con todos, incluidos los escrupulosos, es la llama que inflama el corazón de amor hacia toda la creación, hacia los hombres, los animales y todo lo creado. San Pablo dice que siendo misericordiosos, se vive la caridad y se es capaz de tolerar, de escuchar, de ver lo mejor que hay que hacer para que no se pierda el hermano que tiene poco formada la conciencia. Por esto, la misericordia, acompañada de una «exquisita caridad», se debe aplicar en todo momento tanto sobre los seres desprovistos de la palabra, sobre los indecisos, como sobre los enemigos de la verdad o sobre aquellos que son incipientes en la fe, para que sean guardados y purificados. Una misericordia inmensa y sin medida nace en el corazón caritativo del hombre, a imagen de Dios. 

Nuestro Señor, en el Evangelio de hoy (Lc 6,27-38), nos deja una tarea que, si se ve solamente con los ojos humanos, parece imposible. Amar a nuestros enemigos, hacer el bien a aquellas personas que nos aborrecen, bendecir a quienes nos maldigan, orar por los que nos difaman, no juzgar, no condenar, perdonar, dar hasta la túnica a aquellos que sólo nos piden el manto, dar sin esperar a cambio. Puede parecer difícil de lograrlo, porque la sociedad globalizada y materialista en la que vivimos, identificada más bien con el «pisa antes de que te pisen», «pellizca antes de que te pellizquen», «métete antes que el otro», «no te dejes», «si no te habla ni te metas», «tú empuja», «si te hizo algo busca a ver como te vengas», quiere programar al hombre para que sea todo lo contrario a lo que Jesús enseña. Hoy se busca ser competitivo a como de lugar, admirado en la sociedad aunque sea por apariencias, parecer los más fuertes, como decía aquel panorámico de una institución educativa de mucho prestigio: «Te preparamos para que te comas al mundo»... Así todo el planteamiento de Jesús que hoy escuchamos y lo que San Pablo nos dice, parece no tener cabida en nuestra manera de ser y de comportarnos. Muchos cristianos, al igual que mucha gente de hoy van mutilados, heridos, traicionados por el mundo, de manera que se hace muy difícil tratar a los demás como queremos ser tratados. Hay que voltear a ver a María, «la Mujer», ella, que tiene claro lo que es una relación sana y pura con el Señor y con los hermanos, amigos y enemigos, de manera que puede estar serena en las buenas y en las malas, sin hacer cosas que escandalicen sino mostrando sólo su caridad misericordiosa, esa que pregunta en el Tepeyac: «¿Qué no estoy aquí que soy tu Madre? Hoy, a la luz del Espíritu Santo que a Ella la cubrió con su sombra y mirando a Jesús en la Eucaristía, «manso y humilde de corazón», podemos, si queremos dejarnos transformar y así, en medio de este mundo con escrupulosos por un lado y egoístas por otro, dar esa medida generosa, apretada y rebosante que el mundo espera recibir. Porque «con la misma medida que midamos, seremos medidos» (cf Lc 6,38). ¡Feliz jueves eucarístico y sacerdotal! 

Padre Alfredo.

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