He hablado ya otras veces de la enigmática Corinto, esa ciudad cosmopolita, con dos puertos y una población —realmente numerosa para sus tiempos— marcada por la convivencia entre una diversidad de culturas, religiones y cultos, una vida desordenada en general y una prosperidad económica impresionante. Es en este contexto en donde san Pablo y sus acompañantes hacen prender el mensaje del Evangelio con una rapidez extraordinaria sobre todo entre los esclavos y la gente de baja condición social y económica, pues para ellos se trataba verdaderamente una «Buena noticia» que les abría un camino de esperanza y les devolvía la dignidad como personas. Sin embargo, aquellos primeros cristianos del lugar, contagiados por tanta diversidad de ideas y por esa vida licenciosa, se ven envueltos en una situación dolorosa causada por conductas y situaciones corruptas que se dan no solo al rededor, sino al interno de la naciente comunidad. San Pablo llama la atención a la comunidad sobre estos abusos, divisiones internas y comportamientos escandalosos (1 Cor 5,1-8). Al Apóstol le duele la pasividad con que la comunidad contempla y soporta ciertos casos de inmoralidad sancionados tanto por la legislación judía como por la romana. El caso de la lectura de hoy es de uno que convivía con la mujer de su padre, o sea, con su madrastra. Esto estaba perseguido legalmente tanto entre los judíos como por la ley romana.
Con duras palabras —como las que ahora la Iglesia tiene que pronunciar y que no a todos caen bien— san Pablo hace ver a la comunidad cristiana de Corinto que es ella misma la que continuamente ha de ponerse en actitud de conversión. A ella se ha dirigido la palabra de Dios y ella asumió y se responsabilizó un día de tal palabra. Si está permitido algún juicio, es el que la propia comunidad debe ejercer en su seno; éste es el único juicio purificador mientras haya tiempo, porque ella posee siempre la fuerza del Señor. La comunidad cristiana no puede aplaudir situaciones que sabe que no están bien, eso no sería mas que una falsa misericordia. Pablo por eso echa en cara a esta comunidad que tolere ese escándalo y les urge a que «excomulguen» a esa persona. San Pablo toma esta medida, por drástica que parezca, con una intención medicinal que es la que siempre ha buscado la Iglesia y que es, para un mundo «light» como en el que ahora vivimos, difícil de captar. Ciertamente se entiende que aquel hombre que vivía mal, al ser reprendido y expulsado de la comunidad, se sentirá humanamente destrozado, pero será la única manera de que la persona se sane y se salve en el día del Señor. ¡Cuánto nos falta entender hoy de todo esto! Hace unos días se felicitaba, por parte de algunos, a un sacerdote por dejar el ministerio, y se aplaude a algunos por divorciarse sin causas graves, se llevan a bendecir anillos a la Iglesia para uniones ilegítimas y no se cuantas cosas más. San Pablo pone el ejemplo del pan ácimo, sin levadura, que es el que los judíos usaban y siguen usando para la Pascua. Aplica esa imagen a la comunidad, que debe ser, toda ella, «pan ácimo», sin «levadura vieja de corrupción y de maldad», sino un pan «ácimo con sinceridad y verdad», porque los cristianos de ese tiempo y de hoy, debemos vivir permanentemente en Pascua, porque Cristo es el Cordero Pascual que se ha inmolado.
Pero somos así, «¡Tercos, duros de corazón y torpes de oídos!» (Hch 7,51), necios como los escribas y fariseos que aparecen en el Evangelio de hoy (Lc 6,6-11) y se fijan, para hacer un problemón, en una situación en donde a nada se falta y más bien se busca la curación y la felicidad de un miembro de la comunidad. Jesús se da cuenta del dolor de un hombre tullido. El enfermo con el brazo paralizado no le dice nada, pero se debía leer en su cara la súplica que hacía. Los fariseos están al acecho para ver qué hará. Jesús «sabía lo que pensaban», y primero les provoca con su pregunta: «¿qué está permitido en sábado?». Y no le contestan. Entonces Jesús, «después de recorrer con la vista a todos», curó al de la mano paralizada. Jesús nos enseña actitudes profundas, más preocupadas por la vida interior, por la vida de gracia. Los cristianos, o lo somos de corazón o no somos nada. Rezamos y celebramos la Eucaristía juntos, y debemos mostramos fraternos y «sanantes» de nuestros hermanos, aunque sanar laceraciones y descalabradas cause malestar y dolor al herido y a la sociedad. Los discípulos–misioneros del Señor Jesús no podemos asumir sin más los mismos criterios éticos que predominan en la sociedad secularizada del mundo occidental, ampliamente difundidos por los medios de comunicación y que mantienen paralizada a mucha gente. Según una encuesta publicada por Religion Today, «el 33 por ciento de los jóvenes evangélicos de Gran Bretaña acepta como correcta la convivencia prematrimonial. El 10 por ciento considera aceptable el hurto de artículos pequeños, y la tercera parte declara que a veces es necesario el uso de la mentira». ¿Qué será entre nuestros jóvenes católicos? Recordemos aquel dicho popular que dice: «Amor no quita conocimiento» y pidamos fortaleza y caridad para esos momentos difíciles en los que hay que corregir a alguien, aunque nos duela y le duela. Hoy es lunes y al rato iremos a la Basílica de Guadalupe a concelebrar la Santa Misa con el padre Pepe que mañana regresa a la misión de Mange Bureh (Sierra Leona) allá en África. ¡Están todos encomendados en el Altar al pie de la Morenita!
Padre Alfredo.
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