domingo, 14 de enero de 2018

«Encontrarse con Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


Dios nos conoce por nuestro propio nombre, ese nombre —corto o larguísimo como el mío— que hemos recibido en el bautismo. Para la sociedad actual somos, para casi todo, una serie de números que los pronósticos dicen tendremos insertados en un futuro no muy lejano en un chip bajo la piel. Por lo pronto somos para muchas cosas, un Código QR (del inglés Quick Response code, «código de respuesta rápida»), pero para Dios, no. Él nos lleva «escritos en sus manos», metidos en su corazón que desborda misericordia para con todos y para con cada uno de sus hijos. Y, junto al nombre está, por supuesto, nuestro cuerpo, que es parte esencial de nuestro ser personal. No somos ángeles, ni simples vivíparos; somos hijos de Dios, personas humanas muy amadas por Dios en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, por eso debemos glorificar a Dios también con nuestro cuerpo. El espíritu humano está presente desde la concepción y se es la misma persona desde el cigoto hasta la muerte con un código genético único e irrepetible. 

Nuestro cuerpo, como criaturas de Dios y luego como sus hijos por el bautismo, va más allá de la simple corporeidad animal, en cuanto humanos llevamos en sí mismos la vitalidad interior: el alma, en una unidad indisoluble. Somos un espíritu encarnado, pero el cuerpo nos limita, no nos permite ser ubicuos. Según santo Tomás, el cuerpo es todo aquello compuesto de materia y forma; sin embargo, lo que lo hace específicamente humano es la unión íntima con su forma humana: el alma espiritual. La expresión «cuerpo humano» por tanto ya contiene el alma espiritual, por eso las virtudes que practicamos a través del cuerpo son virtudes totalmente humanas y los pecados de nuestro cuerpo son pecados nuestros. Nuestra misión es vivir unidos espiritualmente al Espíritu de Cristo, formar con él un solo espíritu, ser miembros suyos. Las palabras que escribió san Pablo a los primeros cristianos de Corinto y que hoy la liturgia nos propone meditar, son para aplicárnoslas a nosotros mismos (1 Cor 6, l3c-15a. 17-20). No podemos dividirnos en cuerpo y espíritu, como si fueran cosas siempre opuestas. El cuerpo y el espíritu deben caminar siempre juntos y muy de acuerdo. 

Jesús se encarnó entre nosotros. Acabamos de celebrar este misterio en la Navidad. Después del bautismo en el Jordán y vuelto antes del retiro, la soledad, el silencio y el ayuno en el desierto, entusiasma a algunos a seguirle. Ellos ven a un Hombre, un ser humano, que se hizo en todo semejante a nosotros menos en el pecado, porque en él, que es verdadero Dios y verdadero Hombre, está la esencia pura de lo que nosotros deberíamos llegar a ser «santos e irreprochables por el amor» (Ef 1,4) ¿Dónde vives? —le preguntan sus primeros discípulos en el Evangelio de hoy (Jn 1, 35-42)— ¿Podemos ir a tu casa? —le preguntan hablando con la misma sencillez con la que Samuel dirigiéndose a Dios le dice «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3, 3b-10. 19). Dios se fija en cada uno de nosotros y nos llama por nuestro nombre como a Samuel y nos deja acercarnos a su Hijo Jesús como aquellos dos del Evangelio para que nos muestre dónde y cómo vive. El mismo Dios pone las personas y los medios para que en cuerpo y en espíritu nos acerquemos a Él. Samuel fue a ver a Elí. Los dos discípulos acudieron a Juan. ¿A quién podremos acudir nosotros ahora para que nos acerque más a Dios en nuestra propia condición de espíritus encarnados? Indiscutiblemente que a María Santísima, Ella no nos llevará a ninguna otra parte que no sea al encuentro con su Hijo Jesús. ¡Dejémonos conducir por Ella, pasemos…y veamos, que ahí está Dios! Te deseo de todo corazón un domingo lleno de la presencia de Dios.

Padre Alfredo.

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