Desde tiempos remotos en la historia de la humanidad, ha habido una gran cantidad de líderes, ilustradores y pensadores. Pienso en Sócrates, que enseño unos 40 años; Plantón que lo hizo por 50 años más o menos y Aristóteles que nos dejó 40 años de erudición también. Sumado los tres, nos dan unos 130 años. No obstante, las enseñanzas e influencias de estos importantes pensadores y de muchos otros, no se comparan a las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo que aleccionó solamente tres años en su vida pública y a pesar del poco tiempo de su ministerio, tanto su enseñanza como su influencia en el medio humano aún se mantiene vigente, viva y actual. No se puede negar que la persona de Cristo es única en la historia de la humanidad, es tan cierto que Gandhi al referirse a Jesucristo afirmó: «No sé de nadie que haya hecho más por la humanidad que Jesús». Con razón la historia está marcada con un antes y un después de Cristo, lo que hace de su persona y sus enseñanzas algo único y extraordinario que no tiene comparación alguna. Y es que hay algo más, ninguno de esos líderes que por años y años han enseñado a la humanidad, ha resucitado, el único es el Señor Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, que ha estado con nosotros siempre.
En la página de hoy de la primera carta a los corintios (1 Cor 15,1-11), San Pablo da testimonio precisamente de esta verdad básica de la fe cristiana: que Cristo Jesús resucitó. Y la expone a modo de un credo breve: «Les recuerdo el Evangelio que yo les prediqué y que ustedes aceptaron y en el cual están firmes», ese Evangelio que los Corintios acogieron: «que Cristo murió, que fue sepultado y que resucitó al tercer día...» Y va enumera una serie de apariciones del Resucitado, algunas narradas también por los Evangelios y otras, no. Como esa que dice de los «quinientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales viven todavía y otros ya murieron». También la de él, cuando era un perseguidor y se consideraba «como un aborto», cuando se le apareció en el camino de Damasco. Esto es lo que predica la Iglesia, la enseñanza de Jesús no solo de tres años, sino de siempre. Y lo que le han transmitido a él a partir de Cristo es también lo que él y los demás van proclamando en todas las comunidades en una enseñanza que no acabará sino hasta que se clausuren los siglos y vivamos ya en la eternidad. La comunidad cristiana va prolongando las enseñanzas del Maestro anunciando que Jesús ha resucitado y sigue vivo, y que nosotros también estamos destinados a la vida, como nuestra cabeza y nuestro guía, nuestro Señor Jesucristo.
Y esa enseñanza que Jesús nos ha dejado, tiene como punto de partida un mensaje que es básico en su predicación: la importancia de la misericordia, de la compasión y del perdón. A Él no le importa nuestro pasado, por muy tenebroso que sea; Él se compadece de nosotros y sólo le importa el que nos dejemos encontrar y que recibamos su misericordia y su perdón. Si Él se junta con pecadores; si Él acude a banquetes no es porque quiera dejarse dominar por el pecado, o porque quiera pasarse la vida embriagándose; Él, por todos los medios, y acudiendo a todos los ambientes, busca al pecador para salvarle, como nos deja ver hoy San Lucas (Lc 7,36-50). Y la Iglesia —es decir nosotros, como discípulos–misioneros— no ha de tener miedo de ir a todos los ambientes del mundo, por muy cargados de maldad que se encuentren, para llamar a todos a la conversión y a la unión plena con Dios. A espaldas de aquella pecadora que el Evangelio nos presenta sólo hay una realidad: el pecado. Y en su horizonte sólo hay una promesa: la tristeza, la desesperación, el vacío. Pero en su presente se hace encontradizo Cristo, el rostro humano de Dios que «le enseña» desde su realidad. Luego será ella quien nos enseñará cómo actúa Dios cuando se abre el corazón y la misma vida al amor de Dios. Nunca debemos permitir que la desconfianza en Dios, por nuestra miseria que es inmensa, tome prisionero nuestro corazón, pues entonces habríamos matado en nosotros toda esperanza de conversión y de salvación. La misericordia del Señor es eterna y es siempre escuela de salvación porque Cristo vive. Cristo nos enseña a través de esta mujer cuyo nombre ni sabemos, y ella misma nos enseña también, pero nos enseña sobre Cristo, por eso podemos decir que la enseñanza del Señor no terminará jamás. No sabemos nada de esa mujer anónima. No sabemos si siguió a Cristo dentro del grupo de las mujeres o qué fue de ella... pero podemos estar seguros de que aprendió mucho y de que a partir de aquel día su vida cambio definitivamente y se convirtió en maestra de la misericordia, de la compasión y del perdón de Dios. También a ella la salvó Aquel que salvó a la adúltera, a Pedro, a Zaqueo, y a tantos más. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de aprender siempre de las enseñanzas de Cristo, para que, así, todos, aún los más grandes pecadores, habiendo recibido mucho, porque hemos amado mucho, podamos alcanzar la Salvación que el Señor nos ofrece a todos. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico en el que el Señor nos enseña un día más!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario