viernes, 14 de septiembre de 2018

«Ay de mí si no predico el Evangelio»... Un pequeño pensamiento para hoy


Cada vez que leo, medito y estudio el pasaje que la primera lectura de la liturgia de hoy nos ofrece (1 Cor 9,16-19.22-27) y que para mí es una de los más densos de las cartas de San Pablo, no deja de impactarme la manera en que el Apóstol de las Gentes nos explica detalladamente que la predicación del Evangelio no es para él materia de gloria personal, pues le precisa el llamamiento de Dios, le impulsa su conciencia ligada al cumplimiento de su deber y, sobre todo ello, le impele el fuego que lleva dentro de su corazón a favor de la salvación de todos los hombres y de la gloria del Señor Jesucristo: «No tengo por qué presumir de predicar el Evangelio, puesto que ésa es mi obligación. ¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por propia iniciativa, merecería recompensa; pero si no, es que se me ha confiado una misión» (1 Cor 9,16). El Apóstol entiende que la predicación es el principal medio para la difusión de la Buena Nueva y, por lo tanto para él y para todo discípulo–misionero de Cristo es una necesidad: «¡Ay de mí, si no anuncio el evangelio!» Junto a la celebración de los sacramentos, teniendo a la Eucaristía como centro, la predicación es la responsabilidad primordial de la Iglesia. Está intrínsecamente vinculada al encargo que Cristo nos ha dejado: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15). 

El mandato del Señor —que San Pablo ha captado a la perfección— va íntimamente unido con nuestra identidad de cristianos, pues no se puede ser un discípulo–misionero de Jesucristo y renunciar a continuar la misión de llevar la Buena Nueva al mundo. La salvación que Dios quiere seguir obrando en todas las generaciones depende de que hombres y mujeres de todas las épocas, de toda condición y cultura, nos comprometamos con este mensaje y lo sintamos como una urgencia por hacer llegar a todos los rincones de la tierra el Evangelio. Con razón almas como la de la beata María Inés Teresa, impregnadas del celo misionero por llevar a Cristo a todos, sienten esa urgencia misionera: «¿No quieres servirte de mí, como un instrumento para tu gloria, para llevar a tantas almas tu Santo Evangelio, y con él la comprensión de tu bondad, de tu caridad, de tu ternura, de tu amor infinitamente misericordioso, de todo lo que Tú sabes hacer en favor de un alma que espera y confía en Ti?» (Notas íntimas). La «urgencia misionera» de cada uno de nosotros es importantísima, pues si nosotros con nuestra palabra y testimonio de vida, impulsados por «las dos alas de la oración y el sacrificio» como dice la misma beata María Inés, no nos atrevemos a anunciar que el Señor padeció, murió y resucitó por nosotros, ¿quién lo anunciará? Escribiendo a San Ignacio de Loyola, San Francisco Xavier, el patrono de los misioneros le dice: «En estos lugares, cuando llegaba, bautizaba a todos los muchachos que no eran bautizados; de manera que bauticé una grande multitud de infantes que no sabían distinguir la mano derecha de la izquierda. Cuando llegaba en los lugares, no me dejaban los muchachos ni rezar mi Oficio, ni comer, ni dormir, sino que los enseñase algunas oraciones. Entonces comencé a conocer por qué de los tales es el reino de los cielos» (Cartas 4 y 5 de San Francisco Xavier a San Ignacio de Loyola). 

Pero, dice Jesús hoy en el Evangelio de hoy que «un ciego no puede guiar a otro ciego» (Lc 6,39-42). No se puede ayudar a otra persona a llegar a Jesús si primero no se ha identificado uno con Él. Al que trate de hacer eso se le califica de hipócrita, porque no lo llevará a Jesús, sino a sí mismo, a sus ideas, a sus criterios, acariciando al orgullo, sonriéndole con condescendencia al pecado del proselitismo y pretendiendo cubrir con una crema el cáncer de la vanidad. Es obvio que si alguien es ciego y quiere conducir a otro por un camino tortuoso como el que nos ofrece el mundo, lo llevará seguramente a un hoyo (Lc 6,39). Los falsos maestros conducen a sus seguidores al desastre o la muerte. El «¡Ay de mí!» de San Pablo, expresa que él está convencido de que Jesús vivió lo que enseñó y eso le impulsa a «hacerse esclavo de todos para ganarlos a todos» (1 Cor 9,19). Él sabe que Cristo fue rechazado por su amor y ministerio para con la gente porque les hablaba tan claro como muestra el Evangelio de hoy. El Apóstol sabe que los seguidores de Jesús, experimentarán el mismo trato en el mundo caído. Cuando nosotros como creyentes imitamos cuestiones de nuestra cultura que no convienen o buscamos el ser aceptados totalmente por ella haciendo a un lado lo esencial que sabemos que tenemos que vivir, estamos frente a un verdadero signo de que no nos hemos ido modelando bajo las enseñanzas de Jesús en su Evangelio. El cristianismo del Nuevo Testamento nunca ha sido socialmente aceptado como tal. ¡Al mundo egoísta le resulta incómodo el autosacrificio y el amor desprendido! Nos concierta prestar atención y reflexionar hoy el espeso mensaje de estas dos lecturas y nos conviene hacerlo con los ojos bien abiertos, viendo a María, la primera evangelizadora. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario