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Dios había predicho que la familia de David sufriría por su pecado contra Betsabé y Urías. Su corazón fue quebrantado cuando se dio cuenta de que las predicciones de Dios se estaban volviendo realidad. Dios perdonó a David, pero no canceló las consecuencias de su pecado. Absalón habría sido un excelente rey. El pueblo lo amaba. Pero en lo íntimo de su ser, carecía de buenas cualidades y del control necesarios en un buen líder. Su apariencia, habilidades y posición no lograron cubrir su falta de integridad personal. Los pecados de David lo separaron de Dios, pero el arrepentimiento lo llevó nuevamente a él. Por el contrario, Absalón pecó, y continuó pecando. No fue lo suficientemente sabio como para evaluar los consejos que recibía. Dios nos ofrece el perdón, pero no lo experimentaremos hasta que admitamos genuinamente nuestros pecados y los confesemos a Dios. Absalón rechazó el amor de su padre, y a la larga, el amor de Dios. ¿Cuán a menudo se pierde la oportunidad de regresar al amor de Dios a través de la puerta del perdón?
Los versos iniciales del Evangelio de hoy (Mc 5,1-20), describen la situación de la gente antes de la llegada de Jesús. Marcos describe el comportamiento del endemoniado, y asocia el poder del mal al cementerio (muerte), a los puercos (impureza), al mar (caos) y a una legión (opresión). El mal es un poder sin rumbo, amenazador, descontrolado y destructor, que da miedo, como el de los malos gobernantes, o incluso cualquier tipo de gente, que se deja engatusar por el mal y se priva de conciencia, de autocontrol y de autonomía llenándose de muerte y de impureza, en un caos que le oprime el corazón y le impide amar. Ante la simple presencia del amor de Dios, el poder del mal se desmorona y se desintegra. En la manera de describir el primer contacto entre Jesús y el hombre poseído, Marcos acentúa ¡la desproporción total! El poder, que antes parecía tan fuerte, se derrite y se derrumba ante Jesús. Lo mismo ha pasado en la situación de David y de muchos, aunque se reconozcan como los más pecadores, al abrir el corazón al amor de Dios, la vida se transforma y se abre un horizonte nuevo: «Vete a tu casa —dice Jesús al exorcizado— a vivir con tu familia y cuéntales lo misericordioso que ha sido el Señor contigo». Pidamos a la Madre de Dios, «refugio de pecadores» que nos ayude a amar más el sacramento de la Reconciliación y a transformar nuestra vida para llevarla, cada día, a metas más altas de santidad. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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