sábado, 27 de enero de 2018

«He pecado»... Un pequeño pensamiento para hoy

Sabemos que solamente Dios es capaz de cambiar el corazón del pecador, pero, ordinariamente, se vale de alguna persona, un acontecimiento fuerte, algo, para incitar a la conversión. Volvemos en nuestra diaria meditación al segundo libro de Samuel y hoy nos topamos con el arrepentimiento de David (2 Sam 12,1-7.10-17), para el cual ha sido necesaria la mediación de un diálogo en una conversación con el profeta Natán, de manera que David «se entendiera» y se hiciera un juicio más objetivo sobre sí mismo. «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justo» (Lc 15,7). Ese tema del perdón es uno de los que se encuentran a todo lo largo de la Biblia: «Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» El verdadero sentido del pecado en la Escritura, no es solamente un sentimiento de «culpabilidad» moral, no es tan solo la «transgresión de una ley». El pecado no se entiende de veras en su profundidad más que en el marco de las relaciones personales entre el pecador y Dios, como nos enseña el caso del rey David. David creía que había podido evadirse de las consecuencias de su pecado, pero se equivocó. David viviría lamentando haber cometido aquel horrible pecado y un día Natán, uno de los profetas más valientes de la Historia Bíblica le contará una parábola que le abrirá el corazón y lo conducirá al arrepentimiento. 

Esa parábola le revela a David lo que él realmente era, tal como si se viera en un espejo. La Palabra de Dios es un espejo que nos manifiesta cómo realmente somos. Natán sostendría el espejo enfrente de él, para que David pudiera contemplarse bien. La parábola, acerca de dos hombres que vivían en una ciudad: uno rico y otro pobre. El rico tenía muchos ganados y rebaños. El pobre, en cambio, tenía solamente una ovejita. Era como un animal de compañía, y la mimaban y querían mucho en la familia. Era pues, todo lo que tenía el hombre pobre. David no creyó que Natán hubiera inventado esta parábola; sino que pensó que Natán le estaba contando acerca de alguien en el reino, y que estaba pidiendo a David que lo juzgara. David era también sensible en cuanto a lo bueno y a lo malo y tenía un sentido de la justicia. Allí en lo profundo de su corazón había una fe que nunca falló. Había allí un amor verdadero hacia Dios. Cuando escuchó con atención aquella parábola que Natán le contó, reaccionó con gran indignación y pensó que tal persona merecía ser ejecutada. Es interesante comprobar cuán fácil le resulta a uno ver el pecado en otro, mientras que no lo puede ver en su propia vida. Y éste, precisamente, era el problema de David. 

Pero Dios, y quien sea enviado a nosotros de parte de Dios, encontrará siempre la manera de ayudarnos a ver la realidad, por más tremenda y cruda que ésta sea. Y por nuestra fe, podremos ver la realidad para transformarla. En el Evangelio de hoy (Mc 4,35-41) Jesús cuestiona a sus discípulos: «¿Aún no tiene fe?». Aquellos hombres iban en una barquita atravesando una gran tormenta que no los dejaba ver con claridad que el Maestro, aunque durmiera, estaba ahí. Es como el alma que está en pecado y a quien Dios no abandona, Él está ahí, pero hay que dejarle actuar. Cuando un creyente peca, no valora la presencia de Dios, lo ve como dormido y nada más. También nosotros somos débiles como los apóstoles y también nosotros fallamos como David. El Salmo 50, el «miserere», que hoy tenemos como salmo responsorial, cuyo autor desconocemos, pero que se atribuye a David, es la oración modélica de un pecador que reconoce humildemente su culpa ante Dios y le pide un corazón nuevo. Es un salmo que resume los sentimientos de tantas personas que, en toda la historia de la humanidad, han experimentado la debilidad pero que se han vuelto confiadamente a la misericordia de Dios. Que María santísima, Madre de Jesús misericordioso, nos ayude a valorar esa presencia del Señor en nuestras vidas, aún en medio de la situación de pecado, porque él, el Señor, es el único que puede aplacar la tormenta que desata el mal en nuestras vidas. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

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