El capítulo 15 del primer libro de Samuel termina con una noticia de tinte trágico: Dios se arrepintió de haber hecho a Saúl rey de Israel y a partir de aquel momento no hay ya rey para Dios ¿Quién será el nuevo rey de Israel? La respuesta está en el breve pasaje sobre la unción del hijo de Jesé que la primera lectura de hoy nos presenta (1 Sam 16,1-13). Samuel, en primer lugar, se lamenta por el rechazo de Saúl y Dios de todas maneras pasa a una acción concreta. La queja y el lamento no sirven para nada cuando el Señor ha tomado una decisión, sólo queda aceptar el plan de Dios y llevarlo a la práctica con fe. El encuentro de Samuel con la familia de Jesé (1 Sam 16,5b-13) constituye el centro del relato de hoy. Al profeta le basta ver a Eliab para convencerse que es el elegido del Señor. Samuel —como sucede a muchos— se ha dejado llevar por las apariencias, a pesar de estar cerca de Dios, utiliza criterios muy humanos. Jesé va presentando a sus otros hijos mientras escucha el mismo mantra: «Tampoco a éste ha escogido el Señor».
Luego de no atinarle a la elección, a Samuel no le queda mas que David, el que no cuenta ni siquiera para su padre, porque es «el más pequeño», y está «cuidando el rebaño». Esa «pequeñez« es precisamente lo que atrae la atención del Señor para elegirle y a partir de su unción como rey, el espíritu del Señor se cernirá sobre David. El Señor siempre mira el corazón del ser humano y toma partido por el pequeño y el débil. «Se fijó en la humildad de su sierva» dirá la virgen María en el Magnificat (Lc 1,48). Cuando se tiene humildad, la vida se enfoca en Dios y el alma se deja conducir con sencillez por Él. En aquella famosa película titulada «Forest Gump», Forest está parado al lado de la tumba de su esposa Jenny y pregunta: «¿Nosotros flotamos sin rumbo como una pluma llevada por la brisa o realmente tenemos un destino?» Muchos, incluso diciéndose católicos, van flotando sin rumbo por la vida, siendo llevados entre un lado para el otro por las modas, las ideas de paso, las apariencias de lo que parece bueno; como plumas que van y vienen, que llaman la atención en el aire y cuando caen al suelo son pisoteadas. Dios tiene un plan para cada uno, un propósito para nuestras vidas y no fuimos creados para vivir una vida llena de egocentrismo, sino, de una vida de mucho significado, de servicio a Él y a los demás.
Ser discípulo–misionero significa hacer de Jesucristo el centro de la vida. Siendo así, Él anhela penetrar en la pequeñez de todas las áreas de nuestra vida. Dios nos ha elegido con una misión que muchas veces el mundo no entenderá, como sucede hoy a Jesús mismos en el Evangelio (Mc 2,23-28). Hay que buscar a
Dios, para dejarse moldear por Él, y dejar que su Espíritu Santo nos conserve «pequeños» para que en este año, que apenas vamos comenzando, la presencia de Dios se haga sentir en cada acto de nuestra vida. Pero para eso necesitamos ojos nuevos para no quedarnos en las apariencias, como le estaba sucediendo a Samuel. Nos pudiéramos quedar este día con dos preguntas para meditar: ¿Cómo es nuestra mirada? ¿Vemos por apariencias o miramos el corazón de las personas? Creo que con eso basta. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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