Acabamos apenas hace unos días de celebrar un aniversario más del nacimiento de Cristo y seguimos rodeados de fiestas por doquier. Sin embargo, el gran ausente de muchas de las reuniones de estos días es precisamente el festejado... ¡falta Cristo! Se habla de todo, se intercambia de todo, se come de todo, pero el Divino Niño permanece ausente, es solamente el pretexto para dar rienda suelta a toda clase de instintos y de comportamientos que hablan de un vacío en el corazón y una ausencia del «Amor de los amores». Ayer, luego de una tarde un poco fuera de lo común, regresé a casa leyendo «El don supremo», un libro basado en un sermón de Henry Drummond adaptado muy a su estilo New Age por Paulo Coelho, a quien no acostumbro mucho a leer y... ¡qué regalazo de mis compadres Héctor y Jaqui! Porque en medio de esa lectura —con todo y los comentarios un poco extraños de Coelho a san Pablo— en el andar del metro y el metrobús, me dio pie a meditar, con el capítulo 13 de la Primera Carta a los Corintios, en Dios Amor, que, de una manera muy especial, se ha manifestado en Cristo, nacido de María para nuestra salvación.
Cada vez constato más, a pesar de mi condición de pecador y de alguien que va apenas subiendo el primer escalón en los caminos del espíritu, que hay más gente que dice que cree en Dios y niega con sus actitudes, acciones y palabras, el amor de Cristo y el compromiso de vivir como Él a pesar de ser «a todo dar». Creo que hoy hay más y más católicos que en realidad no están creyendo en la Navidad, porque no se han adherido —o se han despegado— de Cristo como manifestación de Dios Amor. Por lo menos, no creen en el Dios de la Palabra y de la Eucaristía. El Dios que envió a su Hijo al mundo para morir por nuestros pecados. Y ya que el Hijo es Dios, Él solo es quien puede irle dando sentido a nuestra vida ayudándonos a dar respuesta de quién somos y qué hacemos en este mundo, como sucede a Juan en el Evangelio de hoy (Jn 1,19-28). Si Cristo hubiera sido una persona distinta de Dios, como lo comparan muchos ahora en el New Age con Buda o con Krishna, él mismo hubiera sido un pecador limitado como yo. Por eso es tan claro lo que dice la Primera Lectura de hoy: «Nadie que niegue al Hijo posee al Padre, pero quien reconoce al Hijo, posee también al Padre» (1 Jn 2,23). Es necesario que los discípulos-misioneros de Cristo enfaticemos esta verdad si queremos un mundo nuevo que trascienda a la realidad del materialismo y del confort siempre atrayentes.
Todos sabemos que mucha gente que es muy buena, que se dice católica, pero que no se ha parado en el Templo estos días, no digo a Misa, sino si quiera para una visita a orar y dar gracias. Muchos se han fabricado un Cristo a su medida que no pide compromiso alguno. Pero eso no puede ni debe descorazonarnos, aunque por el momento nos entristezca; nosotros somos privilegiados porque sentimos esa necesidad de estar con él y eso habla de nuestra condición de pequeños hermanos que, tentados por el maligno —que no descansa—, no queremos sucumbir en la trampa de un mundo que no ofrece un futuro fecundo en el amor, un mundo atrapante que vacía el alma de Dios y la llena de cuanta tontera podamos imaginar. En medio de este mundo, los auténticos discípulos-misioneros son, a su vez, alguien como Juan... presentadores de Cristo. ¡Qué maravilla sería el que todos pudiéramos decir: «te presento a este estupendo amigo mío, se llama Jesús» y ha transformado mi vida! Pero, qué impotencia se siente al no poder llevarlo a los ambientes tan mundanizados en los que estamos sumergidos y en donde, como digo, él es el gran ausente y a veces, como que quienes queremos ser fieles al Señor no cabemos porque caemos mal e incomodamos el confort y la instalación en el mundo material. Y no se trata de «ser mochos», como dicen algunos en esta jungla de cemento, sino de abrir nuestros oídos a su Palabra y a su presencia en la Eucaristía recordando que hay una vida que es eterna y que Jesús es camino al Padre. Jesús es el misterioso lazo de unión entre la humanidad caída y el Padre y escuchándole en su Palabra y contemplándole en la Eucaristía es como realmente nos realizaremos como hijos del Padre. Al final de nuestras vidas no se nos va a pedir cuenta de lo que poseímos, de lo que pudimos presumir o del vacío que construimos en frases y palabras que se llevó el viento, sino de la calidad de nuestro amor. Seremos cristianos y seremos salvados en tanto sepamos amar al estilo de Jesús, y nos identifiquemos con Él y no con el maligno. Sigamos conservando el espíritu de la Navidad y oremos por todos aquellos que son buenos y creen saber lo que es el amor pero, atrapados por el maligno y sus artimañas, no han estrenado el amor genuino. ¡Quiero convertirme y creo que aún es tiempo, así que, por lo que a mí toca... estoy dispuesto a re-estrenarme en el amor de Cristo! Bendecido martes junto a José y María contemplando a Jesús en el pesebre de Belén.
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario