David —decíamos ayer— era el más joven de sus hermanos, tan joven que cuando llegó Samuel a elegir rey de entre los hijos de Isaí, éste le presentó a todos menos a David. Pero Yahvé se había fijado en él, le había elegido para la dignidad suprema del pueblo hebreo y David quedó, después de la unción, transido por la fuerza del Espíritu. Su brazo era fuerte y su puntería muy certera, según se puede leer en el relato de hoy, cuando se enfrenta con el temible y gigantesco filisteo Goliat (1 Sam 17,32-33.37.40-51). Después de su victoria sobre el gigante Goliat, vendrían otras muchas victorias, pues Dios —como recalca la Escritura en varios pasajes sobre elegidos de Dios— estaba con él. David obró al estilo de los hombres que confían en Dios, haciendo a un lado incluso «prudentes» cálculos humanos al ver al gigantón o de razonamientos «lógicos» a ver el arma del enemigo y sus cinco guijarros en una mano y la resortera en la otra, teniendo como base la fe y la confianza en el poder de Dios. David nos enseña que la condición para que Dios obre milagros es que pongamos a su disposición todo lo que somos y tenemos. Puede ser que seamos muy poca cosa y que no tengamos casi nada. No importa. Pero lo que sí es indispensable es que, como se dice en Monterrey por aquello de la carne asada: «pongamos todos los kilos en el asador».
El enfrentamiento de David con el gigante Goliat, es todo el símbolo de la fuerza de la debilidad. El relato cuenta primero como desconfiaron del posible triunfo de David y trataron de protegerlo con la armadura de Saúl; pero ésta era demasiado grande y pesada, de manera que David no podía ni siquiera caminar. Con «los medios humanos» de la prudencia y la lógica tradicional para vencer al gigante, David no pudo ni siquiera entrenar. Dios será su fuerza. La debilidad del muchacho será, como digo, una imagen para mostrar que la fuerza y la victoria vienen de Dios. Si Dios lo quiere, un muchacho como David, una mujer como Judit o un pequeño ejército como el de los Macabeos, pueden vencer a fuerzas mucho más poderosas y numerosas. Dios no se deja impresionar por el aspecto ni por la gran estatura de las personas. Él nos salva sin usar armas hechas por nuestras manos. A David le bastaron una cuantas piedrecillas y su resortera, la misma que usaba todos los días, la misma que tal vez él había elaborado. Dios sólo quiere que tengamos fe y confiemos en Él y, en ese momento, su victoria será nuestra.
Dios no nos quiere tullidos, Él nos libera de todo aquello que no nos deja actuar, como al hombre que aparece en el Evangelio de hoy (Mc 3,1-6) y a quien Cristo quiere redimir de aquella situación que no le deja vivir. ¡Esta es la enseñanza para nosotros! No quedarnos tullidos, paralizados, estáticos, sino tener fe y confiar en el Señor que nos quiere en movimiento para acabar con la gigantesca maldad que quiere adueñarse de nuestro mundo. Curar a aquel hombre de mano paralizada —mientras que la de David está llena de puntería como hemos visto— tiene un significado decisivo para el discípulo¬–misionero de hoy, pues la mano, tanto en David como en el personaje anónimo del Evangelio, simboliza nuestra capacidad de trabajar, de construir, de darnos, de aportar algo, de defender, de hacer el bien. Por eso, con este milagro Jesús curaba mucho más que una mano. Promovía a esa persona para que pudiera vivir sin esos miedos e inseguridades que promueve la cultura del descarte y recobrar la dignidad para sentirse fecundo en la sociedad. Sin embargo, los fariseos —como mucha gente envidiosa de hoy— eran incapaces de alegrarse por el bien de la persona rehabilitada. ¡Cómo se entristece Jesús cuando alguien se vuelve incapaz de alegrarse por el bien ajeno! Pensemos hoy en nuestras manos paralizadas, en las piedritas y la resortera de David y pidámosle a María Santísima, que se alegra del gozo de Isabel que ha concebido a pesar de ser tan mayor y corre presurosa a asistirla, que nos ayude a crecer en la fe y la confianza, lanzándonos con lo que tenemos, como Ella y David, para llevar a Dios al corazón de tantas almas que necesitan de ese bien y esa bondad que a nosotros nos ha hecho felices en el día a día de nuestra vida escondida con Cristo en Dios (Col 3,3). ¡Bendiciones para todos en este miércoles!
Padre Alfredo.
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