Hoy terminamos de leer en Misa el libro de los Proverbios con un pequeño fragmento (Prov 30,5-9). Es impresionante que en tres días vimos los pasajes más sobresalientes de este libro, que, al final, termina con una gran enseñanza. Hay tanto que reflexionar, entender y aprender de este capítulo 30 que es una colección de máximas escritas muy probablemente por un sabio muy poco conocido, Agur, hijo de Yaqué, originario de Massa, que era seguramente un estudioso en tiempos del Rey Salomón —autor de grandes partes de este libro— que se basan en el valor de la Palabra de Dios, que es nuestro mejor tesoro y escudo. El escritor sagrado, en su reflexión, hace dos peticiones que son muy breves pero muy densas: Por una parte, pide a Dios que aleje de él toda falsedad y mentira, y por otra que no le dé ni riqueza ni pobreza, sino «tan sólo lo necesario para vivir». La motivación es muy buena y entendible, porque si uno tiene demasiados bienes, se olvidará de Dios y, si en el otro extremo, vive en la miseria, tendrá la tentación de maldecir a Dios y empezar a tomar lo que no le pertenece. San Gregorio Magno dice que «la confianza que el apóstol ha de poner en Dios debe ser tan grande que, aunque no sea necesario para esta vida, tenga por cierto que nada le ha de faltar» (Homilía 17 sobre los Evangelios).
La sabiduría de Agur advierte que el excesivo bienestar no está exento de grandes peligros morales, como el de creerse autosuficiente, sin sentir necesidad de Dios (Prov 30,9). Por eso la posición del sabio es que ni hay que estar en la miseria que conduce a la rebelión contra el Señor, ni en la excesiva riqueza, que conduce a olvidarlo. Es necesario relativizar los bienes que la vida nos quiera dar, para que nos quede la libertad interior y podamos prestar atención y hacer caso a quien merece el valor mayor: ¡Dios! Hoy vivimos unos tiempos en los que las graves diferencias entre ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres (Puebla nº. 31) siembran diferencias extremas que alcanzan difusiones insospechadas, como nunca había habido en el curso de la historia. El ritmo de vida actual impone estrés a las personas, a unas porque les sobra demasiado y a otras porque les falta de todo. Hay una especie de carrera para consumir y aparentar tener más que el vecino, todo ello aliñado con unas fuertes dosis de individualismo, que construyen una persona aislada del resto del común de los mortales sea por sentirse, como me dijo ayer Teresita —una amiga ancianita de 92 años— «¡muy sácale punta!» porque se tiene de más y se está por encima de todos, o por estar deprimido, debido a que no se tiene lo que se desea. Las estadísticas de Credit Suïsse —compañía especialista en encuestas a nivel mundial— hace tres años, marcaban que el 1% más rico de la humanidad dispone de tantos recursos como el 99% restante.
El justo medio es la «pobreza evangélica», ese estilo de Cristo en donde se ha de vivir solamente con lo necesario. El Evangelio de hoy nos ayuda a ver este justo medio (Lc 9,1-6). Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para sanar las enfermedades. Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, diciéndoles: «No lleven nada para el camino, ni bastón, ni provisiones, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas»... ¡Solo basta lo necesario! El Señor es claro cuando invita a sus seguidores a no poner su confianza en las cosas del mundo. La Iglesia primitiva cuidaba mucho de mantener ese ideal de pobreza real, la pobreza era para ella un signo del Reino (Lc 6, 20;14,25-33;16,19-31;18,18-30), como lo debe ser ahora para nosotros. El Señor nos quiere no sólo como promotores sociales que erradiquen la miseria sin trascender hacia Él; pero tampoco nos quiere sólo como predicadores angelistas, desencarnados de la realidad y sumergidos en el confort. El encuentro con Cristo, persona completa y realizada, aporta un equilibrio y una paz que integra al hombre completo, con sus aspiraciones y con sus debilidades y lo lleva a una serena armonía, como nos recuerda el libro de los Proverbios, para ayudarle a vivir con mayor dignidad su ser imagen y semejanza de Dios, más aún, su ser de hijo de Dios. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en ese santo equilibrio, siendo fieles a todo aquello que se nos ha encomendado como discípulos–misioneros, de tal forma que, en verdad, seamos constructores de su Reino entre nosotros. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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