martes, 30 de enero de 2018

Jerusalén y nuestro compromiso misionero...


Estando en Tierra Santa, en concreto en la ciudad antigua de Jerusalén, uno se da cuenta del número tan reducido de cristianos en el lugar. Hace unos días estuvimos con Fray Artemio Vítores, sacerdote franciscano vicecustodio emérito de Tierra Santa y guardián (superior) del Convento Franciscano Santa Catalina «ad Nativitatem». Él nos explicaba que, además, a estas alturas y por diversas circunstancias políticas y religiosas, la minoría cristiana ya se ha reducido aún más. Desde 1948, la población cristiana de Israel ha descendido del 30% al 1,2%, unas cifras que muestran claramente la trágica realidad que vive la tierra del Señor y María Santísima.

Muchos de los que viven en Jerusalén —la tierra que vio nacer al Salvador— no conocen aún a Cristo; pero nosotros, que somos parte de un país «católico», podemos decir que quizá en la propia familia, entre nuestros amigos, entre los compañeros de clase a los que vemos diariamente sucede lo mismo que aquí en la Tierra Santa. Es posible que muchos hayan oído hablar de Cristo, pero en realidad no le conocen. 

Jerusalén, para todos los cristianos, es el corazón de la Tierra Santa, la síntesis de la acción de Dios en favor de los hombres. Así lo afirmaba san Juan Pablo II en una ocasión: «¡Cuántos recuerdos, cuántas imágenes, cuánta pasión y qué gran misterio envuelve esta palabra: Jerusalén!... ¡Cuántas veces, en los libros históricos, en los Salmos, en los Profetas, en los Evangelios, resuena el nombre de Jerusalén, siempre amada y deseada, pero también vituperada y llorada, pisoteada y resucitada, amonestada, consolada y glorificada. En verdad, ¡es una ciudad única en el mundo!». Todos los miembros de la Iglesia, de una o de otra manera, tenemos el sueño de subir a Jerusalén como subió Jesús. Es un camino difícil, pero hay que decidirse: Jesús, «estando para cumplirse los días de su elevación, tomó la decisión irrevocable de subir a Jerusalén» (Lc 9,51).

Tierra Santa —me comentaba en estos días un comerciante de artículos religiosos que de hecho es mi tocayo porque se llama Alfredo— se está quedando sin cristianos. Alfredo me decía hace un rato que regresábamos del Santo Sepulcro: «Vengan en peregrinación padres, traigan a su gente, sólo así, los cristianos podremos trabajar, comer y ganarnos la vida, y nos veremos obligados a irnos. Somos —me decía hablando en italiano porque su abuela era italiana— como mendigos que necesitamos su limosna». Y esto, es una realidad. Mucha gente gasta cantidades de dinero estratosféricas en cruceros y viajes a lugares recónditos que a un cristiano no le dicen nada. Y esta situación no se debe a que Israel sea un estado judío (y de hecho el número de judíos convertidos al cristianismo en Israel ha aumentado y a pesar de que el judaísmo rabínico talmúdico, la religión oficial de Israel, manifieste una oposición fundamental a Cristo y a su Iglesia) sino al crecimiento del número de musulmanes. Aquí los cristianos cada vez son menos y los musulmanes más y más. Un estudio estadístico prevé que para 2050 el número de musulmanes será similar al de cristianos, casi un 30% de la población mundial. Es increíble cómo al ir pasando por diversas ciudades y pueblos, destacan por aquí y por allá los «minaretes», esas torre anexas a las mezquitas desde donde el «muecín» o «almuédano» convoca a los fieles musulmanes para que acudan a la oración. Sus oraciones en árabe se escuchan a través de grandes bocinas instaladas en lo alto de esas torres.

Digo que los musulmanes son quienes están desplazando la presencia cristiana en Israel porque por parte del pueblo judío se han venido suscitando conversiones que hacen que sea muy probable que el número de cristianos aumente de forma constante en las próximas décadas por parte de ellos. En el Estado de Israel hay católicos, aunque los de origen judío son muy escasos (apenas unos 500) y la mayoría católica es de raza árabe (se calcula que existen unos 27000, repartidos por todo el Estado). Aunque desde luego, el grupo más nutrido, unos 50.000, proceden de la abundante inmigración producida durante los últimos años. En total existen seis parroquias católicas oficiales en Israel, por lo que no es la comunidad cristiana más abundante, pero están aquí y debemos orar por ellos, los que predominan son los cristianos de origen ortodoxo, como la Iglesia Armenia, o la Iglesia Siriaca. El Señor ha querido que nosotros naciéramos católicos, para que participemos en su misión de salvar al mundo y ha dispuesto que el afán misionero sea un elemento esencial e inseparable de la vocación cristiana que compartimos con ellos. 

Junto al afán misionero, creo que debe estar muy vivo el de adentrarnos a conocer muy de carca Jerusalén y en general la Tierra Santa. Hoy es tan fácil, se puede hacer por medio de libros, videos, películas, audios y, por qué no... un viaje a estos hermosos lugares donde cada una de las piedras habla de ese paso del Señor Jesús por aquí. Yo por mi parte me comprometo a que poco a poco voy a ir compartiendo algo de cada uno de los lugares sagrados de Israel y Palestina. Creo que quien se decide a seguir a Cristo —y nosotros le seguimos— se convierte en un apóstol misionero con una responsabilidad concreta: «Conocer y amar cada día más a Cristo para seguirle más de cerca. Amarlo y hacerlo amar del mundo entero» valiéndose de cuantos medios sean posibles. 

El afán misionero, el deseo de acercar a muchos al Señor, no lleva a hacer cosas raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los deberes de cada día. Es precisamente en medio de las tareas de cada día, aprovechando las relaciones humanas normales, donde encontramos nuestro campo para la misión y para dar a conocer nuestro cristianismo con alegría. Yo nunca había venido a la Tierra Santa, y ahora que me encuentro aquí, gozo viendo todos aquellos lugares que ya conocía en papel, en video o por boca de quienes ya habían tenido esta experiencia. Pero cuántos hay que no saben nada de Cristo ni de los lugares concretos en dónde Él se movió... ¡Si aquí hay muchos que no le conocen!... ¿cómo andaremos en nuestras familias y en nuestros ambientes?

En medio del mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a un encuentro con Cristo y la Tierra Santa. Recuerdo que a veces, en las clases de cristología, antes las explicaciones que yo daba de los lugares santos, su geografía, su historia, su herencia espiritual, no faltaba quién me decía: «¡Pero usted porque ya conoce!» y en cierto sentido tenían razón, porque, aunque no había venido, Internet y you tube ya me habían traído a visitar lugar por lugar.

Preguntémonos hoy qué tanto somos discípulos–misioneros del Señor Jesús y de su Tierra Santa. Preguntémonos si hemos buscado conocer en libros o videos los lugares por donde pasó Cristo y a cuántos hemos hablado de estos lugares y si significado en nuestra fe. Veamos a quiénes hemos ayudado a venir virtual o físicamente a conocer la Tierra Santa. Yo, por mi parte, no me alcanzo a agradecer a quienes hicieron posible que ahora yo esté aquí en este curso de «Renovación Sacerdotal»: A los padres Legionarios de Cristo, a Logos, a mis papás y a tantos más que con su ayuda y sus oraciones, han sostenido este viaje. 

De los primeros cristianos se decía: «Lo que el alma es para el cuerpo, eso son los cristianos para el mundo» ¿Se podrá decir lo mismo ahora de nosotros? Hagamos unos momentos de oración en silencio luego de leer esto y pidámosle a María Santísima, la misionera por excelencia, su materna intercesión para que seamos cada día unos discípulos–misioneros que cada día se enamoren más de su Hijo Jesús y del anhelo misionero de establecer el Reino de Cristo.

Padre Alfredo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario