miércoles, 31 de enero de 2018

«Sin aires de triunfalismo»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy empiezo mi reflexión con una pregunta luego de leer la primera lectura que la liturgia de la palabra propone para el día de hoy (2 Sam 24,2.9-17): ¿Qué hay de malo para un gobernante en hacer un censo? En principio nada, no hay nada de malo en saber cuánta gente se tiene, sobre todo para valorar, de acuerdo a los resultados, qué se ha de hacer para sustentar las necesidades de determinado número de habitantes. Pero parece que a David el censo no le sirvió para eso, o al menos no lo quiso realizar para eso, sino que pretendió contar a la gente para así poder vanagloriarse del tamaño de su nación y de su ejército: su poder y su defensa. Al hacer esto, David pecó, dice el escritor sagrado, porque puso su fe en el tamaño de su ejército, y no en la habilidad de Dios para protegerlos sin importar su número. El pecado de David fue de soberbia, pero la Biblia no dice por qué Dios estaba enojado con el pueblo de Israel. Pudo haber sido por el apoyo que le dieron a las rebeliones de Absalón (2 Sam 15-18) y Seba (2 Sam 20), o tal vez depositaron su seguridad en lo militar y en la prosperidad financiera, y no en Dios, como lo hizo David. 

El caso es que David tuvo que pagar su pecado eligiendo uno de los tres castigos que el Señor le propuso. Dios le mostró a David tres alternativas. Cada una de ellas era una forma del castigo que Dios les había dicho que podían esperar si desobedecían sus leyes, ya que se habían dejado llevar por la idea del censo de David: El hambre (Dt 28,23-24), una enfermedad (Dt 28,20-22); o la guerra (Dt 28,25-26). David, que a pesar de su soberbia era un hombre sabio e inteligente, escogió sabiamente la forma de castigo que provenía más directamente de Dios: la enfermedad. Sabía cuán brutales y crueles podían ser los hombres en la guerra, y además conocía la gran misericordia de Dios. Elige entonces la peste, pero cuando ve que el pueblo —involucrado por él en esta situación debido a su pecado— sufre y muere, se dirige al Señor para hacerle una súplica. David es pecador, como lo somos los seres humanos, pero tiene la bendita capacidad de reconocer que es él quien ha realizado el daño, y de suplicar ser él quien soporte las consecuencias. El reconocimiento de su verdad y la solidaridad con los suyos acaba teniendo el «poder» para revertir la situación: en el lenguaje propio de la época, Dios se arrepiente y decide detener el castigo. 

Los resultados del censo aparecen evidentemente hinchados y aún lo son más en 1 Cro 21. Tal vez el objetivo de tal censo, no radicaba en conocer el número de los súbditos para saber con quién se contaba, sino en un mero afán triunfalista colmado de «ego». ¡Qué diferente actúa nuestro Dios! El buen pastor no cuenta vanidosamente las noventa y nueve ovejas que tiene en el aprisco, sino, y angustiadamente, la que falta en él, y sale a buscarla. Este es el estilo de Jesús, él enseña sin hacer cuentas de cuántos le escuchan, para sentirse triunfalista o con muchos «me gusta». Jesús es sencillo y cercano a la vez, no cuenta a los amigos por cantidad, sino por amor, aunque los más cercanos no lo entiendan (Mc 6,1-6) y no se expliquen de dónde le viene tanta sabiduría. Cuando uno conoce de dónde vienes los dones que posee, no necesita la aprobación de nadie, solamente se da, se entrega, se desgasta por los demás. Es la tarea del discípulo-misionero, darse y darlo todo por amor. Pidamos a la Santísima Virgen María que interceda por nosotros para que aleje de nuestro pensar todo afán de triunfalismo y que nos ayude a tener su sencillez para acoger la invitación que Dios nos hace a formar parte de su plan de salvación. ¡Dios bendiga abundantemente tu día!

Padre Alfredo.

martes, 30 de enero de 2018

Jerusalén y nuestro compromiso misionero...


Estando en Tierra Santa, en concreto en la ciudad antigua de Jerusalén, uno se da cuenta del número tan reducido de cristianos en el lugar. Hace unos días estuvimos con Fray Artemio Vítores, sacerdote franciscano vicecustodio emérito de Tierra Santa y guardián (superior) del Convento Franciscano Santa Catalina «ad Nativitatem». Él nos explicaba que, además, a estas alturas y por diversas circunstancias políticas y religiosas, la minoría cristiana ya se ha reducido aún más. Desde 1948, la población cristiana de Israel ha descendido del 30% al 1,2%, unas cifras que muestran claramente la trágica realidad que vive la tierra del Señor y María Santísima.

Muchos de los que viven en Jerusalén —la tierra que vio nacer al Salvador— no conocen aún a Cristo; pero nosotros, que somos parte de un país «católico», podemos decir que quizá en la propia familia, entre nuestros amigos, entre los compañeros de clase a los que vemos diariamente sucede lo mismo que aquí en la Tierra Santa. Es posible que muchos hayan oído hablar de Cristo, pero en realidad no le conocen. 

Jerusalén, para todos los cristianos, es el corazón de la Tierra Santa, la síntesis de la acción de Dios en favor de los hombres. Así lo afirmaba san Juan Pablo II en una ocasión: «¡Cuántos recuerdos, cuántas imágenes, cuánta pasión y qué gran misterio envuelve esta palabra: Jerusalén!... ¡Cuántas veces, en los libros históricos, en los Salmos, en los Profetas, en los Evangelios, resuena el nombre de Jerusalén, siempre amada y deseada, pero también vituperada y llorada, pisoteada y resucitada, amonestada, consolada y glorificada. En verdad, ¡es una ciudad única en el mundo!». Todos los miembros de la Iglesia, de una o de otra manera, tenemos el sueño de subir a Jerusalén como subió Jesús. Es un camino difícil, pero hay que decidirse: Jesús, «estando para cumplirse los días de su elevación, tomó la decisión irrevocable de subir a Jerusalén» (Lc 9,51).

Tierra Santa —me comentaba en estos días un comerciante de artículos religiosos que de hecho es mi tocayo porque se llama Alfredo— se está quedando sin cristianos. Alfredo me decía hace un rato que regresábamos del Santo Sepulcro: «Vengan en peregrinación padres, traigan a su gente, sólo así, los cristianos podremos trabajar, comer y ganarnos la vida, y nos veremos obligados a irnos. Somos —me decía hablando en italiano porque su abuela era italiana— como mendigos que necesitamos su limosna». Y esto, es una realidad. Mucha gente gasta cantidades de dinero estratosféricas en cruceros y viajes a lugares recónditos que a un cristiano no le dicen nada. Y esta situación no se debe a que Israel sea un estado judío (y de hecho el número de judíos convertidos al cristianismo en Israel ha aumentado y a pesar de que el judaísmo rabínico talmúdico, la religión oficial de Israel, manifieste una oposición fundamental a Cristo y a su Iglesia) sino al crecimiento del número de musulmanes. Aquí los cristianos cada vez son menos y los musulmanes más y más. Un estudio estadístico prevé que para 2050 el número de musulmanes será similar al de cristianos, casi un 30% de la población mundial. Es increíble cómo al ir pasando por diversas ciudades y pueblos, destacan por aquí y por allá los «minaretes», esas torre anexas a las mezquitas desde donde el «muecín» o «almuédano» convoca a los fieles musulmanes para que acudan a la oración. Sus oraciones en árabe se escuchan a través de grandes bocinas instaladas en lo alto de esas torres.

Digo que los musulmanes son quienes están desplazando la presencia cristiana en Israel porque por parte del pueblo judío se han venido suscitando conversiones que hacen que sea muy probable que el número de cristianos aumente de forma constante en las próximas décadas por parte de ellos. En el Estado de Israel hay católicos, aunque los de origen judío son muy escasos (apenas unos 500) y la mayoría católica es de raza árabe (se calcula que existen unos 27000, repartidos por todo el Estado). Aunque desde luego, el grupo más nutrido, unos 50.000, proceden de la abundante inmigración producida durante los últimos años. En total existen seis parroquias católicas oficiales en Israel, por lo que no es la comunidad cristiana más abundante, pero están aquí y debemos orar por ellos, los que predominan son los cristianos de origen ortodoxo, como la Iglesia Armenia, o la Iglesia Siriaca. El Señor ha querido que nosotros naciéramos católicos, para que participemos en su misión de salvar al mundo y ha dispuesto que el afán misionero sea un elemento esencial e inseparable de la vocación cristiana que compartimos con ellos. 

Junto al afán misionero, creo que debe estar muy vivo el de adentrarnos a conocer muy de carca Jerusalén y en general la Tierra Santa. Hoy es tan fácil, se puede hacer por medio de libros, videos, películas, audios y, por qué no... un viaje a estos hermosos lugares donde cada una de las piedras habla de ese paso del Señor Jesús por aquí. Yo por mi parte me comprometo a que poco a poco voy a ir compartiendo algo de cada uno de los lugares sagrados de Israel y Palestina. Creo que quien se decide a seguir a Cristo —y nosotros le seguimos— se convierte en un apóstol misionero con una responsabilidad concreta: «Conocer y amar cada día más a Cristo para seguirle más de cerca. Amarlo y hacerlo amar del mundo entero» valiéndose de cuantos medios sean posibles. 

El afán misionero, el deseo de acercar a muchos al Señor, no lleva a hacer cosas raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los deberes de cada día. Es precisamente en medio de las tareas de cada día, aprovechando las relaciones humanas normales, donde encontramos nuestro campo para la misión y para dar a conocer nuestro cristianismo con alegría. Yo nunca había venido a la Tierra Santa, y ahora que me encuentro aquí, gozo viendo todos aquellos lugares que ya conocía en papel, en video o por boca de quienes ya habían tenido esta experiencia. Pero cuántos hay que no saben nada de Cristo ni de los lugares concretos en dónde Él se movió... ¡Si aquí hay muchos que no le conocen!... ¿cómo andaremos en nuestras familias y en nuestros ambientes?

En medio del mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a un encuentro con Cristo y la Tierra Santa. Recuerdo que a veces, en las clases de cristología, antes las explicaciones que yo daba de los lugares santos, su geografía, su historia, su herencia espiritual, no faltaba quién me decía: «¡Pero usted porque ya conoce!» y en cierto sentido tenían razón, porque, aunque no había venido, Internet y you tube ya me habían traído a visitar lugar por lugar.

Preguntémonos hoy qué tanto somos discípulos–misioneros del Señor Jesús y de su Tierra Santa. Preguntémonos si hemos buscado conocer en libros o videos los lugares por donde pasó Cristo y a cuántos hemos hablado de estos lugares y si significado en nuestra fe. Veamos a quiénes hemos ayudado a venir virtual o físicamente a conocer la Tierra Santa. Yo, por mi parte, no me alcanzo a agradecer a quienes hicieron posible que ahora yo esté aquí en este curso de «Renovación Sacerdotal»: A los padres Legionarios de Cristo, a Logos, a mis papás y a tantos más que con su ayuda y sus oraciones, han sostenido este viaje. 

De los primeros cristianos se decía: «Lo que el alma es para el cuerpo, eso son los cristianos para el mundo» ¿Se podrá decir lo mismo ahora de nosotros? Hagamos unos momentos de oración en silencio luego de leer esto y pidámosle a María Santísima, la misionera por excelencia, su materna intercesión para que seamos cada día unos discípulos–misioneros que cada día se enamoren más de su Hijo Jesús y del anhelo misionero de establecer el Reino de Cristo.

Padre Alfredo.

«El corazón de un padre»... Un pequeño pensamiento para hoy

La liturgia del día de hoy nos pone la figura de dos padres que sufren por sus hijos, por una parte el rey David, que sufre por su hijo Absalón (2 Sam 18,9-10.14.24-25.30-19,3) que, aunque se había portado mal, ¡muy mal!, y había aún tomado su reino, seguía siendo su hijo y éste amándolo con entrañable amor y ahora había muerto. Por otra parte, en el Evangelio (Mc 5,21-43), tenemos a Jairo, un padre de familia afligido porque su hija está agonizando. De la hija de Jairo nada más se dice, solamente que estaba enferma y tal vez ya muerta: «Ven a imponerle las manos para que se cure y viva». Pero, e Absalón, sabemos tal vez hasta de más. Este hijo de David se había convertido enemigo de su propio padre, le hacía la vida de cuadritos, había originado una guerra y en ella había dado muerte a su hermanastro. David sabía que Absalón seguía luchando y esperaba noticias de la guerra. Estaba sentado en la puerta de la ciudad» y miraba seguramente al horizonte esperando al hijo. Le interesaba, más que la guerra, el hijo. David era rey, era jefe del país, pero, sobre todo «era padre». Y así, cuando llegó la noticia del final de su hijo, David «se estremeció. Subió al mirador de la puerta de la ciudad y rompió a llorar, diciendo: “Hijo mío, Absalón, hijo, hijo mío, Absalón. Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar, ¡Absalón hijo mío». Así es el corazón de un padre; un corazón que no se olvida ni deja de amar jamás a su hijo, a pesar de que sea un bandido o un enemigo; a pesar de que sea un enfermo agonizante; a pesar de que agonice o haya muerto, y llora por él, porque quien le ha dado vida, espera siempre que no sufra, que viva y que se convierta se ha fallado. 

Jairo amaba a su hija, lloraba porque estaba enferma. David lloraba también la muerte de Absalón su hijo: ¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío! Y Cristo le dice a Jerusalén: ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Jerusalén! Pues estoy dispuesto a morir por ti, con tal de que tú te salves. David y Jairo amaban tiernamente a sus hijos. David incluso sabiendo que Absalón era un impío que tramaba la muerte de su padre para usurparle el reino: por eso lloraba, por eso deseaba morir en su lugar. El amor de estos dos padres es el mismo que Cristo siente por Jerusalén: la amaba tiernamente y por eso llora por ella, como por la niña que no está muerta, pero agoniza. Cristo llora por ella y no solamente desea morir por su salvación, sino que de hecho muere. 

Jesús, el Señor, es nuestro hermano, pero también tiene un corazón de padre, se lo ha contagiado aquel con el que pasaba las noches en oración. Él sigue amando, sigue muriendo por sus amados y a la vez les da vida y «vida en abundancia». Jesús, el Señor, sigue curando y resucitando. Como aquel entonces, en estas tierras de Palestina en donde aún me encuentro, sigue hoy enfrentándose en todo el mundo con dos realidades importantes: la enfermedad y la muerte. Lo hace a través de la Iglesia y sus sacramentos. El Catecismo de la Iglesia Católica, inspirándose en la escena evangélica del día de hoy, presenta los sacramentos «como fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo siempre vivo y vivificante»: el Bautismo o la Reconciliación o la Unción de enfermos son fuerzas que emanan para nosotros del Señor Resucitado que está presente en ellos a través del ministerio de la Iglesia. Son también acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia y «las obras maestras de Dios en la nueva y eterna Alianza» (CEC 1116). Todo dependerá de si tenemos fe, como Jairo o la hemorroísa. La acción salvadora de Cristo está siempre en acto. También a nosotros nos dice: «No temas, basta que tengas fe». Participemos hoy día del gozo del Evangelio con María, nuestra Señora de la Salud reviviendo en el corazón aquello de: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá; el que me come tiene vida eterna» (Jn 11,25).

Padre Alfredo.

lunes, 29 de enero de 2018

ALGO DE LA HISTORIA PRIMITIVA DEL CICLO DE CUARESMA Y PASCUA EN LA LITURGIA...


A MANERA DE INTRODUCCIÓN.

No hay duda de que la Pascua anual es la celebración litúrgica cristiana más antigua después del domingo. Esta fiesta se inició para celebrar solemnemente la Muerte y Resurrección de Cristo, de tal modo que durante el festejo se acentuara la memoria de la Pasión, la experiencia sacramental de la Resurrección y la espera del retorno definitivo del Señor.

La mayoría de los historiadores y liturgos sostienen que esta celebración surgió en el siglo II, en el día en que se consideraba el aniversario del acontecimiento, el 14 de Nisán o la noche del sábado al domingo siguiente a esa fecha. Hay quienes piensan que fue introducida por influjo del Oriente, donde la celebración del domingo de Pascua, instituido en Jerusalén hacia el año 135, se extendió a Alejandría y a las demás cristiandades helenísticas. Originalmente esta celebración consistió en una larga vigilia de oración que culminaba en la celebración de la Eucaristía. Mucho tiempo después, en el siglo IV, se incorporó la liturgia bautismal. Lo más tardío de la fiesta de Pascua es la introducción del lucernario (Fuego Nuevo) y la bendición del cirio pascual.


1. ALGO SOBRE LA CINCUENTENA Y EL TRIDUO PASCUAL.

Este núcleo embronario no tardó en sufrir ampliaciones. De hecho, Tertuliano habla ya de un ayuno previo de dos días, que en la Didascalia del siglo III, dice que dura una semana.

Tertuliano se refiere también a un período de tiempo, al que califica de «spatium pentecostes» y «spatium laetissimum», que dura cincuenta días y se caracteriza por ser un tiempo de especial alegría. El alargamiento previo a la vigilia, del que habla Tertuliano, también comprendía en la Tradición Apostólica, más o menos en el año 215, el viernes y el sábado precedentes. Estos días, junto con el domingo de Resurrección, constituyen lo que san Ambrosio y san Agustín llamarán «Triduum Sacrum»  o sacratissimum triduum crucifixi, sepulti et resuscitati.

La cincuentena fue posteriormente objeto de ampliaciones y retoques, sobre todo al solemnizarse la octava de Pascua y al crearse la de Pentecostés, todo ello entre el siglo IV y el VIII.


2. LA SEMANA SANTA EN LA HISTORIA.

El documento llamado Peregrina Eteria, del siglo IV, ofrece el primer testimonio de la Semana Santa tal y como fue programándose posteriormente.

Fue hasta el siglo V en que el último domingo de la cuaresma encontró en la liturgia romana su forma definitiva como «Domingo de Ramos» o como se le designara en el siglo X: «Domingo de la Pasión» y es cuando se habla ya de una procesión.

Los días lunes, martes y miércoles de Semana Santa, poco a poco fueron tomando una liturgia especial, aunque se sabe que en tiempo de san León, el miércoles santo poseía una celebración litúrgica sin Misa, como preparación al Triduo Sacro. Parece que la Misa del miércoles santo se introdujo entre los años 461 y 468, durante el pontificado de Hilario I. El lunes se tenía la Misa sencilla, el martes se leía el lavatorio de los pies y el miércoles se leía la pasión según san Lucas, posteriormente el lavatorio se pasó al Jueves Santo y el martes se leía la pasión según san Marcos.

Desde el año 380 se empezó a celebrar el Jueves Santo la institución de la Eucaristía, a la hora de Nona. Es en el concilio de Cartago, del año 397, cuando a ese día se le da el nombre de: «In Coena Domini» (La Cena del Señor). La historia nos dice que en tiempos de san Agustín se celebraban ese día dos misas, una para terminar el ayuno y otra para conmemorar la institución de la Eucaristía. En el siglo VII la Misa de la mañana era para la reconciliación de los penitentes. Luego se empezó a celebrar una tercera Misa, que con el tiempo desplazó a la Misa de término del ayuno, se trata de la Misa Crismal que hoy conocemos y que se enmarca aún en el ambiente de Cuaresma. El viernes Santo, por su parte, se viene celebrando en Roma desde el siglo VII.


3. LA CUARESMA.

Hacia el año 332, Eusebio de Cesarea habla de una preparación pascual de cuarenta días, a la que considera como una institución bien conocida, claramente configurada y, hasta cierto punto, consolidada. Ello hace pensar razonablemente en la existencia, al menos en algunas iglesias, de la Cuaresma en el siglo IV.

En Roma la preparación pascual comprendía tres semanas hacia finales del siglo III. En ellas se ayunaba rigurosamente, excepto los sábados y los domingos. Hacia el año 385 la preparación se alargó a seis semanas, excepto el viernes y sábado últimos, pertenecientes al Triduo Sacro.

Desde finales del siglo II, existen testimonios de una preparación pascual de dos días. Durante ellos se hacía un ayuno riguroso de carácter escatológico, es decir, un ayuno por la ausencia de Cristo Esposo. Poco después, la Didascalia, habla de una preparación que dura una semana en la que se ayuna, si bien el ayuno tiene ya también un sentido ascético. En Roma, a finales del siglo III existía una preparación de tres semanas, en las que se ayunaba diariamente, excepto sábados y domingos.

Propiamente el nacimiento de la Cuaresma, como tal, tiene lugar durante el siglo IV, según, como he mencionado, gracias al testimonio escrito de Eusebio de Cesarea, y durante ese mismo siglo se consolida, tanto en oriente como en occidente. Hacia el año 385, la preparación pascual se alargó a seis semanas, también con el ayuno diario, excepto sábados y domingos, el último viernes y el último sábado, que pertenecían ya al Triduo Sacro. Al primer domingo de Cuaresma se le llamaba quadragesimale initium y a partir de allí se contaban 40 días.

A finales del siglo V, los ayunos tradicionales del miércoles y viernes anteriores a ese domingo, cobraron tal relieve, que se convirtieron en una preparación al ayuno pascual. Luego, durante los siglos VI y VII, se varió el cómputo del ayuno. De este modo, se pasó de una Cuadragésima (cuarenta días que van del primer domingo de Cuaresma hasta el Jueves Santo), a una Quinquagésima (cincuenta días, contados desde el domingo anterior al primer domingo de Cuaresma hasta el de Pascua), luego a una Sexagésima (sesenta días, que retroceden un domingo más y terminan el miércoles de la octava de Pascua), y por último, a una Septuagésima (setenta días, ganando un domingo más y concluyendo el segundo domingo de Pascua). Este periodo tenía carácter ascético y debió introducirse por influencias que llegaron del Oriente.

Esta evolución de tipo cuantitativo se extendió también a las celebraciones. Así, la Cuaresma más antigua en Roma sólo tenía como días litúrgicos los miércoles y los viernes; en ellos, reunida la comunidad, se hacía la statio, cada día en una iglesia diferente. En tiempos de san León (440-461) se añadieron los lunes. Posteriormente los martes y los sábados. Por último, durante el pontificado de Gregorio II (715-731) se añadió el jueves, como día litúrgico, para completar la semana.

Desde aquel entonces, se aprecia en la Cuaresma romana tradicional un triple componente: la preparación pascual de la comunidad cristiana, el catecumenado y la penitencia canónica.

La preparación de la comunidad cristiana a la Pascua se vivía, según san León, «como un retiro colectivo de cuarenta días, durante los cuales la Iglesia, proponiendo a sus fieles el ejemplo que le dio Cristo en su retiro al desierto, se prepara para la celebración de las solemnidades pascuales con la purificación del corazón y una práctica perfecta de la vida cristiana». Se trataba, por tanto, de un tiempo —introducido por imitación de Cristo y de Moisés— en el que la comunidad cristiana se esforzaba por realizar una profunda renovación interior. Los variados ejercicios ascéticos que ponía en práctica tenían esa finalidad última y no eran fines en sí mismos.

Según la Tradición Apostólica, el catecumenado comprendía tres años, durante los cuales el grupo de los audientes recibía una profunda formación doctrinal y se iniciaba en la vida cristiana. Unos días antes de la Vigilia Pascual, el grupo de los elegidos para recibir en ella el bautismo, se sometía a una serie de ritos litúrgicos, entre los que tenía especial solemnidad el del sábado por la mañana, que era ya la preparación más próxima del catecumenado simple.

Más tarde la Iglesia desplazó su preocupación de los audientes a los electi. Estos se inscribían como candidatos al bautismo al principio de la Cuaresma. En ella recibían una preparación minuciosa e inmediata.

A principios del siglo VI despareció el catecumenado simple, se hicieron raros los bautismos de adultos, y los niños que se presentaban para ser bautizados procedían de medios cristianos. Todo eso provocó una reorganización prebautismal. Al principio había tres escrutinios, que consistían en exorcismos e instrucciones, se hacían los domingos 3º, 4º y 5º de Cuaresma, respectivamente. En la segunda mitad del siglo VI, los escrutinios se aumentaron a siete, todos relacionados con la Misa y algunos se realizaban entre semana.

Desde esta perspectiva es fácil comprender que la preparación de los catecúmenos y su organización fue modelando la liturgia y el espíritu propios de la Cuaresma. De hecho los temas relacionados con el bautismo permearon la liturgia cuaresmal. Aún los ayunos, que se hacían pensando en los penitentes, se hacían pensando también en los catecúmenos.

La evolución posterior de la preparación bautismal trajo consigo que los escrutinios se desligasen completamente de la liturgia cuaresmal, provocando una nueva reorganización. Sin embargo, el mayor cambio que se hizo afectó a la Cuaresma misma, que pasó a ser el tiempo en que todos los cristianos se dedicaban a realizar una revisión profunda de su vida cristiana y a prepararse, mediante una auténtica conversión, a celebrar el misterio de la Pascua. Quedó clausurada la perpectiva abierta por la institución penitencial y el catecumenado, con menoscabo de la teología bautismal.

La reconciliación de los penitentes sometidos a la penitencia canónica, se asoció al Jueves Santo. Por este motivo, los penitentes se inscribían como tales el domingo primero de Cuaresma. A lo largo del período cuaresmal recorrían el último tramo de su itinerario penitencial, entregados a severas penitencias corporales y a oraciones muy intensas, con las que ultimaban el proceso de conversión. La comunidad cristiana les acompañaba con sus oraciones y ayunos. Como quiera que los penitentes participaban parcialmente en la liturgia, es lógico que en ésta quedara reflejada la situación de los penitentes.

La imposición de la ceniza, es, un ejemplo calro de uno de estos testimonios penitenciales de la liturgia cuaresmal. Se hacía antes de empezar la Misa.


4. LA PRECUARESMA.

De este punto no hay mucho que decir, bastará saber que el proceso de ampliación prepascual se extendió a cincuenta días en el siglo VI, a sesenta a fines de ese siglo y principios del VII y finalmente a setenta en pleno siglo VII.


5. EL CICLO PASCUAL SEGÚN EL NUEVO CALENDARIO ROMANO.

Según el Calendario Romano que ahora tenemos, la celebración de la Pascua comprende:

a) El «Triduo Sacro», cuyo centro es la «Vigilia Pascual» y se extiende desde la misa vespertina «In Coena Domini» del Jueves Santo, hasta las segundas vísperas del Domingo de Resurrección.

b) La Cuaresma, que se inicia con el «Miércoles de Ceniza» y concluye inmediatamente antes de la misa «In Coena Domini».

c) La «Cincuentena Pascual», que es el periodo comprendido entre el Domingo de Resurrección y Pentecostés.

Han desparecido lo que se llamaba el tiempo de septuagésima y la octava de Pentecostés. Los domingos del tiempo pascual se denominan «Domingos de Pascua». Los ocho primeros días pascuales forman la octava de Pascua y los días cuadragésimo y quincuagésimo conmemoran la Ascensión y Pentecostés, respectivamente.

Padre Alfredo.

EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN...


A manera de Introducción.

El diálogo que Dios entabla con nosotros por medio de los sacramentos, es un diálogo transformador y vivificante. A quienes toman en serio ese diálogo, se les va transmitiendo la vida de Dios y es deber del creyente bautizado cuidar, fortalecer y nutrir esa vida, poderosa en sus raíces, pero frágil y amenazada constantemente.

El sacramento de la Confirmación es uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana. La misma palabra: «Confirmación» que significa «afirmar o consolidar», nos dice mucho. Este sacramento es para cada fiel cristiano, la plena investidura de una misión a favor de la Iglesia y del mundo entero. La Confirmación es un sacramento que está íntimamente unido al del Bautismo. Es una especie de desdoblamiento de éste para significar que se trata de un bautismo en el mismo Espíritu con el que fue ungido Jesús. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres» (Lc. 4, 18). La unción de Jesús, en continuidad con la unción de los reyes del Antiguo Testamento, le capacita para ser el defensor y el salvador de los pobres (ver Sal 72,1-75). Él comunica su mismo Espíritu a los Apóstoles en Pentecostés (ver Hech 2,4). Y ellos, a la vez, lo comunican a los creyentes.

En este sacramento se fortalece y se completa la obra del Bautismo. Por la confirmación, el bautizado se fortalece con el don del Espíritu Santo. Se logra un arraigo más profundo a la filiación divina, se une más íntimamente con la Iglesia, fortaleciéndose para ser testigo de Jesucristo, de palabra y de obra. Por él es capaz de defender su fe y de transmitirla. A partir de la Confirmación, los bautizados nos convertimos en cristianos maduros y podremos llevar una vida cristiana más perfecta, más activa. Este es entonces el sacramento de la madurez cristiana que nos hace capaces de ser testigos de Cristo.

Podemos llamar cristiano adulto a quien sabe asumir sus responsabilidades en el seno de la Iglesia y toma parte activa en la edificación del Reino de Dios. Por la efusión del Espíritu Santo, el creyente que ha recibido el sacramento de la Confirmación hace un altar en cualquier actividad de su vida diaria. Sobre ese altar él se une al sacrificio de Cristo para introducir en el mundo el amor del Padre. Así, el Espíritu se manifiesta en el cristiano a través del testimonio activo y lo hace progresar hacia la Eucaristía, culmen del misterio pascual, con las manos ricas en dones de alabanza. Por la Confirmación, el Hijo encarnado de Dios nos comunica la misma misión que el Padre le dio a Él: dejarnos guiar por el Espíritu Santo, para hacer visible en este mundo su amor infinito.

1. Algunas cuestiones acerca de la Confirmación. 

El día de Pentecostés –cuando se funda la Iglesia– los apóstoles y discípulos se encontraban reunidos con la Virgen María. Estaban temerosos, no entendían lo que había pasado –creyendo que todo había sido en balde– se encontraban tristes. De repente, descendió el Espíritu Santo sobre ellos –quedaron transformados– y a partir de ese momento entendieron todo lo que había sucedido, dejaron de tener miedo, se lanzaron a predicar y a bautizar. La Confirmación es entonces un «Pentecostés personal» y un «Pentecostés Doméstico». El Espíritu Santo está actuando continuamente sobre la Iglesia de modo muy diversos. La Confirmación –al descender el Espíritu Santo sobre nosotros– es una de las formas en que Él se hace presente al pueblo de Dios. 

Hoy en día vivimos en un mundo en que hace falta gente comprometida. Muchos creemos en Dios y tenemos fe, pero vivimos como si no la tuviéramos. No damos testimonio de Cristo. Este testimonio debe ser no sólo de palabra sino de obra. Para convencer, hay que ser cristianos convencidos y aprovechar la ayuda que el Espíritu Santo nos brinda. Esa ayuda la recibimos en el sacramento de la Confirmación, una acción especial del Espíritu Santo, por el cual una persona que ha sido bautizada, recibe el regalo de la tercera persona de la Santísima Trinidad en plenitud.  Aunque en el Bautismo se recibe el Espíritu Santo y en todos los sacramentos actúa de una u otra manera, por el Sacramento de la Confirmación se reciben en plenitud todos sus dones. 

2. La Confirmación es el Sacramento del Espíritu Santo.

El Bautismo se nos da para lograr la salvación personal, pero la Confirmación busca también un compromiso del cristiano que es enviado a una misión especial y con una gran responsabilidad de defender la fe, llevarla a los demás a través del apostolado, y ser testigo de Jesucristo con la palabra y el ejemplo. La Confirmación fortalece en nosotros las virtudes de la fe, esperanza y caridad, así como los siete dones del Espíritu Santo. Estos dones, fortalecidos, nos ayudan para cumplir nuestra responsabilidad de apóstoles y defensores de la fe. 

La ceremonia del Sacramento de la Confirmación es muy sencilla, pero el valor que tiene es muy grande. Cuando el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés, encontró un grupo de apóstoles débiles, que no sabían cómo cumplir con la misión que Jesús les había encomendado de llevar el Evangelio a todo el mundo y bautizar a todas las naciones, pero su acción logró una transformación total e inmediata. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que tan sólo ese día se bautizaron más de tres mil personas.

Al recibir la Confirmación, los bautizados nos convertimos en verdaderos soldados de Cristo, siempre dispuestos a luchar de palabra y obra por nuestra fe. De acuerdo al mandato de Jesús, los apóstoles bautizaban a las personas que aceptaban la fe y después la confirmaban. Pero, ¿qué efectos tiene en nosotros la Confirmación? Aquí los mostraremos: 

Recibimos la fuerza del Espíritu Santo para comprometernos mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con nuestras palabras y acciones.
Se fortalecen en nosotros los regalos de la fe, las esperanza y la caridad, así como los dones del Espíritu Santo que recibimos el día de nuestro bautizo. Estos regalos fortalecidos nos ayudarán a difundir y defender nuestra fe como auténticos soldados de Cristo.
Nos unimos más íntimamente a Cristo y a la Iglesia.
Se completa nuestra condición de hijos de Dios, ya que perfecciona la gracia que recibimos en el Bautismo.
Recibimos un sello del Espíritu Santo que impone sobre nosotros un carácter. Esta es la ra-zón de por qué se recibe una sola vez en la vida.

Toda persona que haya sido bautizada puede y debe recibir la Confirmación. Para recibir este sacramento hay que estar en estado de gracia (confesado), tener la intención de recibir la Confirmación y prepararse para cumplir con el compromiso que ésta implica. También, se recomienda buscar la ayuda espiritual de un padrino(a) que sea como una especie de guía en el compromiso.

Los obispos son los sucesores de los apóstoles que estuvieron presentes el día de Pentecostés. Por lo tanto, es el obispo el ministro de la confirmación. En una situación especial, el obispo puede auto-rizar a un sacerdote a administrar el sacramento, como me ha tocado a mí hacerlo en diversas ocasiones.

Para realizar este sacramento, el obispo extiende sus manos sobre el confirmando como símbolo del don del Espíritu Santo a quien invoca para que descienda sobre el cristiano. Después, el obispo unge la frente con el santo crisma, que es aceite de oliva perfumado bendecido por el obispo el jueves santo. Este es un signo de consagración que simboliza el sello del Espíritu Santo que marca la pertenencia total a Cristo, a cuyo servicio quedamos desde ese momento y para siempre. La imposición de las manos y la unción con el crisma constituyen la materia del Sacramento de la Confirmación. 

En el Antiguo Testamento, a los reyes o guerreros que tenían una misión especial, se les ungía con aceite para darles la fuerza que necesitaban para cumplir su misión. En el Sacramento de la Confirmación, durante la unción, el obispo repite la forma del sacramento: «Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo» y unge para dar esa fuerza del Espíritu en la tarea de ser discípulos–misioneros de Cristo. Así, esa fuerza venida de lo alto no ayuda a llevar a cabo nuestra misión como hijos de Dios. Pero el Espíritu Santo no podrá actuar ni transformarnos como lo hizo con los apóstoles si nosotros no se lo permitimos. Al recibir este Sacramento recibimos la gracia y la fuerza necesaria para responder como auténticos hijos de Dios y testigos de Cristo. Depende de nosotros aprovechar esa gracia tomando conciencia de los dones que recibimos y los compromisos que adquirimos.  Así como los discípulos recibieron al Espíritu Santo en Pentecostés y salieron a proclamar la buena Noticia de Jesús, los confirmados reciben el Espíritu Santo y sus dones para poder testimoniar, difundir y defender la fe por medio de la palabra y de las obras, como auténticos testigos de Cristo.

3. Los dones del Espíritu Santo en la Confirmación. 

El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad y si nosotros se lo permitimos, actúa en nosotros y puede hacer maravillas. Lo único que tenemos que hacer es abrir nuestro corazón para dejarlo actuar. Y si queremos ser verdaderos discípulos–misioneros y testigos de Cristo, no dejemos que nadie deje de recibir el Sacramento de la Confirmación, porque es el sacramento que transforma al creyente en soldado defensor de la fe católica. En el sacramento de la Confirmación recibimos los dones del Espíritu Santo que son siete y son regalos especiales que nos ha hecho Dios para comprender las cosas divinas y cumplir mejor su voluntad, estos son:

Temor de Dios: Este don es un santo temor de ofender a Dios porque es nuestro Padre que nos ama y nosotros también lo amamos. Este don brinda a nuestra alma la docilidad para apartarnos del pecado por temor de ofender a Dios que es el supremo bien.

Piedad: Este don es un gran regalo que Dios brinda a nuestra alma. Gracias a él, podemos amar a Dios como Padre y a todos los hombres como verdaderos hermanos.

Ciencia: Por medio de este don, nuestra inteligencia puede juzgar recta y sobrenaturalmente las cosas creadas de acuerdo a un fin sobrenatural. Podemos ver la mano de Dios en la Creación.

Sabiduría: Es el don de los grandes santos, es el más excelente de todos los dones, ya que nos permite entender, saborear y vivir las cosas divinas.

Fortaleza: Este don fortalece el alma para vivir heroicamente las virtudes, brindándonos una invencible confianza para superar los peligros o dificultades con los que nos encontremos en la lu-cha contra el pecado, en nuestro camino al Cielo y en la búsqueda de la santidad.

Consejo: Este don nos permite intuir rectamente lo que debemos hacer o dejar de hacer en una circunstancia determinada de nuestra vida.

Entendimiento: Este don permite entender las verdades reveladas por Dios y las verdades natu-rales comprendiéndolas a la luz de la salvación.

4. Signo, materia y forma del sacramento de la Confirmación.

El Concilio de Trento declaró que la Confirmación era un sacramento instituido por Cristo, ya que los protestantes lo rechazaron porque –según ellos– no aparecía el momento preciso de su institución. Sabemos que fue instituido por Cristo, porque sólo Dios puede unir la gracia a un signo externo.

El Nuevo Testamento nos narra como los apóstoles, en cumplimiento de la voluntad de Cristo, iban imponiendo las manos, comunicando el Don del Espíritu Santo, destinado a complementar la gracia del Bautismo. «Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran al Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían al Espíritu Santo». (Hech. 8, 15-17;19, 5-6).

En la Confirmación el rito es muy sencillo, básicamente es igual a lo que hacían los apóstoles con algunas partes añadidas para que sea más entendible. El signo de la Confirmación es la «unción». Desde la antigüedad se utilizaba el aceite para muchas cosas: para curar heridas, a los gladiadores de les ungía con el fin de fortalecerlos, también era símbolo de abundancia, de plenitud. Además la unción va unida al nombre de «cristiano», que significa ungido.

La materia de este sacramento —es decir el elemento que se utiliza para expresar este don de Dios– es el «Santo Crisma», que consiste en aceite de oliva mezclado con bálsamo y que es consagrado por el Obispo el día del Jueves Santo en la llamada «Misa Crismal». La unción se hace en la frente del confirmando. La forma de este sacramento está en las palabras que acompañan a la unción y a la imposición individual de las manos: «Recibe por esta señal de la cruz el don del Espíritu Santo» (CEC. 1300). La cruz es el arma con que cuenta un cristiano para defender su fe.

La celebración de este sacramento comienza con la renovación de las promesas buatismales y la profesión de fe de los confirmados. Demostrando así, que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo. (Cfr. SC 71; CEC. 1298). El ministro extiende las manos sobre los confirmandos como signo del Espíritu Santo e invoca a la efusión del Espíritu. Sigue el rito esencial con la unción del santo crisma en la frente, hecha imponiendo la mano y pronunciando las palabras que conforman la forma. El rito termina con el beso de paz, u otro gesto externo de paz que representa la unión del Obispo con los fieles. (Catec. n.1304).

Padre Alfredo.

«No dejarse seducir»... Un pequeño pensamiento para hoy

El poder del mal siempre quiere oprimir, maltratar y alienar la vida de muchas personas hoy como lo ha hecho en el pasado, a veces Dios lo permite por cuestiones que, a nuestro poco alcance, no logramos comprender. La estrategia de Absalón, seducido por el mal en cuestión de política, era robar los corazones de la gente por medio de su atractivo personal, grandes apariciones, aparente preocupación por la justicia y abrazos amistosos, cosas con las que dejaba a muchos con los ojos cuadrados, sin embargo, más tarde, Absalón demostró ser un gobernante malvado. —ni que decir, que nosotros no sabemos de casos como ese—. La primera lectura de hoy (2 Sam 15,13-14.30; 16,5-13) nos ayuda, por una parte, a ver la necesidad que tenemos de evaluar a nuestros líderes para asegurarnos de que su carisma no sea una máscara que cubra sus artimañas, la decepción o el hambre de poder y por la otra a reconocer que los errores del padre, a menudo se ven reflejados en las vidas de sus hijos. En Absalón, David vio una repetición y amplificación amarga de muchos de sus propios pecados anteriores. 

Dios había predicho que la familia de David sufriría por su pecado contra Betsabé y Urías. Su corazón fue quebrantado cuando se dio cuenta de que las predicciones de Dios se estaban volviendo realidad. Dios perdonó a David, pero no canceló las consecuencias de su pecado. Absalón habría sido un excelente rey. El pueblo lo amaba. Pero en lo íntimo de su ser, carecía de buenas cualidades y del control necesarios en un buen líder. Su apariencia, habilidades y posición no lograron cubrir su falta de integridad personal. Los pecados de David lo separaron de Dios, pero el arrepentimiento lo llevó nuevamente a él. Por el contrario, Absalón pecó, y continuó pecando. No fue lo suficientemente sabio como para evaluar los consejos que recibía. Dios nos ofrece el perdón, pero no lo experimentaremos hasta que admitamos genuinamente nuestros pecados y los confesemos a Dios. Absalón rechazó el amor de su padre, y a la larga, el amor de Dios. ¿Cuán a menudo se pierde la oportunidad de regresar al amor de Dios a través de la puerta del perdón? 

Los versos iniciales del Evangelio de hoy (Mc 5,1-20), describen la situación de la gente antes de la llegada de Jesús. Marcos describe el comportamiento del endemoniado, y asocia el poder del mal al cementerio (muerte), a los puercos (impureza), al mar (caos) y a una legión (opresión). El mal es un poder sin rumbo, amenazador, descontrolado y destructor, que da miedo, como el de los malos gobernantes, o incluso cualquier tipo de gente, que se deja engatusar por el mal y se priva de conciencia, de autocontrol y de autonomía llenándose de muerte y de impureza, en un caos que le oprime el corazón y le impide amar. Ante la simple presencia del amor de Dios, el poder del mal se desmorona y se desintegra. En la manera de describir el primer contacto entre Jesús y el hombre poseído, Marcos acentúa ¡la desproporción total! El poder, que antes parecía tan fuerte, se derrite y se derrumba ante Jesús. Lo mismo ha pasado en la situación de David y de muchos, aunque se reconozcan como los más pecadores, al abrir el corazón al amor de Dios, la vida se transforma y se abre un horizonte nuevo: «Vete a tu casa —dice Jesús al exorcizado— a vivir con tu familia y cuéntales lo misericordioso que ha sido el Señor contigo». Pidamos a la Madre de Dios, «refugio de pecadores» que nos ayude a amar más el sacramento de la Reconciliación y a transformar nuestra vida para llevarla, cada día, a metas más altas de santidad. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 28 de enero de 2018

«La oportunidad de amar sin fronteras»... Un pequeño pensamiento para hoy

Este domingo, en el libro del Deuteronomio, nos topamos con la figura de Moisés, ese hombre elegido por Dios para liberar a su pueblo y que, aunque sabía que Dios lo había elegido para ser guía e intérprete confiable de su voluntad, pues se reconocía a sí mismo como profeta, conocía perfectamente los riesgos que podía acarrear el hablar y actuar en nombre de Dios. La presencia de este texto del Antiguo Testamento como primera lectura en este Domingo, va ligada a la intención de san Marcos de presentarnos a Jesús como profeta, como enviado de Dios, en sus labios está la palabra de Dios, en sus hechos se nota el poder de Dios, porque él es Dios mismo. Jesús actuó como profeta porque dio la ley de la nueva alianza (Mt 5-7), alimentó a la gente como lo esperaban (Jn 6), se reunió con su Padre en una montaña (Mt 17) e intercedió por el pueblo de la nueva alianza (Jn 17). Desde tiempos inmemorables, Moisés hablaba al pueblo de una figura profética que liberaría de verdad al pueblo, como él mismo lo había liberado de Egipto.

Así, los primeros cristianos vieron en Jesús a ese profeta que hablaba con la autoridad propia del mismo Dios. Sus palabras tienen la fuerza creadora y sus acciones son liberadoras como las acciones del mismo Dios. En Cristo y en quien le sigue, esa acción liberadora deja a la persona en libertad de amar con un corazón que no pone fronteras. Es lo que san Pablo quiere recalcar (1Cor 7,32-35), y no como a veces se entiende, el no preocuparse por el prójimo con una visión de Dios que prescinde del amor al prójimo, porque eso sería idolatría. Creer que el tiempo dedicado a las personas es tiempo negado a Dios es una trampa y por eso Pablo lo aclara. Jesús libera, cuando habla y cuando actúa con el prójimo, como en el Evangelio de hoy, en el que libera a un hombre poseído por un espíritu inmundo al que Jesús obliga a salir con «autoridad». Jesús actúa siempre con autoridad. Digamos que esa es la primera cosa que la gente percibe en Jesús, que es alguien que se acerca a todos de forma muy diferente, no para cumplir caprichos o quedar bien, como puede ser el «esclavizarse» a alguien —como dice san Pablo—, Jesús actúa de forma diferente.

Jesús se acerca a todos a partir de su experiencia de Dios y de la vida. Su palabra tiene raíz en el corazón y por eso es una palabra «con autoridad» y no como muchas aparentes enseñanzas que, por el poder de los medios de comunicación o de la propaganda del comercio llegan a los oídos y al corazón de la gente seduciéndoles para que sea egoísta y se olvide de los demás. Mucha gente que ha caído en esa trampa, se esclaviza del consumismo, se deja oprimir por los préstamos de dinero y se enreda en su «ego» insondable. Mucho piensan que su vida no es como debería ser si no se ponen siempre en primer lugar y se libran de cualquier cosa que suene a compromiso. En medio de esta realidad que parece carcomer muchas almas, Jesús abre siempre un nuevo camino para que la gente llegue a ser pura. «Ama, y haz lo que quieras», decía san Agustín. La apariencia de este mundo se termina. Para el verdadero creyente, la brevedad de la vida temporal no significa sino la oportunidad de amar sin fronteras y llegar a esa salvación próxima y definitiva que Cristo Jesús nos ofrece. Basta ver la felicidad de María y dejarse envolver por su testimonio de adhesión a la voluntad del Padre que la invitó a amar así, al estilo del Hijo que llevaría dentro de ella nueve meses y que la animó presurosa a llegar a Isabel con un corazón puro que nada tiene que dar, sino solamente a Dios. ¡Feliz domingo vivido en familia!


Padre Alfredo