Dice San Pablo con toda sencillez el día de hoy en la primera lectura (1 Cor 2,1-5), que él se presentó «débil, asustado y temblando de miedo» (1 Cor 2,3) con el temor de que hablara y predicara nada más con un lenguaje humano, solamente «con palabras de hombre sabio» (1 Cor 2,1), para convencer a sus oyentes. Él con todo ese temor y temblor, decidió hablar a aquellos hombres desde su corazón y movido por el Espíritu (cf. 1 Cor 2,4). Ojalá muchos de los predicadores de hoy captáramos lo que esto significa. Muchos de ustedes me conocen, y saben que a mí me molestan las homilías aburridas, no precisamente esas que son largas y parecen no saber que todo tiene un final, sino aquellas que no brotan del corazón de predicador, esas que son palabras leídas, un «copy page» de algún buen artículo pero que no suenan como salidas del alma, sino solo del papel o del Internet a última hora, esas que son palabras y palabras sin alma. La elocuencia del lenguaje humano puede llegar muy lejos en apariencia, pero nunca hasta el centro del corazón para llenarlo de fuego. Sí, me molestan las homilías que llegan al cerebro quizá, y tal vez se instalen ahí; pero no siguen hasta llegar al alma. San Pablo predicaba con pasión, llegando al alma y al corazón porque hablaba de un amor que le brotaba de dentro, él hablaba no de «algo», sino de «Alguien», ese Dios vivo y verdadero en quien «nos movemos, existimos y somos» (Hch 17,28) y de quien él aprendió a amar a su estilo, desde la Cruz. Por eso dice lleno de convencimiento: «Resolví no hablarles sino de Jesucristo, más aún, de Jesucristo crucificado» (1 Cor 2,2).
San Pablo dice eso porque sabe que esta es la misma manera en la que Cristo hablaba, y lo podemos nosotros ver en la lectura evangélica que nos presenta san Lucas —a quien empezamos a leer en este ciclo II del Evangelio diario— en el Evangelio de hoy (Lc 4,16-30). En este pasaje, Cristo desenrolla el libro del profeta Isaías que le dan en la sinagoga y lee el pasaje que lo retrata totalmente (Lc 4.18-19), pero al leerlo a la asamblea, no lo hace con un corazón desentendido y frío —como si se tratara de anuncios parroquiales a los que poca o nada atención se presta—. Seguramente desde que lo vieron levantarse para hacer la lectura, notaron su pasión, e manera que, cuando acabó su lectura, «los ojos de todos los asistentes a la sinagoga estaban fijos en él» (Lc 4,20). ¿Por qué no se quedaron como muchos de los oyentes de algunas lecturas y homilías de hoy, que gozan más, mucho más con los diálogos que se muestran en el teatro? Cristo y su mensaje no tiene por qué parecer más aburridos que el cine o una serie del Netflix. «Todos le daban su aprobación y admiraban la sabiduría de las palabras que salían de sus labios» (Lc 4,22). ¿Por qué? ¿Qué había en su forma de hablar?... «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4,22).
Pero, en los días de hoy y por muchos temores egoístas, tenemos miedo de hablar, de predicar con la pasión de Cristo, que es la que heredaron Pablo, Teresa de Calcuta, Monseñor Romero, María Inés Teresa Arias, Thomas Merton y otros. Los asistentes a la sinagoga, por la pasión que Cristo puso en su mensaje, se sintieron involucrados, aludidos, cuestionados e incomodados, «se llenaron de ira y levantándose lo sacaron de la ciudad para despeñarlo» (Lc 4,28-29). Así le fue a san Pablo, así le fue a Felicitas y Perpetua, así a Miguel Agustín Pro y así le va hoy a Francisco, el Papa, que, desde la Cátedra de San Pedro, no deja de hablarnos con su palabra sencilla y valiente, con su testimonio de vida, con su pasión por la Iglesia y por Cristo crucificado. Hay que pedir hoy al Espíritu Santo esa valentía para hablar nosotros también de Cristo crucificado no con la aparente y superficial sabiduría del mundo, hay que ver hoy a María de Nazareth que poco habló, porque hablando de predicación la cuestión no se trata de muchas o pocas palabras, sino de pasión por la Cruz. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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