El día de hoy, en la Iglesia Católica, celebramos la fiesta de la conversión de San Pablo, conversión que debió suponer un tremendo cambio de mentalidad para el llamado Apóstol de las Gentes. No solamente se hacía proscrito, como judío, al hacerse cristiano, sino que se le consideraba entre los suyos como renegado y traidor, ya que san Pablo había sido rabbi, fariseo, fiero perseguidor de cristianos. Y ahora ese mismo Pablo, sigue a Jesús. Cristo ha venido a ser el centro de su vida. Como su Señor Jesús, Pablo también se sienta a la mesa con pecadores, recaudadores de impuestos y paganos. De ahora en adelante entregará su vida a Cristo y a la Iglesia, una comunidad en la que no hay distinción entre griegos y bárbaros, entre ciudadanos esclavos y libres, entre hombres y mujeres, y especialmente entre judíos y no-judíos. Todos somos conscientes de cuánto debe la evangelización llevada a cabo por la Iglesia primitiva a la vocación misionera de san Pablo. Sus viajes apostólicos que le llevaron muy probablemente hasta la Hispania romana, en el confín del mundo conocido en la Antigüedad, dan idea de la vasta obra que el Apóstol llevó a cabo y que él mismo describe como llena de peligros en la segunda carta a los Corintios (11,24-28). Sus palabras son conmovedoras y dan testimonio de la pasión de amor por Cristo que alentó en su espíritu y le lanzó a la empresa del Evangelio.
San Lucas en los Hechos (Hch 9,1-22) hace una descripción detallada de aquel momento de la conversión, describe a Saulo entre aquellos que aprobaron la muerte de Esteban (cf Hch 8,1). Nos dice que había pactado acabar con los cristianos, y pidió cartas para detener a los sectarios de Damasco, y que, mientras allí se dirigía, se encontró con Cristo que siempre sale a nuestro encuentro; y lo hizo con Pablo: «de repente —cuenta el Apóstol— una gran luz del cielo me envolvió con su resplandor, caí por tierra y oí una voz que me decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo pregunté: ¿quién eres, Señor? Me respondió: soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues… yo pregunté: ¿Qué debo hacer, Señor?” El Señor me respondió: “levántate, sigue hasta Damasco, y allí te dirán lo que tienes que hacer». Con agradecimiento, san Pablo recordará siempre su conversión, como escribe él mismo en su Primera Carta a Timoteo: «Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor, que me ha fortalecido, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio; aun habiendo sido yo antes blasfemo, perseguidor y agresor. Sin embargo, se me mostró misericordia porque lo hice por ignorancia en mi incredulidad» (1 Tim 1,12-13).
La conversión a Cristo lleva consigo la identificación con su persona y su destino. Se trata de llegar, como dice el padre Esquerda, «a compartir sus amores». El cristianismo tiene a Cristo en el centro, es religión de su persona como revelación de Dios. Durante esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, que iniciamos el día 18, hemos pedido al Señor que se haga realidad que seamos un solo rebaño y un solo pastor, y podamos vivir la petición de Jesús: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). ¡Qué tarea nos ha dejado el Señor y con cuánto entusiasmo la vivió san Pablo! Proclamar el Evangelio a todos, no sólo en tierras lejanas, sino en nuestros territorios multi-étnicos y plurirreligiosos (cf. Mc 7,31). A San Pablo un día Dios le tiró del caballo (la tradición supone que iba a caballo) y le explicó que toda esa violencia era agua desbocada. Pero no le convirtió en un muchachito bueno, dulce y pacífico cambiándole el carácter. No le trocó el alma de fuego por una de mantequilla. Su amor a la ley judaica se transmutó por unas ansias por la Ley de Cristo conservando su personalidad. Con la conversión uno cambia de camino, no de alma. Este es el cambio que Dios espera del hombre: que luchemos por el espíritu, como hasta ahora hemos peleado por dominar; que nos empeñemos en ayudar a los demás, como deseábamos que todos nos sirvieran. No que echemos agua al moscatel de nuestro espíritu, sino que se convierta en vino que conforte y no emborrache. En esta fiesta hay que pensar en nuestro propio camino de conversión y escuchar a María que le dice a su Hijo Jesús, que vive en cada uno de nosotros: «Hijo: no tienen vino» (Jn 2,3). ¡Feliz fiesta de la conversión de san Pablo!
Padre Alfredo.
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